Los manifestantes y la democracia

Sigo los sábados, mientras desayuno, el programa de Pepa Fernández en Radio Nacional. Me divierte porque es ágil, me gusta porque el tono es cortés, y me interesa porque está saturado de lugares comunes. Éstos no equivalen por fuerza a tonterías. A lo que sí equivalen es a certezas no pensadas, unas veces absurdas, y otras respetables. En conjunto, los lugares comunes dan una radiografía muy exacta del sentimiento social, al revés que los libros de filosofía. Bueno, el sábado 7 los contertulios se hacían cuestión de si debían o no ponerse límites al derecho de manifestación. Me puse a escuchar cuando el espacio llevaba ya unos minutos rodando y me extraño el acento encendido y jupiterino de Antonio Segurado, un hombre que, por lo común, se complace en ser comedido. Contaba con el apoyo de una mujer, no sé quién, y tenía en su contra a un concejal de Cornellá, y a un activista. La tesis de Segurado es que una manifestación callejera no puede suplir el veredicto de las urnas, expresado por millones de ciudadanos que formulan su opinión en secreto y sin presiones. El activista ponderaba mucho las virtudes de la democracia directa, y el concejal de Cornellá, un poco en la mitad, pero más cerca del activista, sostenía, dando a su voz inflexiones eminentemente razonables, que el personal, al manifestarse, «completa» la democracia.

Cuidado con las observaciones razonables, ésas que buscan el punto medio entre dos extremos. Casi siempre, el punto no existe y lo que pasa es que el razonable ha dicho una simpleza. Eso sucedió con el concejal de Cornellá: la idea de que la democracia no está a la altura de lo que promete –como el cristiano de tropa no está a la altura de la caridad evangélica– y reclama el empuje y el entusiasmo de los chicos idealistas o ingenuos –los locos por Cristo de san Pablo: la izquierda está aún más saturada de catolicismo invisible que la derecha–, marra por entero la diana. Segurado, en fin, llevaba razón, aunque, con la corajina, no acertara a explicarse bien. Lo que se dice en una manifestación, ni reemplaza, ni completa, ni nada de nada, lo que dicen las urnas. El que coloca las dos cosas en el mismo plano, se está haciendo un lío del copón. Lo que sale de las urnas, aparte de reflejar lo que «opina» la mayoría, decide quién ha de mandar. En realidad, lo importante, lo importante de verdad, es lo segundo, porque unas elecciones no son una encuesta, sino un mecanismo convenido para determinar quién debe hacerse cargo del poder.

No entender esto es no entender qué son las democracias parlamentarias. O qué significa «mayoría» en una democracia parlamentaria. Figúrense que el 100% vota lo mismo. Estupendo. No hay discrepancias, ni diferencias, ni dudas sobre la política que ha de ponerse en ejecución. Ahora, coloquémonos en un escenario un poco más incómodo: el 40% opina una cosa, el 16% otra, y el resto se reparte en dos lotes iguales: 22% por barba. Existen diversas combinaciones para constituir una mayoría absoluta en el parlamento, no una. No hay una voz unánime, sólo orfeones de geometría variable. El orfeón agregado que se lleve el gato al agua sostendrá al Gobierno en el Parlamento y legislará hasta que lleguen las próximas elecciones. En rigor, el asunto es más complicado, porque el sistema electoral fija, de manera en cierto modo arbitraria, la relación entre votos recibidos y diputados elegidos. Ningún sistema está libre de defectos. Cuando el sistema es proporcional, no es infrecuente que la representación se fragmente y la gobernación se haga difícil. En los fuertemente mayoritarios, desaparecen los partidos pequeños. También sucede en ocasiones –mucho más en los sistemas proporcionales que en los mayoritarios– que se necesite un partido menudo para formar mayoría, y entonces ese partido, detrás del cual hay pocos electores, adquiere un peso enorme respecto de su tamaño efectivo. Todo iría como una seda si hubiese unanimidad. Pero la unanimidad es un ensueño populista y romántico, y por eso, porque es un ensueño, una fantasía, resultaría suicida fiar en ella la defensa de la libertad. Sería como si la OTAN delegase la defensa del Mediterráneo en el coraje y la fuerza de Orlando el Furioso.

La democracia asimétrica, sucia, con frecuencia irritante y de tarde en tarde desesperante que todavía rige en Europa, y para la que no existen alternativas que no sean autoritarias, es el resultado histórico de una serie de pugnas y accidentes y naufragios, de los que se logró salir en la práctica gracias a las componendas que he mencionado. La democracia, simultáneamente, no consiste sólo en adjudicar el poder sin derramamiento de sangre y evitando contradicciones flagrantes con el cuerpo electoral. Representa, también, un mecanismo cuyo propósito es contener el poder e impedir que queden marginadas o silenciadas las minorías. Por eso es esencial la libertad de expresión, la cual lleva aparejada la libertad de manifestación. Una democracia sin libertad de expresión no sólo sería incompleta, sino que no sería una democracia. Pero la libertad de expresión, o su materialización patética en muchedumbres que claman por una mayor justicia ante el Congreso –traslado contemporáneo de Versalles, las Tullerías, el Palacio de Oriente, Buckingham, lo que ustedes prefieran– no «completa» una forma «incompleta» de adjudicar el poder. Sencillamente, introduce una dimensión distinta y necesaria.

Voy a lo otro, a si pueden ponerse límites a la libertad de expresión. Por supuesto que sí, aunque la libertad de expresión sea un derecho indiscutible. Les propongo un ejemplo: los grafiteros expresan opiniones, lo que no debiera autorizarles a grafitear una tarta expuesta en la vitrina de una pastelería, o, mucho menos, el lienzo en que están pintadas Las meninas. No hay reglas a priori para determinar cuándo el derecho a la libertad de expresión ha de detenerse en los umbrales de otro derecho. En sociedades un poco ordenadas, un poco dans leur assiette, que dirían los franceses, se atina con arreglos ecuánimes. El asunto consiste en aplicar el sentido común y no en cazar perdices a cañonazos.

La conversación entre Segurado y sus contradictores derivó hacia un punto delicado: el de si las manifestaciones delante del Congreso alojaban un germen de violencia. El activista aseguró que los tipos que lanzaban piedras eran policías disfrazados. Dejemos esta observación, piadosamente, de lado. También habría podido decir –no llegó a tanto– que los manifestantes que arreaban patadas al policía eran policías. Al final, eché en falta una reflexión básica, que no puedo hacerles sin ponerme un instante –sólo un instante– una miaja pedante.

Malinowski, el antropólogo, acuñó un término –fático– para referirse al hecho de que el lenguaje no sirve sólo para enunciar pensamientos. Sirve, también, para ejecutar actos. Decenios más tarde, J. L. Austin, un importante filósofo del lenguaje, elaboró por lo largo la misma idea, aunque sin ajustarse a la terminología de Malinowski. Imaginemos que alguien le dice a usted algo, y usted contesta: «No será para tanto». En cierto modo, ha formulado un punto de vista sobre el contenido de lo que su interlocutor afirma. Pero también está desarrollando una conducta, cuyo significado depende del contexto. Si lo que le ha dicho su interlocutor es «Soy honrado», usted le habrá contestado con un insulto. Si el enunciado es «El político X ha mangado tres millones de euros», está poniendo en duda sus fuentes de información. Si el tipo de enfrente se está quejando de lo mal que anda su salud, o algo así, usted estará haciendo un desmentido cortés, que no es lo mismo que discrepar de una opinión. Lo que se hace, mediante una exteriorización verbal, depende de circunstancias de lugar, tiempo, asunto, y cien menudencias más.

Bien: los manifestantes que amagaron con invadir el Congreso –o rodearlo– también ejecutaron un acto fático. El intríngulis no estaba en expresar una desaprobación de los partidos, sino en escenificar, gestualizar, un derribo del poder democrático legal en nombre de la democracia directa, que es la fórmula que más a mano tienen quienes persisten en el ensueño de la unanimidad integral. Y esto, quiero decir, el derribo simbólico del poder de los partidos, es, por definición, violento, incluso si no se arrojan piedras. Son violencias que hay que tolerar, mientras no se salgan de madre. Pero sí, hay violencia, como la habría en quemar en efigie a Fulano en la plaza pública, por mucho que a Fulano no se le toque un pelo. Por cierto, que el juez Pedraz también incurrió en un acto fático al aludir, sin que viniera a cuento, a una clase política decadente. Lo suyo fue un guiño inequívoco a los manifestantes. Lo que jurídicamente era un apéndice inexplicable, un flatus vocis técnico, fue entendido a la perfección por los que pisaban el pavés callejero.