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Los días lejanos de un ilustrado egipcio

LOS DÍAS. MEMORIAS DE INFANCIA Y JUVENTUD

Taha Husein

Ediciones del Viento, La Coruña

Trad. de Emilio García Gómez

272 pp.

20 €

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La década de los años veinte del pasado siglo fue complicada para el joven profesor de literatura árabe Taha Husein (1889-1973). En 1926 publicó una obra de crítica literaria titulada Sobre la poesía preislámica que despertó enseguida las iras de los sectores más tradicionalistas del Egipto de entonces, situados en el centro y en los aledaños de la mezquita-universidad religiosa de al-Azhar. Taha Husein, que había regresado hacía poco de Francia, donde había obtenido su doctorado en la Sorbona, se atrevía a decir, con sólidos argumentos lingüísticos, que las siete grandes odas de la poesía preislámica tuvieron por necesidad que haberse escrito después, y no antes, de la fijación del árabe coránico. Por si este cuestionamiento de uno de los bastiones sacrosantos de la cultura árabe clásica no fuera suficiente, Taha Husein planteaba en su obra otra cuestión aún más radical: las historias de los profetas insertas en el Corán –opinaba Husein– debían ser leídas antes que nada como relatos literarios, sin que la mención en ellos de personajes como Noé, Ismael o Abraham probase sin más su existencia histórica.

El estamento religioso reaccionó de forma contundente:Taha Husein fue denunciado y sometido a juicio y, aunque ni ingresó en prisión ni fue expulsado de la universidad, el libro fue prohibido. Claro que, con el título algo cambiado y expurgado de sus pasajes más controvertidos, volvió a salir al mercado en 1927.

Sin embargo –y como en una versión egipcia y contemporánea del eppur si muove–, Husein ni se calló ni reprimió su espíritu crítico y rebelde tras el episodio, porque sólo dos años después, en 1929, publicó en forma de libro la que sería su obra más conocida y también la más apreciada por los lectores occidentales.
 

Los días –un relato que, si bien está escrito en tercera persona, debe leerse como una autobiografía– es la crónica de una denuncia y de una rebeldía. La denuncia de todo un sistema de autoridad –de raíz religiosa y centrado en la educación (en la mala educación, habría que decir)– que empezó a conocer a edad bien temprana en su pueblo natal de manos del ignorante y brutal Sayyidna –de quien aprendería, y a golpes, poco más que a malmemorizar el Corán– y que siguió conociendo y sufriendo tras su traslado a El Cairo y su ingreso en alAzhar en 1902. Allí permanecería ocho años, estudiando las mismas asignaturas –Corán, Hadiz, Derecho Islámico, Fundamentos Teológicos, Gramática…– que habría estudiado otro joven egipcio parecido a él nueve o diez siglos antes, y, lo que es peor, sometido a una forma de aprendizaje tediosa, autoritaria e ineficaz, basada en la memorización seca y en la represión de cualquier conato de librepensamiento. Y eso que en los años en que el adolescente lo frecuentó, al-Azhar vivía la parcial modernización de sus enseñanzas tras la reforma emprendida por Muhammad Abduh, que dio lugar a la introducción de asignaturas como Aritmética, Geografía, Historia o Literatura Clásica. Claro que una cosa es dar paso a materias novedosas y otra conseguir que su mera existencia cambie un sistema educativo arcaico y anticuado. El buen observador que ya entonces era Husein no dejó de percibirlo con claridad, y el buen escritor que terminó siendo años después lo reflejó con justeza en su libro: aquel jovencito veía que su hermano mayor y sus amigos se alegraban, sí, de tener la asignatura de literatura, pero leían los grandes poemarios clásicos como si fueran obras de Derecho, esto es, memorizándolos al instante y apresurándose a comprar el inevitable comentario al texto matriz, con frecuencia mucho más valorado que éste porque era el que otorgaba el verdadero sentido de autoridad al original. Pura Edad Media.

El adolescente Taha Husein estaba y no estaba allí. Sí físicamente, pero no mental ni afectivamente. Su inteligencia natural, su ansia genuina de saber y un fuerte espíritu crítico que se le despertó pronto y no le abandonaría ya nunca lo salvaron, evitándole el presumible destino que cabría haber augurado a un niño aldeano, pobre y ciego –Husein perdió la vista a los tres años a consecuencia de una enfermedad ocular mal tratada–, y que no era otro que el de haberse convertido en un recitador profesional del Corán que, bien solo, bien acompañado de un lazarillo, iría de aquí para allá contratado para salmodiar en entierros, circuncisiones u otras celebraciones religiosas. También, y afortunadamente, pudo librarse de este destino medieval.

Husein comenzó discutiendo con Sayyidna y con su padre –a quien reprochaba su fe en milagrerías y sortilegios, algo tan propio del islam popular–, aprendió a enfrentarse dialécticamente con los shaijs de al-Azhar para defender su dignidad y su capacidad intelectual, y ya no dejó de hacerlo cada vez que tuvo necesidad y ocasión. Así que, cuando el joven Husein salió –bastante harto, por cierto– de al-Azhar, hacía tiempo que no estaba en verdad allí.

En el éxito de su ruptura con la institución religiosa concurrieron dos circunstancias externas al propio desarrollo de su personalidad. La primera fue la frecuentación, a partir de 1907, del círculo de Ahmad Lutfi al-Sayyid, otro de los grandes intelectuales del momento, nacionalista laico, fundador del Partido Nacional y director de su órgano de expresión, el periódico Al-Yarida. En aquellas reuniones, desarrolladas en un tono distendido y amable, tan distinto al del encorsetado al-Azhar, el joven Husein conoció las obras y las ideas de lo mejor del pensamiento europeo, desde Montesquieu y Voltaire a Kant y Comte. Como escribe él mismo en Los días, en el debate de entonces entre los turbantes –signo de autoridad y saber religiosos– y los tarbushes –los sombreros turcos, símbolo de ciudadanía nacionalista y laica–, su opción estaba tomada. El segundo y decisivo hecho fue su incorporación en 1909 a la recién inaugurada Universidad Egipcia, una nueva y dinámica institución inspirada en el modelo universitario europeo, cuyas aulas enseguida llenaría una juventud deseosa de conocimientos útiles y de métodos de enseñanza modernos, que brindaron en sus primeros años un buen plantel de profesores europeos, muchos de ellos arabistas.

Taha Husein iniciaba así una carrera profesional e intelectual de primer rango que lo llevaría a convertirse en una de las figuras más relevantes –tal vez, la mayor– de la cultura egipcia del siglo XX . Fue ministro de Educación entre 1951 y 1952 y, aunque tras la toma del poder por Nasser no volvió a ocupar cargos políticos, su persona y sus escritos fueron siempre un referente de rigor y compromiso para las siguientes generaciones. Incluso hasta hoy, en unos tiempos en los que cabe añorar más que nunca a intelectuales como él, para quien una sincera admiración por Occidente (porque fue, sí, occidentalista, cuando este epíteto no era baldón sino marca de saber y cultura) no contradecía un ápice su arabidad y egipcianidad, y para quien el islam era ante todo una gran civilización y una fe privada, y en esos límites había de permanecer.

La obra que ahora reseñamos ocupa un lugar relevante en la historia de la traducción de la literatura árabe moderna en España, pues fue la primera de este género en ser vertida al español. Lo hizo Emilio García Gómez en 1954. Aquella edición desapareció de las librerías, e incluso de algunas bibliotecas, hace ya muchos años, así que debemos aplaudir la iniciativa editorial de volver a sacarla a la luz y ponerla a disposición del público lector actual.

Aunque cabría preguntarse si no sería igual de oportuno iniciar una labor de retraducción, tanto de ésta como de otras obras señeras de la literatura árabe, sea la clásica o la moderna. Porque la traducción, toda ella, es un hecho histórico, y no supone ningún demérito que, junto a traducciones pioneras, e incluso canónicas, existan otras sometidas a nuevos criterios traductológicos.

No verlo así, o rechazar con acritud que algo ya traducido pueda serlo de nuevo (como si el primer trujamán fuera el dueño a perpetuidad de los derechos de versión del original) significaría reproducir la misma mentalidad anquilosada y dogmática de los profesores de al-Azhar, que con tanta contundencia denunció Taha Husein.

 

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Ficha técnica

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