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La equívoca economía del independentismo

Las cuentas y los cuentos de la independencia

Josep Borrell y Joan Llorach

Madrid, Los Libros de la Catarata, 2015

160 pp. 15 €

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Varios son los argumentos en que se apoyan los independentistas catalanes para defender sus tesis. De forma preeminente destacan los de carácter económico, entre otras razones porque son los que han dado cauce, probablemente de forma oportunista, a la frustración social generada por la crisis y por las políticas de austeridad asociadas a ella. Sabemos bien que el terreno de las emociones y los sentimientos identitarios no puede, ni debe, analizarse solamente desde planteamientos económicos, pero la evidencia empírica pone de manifiesto que son ámbitos causalmente relacionados. En efecto, la intensidad de aquellas ensoñaciones conduce con frecuencia a planteamientos económicos irracionales y, al mismo tiempo, afirmaciones económicas desorbitadas o, simplemente, falsas, que pueden exacerbar las raíces emocionales a favor de la independencia. Por ello es tan relevante analizar con rigor las razones económicas que se esgrimen en su defensa y que pueden resumirse en lo que muchos catalanes creen que es un maltrato fiscal y muchos otros un simple expolio.

Con este propósito, Josep Borrell acaba de escribir, junto con Joan Llorach, un libro con un objetivo sencillo y acotado: analizar de forma crítica los argumentos, básicamente económicos, en los que pretende apoyarse la independencia de Cataluña. Como es fácilmente entendible, no es posible hacer justicia en este limitado espacio a su contenido, pero sí cabe resaltar varias de sus ideas centrales y algunas otras que suscita su lectura.

Los autores recuerdan, a lo largo del texto, lo quiméricas que son las razones económicas que se esgrimen a favor de la independencia, cuando se trata de poner ejemplos establecidos sobre la teoría y la práctica en otros países. En efecto, pese a las reiteradas afirmaciones contrarias, ningún país publica, de forma oficial y periódica, las balanzas fiscales de sus territorios y, por tanto, difícilmente pueden poner límite alguno a sus déficits en las respectivas normas legales. Quizás el ejemplo más ilustrativo de este tipo de razones espurias se encuentra en el contenido de la carta que Oriol Junqueras envió a todos los parlamentarios europeos reclamando para Cataluña el mismo trato fiscal que para cualquier Land (Estado) alemán, ya que, de acuerdo con la doctrina de su Tribunal Constitucional, el déficit de los Länder (Estados) está limitado al 4,5% de su PIB. Tesis que, por cierto, muy pronto hizo suya el presidente Artur Mas en una entrevista en Le Monde. Pues bien, la República Federal de Alemania no calcula las balanzas fiscales y, por consiguiente, no existe límite legal a los déficits de sus Länder. Es difícil entender cómo pueden escribirse cartas de esta naturaleza y sumarse a ellas, pero mucho más difícil es entender, a estas alturas del proceso, que tanto Mas como Junqueras no se hayan disculpado frente a sus potenciales votantes de argumentos tan peregrinos.

Cosa bien distinta es que en algunos países existen instituciones, de diversa índole, que sí calculan las balanzas fiscales, normalmente con el propósito de entrar en un concurso para poner de manifiesto, entre las regiones ricas de un determinado Estado, cuál tiene un déficit fiscal mayor. Pero la cuestión no es esta, ya que en un sistema fiscal progresivo es seguro que los territorios más ricos contribuyen en mayor medida de lo que reciben. La pregunta, tal como la formulan Borrell y Llorach, debiera ser: ¿qué parte del déficit estructural fiscal catalán es consecuencia de un razonable efecto redistributivo con el resto de España? A pesar de todo, como bien dicen los autores, nada cabe objetar en contra del cálculo de las balanzas fiscales territoriales, pero para poder contestar a la pregunta así formulada es necesario definir algunos conceptos básicos, utilizados repetidamente en el debate político. Entre ellos se encuentra el de la Balanza fiscal de un territorio, con la que se evalúan los ingresos que dicho territorio aporta a la Administración central del Estado del que forma parte (impuestos y cotizaciones sociales) y los beneficios que recibe de ella (transferencias, pensiones, inversiones o servicios públicos). El saldo de dicha balanza es la diferencia entre los beneficios recibidos y los ingresos aportados. Cuando esta diferencia es negativa, se genera un déficit fiscal; si es positiva, un superávit. A menudo se equipara erróneamente, y casi siempre de forma interesada, su déficit con el beneficio fiscal de la independencia. Pero que tal equiparación sea o no acertada depende del método utilizado para calcular la balanza fiscal y del coste de los servicios estatales que tendría que asumir el nuevo Estado.

En efecto, el cálculo de las balanzas fiscales está condicionado fundamentalmente por el tratamiento que se otorgue a dos cuestiones básicas, como son la imputación territorial de ingresos y gastos, y la consideración del déficit o superávit público estatal. Para abordar la primera de las cuestiones se utilizan dos procedimientos que se conocen como método «monetario» y método de la «carga-beneficio». El método monetario asigna los ingresos tributarios allí donde se sitúa la capacidad económica gravada, independientemente de quién acabe soportando el impuesto, y los gastos se atribuyen al territorio donde se producen los servicios públicos, independientemente de quién se beneficie de ellos. Por el contrario, el método de la carga-beneficio adjudica los ingresos a la residencia de quien soporta efectivamente las cargas tributarias y los gastos al espacio donde residen los beneficiarios de los servicios públicos, cualquiera que sea el territorio donde se hayan producido. Es fácil deducir que la utilización de uno u otro criterio proporciona resultados sustancialmente distintos. Por ejemplo, para el período 2006-2011, el método monetario genera en Cataluña un déficit que es un 43% superior al obtenido con el método de la carga-beneficio. Como es manifiestamente imaginable, los partidarios de la independencia eligen para defender sus tesis el método monetario, que es aquel que les permite sustentar mejor la teoría de maltrato fiscal. Sin embargo, por su propia definición, es indiscutible que el método de la carga-beneficio es el que mejor refleja los efectos económicos que la acción estatal aporta a los habitantes de un determinado territorio.

El hecho cierto de que el método de la carga-beneficio no tiene en consideración los efectos indirectos del gasto público sobre la actividad económica del territorio en el que se realiza lleva a defender, muy ardientemente, el método monetario no sólo a los políticos independentistas, sino también a muchos y acreditados académicos. Pero, por otra parte, son también obvias las situaciones en que el método monetario tampoco tiene en cuenta estos efectos indirectos. Sería mejor reconocer, simplemente, que las balanzas fiscales, calculadas por uno u otro procedimiento, no son el instrumento adecuado para evaluar los efectos indirectos del gasto público. Para ello se requiere otro tipo de técnicas en las que no cabe entrar aquí.

La segunda cuestión que hay que considerar en el cálculo de las balanzas fiscales es el efecto que en ellas tiene el déficit o superávit del Estado. Cuando se incorpora este efecto, hablamos de balanza fiscal neutralizada, que, desde luego, es un concepto menos intuitivo que el de la balanza fiscal observada a la que ya hemos aludido anteriormente. Basta decir aquí que la balanza fiscal neutralizada es aquella que tiene en cuenta el ciclo económico, de tal manera que su cálculo es tanto más relevante cuanto mayor sea el déficit o superávit estatal. La diferencia entre una y otra será menos relevante en la medida en que vayamos cumpliendo nuestros compromisos europeos de convergencia y, por tanto, disminuyendo el déficit público estatal.

Vemos que, puesto que hay dos métodos de cálculo –monetario y de la carga-beneficio, que a su vez pueden ser neutralizados o no–, existen cuatro resultados distintos para la balanza fiscal de cada año. Como es lógico, de los supuestos que se hacen en su construcción dependen las conclusiones de carácter económico que pueden extraerse de cada una de ellas. Pero todavía hay más posibilidades, ya que el cálculo de la balanza neutralizada requiere también la formulación de determinadas hipótesis. Así, por ejemplo, se calcula «la balanza neutralizada por los ingresos» cuando se supone que el déficit estatal se elimina por completo aumentando los impuestos y que los ingresos así obtenidos se distribuyen de manera proporcional a los ingresos efectivamente aportados al presupuesto del Estado por cada territorio. Esta hipótesis la formulan los territorios más ricos, puesto que, como son los que más aportan, con ella obtienen un déficit mayor, volviendo a exagerar la magnitud de su maltrato fiscal.

Cabría, en el otro extremo, calcular «la balanza neutralizada por los gastos», que supondría que el déficit estatal se anula totalmente reduciendo el gasto, y que esta reducción se conseguiría disminuyendo el gasto estatal, asignado a cada territorio de forma proporcional al que realmente se le asigna. Bajo este supuesto, las comunidades ricas tendrían un déficit neutralizado menor. Queda claro, entonces, por qué los independentistas, con la Generalitat a la cabeza, tienden a proponer «la neutralización por los ingresos».

Vemos, pues, que, dependiendo del criterio de neutralización, tendríamos no cuatro, sino seis tipos de balanzas fiscales distintas. En cualquier caso, la realidad nos enseña que el déficit se reduce actuando a la vez sobre los ingresos y los gastos. De lo dicho hasta aquí puede entenderse que, aun no siendo todos estos conceptos complejos, son, sin embargo, muy susceptibles de ser enmarañados y confundidos en el debate político poco informado. No parece intelectualmente aceptable manipular las hipótesis, que requiere cualquier cálculo de la balanza fiscal, para defender la tesis del maltrato fiscal.

Así, la mítica cifra de 16.000 millones de euros que los independentistas exhiben, afirmando que estarían disponibles al día siguiente de la independencia para mejorar el bienestar de los ciudadanos catalanes, no tiene sentido alguno, ya que está calculada sobre supuestos no realistas. En efecto, esa cifra se obtuvo para un año concreto, 2009, utilizando además la balanza monetaria neutralizada por los ingresos, y representa un 8,4% del PIB de Cataluña de ese año. Pero, por ejemplo, para ese mismo año, el saldo de la balanza calculada por el método de la carga-beneficio neutralizada por los gastos fue de 8.400 millones de euros, que representan un 4,3% del PIB: la diferencia es mayúscula.

De todos modos, nunca será cierto que unas u otras cifras estarían disponibles sobre la mesa al día siguiente de la independencia. Y esto es así dado que las cifras que se suman al neutralizar el déficit no son impuestos ya pagados por los catalanes, sino impuestos que se pagarían en un futuro indeterminado y con los que amortizar la deuda pública correspondiente. Es decir, para disponer de la mayor parte de estas cantidades, el Gobierno catalán tendría que endeudarse, tal y como ahora lo hace el Estado. Esta clarificación la hicieron ya en su día los autores del libro aquí comentado en un artículo que se publicó en el periódico El País en enero de 2014. Fueron, como es tradicional en este agriado debate, descalificados personalmente; eso sí, sin conseguir refutar sus tesis. En fin, la vieja costumbre de limitarse a descalificar a las personas sin poder contradecir sus ideas para así sustituirlas por otras mejores. Son las ideas las que hay que rebatir y las personas a las que hay que respetar. Queda claro, pues, que no existe el llamado expolio fiscal del 8,4% del PIB.

Pero Borrell y Llorach van más allá en su libro, con el propósito de contestar a la pregunta de cuál debería ser el déficit de Cataluña que no excediese el derivado del hecho de que las regiones ricas tienen que contribuir más que las pobres, dada la progresividad del sistema impositivo. Su mejor y bien razonada estimación es que Cataluña tiene, en efecto, un déficit fiscal superior al que le correspondería si contribuyera proporcionalmente a su renta, como indicador de capacidad, y recibiera proporcionalmente a su población, como indicador de necesidad. Este exceso de déficit lo cifran en 3.000 millones de euros, que equivalen al 1,5% del PIB. Esta es la dimensión real del supuesto expolio, y no los 16.000 millones de euros, equivalentes al 8,4% del PIB, que los señores Mas y Junqueras han propalado a los cuatro vientos, fuera y dentro de España. Como se demuestra con acierto, estas cifras son falsas, pero, además, se revelan de forma incoherente, ya que ni siquiera son acordes con las que dan sus consejeros más cualificados, como el propio Conseller d’Economia i Coneixement, Andreu Mas-Colell, que en una entrevista en el periódico Ara, en julio de 2015, afirmó: «Amb els impostos que paguem actualment podem cobrir el cost de tots els serveis públics que rebem i encara quedaria un petit excedent». ¿Un «petit excedent»? Pero, ¿no eran 16.000 millones de euros, señores Mas y Junqueras? ¿Pero de verdad no era un expolio?

Puesto que así son las cosas, los autores se preguntan si, para corregir este exceso distributivo, del 1,5% del PIB, hace falta proclamarse independiente de un Estado varias veces centenario, de forma tan frívola e incoherente, con todos los desgarros, riesgos y costes que ello conlleva. Piensan, pensamos, que es un verdadero despropósito.

El pedestre ejercicio de afirmar que los 16.000 millones que, imaginariamente, faltan son cuatro veces más que todos los recortes a que se ve obligada la Generalitat, es un uso oportunista de la mala situación que muchos ciudadanos catalanes están viviendo como consecuencia de la crisis. Al tiempo que pretende eludirse la dura tarea de tener que explicar de dónde tendrían que haber venido los recursos para evitar tales recortes. Es decir, intenta evitarse una verdadera rendición de cuentas para explicar claramente cómo se han asignado los recursos de los que se dispuso, con objeto de poder analizar qué usos alternativos podrían habérseles dado. Pero, obviamente, tan saludable disciplina democrática se intenta arrumbar, en esta ocasión, convirtiendo las próximas elecciones en plebiscitarias.

Los autores abordan también los problemas de la ordinalidad y el de las inversiones públicas. Sobre la ordinalidad hacen la muy sensata observación de que el cambio en la posición concreta que ocupe un territorio, al ser clasificado por su financiación per cápita, puede parecer un agravio, pero su efecto cuantitativo puede también ser irrelevante, y eso dependerá tanto del valor medio que caracteriza a los territorios considerados como de su desviación estándar, es decir, la representatividad estadística de este valor. Afirmaciones alarmistas de esta naturaleza no sólo son frecuentes cuando se tratan problemas de financiación de territorios, sino también cuando se abordan problemas de otra naturaleza, como, por ejemplo, los relacionados con la evolución de la calidad del sistema educativo sobre la base de los conocidos informes PISA.

En cuanto al problema de las inversiones públicas, los autores analizan casos muy actuales en los que se evidencia el mucho trabajo que queda por hacer en una planificación de mayor transparencia y eficacia económica y social. Aquí las responsabilidades están muy repartidas como, por ejemplo, se pone de manifiesto cuando en 1998 el Gobierno catalán, presidido por Jordi Pujol, de acuerdo con el Gobierno central, prorrogó todas las concesiones de las autopistas hasta el año 2021 en favor de una empresa cuyo socio principal en aquel momento era el banco catalán por antonomasia. Como consecuencia de decisiones de esta naturaleza, el ciudadano de Cataluña tiene así la impresión de que los onerosos peajes nunca tendrán fin.

Hay que señalar que este tipo de problemas no son exclusivos de nuestro sistema de financiación de comunidades autónomas, puesto que todos los países federales tienen este mismo tipo de debates. Desde luego, las soluciones no son ni únicas ni permanentes, y no es propósito del libro desarrollarlas. Sin embargo, hay que reconocer también que cualquier reforma tendrá que pasar por la exigencia de una verdadera rendición de cuentas de los distintos territorios que, indudablemente, demanda una previa y clara asignación de responsabilidades, y parece evidente que nuestra actual estructura de comunidades autónomas no se caracteriza por esta condición. Todavía queda un largo trecho por recorrer en el camino que lleva a desmantelar competencias solapadas y a definir nítidamente aquellas que el Estado, en ningún caso, podrá transferir. Además, hay que terminar con los incentivos perversos que genera la situación de haber descentralizado mucho más el gasto que los ingresos. En efecto, puesto que los gobiernos autonómicos no sufren el desgaste de gravar directamente al contribuyente, tienen un sesgo sistemático hacia una política de gasto generosa y no muy disciplinada, de tal manera que cuando carecen de los recursos suficientes los reclaman de forma desapacible y no siempre bien justificada.

Los más solventes historiadores nos enseñan que, con frecuencia, el nacionalismo trata de representar un pasado insigne con imágenes distorsionadas. Pero, en todo caso, es legítimo y factible que, para muchos ciudadanos, la independencia sea una cuestión irrenunciable cualesquiera que sean sus costes económicos. Sin embargo, no debiera ser admisible el ejercicio absolutamente inverosímil de tratar de representar el presente económico también con imágenes deformadas en aspectos cuya unidad de medida es el euro, para así alcanzar determinadas conclusiones mediante ejercicios aritméticos que parecen ser sólo inteligibles para algunos independentistas. Si los datos los suplantamos por las emociones y por las ensoñaciones, se termina ocultando la realidad. Por ello tiene que ser igualmente respetable el derecho de muchos catalanes a saber cuáles son las ventajas y los inconvenientes de una decisión tan trascendente e irreversible, utilizando datos contrastables y argumentos convincentes no fácilmente controvertibles. El libro de Josep Borrell y Joan Llorach está dirigido a estos últimos. En mi opinión, es difícil dar una idea tan cabal del problema de la financiación de Cataluña en tan poco espacio, y con tanta claridad y rigor.

Jaime Terceiro Lomba es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. En 2012 recibió el Premio Rey Juan Carlos de Economía y es autor de Economía del cambio climático (Madrid, Taurus, 2008).

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