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Las reglas del juego

¿Qué estás mirando? 150 años de arte moderno en un abrir y cerrar de ojos

Will Gompertz

Madrid, Taurus, 2012

Trad. de Federico Corriente Basús

480 pp. 22 €

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«Históricamente –afirma Will Gompertz–, el papel del artista era estar subordinado». Los artistas trabajaban para el establishment y el público y se sometían al criterio de esas dos instancias, que para valorar el talento del artista solían preguntarse cosas como: ¿se parece el perro de ese cuadro a un perro de verdad? ¿Nos creemos que esa iglesia pintada en el lienzo es la representación de la iglesia real a la que dice representar? Llegado Vasili Kandinski, prosigue Gompertz, el trato cambió: el pintor manchaba una tela de una manera «encantadora y llena de vitalidad», pero no quería que el espectador buscara una referencia real; simplemente, debía disfrutar con lo que percibía «como lo haríamos al escuchar una pieza de música». Con Kazimir Malévich, el pacto cambió de nuevo, de una manera aún más radical: su obra «era una confrontación directa con el espectador, ya que desafiaba a cualquiera que mirase el Cuadrado blanco a creer que era más que un superficial diseño en blanco y negro». El color y la textura, como decía el propio pintor, «son fines en sí mismos». No hay más que eso: materia.

Vista así, la historia del arte de los últimos ciento cincuenta años sería, simplemente, la historia de cómo los artistas intentaron y consiguieron desconcertar a los gustos mayoritarios. Los impresionistas sentían un cierto regocijo al ser rechazados por los salones oficiales. Marcel Duchamp experimentaba un inmenso gozo al contemplar los malentendidos que generaban sus ready-mades. Andy Warhol se sonreía al ver cómo muchos consideraban que lo suyo, simplemente, no era arte. Pero paradójicamente, este enfrentamiento con la crítica, los galeristas y los museos oficiales no impidió a estos artistas y muchos más hacerse célebres y ricos. Provocaban a los burgueses y al poder, pero siempre acababan apareciendo burgueses y poderosos que pagaban millonadas por sus obras y les daban publicidad. Hoy en día, cuando buena parte de las obras de arte contemporáneo parecen a muchos bobadas intrascendentes o, directamente, síntomas de la decadencia de la institución artística, artistas como Jeff Koons, Tracey Emin o Damien Hirst son estrellas mundiales, llenan páginas de periódicos y tienen ingresos de futbolista. Y lo que es más: muchedumbres de espectadores medios sin una gran formación teórica –esos a los que los vanguardistas quisieron expulsar de las salas de exposición con la creciente dificultad conceptual de sus obras– hacen cola ante los museos para ver cosas como una cabra disecada insertada en un neumático (Robert Rauschenberg) o una mesa sobre la que descansan dos huevos fritos y un kebab (Sarah Lucas). ¿Nos hemos vuelto locos o las aburridas masas de clase media han resultado ser más ilustradas en materia artística de lo que cabía esperar?

En su espléndido ensayo El puño invisible. Arte, revolución y un siglo de cambios culturales (Madrid, Taurus, 2011), Carlos Granés sostenía que este proceso no era más que una trivialización del Arte con mayúsculas, un puro espectáculo que, a pesar de estar envuelto en sofisticadas teorías estéticas y, en ocasiones, también en política revolucionaria, atraía a las muchedumbres porque era aparentemente antiburgués, pero, en el fondo, inocuo, complaciente. Sin duda, las primeras vanguardias dejaron obras perdurables y juegos conceptuales enriquecedores, afirmaba, pero desde mediados del siglo XX en adelante, todo ha sido juego y banalidad. Granés es un joven representante de lo mejor del pesimismo cultural –que no equivale al conservadurismo político– y señalaba con una ira templada la decadencia de nuestra cultura y de sus más altas expresiones civilizadoras: la novela, el cuadro, la escultura, la sinfonía. Will Gompertz es, en materia artística, lo contrario: a juzgar por ¿Qué estás mirando?, es también un hombre políticamente centrista, pero no tiene ningún miedo de que nuestras expresiones de la alta cultura estén despeñándose por pura frivolidad. Y aun si fuera así, ¿acaso no sería divertido contemplar tamaño espectáculo?

Gompertz fue director de comunicación de la Tate londinense y actualmente es el responsable de los programas de arte de la BBC. Escribe muy bien, tiene sentido del humor, es escéptico –sabe que, en fin de cuentas, la mayoría de las obras de arte, contemporáneas o no, son malas, y que sólo el tiempo nos dirá qué perdura– y, sin duda, estaría en contra de la idea de que el arte de los últimos tiempos es banal, pero no de que es un juego. Porque, para ¿Qué estás mirando?, el arte contemporáneo es justamente un juego –sofisticado, misterioso, cargado de ideas–, y lo que pretende en sus casi quinientas páginas es explicarnos sus reglas para que podamos comprenderlo y así disfrutar de él.

Bajo esta premisa, ¿Qué estás mirando? es una buena –aunque no imparcial– historia del arte de los últimos ciento cincuenta años. Con la salvedad de algún pequeño salto temporal, es un recorrido cronológico por el arte de ese siglo y medio, y la regla básica que expone durante todo el repaso de este período vendría a ser ésta: desde los impresionistas hasta hoy, en el arte occidental siempre han existido dos bandos. A un lado se encuentran los artistas establecidos y quienes, desde sus posiciones de poder –las galerías, los museos, la crítica–, les apoyan. En el otro están los artistas temerarios y provocadores y los coleccionistas y comentaristas clarividentes que apuestan por ellos contra toda prudencia. El desenlace de esta continuada batalla hegeliana siempre es el mismo: ganan los más rebeldes, los moderados quedan como bobos. Hay que tomar nota si en la próxima ocasión se quiere estar del lado ganador, porque, aparentemente, el ciclo se repite una y otra vez. Esta competición por ver quién es el más transgresor es, pues, en buena medida, el motor de lo que aquí se cuenta. Naturalmente, no se expone así: desde el impresionismo al primitivismo, desde el cubismo al futurismo, desde el dadaísmo al surrealismo, desde el expresionismo abstracto hasta el pop, hasta ese pequeño caos posterior formado por el arte conceptual, la performance, el minimalismo, el posmodernismo y lo que sea que tengamos hoy –Gompertz dice no atreverse a ponerle un nombre–, todo es explicado como una búsqueda, muchas veces ingenua y otras tantas taimada, de un arte más ingenioso, más ambivalente con respecto a la tradición, más subjetivo. El artista va despojándose progresivamente de los rasgos que históricamente se le atribuían y va convirtiéndose en un filósofo que mira el mundo y lo convierte en ideas; su trabajo no consiste en generar placer estético, sino en «hacer cosas» que tengan sentido por sí mismas. Aunque se trate básicamente de una historia del arte, ¿Qué estás mirando? está sorprendentemente despojado de consideraciones históricas, incluso de connotaciones morales: el arte contemporáneo es un juego que sólo se refiere a sí mismo; no importa demasiado cómo dialogue con la realidad o, por decirlo con cierta cursilería, con la naturaleza humana: para ser preciso, de los humanos que no pertenecen al mundo del arte. Excepto, claro, en asuntos de dinero: Gompertz se refiere a su experiencia profesional para hablar, en términos honestamente capitalistas, de las leyes de la oferta y la demanda, de la escasez y la abundancia, que rigen un mercado burbujeantemente caro. Pero un mercado, como decía antes, del que también los espectadores medios quieren participar, aunque sólo sea yendo a las exposiciones que las grandes instituciones culturales les organizan. Quizá no acaban de entender lo que está pasando, pero, sea por deseo de estatus o por genuina curiosidad intelectual, quieren verlo.

¿Qué estás mirando? es un estupendo y combativo libro de divulgación del que quizá no aprenda demasiado el lector experto, pero que sería idóneo para esa clase media ilustrada que no sé si abunda en nuestro país. Su optimismo cultural es en cierta medida reconfortante –si las obras impresionistas que tanto escandalizaron adornan ahora las paredes de aburridos domicilios pequeñoburgueses, ¿por qué no pensar que lo mismo va a suceder con el arte actual dentro de un tiempo?– y casa muy bien con la retórica de la innovación, la entrepeneurship y el valor añadido que domina nuestra vida económica. Pero, ¿tiene sentido? Es decir, ¿sigue el arte significando algo más que el monólogo ensimismado y espectacular de un puñado de ocurrentes millonarios? Carlos Granés considera que el arte lleva un tiempo sumido en un espantoso paréntesis que algún día acabará para dejar paso, de nuevo, a un arte significativo y trascendente. Félix de Azúa ha afirmado durante años que el arte ha muerto y que lo actual quizá no sea despreciable, pero es algo distinto. Para Gompertz, no ha sucedido ninguna de las dos cosas, y el arte no ha hecho más que ir adaptando sus reglas y su tradición en función del mercado, aunque en estas últimas décadas la tradición haya sido, paradójicamente, la ruptura. Su empeño es que todo el mundo aprenda a gozar de un puñado de artefactos ciertamente complejos y cargados de teorías autorreferenciales, pero que, una vez conocidas unas cuantas nociones, puede ser fuente de inmenso placer, si no estético, sí al menos conceptual. No sé si lo consigue: yo salí de este libro sabiendo unas cuantas cosas más y sintiendo que las horas invertidas no habían sido en balde. Pero no cambió mi opinión sobre ese lenguaje, el arte, que cada vez me parece que dice menos sobre el mundo. O sobre el mundo que no tiene que ver directamente con el mundo del arte.

Ramón González Férriz es editor de la revista Letras Libres y autor de La revolución divertida (Barcelona, Debate, 2012).

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Ficha técnica

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