¿Necesaria pero imposible?

Aunque existen preguntas abstractas sobre la reforma constitucional, relativas sobre todo a su naturaleza y procedimientos, aquí voy a ocuparme de una pregunta concreta: la pregunta sobre la reforma de la Constitución de 1978 tal como puede formularse a mediados de 2018. Naturalmente, no es posible separar del todo ambas preguntas, pues la reforma española no es un caso sui generis, o al menos no lo es en mayor medida que cualquier otro caso particular de reforma constitucional; lo que pueda decirse de las reformas constitucionales en general debe poder aplicarse al caso español. Asimismo, el interrogante sobre la reforma no se responderá del mismo modo en los distintos momentos de la vida política ?o constitucional? de un país: la España de 2018 difiere de las de 2008, 1998 o 1988, aunque también existen rasgos más o menos constantes o que no han cambiado de manera significativa. En nuestro caso, si ahora mismo se plantea con especial insistencia la conveniencia o necesidad de proceder a una reforma constitucional, no es debido al hecho anecdótico de que el texto del 78 vaya a cumplir cuarenta años el próximo otoño, sino a la concatenación de dos crisis políticas de largo alcance. Nos son bien conocidas: por un lado, la desencadenada por la Gran Recesión que, iniciada globalmente en septiembre de 2008 con la caída de Lehman Brothers, trae consigo la movilización ciudadana del 15-M y la disrupción de nuestro sistema de partidos, aparición de un populismo antisistema incluida; por otro, el desafío independentista lanzado por el nacionalismo catalán desde al menos 2012, que culminó en un ataque explícito al orden constitucional durante los meses de septiembre y octubre de 2017. Sin estos dos acontecimientos no podría comprenderse cabalmente el frenesí reformista que, por momentos, ha podido observarse en la esfera pública española.

Mi propósito es responder a dos preguntas sucesivas sobre la reforma constitucional. Son, dicho sea de paso, las mismas que formulé en el curso de verano que, bajo la dirección de la profesora María Inmaculada Gómez Muñoz, y con el título Cuarenta años de la Constitución española. ¿Es necesaria su reforma para atender los desafíos de nuestro país?, se celebró esta misma semana en El Escorial; lo que presento aquí es una versión considerablemente extendida de aquella charla.

Primera pregunta: ¿es necesaria la reforma constitucional? Y segunda: ¿es posible la reforma constitucional? Podría alegarse que, si no fuera posible reformar nuestro texto constitucional, difícilmente podríamos sostener que tal reforma sea necesaria, por cuanto su posibilidad es condición para su necesidad. Pero no es así exactamente, pues cabría pensar en una situación en la que una reforma que se antoja necesaria no pueda llevarse a buen puerto, con las consecuencias correspondientes: estancamiento, agravamiento o crisis. Algo así, de hecho, sucede en España. En lo que sigue, defenderé la idea de que, si bien la reforma se ha hecho necesaria, en realidad no es necesaria y, además, es imposible de hacer. Las consecuencias de esa imposibilidad, por lo demás, no tienen por qué ser dramáticas. De ahí que pueda decirse de la reforma lo mismo que dice el filósofo Javier Gomá de la inmortalidad: que es necesaria, pero imposible. Veamos por qué.

1. ¿Es necesaria la reforma constitucional?

Para un buen número de expertos, comentaristas y ciudadanos, la respuesta es que sí. De hecho, la afirmación se ha convertido en un recurso expresivo: cuántas veces no hemos afirmado en estos años que sólo una reforma de la norma suprema permitiría a España resolver los problemas que más le acucian, logrando con ello de paso renovar el pacto constitucional forjado en 1978 e incrementar la legitimidad percibida del sistema democrático. Podemos distinguir aquí dos tipos de justificaciones, de carácter bien distinto, que, no obstante, convergen en lo que parece ser el mismo punto: la demanda de reforma. Aunque no es exactamente, como se verá enseguida, el mismo punto.

En primer lugar, al menos cronológicamente, nos encontramos con la demanda populista. Es aquella que plantean quienes entienden que la crisis económica supone una quiebra del sistema democrático y no sólo defienden que el cambio constitucional puede y debe servir de solución a la crisis, sino que es también una causa de la misma. El relato nos es ya familiar, por más que haya perdido cierta fuerza o visibilidad: la crisis es una «crisis de régimen» que desvela no ya el fracaso de la democracia española, sino la naturaleza fraudulenta del «régimen del 78». Se trataría de una continuación del franquismo por otros medios y, por tanto, la Constitución sería también una Constitución adulterada. En este caso, tampoco bastaría cualquier reforma, sino que se aspira a algo mucho más ambicioso, a saber: la apertura de un «proceso constituyente» que culminase con la aprobación de una norma que consagrase un gran número de nuevos derechos sociales e instaurase una democracia con un mayor énfasis en la participación de los ciudadanos y, desde luego, republicana más que monárquica. Izquierda Unida lo llevó al frontispicio de su programa para las últimas elecciones generales, mientras que Podemos ha manifestado en más de una ocasión ?por ejemplo, en unas jornadas sobre el tema celebradas en Córdoba a finales de noviembre del año pasado? la necesidad de «refundar el Estado democrático a través de una nueva Constitución», que a su vez habrá de redactarse de abajo arriba, es decir, atendiendo «al mandato expresado por la mayoría social surgida del 15-M». A menudo se aduce aquí un argumento generacional: a cada generación le asistiría el derecho de redactar su propia Constitución. Manuel Monereo, diputado de Unidos Podemos, lo expresó así: «Una Constitución debería durar lo que dura una generación; los muertos no pueden estar dirigiendo eternamente a los vivos». Razón de más para considerar inaplazable la intervención sobre la norma suprema.

En segundo lugar, el desafío independentista catalán ha sido interpretado por algunos publicistas como una consecuencia del sistema de organización territorial del poder del Estado, tan mal definido en 1978 que habría dado lugar a un golpe de Estado. De ahí la necesidad de reformar, como mínimo, este aspecto del texto constitucional, regulado en su conocido Título VIII: para así encauzar el problema catalán. Ha escrito Gregorio Cámara:

Si bien en 1931 y 1978 hubo un rotundo rechazo del agobiante centralismo y una indudable aspiración al establecimiento de la autonomía regional, no pudo fraguarse una neta voluntad constituyente en esta materia que estuviera en condiciones de sostener un modelo claramente definido. Así las cosas, la cuestión territorial sigue abriéndose recurrentemente en canal en los momentos de crisis, a falta de una constitucionalización adecuada que permita vertebrar nuestro Estado con la eficacia y estabilidad necesarias.

En un sentido parecido se han expresado últimamente algunos destacados académicos. Es el caso de Ideas para una reforma constitucional, propuesta presentada por un conjunto de profesores de Derecho Constitucional y Administrativo encabezados por Santiago Muñoz Machado, o del manifiesto titulado Renovar el pacto constitucional, que, firmado por un nutrido grupo de importantes intelectuales y profesores universitarios, defiende una reforma federal del Estado como medio para acomodar las reivindicaciones identitarias. Podemos leer en el texto de los primeros:

Se trata de introducir cambios que configuren un modelo territorial en el que sea necesario el diálogo y se reduzca el conflicto; en definitiva, aplicar las técnicas del federalismo que en otros Estados garantizan la integración a través de la participación de los territorios en las decisiones que les afectan.

También aquí, si bien por un camino distinto, se identifica en la Constitución, si no la causa de la crisis, en este caso la catalana, sí una de sus causas. De alguna manera, las deficiencias del modelo territorial habrían «empujado» al nacionalismo a presentar ?como ya hiciera su homóloga vasca con el llamado Plan Ibarretexe? una reclamación de autodeterminación desatendida por el gobierno. Así que sólo cambiando la Constitución podríamos preservar la unidad del país: Cataluña, podríamos decir, bien vale una reforma. En este caso, una federal.

Por supuesto, ambas posiciones son muy distintas. Mientras que el populismo, o lo que empezó siendo populismo y ahora quizá ya no lo sea tanto, reclama un proceso constituyente llamado a sustituir la Constitución por otra nueva, los partidarios de la federalización reclaman una mera reforma de la misma. Ésta, empero, no tendría por qué limitarse al Título VIII, sino que podría alcanzar a otros aspectos del texto. Así, en la formulación de Muñoz Machado et altera, «la incorporación de una cláusula europea, la modificación del orden sucesorio en la Corona, el reconocimiento de garantías de algunos derechos sociales, la mejora de la calidad democrática de las instituciones, etc.». Tampoco sería necesario abordar a la vez todos estos cambios, sino que bastaría hacerlo paulatinamente; únicamente las reformas que afectan al modelo territorial se juzgan «urgentes y prioritarias» y no podrían esperar, pues urgente y prioritario es resolver la crisis catalana.

Ahora bien, aunque aquí estamos ocupándonos solamente de la reforma constitucional y no de la posible sustitución del texto del 78 tras un proceso constituyente, no cabe duda de que la presión ejercida por quienes desean un texto nuevo refuerza el argumento para la reforma: quien quiere lo más puede querer también lo menos. Es más, se interpreta que una generación a la que se imputa un fuerte anhelo transformador no se conformará con menos que una reforma; siempre que tenga suficiente calado como para legitimar nuestro régimen político a ojos de esa diversa coalición que forman no sólo los jóvenes, sino también, y por ejemplo, las feministas que demandan la introducción en el texto constitucional de una «perspectiva de género». Todo suma, pues, en la generación del sentimiento reformista. Desde este punto de vista, la reforma sería tan necesaria como insoslayable. Si no se hace, ni se resolverá el problema catalán ni se contará con el apoyo de las generaciones más jóvenes: la democracia española estará en ese caso poco menos que condenada.

No pocos españoles parecen estar de acuerdo: según un sondeo de GAD3 publicado por La Vanguardia en marzo de este año, el 60% de los ciudadanos apoyaría una reforma constitucional de la que saliera un Estatuto catalán con un reparto claro de competencias. Algo antes, en enero de 2017, y según Sigma Dos, casi el 66% de los encuestados aprobaba la idea de una reforma antes del fin de la legislatura, con un apoyo mucho mayor entre los votantes de izquierda: un 78% en el lado del PSOE y un 85% en el de Podemos, frente al 65% de Ciudadanos y el 44% en el PP. Qué reforma, claro, es asunto distinto: si un 32% apostaba entonces por reducir las competencias de las Comunidades Autónomas, un 30% las aumentaría. ¡Y esto, antes del golpe de septiembre y octubre! En la encuesta del CIS publicada en abril de este año, los partidarios de dar más poderes a las autonomías descendían del 29,7% al 25,9%, mientras que subía del 12,4% al 23,8% el número de quienes prefieren que el Estado autonómico continúe tal cual y, finalmente, bajaba del 44% al 36% el porcentaje de quienes reconocerían el derecho de las Autonomías a la independencia. Significativamente, no aumentaba en exceso el número de quienes recentralizarían competencias o regresarían al Estado unitario. Está por verse de qué manera puedan evolucionar estas cifras, en respuesta al discurso de los partidos y a la evolución de la coyuntura política. Pero sí cabe extraer una conclusión, siquiera sea provisional: cuanto mayor es la gravedad percibida de una crisis, ya sea socioeconómica o territorial, más fuerte es la inclinación a depositar en la reforma constitucional la esperanza de su resolución. Y viceversa.

Esto, bien mirado, no deja de ser curioso. Este fetichismo de la reforma hace suya la premisa de que los problemas de la democracia española tienen su causa en la Constitución, o, al menos, pueden explicarse como efecto de deficiencias constitucionales. Pero, ¿es el caso? ¿O estamos convirtiendo la constitución en una suerte de chivo expiatorio, de inocente conducido al cadalso con objeto de resolver las tensiones latentes en el seno de la comunidad política? Tomemos cada uno de los argumentos anteriores: ¿son las políticas económicas y la ausencia de reformas de los últimos veinte o treinta años un efecto del diseño constitucional? ¿Podemos identificar fallas institucionales que nos permitan explicar la respuesta española al abaratamiento del crédito, la incompetencia de los españoles con las lenguas extranjeras o el fracaso reiterado del INEM? ¿O no será que es más fácil refugiarse en abstracciones tales como «el régimen del 78», los «oscuros despachos» o el «no nos representan»? Por decirlo de otra manera, ¿hay algo en la constitución de 1978 que haya impedido a los sucesivos gobiernos dar forma a una Televisión Española independiente, constituir un órgano de supervisión fiscal con suficientes poderes, o dar impulso a la evaluación ex post de las políticas públicas? Y en cuanto al segundo argumento: ¿son los problemas territoriales consecuencia de un mal diseño constitucional, o más bien consecuencia del diseño de la ideología nacionalista? ¿No podría decirse más bien que el nacionalismo es la causa del problema catalán? ¿Es que algo impide a las Comunidades Autónomas, incluidas las gobernadas por los nacionalistas, cooperar cabalmente en el marco de las conferencias sectoriales? En el mismo sentido, ¿podemos justificar o explicar, a la vista del texto constitucional y del posterior proceso de descentralización, que el poder autonómico catalán se haya rebelado contra el Estado?

Es importante introducir aquí un matiz de gran importancia: que los problemas españoles no sean problemas constitucionales no significa que una reforma constitucional no pueda ayudar a resolverlos o carezca, de llegar a hacerse y hacerse bien, de efectos benéficos. Son asuntos distintos. En la medida en que la reforma constitucional ?de la que, no obstante, se habla algo menos que antes? ha adquirido connotaciones emocionales positivas, que se corresponden con la asignación de un valor emocional negativo a la ausencia de reforma, quizás esta última se haya hecho necesaria, aun no siéndolo en sentido estricto. Y se habría hecho necesaria en la medida en que son mayoría quienes piensen que es necesaria; por ejemplo, los españoles. De acuerdo con esta lógica algo perversa, el principal rédito de la reforma sería la reforma misma, con independencia de su contenido específico. Ser capaces de reformar sustancialmente la Constitución tendría un valor simbólico: no sería tanto un medio para un fin como un fin en sí mismo.

De una reforma se esperaría, entonces, que legitimase el orden constitucional a ojos de las generaciones más jóvenes, que deberían ser capaces de sentir como suyo el texto reformado, mientras que habría de resolver la crisis territorial por medio de una federalización explícita de nuestro orden político. Ambas perspectivas pueden confluir si la reforma federal consigue relegitimar la Constitución a ojos de los ahora desafectos; incluidos, claro, los independentistas.

Reservando mi escepticismo para el siguiente apartado, es indudable que una federalización bien diseñada y que gozase de un amplio consenso podría ser una excelente noticia para España. Sobre todo, en la medida en que pudiera proceder a sancionar y refinar los resultados del proceso de creación del Estado autonómico. En este caso, la reforma constitucionalizaría aquello que se ha materializado a través del proceso autonómico, al tiempo que corrige sus deficiencias. De paso, se trataría de acabar con esa concepción del Estado que va del centro a la periferia y entiende la descentralización como una concesión del poder central a sus partes componentes. Federalizar sería entonces crear una cultura federal que convertiría a España en una nación sin centro. Pero nótese la ironía: es ahora cuando España está preparada para describirse a sí misma de esa manera; no lo estaba en 1978. Éste es uno de los efectos de nuestro federalismo inverso, que, por lo demás, no carece de efectos negativos. Sobre todo, el de generar una inercia centrífuga que conduce al progresivo vaciamiento del Estado central; algo que quizá no plantearía problemas demasiado graves en Alemania y, sin embargo, sí los plantea en España, donde existen dos nacionalismos subestatales con aspiraciones soberanistas.

En suma, la reforma constitucional no es necesaria, pero parece haberse hecho necesaria como solución a dos problemas interrelacionados pero separables: el malestar constitucional de quienes consideran caduco el «régimen del 78» y la desafección insurreccional del independentismo catalán. A continuación ?pero ya la semana que viene? elucidaremos si esa deseable reforma es, también, posible, no sin antes tomar un pequeño desvío de la mano de Bruce Ackerman y su idea del «momento constitucional».