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Los héroes olvidados de Franco: la mula y la sardina

La victoria nacional. La eficacia contrarrevolucionaria
en la Guerra Civil

Michael Seidman

Madrid, Alianza, 2012

Trad. de Hugo García

424 pp.

28 €

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¿Por qué ganaron los nacionalistas la Guerra Civil? La explicación oficial de los vencedores fue inequívoca. El decreto que concedió a Franco la Gran Cruz Laureada de San Fernando al comienzo del desfile de la victoria el 19 de mayo de 1939 en Madrid hacía referencia a «el Generalísimo, iniciador y verdadero artífice de nuestro glorioso Movimiento», que «con su genio supo ganar la guerra». Los vencidos, naturalmente, estuvieron en desacuerdo. Su principal explicación se encuentra bien expresada por el líder exiliado anarquista, lleno de amargura, Diego Abad de Santillán, en sus memorias de 1940, Por qué perdimos la guerra. Para él, el resultado del conflicto fue la consecuencia inevitable de «la poderosa ayuda italo-alemana prestada a nuestros enemigos, en hombres y en material bélico» y «la complacencia criminal de los llamados Gobiernos democráticos, autores de la farsa inicua de la no-intervención».

Este último argumento ha resistido mejor el paso del tiempo. La historiografía sobre los aspectos internacionales de la Guerra Civil es muy amplia, ya que historiadores como Enrique Moradiellos y Ángel Viñas han rastreado de forma minuciosa los archivos de las principales potencias para valorar el impacto de los países extranjeros en España entre 1936 y 1939. Nadie puede cuestionar seriamente la teoría de que los nacionalistas recibieron más ayuda militar procedente de la Alemania nazi y la Italia fascista que la obtenida de los republicanos de la Unión Soviética, y que la política de no intervención favorecida por británicos y franceses perjudicó los intentos desesperados del Gobierno republicano de comprar armas en el extranjero.

¿Fueron las políticas de las potencias extranjeras el factor más relevante en la victoria incondicional de Franco?

Pero, ¿fueron las políticas de las potencias extranjeras el factor más relevante en la victoria incondicional de Franco? A ras de suelo (Madrid, Alianza,  2003), de Michael Seidman, nos recuerda que los contrarrevolucionarios en otras guerras civiles del siglo XX no siempre consiguieron que una ayuda externa masiva extranjera se tradujera en un éxito militar. Así, mientras Franco fallecía en su cama en noviembre de 1975 como jefe del Estado de España, el almirante Alexander Kolchak, uno de los cabecillas de los blancos antibolcheviques en la guerra civil rusa de 1917-1921, lo hizo delante de un pelotón de fusilamiento en 1920; el otro jefe blanco, el general Anton Denikin, murió en el exilio de 1947. Al general Chiang Kai-shek, el dirigente nacionalista chino, le fue ligeramente mejor que a sus homólogos rusos blancos y murió siendo presidente de la república china apenas seis meses antes que Franco, en abril de 1975. Sin embargo, la máxima autoridad del movimiento Kuomintang, que contaba con el respaldo de Estados Unidos, disfrutó de un menor éxito en su enfrentamiento con los comunistas que el Caudillo: expulsado de la China continental en 1949, el control de Chiang Kai-shek se circunscribió únicamente a la isla de Taiwán.

Revolucionarios chinos y rusos, por tanto, pudieron superar un entorno internacional hostil y ganar sus respectivas guerras civiles contra las fuerzas del conservadurismo y la reacción. ¿Por qué fueron incapaces de hacer lo mismo los republicanos españoles? Seidman, catedrático de Historia en la Universidad de Carolina del Norte, en Wilmington, defendió en A ras de suelo que la República fue incapaz de movilizar sus recursos humanos e industriales con eficacia a lo largo del conflicto; su empeño bélico lejos del frente se caracterizó por la hiperinflación, la escasez de alimentos y el caos económico. Esto favoreció una mentalidad «individualista», ya que los españoles de a pie situaban su interés material personal por encima de cualesquiera otras consideraciones: «la retaguardia indiferente –concluía el historiador norteamericano en 2002, el año en que se publicó la edición original en inglés, Republic of Egos– triunfó sobre una vanguardia supuestamente valerosa».

A ras de suelo fue una obra pionera de historia socioeconómica que buscaba redescubrir la perspectiva de aquellos que operaban «desde abajo» en la zona republicana. En La victoria nacional, Seidman centra su atención en la España nacionalista. El enfoque es similar al utilizado en su anterior libro: se basa en una investigación archivística exhaustiva y adopta un análisis comparativo. Demuestra de forma convincente que la victoria militar se basó en la capacidad franquista para movilizar en la guerra a una sociedad en gran medida agraria al tiempo que evitaba la alta inflación y la escasez de alimentos de sus adversarios.

Su estudio supondrá, sin duda, una lectura incómoda para aquellos historiadores que ven la represión como la narración dominante en la zona nacionalista. Seidman no ignora el brutal tratamiento que dispensaron los rebeldes a sus contrincantes ideológicos –el tema sensible de la violación sistemática de mujeres republicanas sí se halla tratado en el libro–, pero defiende acertadamente que la represión (por eficaz que fuera) no puede explicar por sí misma la ausencia de una poderosa «quinta columna» subversiva en la retaguardia o la productividad laboral relativamente alta que caracterizó a la actividad agrícola e industrial durante la guerra. Muestra que hay factores materiales que son igual de importantes, si no más. La victoria nacional ofrece un gran número de datos que demuestran que los precios de los alimentos permanecieron estables, mientras que los salarios ascendieron considerablemente para los campesinos y los obreros a lo largo del conflicto; en Sevilla, por ejemplo, los obreros especializados disfrutaron de un incremento del 32%, mientras que los no especializados cobraron un 38% adicional. Es cierto, por supuesto, que los salarios más altos fueron en parte una consecuencia de la escasez de mano de obra provocada por la masiva incorporación a filas y las draconianas regulaciones laborales, que se tradujeron en una semana laboral más larga, pero la capacidad de los nacionalistas para pagar y alimentar a su población activa (y la incapacidad de los republicanos para hacer lo propio) habrían de tener consecuencias militares significativas. Como señala Seidman, «los insurgentes superaron considerablemente a los republicanos en el ámbito industrial, a pesar del hecho de que estos últimos se beneficiaron inicialmente de una superioridad abrumadora». En otras palabras, los nacionalistas podían producir tanto cañones como mantequilla; los republicanos, ni una cosa ni la otra.

Seidman destaca la capacidad franquista para movilizar a una sociedad agraria, al tiempo que evitaba la alta inflación y la escasez de alimentos de sus adversarios

Esto no quiere decir que los españoles aceptaran de forma pasiva los dictados del Estado franquista. El análisis de la vida cotidiana en la zona nacionalista contenido en La victoria nacional muestra claramente que hombres y mujeres de a pie desafiaron al Estado. Al desarrollar el concepto de «individualismos» que aparecía en su anterior libro, Seidman subraya cómo los españoles defendieron sus propios intereses materiales frente a las exigencias de las autoridades. Esto podía hacerse de diversas maneras: violación de los controles de precios, acaparamiento de metales preciosos, saqueos y actividad criminal, deserción de las fuerzas armadas, evasión de impuestos y denuncias son sólo algunas de las estrategias examinadas en el libro. Aunque la afirmación de Seidman según la cual «la abrumadora mayoría de las personas que vivían en la zona nacionalista participaron en alguna forma de actividad prohibida o ilegal durante la Guerra Civil» es probablemente una exageración, ofrece pruebas numerosas y contundentes sacadas de la prensa y de fuentes archivísticas que dan fe del abismo existente entre las pretensiones del Estado «totalitario» franquista y las realidades cotidianas de la vida bajo el régimen de Franco.

Sin embargo, aunque las prácticas «individualistas» fueron tan evidentes en la zona nacionalista como en la republicana, el hispanista estadounidense se cuida de resaltar que no debilitaron en la misma medida el empeño bélico de la contrarrevolución de Franco. Lo cierto es que la actitud del régimen a la hora de tolerar la evasión de controles de precios por parte de los productores rurales favoreció la producción agrícola y la disponibilidad de alimentos. Más importante es el hecho de que la magnitud del pillaje y los robos, especialmente en zonas recién «liberadas», no puso nunca en peligro la estabilidad de la propiedad privada. Esto facilitó la recaudación de impuestos a los propietarios. «Es posible que el régimen representara los intereses de la gran burguesía –observa Seidman–, pero, al contrario que muchos otros regímenes contrarrevolucionarios, fue capaz de multarles y gravarles para financiar su campaña bélica». Así, los nacionalistas consiguieron financiar al menos un 30% de los gastos bélicos con los impuestos, una cifra extremadamente alta si se piensa que durante la Primera Guerra Mundial los impuestos cubrieron únicamente el 26% de los gastos bélicos británicos y apenas el 15% de los franceses; los derrotados alemanes pudieron cubrir con los impuestos sólo el 17% de sus gastos de guerra. La política fiscal nacionalista generó confianza en los mercados monetarios internacionales, lo que permitió que Franco obtuviera créditos baratos y el mantenimiento de una divisa estable. El contraste con la peseta republicana –que se había depreciado un 75% a finales de 1937– no podía ser más acusado.

El éxito de la economía política autoritaria acentúa el deseo de hallar respuesta para la siguiente pregunta: ¿por qué Franco no ganó antes la Guerra Civil? Aunque La victoria nacional se autocalifica de una obra de historia social y económica, Seidman tiene mucho que decir sobre los aspectos militares de la campaña bélica nacionalista. Rechaza con acierto la tesis aún popular de que Franco prolongó deliberadamente la lucha fratricida a fin de exterminar a la izquierda. El conflicto fue en gran medida una guerra de trincheras que favorecía a los defensores; además, y a pesar del alistamiento masivo, el Caudillo (al igual que el gobierno republicano) dependía excesivamente de un número reducido de tropas de elite relativamente bien adiestradas –falangistas, requetés, regulares y legionarios– para lograr avances militares decisivos. Dado el temperamento precavido de Franco y el predominio de la doctrina de la Primera Guerra Mundial en su pensamiento militar, era siempre improbable que el Generalísimo adoptase tácticas de guerra relámpago para asegurarse una victoria rápida.

Estos argumentos, sin embargo, apenas tienen nada de originales y lo que resulta más innovador del análisis que hace Seidman de las campañas militares nacionalistas es la importancia que confiere al papel de las mulas y las sardinas. Es posible que Franco tuviese más tanques y más aviones que sus adversarios, pero «las mulas desempeñaron el papel menos elogiado pero más decisivo en la guerra civil española». Fueron los «jeeps de Franco» que suministraron alimentos y municiones a las tropas nacionalistas en terrenos difíciles. Durante la Batalla del Ebro, en el verano de 1938, por ejemplo, doscientas setenta mulas y burros requisados transportaron sesenta mil granadas de mano y decenas de miles de balas y proyectiles. Las mulas eran criaturas aguerridas –no buscaban cobijo en la batalla– y las bajas eran, en consecuencia, altas. De hecho, Seidman defiende incluso que la escasez de mulas provocadas por las altas pérdidas continuadas durante la Batalla de Teruel en el verano de 1937-1938 frustraron la campaña de Franco en el Maestrazgo y salvaron a la Valencia republicana en mayo y junio de 1938.

Pero mientras que los animales de carga eran elementos invaluables para el transporte militar, entre lo que transportaban figuraban con frecuencia sardinas. El pescado enlatado aportaba mayor valor calórico que la carne y, junto con pan añejo, se convirtieron en el ingrediente frío básico de la dieta de las tropas nacionalistas. A este respecto, Galicia desempeñó un papel fundamental en la contrarrevolución victoriosa, ya que la región natal de Franco contaba con la mayor industria pesquera y conservera de España, que daba trabajo a alrededor de cien mil trabajadores. Era tal la abundancia de sardinas que los soldados nacionalistas compartían frecuentemente sus raciones con hambrientos prisioneros republicanos, «a veces antes de que les pegaran un tiro». Al explicar la importancia más general de los alimentos en la primera línea durante la Guerra Civil, Seidman plantea instructivas comparaciones con la Primera Guerra Mundial. El avance inicial del ejército popular durante la Batalla del Ebro –señala– fue como el del ejército imperial alemán en el frente occidental durante sus ofensivas en la primavera y el verano de 1918, en el sentido de tropas hambrientas que ralentizaron su avance a fin de aprovecharse de las reservas abandonadas por el enemigo. Además, no debería infravalorarse la importancia política de las tropas franquistas bien pertrechadas alimentando (en vez de robando) durante su avance a las famélicas poblaciones civiles, a pesar de que la justicia de Franco pasara enseguida a mostrarse menos generosa que sus soldados.

Los nacionalistas consiguieron financiar al menos un 30% de los gastos bélicos con los impuestos

La victoria nacional es un estudio esclarecedor que invita a la reflexión. Pero también, como admite el propio Seidman, está «incompleto». Su decisión de dar prioridad a los aspectos socioeconómicos por encima de otros factores de la guerra significa que hay reflexiones importantes que a veces no se desarrollan adecuadamente. El libro ofrece un análisis exiguo de la construcción del Estado franquista. El predominio de lo militar y la militarización general de la vida en la zona nacionalista es uno de los temas fundamentales del libro, y Seidman aporta un ejemplo tras otro de cómo se concedía prioridad a las exigencias de los militares. Así, la intendencia militar no sólo tenía prioridad para recibir suministros de alimentos y ropas, sino también en el transporte ferroviario y por carretera. Del mismo modo, «la política fiscal estaba orientada a apoyar a los militares», y Seidman señala que el generoso «subsidio del combatiente» que se ofreció a miembros de las fuerzas armadas a partir de enero de 1937 se pagó en gran medida gracias a los impuestos a consumidores urbanos. Sin embargo, no se discute el proceso mediante el cual los militares impusieron su autoridad sobre los civiles. Aunque defiende con acierto que el poder falangista era más aparente que real, la unificación del partido de José Antonio con el movimiento carlista en abril de 1937, impuesta por Franco, merece únicamente una breve referencia en el libro objeto de esta reseña.

La decisión de Seidman de orillar la historia política de la España nacionalista puede conducir a la frustración. Acepta implícitamente que la forja del «Nuevo Estado» fue un ejercicio prolongado tras la llegada de Franco al poder total el 1 de octubre de 1936, observando que, a pesar de su «ideología centralista, la zona nacionalista desarrolló economías regionales diferenciadas» basadas políticamente en torno a mandos militares regionales. Pero, ¿cómo y cuándo se integraron estas «economías regionales diferenciadas»? La victoria nacional no lo explica al lector. Del mismo modo, Seidman ofrece una fascinante interpretación del general Queipo de Llano que va más allá del retrato característico de un «general radiofónico» enloquecido que aterrorizó a Andalucía durante la guerra. Él ve, en cambio, a Queipo de Llano como un innovador cuyas políticas socioeconómicas serían adoptadas más tarde por las autoridades franquistas. Así, los controles de los tipos de cambio de las divisas por parte de Queipo iniciados al comienzo de la Guerra Civil se convirtieron en un «modelo económico» que se extendería posteriormente por toda la zona nacionalista. Del mismo modo, los esfuerzos incansables de Queipo para conseguir «donaciones» y crear zonas industriales en Andalucía con objeto de fabricar municiones fueron muy admirados y emulados en otros lugares ocupados por los insurgentes. Pero, ¿cuál fue la relación entre Queipo de Llano y el Estado emergente? El historiador norteamericano se refiere únicamente a la «dictadura regional» o el «feudo» del general en Andalucía. No se explica cómo y cuándo se puso fin a esta situación. En otras palabras, La victoria nacional necesita leerse junto con otros estudios que ofrezcan lo que el autor llama la «perspectiva política y diplomática convencional».

El libro constituye un recordatorio de que una metodología comparada resulta esencial para comprender el conflicto español

El modo en que el libro se ocupa de la contrarrevolución cultural produce también una mezcla de emociones. El análisis que lleva a cabo Seidman del resurgimiento del neotradicionalismo católico subraya que éste representó el triunfo de los valores religiosos tradicionales sobre la modernidad fascista a pesar de que no representara simplemente un deseo de volver a una versión romantizada del pasado «glorioso» de España. En su sección sobre el arte nacionalista contrasta la representación franquista en la Exposición Internacional de París en 1937 –una capilla en el pabellón vaticano con La intercesión de Santa Teresa en la guerra española, de Josep Maria Sert i Badia, bajo una bandera vaticana– con el modernista pabellón republicano de Josep Lluís Sert que contenía el Guernica de Picasso y con el pabellón nazi ensalzando a los trabajadores arios.

Además de analizar el neotradicionalismo católico, Seidman también examina sus límites, mostrando que, a pesar de las demostraciones públicas de piedad, la demanda privada de prostitutas entre los hombres no disminuyó lo más mínimo. En un gesto característico, las autoridades franquistas subordinaron la supresión de «inmoralidades» en aras de la campaña bélica. La prostitución, por ejemplo, era «tolerada por el Estado, gravada y controlada». En términos más generales, La victoria nacional es excelente a la hora de exponer las ambigüedades y contradicciones culturales de un régimen dominado por los militares e interesado fundamentalmente en la victoria incondicional. Así, a pesar de la desaprobación católica y falangista de las películas de Hollywood «inmorales» o «judeomasónicas», siguieron siendo enormemente populares entre los espectadores que acudían a los cines y las autoridades no se atrevieron a prohibirlas (curiosamente, otro tanto puede predicarse de la zona republicana y, a pesar de la promoción oficial de las películas realizadas por sus respectivos aliados en la Guerra Civil, los españoles de ambos bandos se mantuvieron leales a sus ídolos de Hollywood). Resulta más significativo que, aunque las mujeres eran ensalzadas como los «ángeles del hogar», fueron profusamente movilizadas en la campaña bélica para llevar a cabo funciones secundarias, y Seidman sugiere incluso que es posible la «movilización de mujeres […] fuera más amplia en la zona nacionalista que en la republicana», a pesar de que no ofrece pruebas detalladas que apoyen esta afirmación.

En suma, la conclusión del hispanista de que «aunque el neotradicionalismo brindó coherencia a la contrarrevolución cultural, no puede explicar la victoria nacionalista» resulta sensata. Aun así, su análisis de esta última da lugar ocasionalmente a más preguntas que respuestas. Por ejemplo, Seidman se ocupa generosamente del antisemitismo nacionalista y de la importancia de la conspiración «comunista judeomasónica» en el discurso franquista. Por populares que fueran los delirios de figuras como Juan Pujol, el antiguo diputado de la CEDA entre 1933 y 1936, y «experto» en las supuestas actividades perniciosas del judaísmo internacional, rechaza con acierto el argumento superficial de que el deseo frecuentemente expresado de erradicar la conspiración debería tomarse como una prueba de la existencia de un «programa» para el exterminio de los enemigos de la contrarrevolución, ya que «debe señalarse que –al contrario que sus aliados nacionalsocialistas durante su guerra [esto es, 1939-1945]– los nacionalistas no ejecutaron a un número significativo de judíos por ser judíos». Esta afirmación podría ser, sin embargo, en sí misma una exageración, ya que las pruebas de Seidman sugieren que, aparte de los identificados y castigados como «rojos», los judíos fueron objeto «únicamente» de hostigamiento y discriminación. Entonces, ¿por qué, y a pesar de la demonización de los judíos en el discurso nacionalista, sucedieron así las cosas? La victoria nacional no ofrece ninguna explicación. A menudo se sugiere que la respuesta se encuentra en el reducido número de judíos en la España peninsular (aproximadamente seis mil en una población de veinticuatro millones en 1936), pero esto ignora la más amplia comunidad judía en el Marruecos español (alrededor de diez mil), así como el hecho de que los judíos alemanes suponían también menos de un uno por ciento de la población alemana cuando los nazis llegaron al poder en 1933 (quinientos veinticinco mil de una población de sesenta y seis millones). El antisemitismo franquista no debería verse, en última instancia, a través de la lente distorsionadora del racialismo nazi, sino ubicarse dentro de la guerra cultural librada por el papado, y secundada con entusiasmo por los católicos de toda Europa, contra la conspiración «judeomasónica» (y posteriormente «comunista judeomasónica») desde mediados del siglo XIX. La diminuta comunidad judía (menos de cuatro mil personas) en el Estado Libre Irlandés de Éamon de Valera también vivió en lo que Dermot Keogh ha llamado «una cultura del miedo» durante los años treinta del siglo pasado y la población mayoritariamente católica apoyó de manera abrumadora la cruzada nacionalista contra la conspiración «comunista judeomasónica» en 1936.

La victoria nacional necesita leerse junto con otros estudios que ofrezcan lo que el autor llama la «perspectiva política y diplomática convencional»

No obstante, esto no debería restar méritos al hecho de que el libro de Seidman ofrece una lectura rica y atractiva de las complejidades y ambigüedades de la vida cotidiana en la España contrarrevolucionaria durante la Guerra Civil. También planta mojones para la futura investigación sobre el conflicto. Cuestiona las distinciones tradicionales entre la «retaguardia» y el «frente militar», mostrando cómo los civiles se sintieron como una extensión de la lucha armada. De hecho, en circunstancias extremas, los no combatientes se transformaban de inmediato en combatientes. El autor cita el extraño ejemplo de una miliciana nacionalista, Agustina Simón, durante la batalla de Belchite en agosto de 1937. Simón era una margarita carlista cuyo trabajo consistía en suministrar alimentos, ropa y ayuda médica esenciales para los que combatían en primera línea del frente. Fue «capturada pistola en mano» en plena contienda por las tropas republicanas y más tarde fusilada, y su heroísmo fue celebrado posteriormente en toda la zona nacionalista, con una obra de teatro basada en su vida que se representó en Pamplona en noviembre de 1938.

La victoria nacional constituye también un poderoso recordatorio de que una metodología comparada resulta esencial para comprender el conflicto español. Seidman señala que aunque «toda guerra civil es única […], la historia comparada ayudará a definir qué es exactamente lo excepcional». Este estudio, al igual que su anterior A ras de suelo, incluye referencias la guerra civil británica del siglo XVII, a la Revolución Francesa, a las revoluciones de 1848 y, especialmente, a las revoluciones rusa y china y a las guerras civiles del siglo XX. Algunos de los análisis más penetrantes de Seidman se basan en ejemplos extranjeros. Así, cuando subraya la importancia de la capacidad nacionalista para alimentar a su población y a las fuerzas armadas mediante la conciliación y protección de los labradores, cita la guerra civil china, y muestra que, a finales de 1948, Mao Zedong había incrementado igualmente la producción agrícola gracias al respeto de la propiedad privada (apenas cuatro de un total de treinta millones de personas bajo el control comunista se habían visto afectadas por la reforma agraria). Resulta interesante que tanto Mao Zedong como Franco decidirían abandonar el pragmatismo de los años de guerra en pos de la consecución de objetivos ideológicos una vez que la victoria estuvo asegurada, con consecuencias desastrosas. En el caso español, la búsqueda de la autarquía produjo los años del hambre en la década de 1940; el «Gran Salto Adelante» de Mao Zedong en 1958-1961 –una rápida industrialización basada en la colectivización forzosa de la tierra– provocó hasta un máximo de cuarenta y seis millones de muertes de resultas de la coerción, los trabajos forzosos y, lo que es más importante, la peor hambruna de la historia provocada por el hombre. Ese fue el precio de la «paz».

Julius Ruiz es doctor en Historia Contemporánea por la Universidad de Oxford y profesor de Historia en la Universidad de Edimburgo. Ha publicado numerosos artículos sobre la Guerra Civil y el primer franquismo. Es autor de El terror rojo (Madrid, Espasa, 2012) y La justicia de Franco. La represión en Madrid tras la Guerra Civil (Barcelona, RBA, 2012).

Traducción de Luis Gago

Este artículo ha sido escrito por Julius Ruiz especialmente para Revista de Libros

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