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Y la Constitución, ¿quién la defiende?

LA POLÉMICA SCHMITT/KELSEN SOBRE LA JUSTICIA CONSTITUCIONAL. EL DEFENSOR DE LA CONSTITUCIÓN VERSUS ¿QUIÉN DEBE SER EL DEFENSOR DE LA CONSTITUCIÓN?

Carl Schmitt, Hans Kelsen

Tecnos, Madrid

Trad. de José Luis Aja

448 pp. 20,50 €

EL GOBIERNO DE LOS JUECES Y LA LUCHA CONTRA LA LEGISLACIÓN SOCIAL EN LOS ESTADOS UNIDOS

Edouard Lambert

Tecnos, Madrid

Trad. de Félix de la Fuente

352 pp. 20 €

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La taupe de la Révolution»: así apodaba Maximilien de Robespierre a Emmanuel-Joseph Sieyès, uno de los políticos e intelectuales más coherentes y brillantes de la Francia revolucionaria. Un topo de la revolución, que, quizá por serlo, logró salvar su vida de las terribles persecuciones del Terror que acabaron por conducir a la guillotina, entre otros muchos, a quien –el propio Robespierre– había sido uno de los máximos dirigentes y principales inductores de aquella locura colectiva. Sosegadas las turbulentas aguas de la marea revolucionaria tras el coup d’État de termidor, Sieyès volvió a la Convención, en palabras del jurista francés Maurice Deslandres, no sólo como «el oráculo de la ciencia constitucional, sino también como un hombre dotado de un prestigio incomparable». Demostrando hasta qué punto la durísima experiencia de los encarcelamientos y ajusticiamientos masivos nacidos del delirio jacobino habían dejado en su ánimo una huella profunda e imborrable, Sieyès se distinguió por ser el único diputado de la Convención capaz de actuar en consecuencia y de hacer propuestas dirigidas a poner remedios eficaces para tratar de evitar que lo que los franceses acababan de sufrir pudiera volver a acontecer. Es en este contexto, justamente, en el que debe situarse su propuesta de 1795 para dar a la Constitución «una garantía indispensable y esencial, a saber: la garantía de la Constitución misma que ha sido olvidada en todos los proyectos de todas las épocas». Tal debía ser, según el diputado, el objetivo del jurie constitutionnaire (tribunal constitucional) cuya creación planteaba a la asamblea con ocasión del debate de la Constitución del año III: un «verdadero cuerpo de representantes con la misión especial de juzgar las reclamaciones» que contra todo incumplimiento de aquélla pudiesen suscitarse. Plenamente consciente de que la esencia misma de la Constitución consistía en mantener a cada órgano estatal dentro del círculo estricto de poderes que respectivamente se le había asignado, Sieyès entenderá que el tribunal constitucional que proponía era el único medio para dotar a la ley fundamental «de un freno saludable que contenga cada acción representativa sin desbordar los límites de su procuración especial». Y es que, sostenía el gran superviviente, «una Constitución es un cuerpo de leyes obligatorias o no es nada». Las consecuencias que de tal principio debían obtenerse eran obvias a juicio de quien con tanta claridad lo formulaba: «Si la Constitución es un código de leyes obligatorias, resulta preciso preguntarse dónde residirá el guardián, la magistratura de ese código. Es necesario responder a este interrogante, habida cuenta de que un olvido de esta naturaleza, tan inconcebible como ridículo en el orden civil, no existe razón alguna para padecerlo en el orden político. Todas las leyes, sea cual fuere su naturaleza, suponen la posibilidad de su infracción y, consiguientemente, la necesidad imperiosa de obedecerlas».

Los razonamientos de Sieyès, por más que incontestables, cayeron, sin embargo, en el vacío, o mejor, en un ambiente en el que pesaba mucho más el temor al órgano que el diputado estaba proponiendo que las hipotéticas ventajas que de su creación podrían supuestamente derivarse. Su compañero en la Convención, Pierre-Florent Louvet, mostró su desconfianza hacia el tribunal de un modo radical («No dudéis que el cuerpo que se os propone instituir muy pronto se considerará el primero de la República. La ambición puede deslizarse en ese cuerpo y quién podrá entonces calcular dónde se detendrán los intentos de un poder dotado del derecho de paralizar todas las leyes») y a él se unió el diputado Thibaudeau, que sentenció su negativa con una bellísima metáfora: «Se cuenta que entre un pueblo de las Indias existe la creencia de que el mundo está sostenido por un elefante y éste por una tortuga; pero cuando se pregunta a los nativos quién sujeta a la tortuga nadie sabe contestar». Pero la metáfora de Thibaudeau –que suscitaba, claro, una cuestión universal: la de quién vigila al vigilante– será contestada por Sieyès con otra de significado no menos evidente: «Una ley cuya ejecución no está fundada más que sobre la buena voluntad es como una casa cuyos suelos reposaran sobre las espaldas de aquellas que la habitan. Es inútil decir lo que sucederá con ella más tarde o más temprano». La Convención francesa, que rechazó de plano la propuesta de Sieyès, era consecuente al hacerlo con una serie de creencias que acabarían por dominar la vida constitucional europea durante el siglo XIX: entre otras, la de que nadie debía controlar jurídicamente la labor del parlamento, que –junto con el rey, que disponía de la facultad de sancionar– era el único órgano del Estado competente para interpretar la Constitución y juzgar lo que resultaba o no coherente con aquélla.

Esa respuesta europea a la pregunta fundamental de cómo deberían defenderse los contenidos materiales de la Constitución –respuesta que estuvo vigente hasta que en el período de entreguerras se crearon los primeros tribunales constitucionales en algunos países de nuestro continente– resultó, sin embargo, muy diferente de la que a la misma importantísima cuestión dieron los revolucionarios norteamericanos. Pues fueron ellos quienes teorizaron primero, en los artículos de El Federalista, y quienes introdujeron en su sistema político, con posterioridad –mediante la sentencia del juez Marshall en el caso de Marbury versus Madison– el control judicial de la constitucionalidad. Alexander Hamilton, uno de los padres fundadores de la Unión, formulaba la cuestión en la obra referida en términos de una meridiana claridad: «Una Constitución es una ley fundamental y así debe ser considerada por los jueces. A ellos pertenece, por lo tanto, determinar su significado, así como la de cualquier ley que provenga del cuerpo legislativo. Y si ocurriere que entre las dos hay una discrepancia, debe preferirse, como es natural, aquella que posee fuerza obligatoria y validez superiores; en otras palabras, debe preferirse la Constitución a la ley ordinaria, la intención del pueblo a la de sus mandatarios». El eco de estas ideas, jurídicamente irrefutables, podrá percibirse poco más de una década después, cuando, en 1803, el Tribunal Supremo de Estados Unidos afirmó en su más celebre pronunciamiento judicial, que iba a dar lugar en Norteamérica a una profunda discusión jurídica y política, que las leyes contrarias a la Constitución no pueden entenderse como constitutivas de derecho: «O la Constitución es una ley suprema, inmodificable por medios ordinarios, o se sitúa en el nivel de las leyes ordinarias y, al igual que esas leyes, puede ser modificada cuando la legislatura desee hacerlo. Si la primera opción de esta disyuntiva es cierta, entonces un acto legislativo contrario a la Constitución no constituye derecho; si es cierta la segunda opción, entonces las Constituciones escritas son proyectos absurdos por parte del pueblo para limitar un poder que por su propia naturaleza es ilimitable. Ciertamente, todos los que han construido Constituciones escritas las han contemplado como formando la ley suprema y fundamental de la nación y, por consiguiente, la teoría de cada uno de esos gobiernos debe ser que una ley de la legislatura, incompatible con la Constitución, es nula».

Es de justicia reconocer, en todo caso, que el sistema de control difuso de la constitucionalidad que va a ir asentándose poco a poco en Norteamérica, sobre todo a partir de mediados del siglo XIX, resultaba más fácilmente digerible en términos políticos que el de control concentrado propuesto poco antes por Sieyès. Y ello por una razón fundamental: porque mientras Sieyès planteaba entregar las facultades de control a un único órgano (ese jurie constitutionnaire del que hablaba en su propuesta, antecedente de los tribunales constitucionales creados en Europa cuando comienza el siglo XX), susceptible, por tanto, de alzarse sobre los poderes estatales, en Estados Unidos serán los jueces –todos los jueces– quienes en su habitual labor aplicadora del derecho podían decidir inaplicar una norma por considerarla contraria a la ley fundamental aprobada en 1787 en la ciudad de Filadelfia. Nadie como Tocqueville, que en La democracia en América apreció con fina inteligencia la gran novedad que suponía en los casi recién nacidos Estados Unidos el control judicial de la constitucionalidad (judicial review of legislation), fue capaz de ver tan tempranamente esa diferencia sustancial. Y así, tras afirmar que «el poder concedido a los tribunales estadounidenses de pronunciarse sobre la constitucionalidad de las leyes, encerrado en sus límites, forma una de las barreras más poderosas que se hayan construido nunca contra la tiranía de las asambleas políticas», Tocqueville aclaraba de inmediato cuáles resultaban ser a su juicio tales límites: «Si el juez [norteamericano] hubiese podido atacar las leyes de una manera teórica y general, si hubiese podido tomar la iniciativa y censurar al legislador, hubiese entrado estrepitosamente en la escena política. Convertido en el campeón o adversario de un partido, hubiese llamado a tomar parte en la lucha a todas las pasiones que dividen al país. Pero cuando el juez ataca la ley en un debate oscuro y en una aplicación particular, oculta en parte a las miradas del público la importancia del ataque. Su sentencia solamente tiene por objeto afectar a un interés individual, la ley sólo es herida por casualidad».

Habrá de ser, curiosamente, un compatriota del siempre brillante Tocqueville, Edouard Lambert, profesor de la Universidad de Lyon, quien, casi un siglo después, vendrá a enmendar la plana al optimismo del autor de La democracia en América respecto de la escasa peligrosidad política del judicial review of legislation. Pues de eso trata, precisamente, el primero de los libros objeto de este comentario, cuya significación histórica concreta no puede entenderse al margen del debate que, a la sazón, estaba produciéndose en Europa en la época de su aparición (1921): el relativo a la conveniencia o no de entregar a tribunales constitucionales especiales el control de la constitucionalidad de las leyes elaboradas por los parlamentos democráticos, algo que habían hecho, muy poco antes de la aparición del libro de Lambert, los textos constitucionales austríaco y checoslovaco de 1920 y que hará, con posterioridad, el de la Segunda República española (1931). Lambert, un comparatista muy buen conocedor del derecho norteamericano que se había ocupado hasta la fecha de temas bastante diferentes, tercia en el debate con un libro, abiertamente polémico, en el que, con una información muy exhaustiva y detallada, trata de mostrar cómo el Tribunal Supremo de Estados Unidos (que no es un tribunal constitucional, pero que acaba cumpliendo funciones similares a las de éstos cuando decide en última instancia sobre un pleito judicial) había acabado transformándose en los primeros compases del siglo XX en un auténtico tapón frente a la legislación de naturaleza progresista (la «legislación obrera», en palabras de Lambert) de las administraciones de la época y, muy especialmente, de las de Theodore Roosevelt (no confundir con Franklin Delano) y Woodrow Wilson. El título completo del libro, más largo del que ahora propone la editorial Tecnos en esta edición excelente de Luis Pomed, cuyo estudio introductorio no tiene desperdicio, da perfecta cuenta de su verdadero contenido: El gobierno de los jueces y la lucha contra la legislación social en Estados Unidos. Ese es el objeto de una obra de lectura indispensable para acercarse a la polémica cuestión del control de la constitucionalidad, obra en la que el autor no sólo explica, sino que polemiza abiertamente con una doctrina jurisprudencial extremadamente conservadora con la que el Tribunal Supremo, sobre la base de cláusulas muy generales de la Constitución, se dedica a anular sistemáticamente la legislación que no le gusta, invadiendo de ese modo la esfera propia del poder legislativo y alterando el auténtico sentido del control judicial de la constitucionalidad.

Justo una década después de publicarse el libro de Lambert, en el que vuelve a ponerse de relieve el debate jurídico-político sobre las ventajas y desventajas de la revisión externa de la labor del legislador que se planteó ya en Estados Unidos con ocasión de la sentencia de John Marshall en el caso Marbury versus Madison y, con posterioridad, en Francia, con motivo de la propuesta presentada a la constituyente en 1795 por Sieyès, se produjo en Europa una sobresaliente polémica doctrinal sobre quién debería ser el defensor de la Constitución en la que participaron los dos juristas más importantes del momento, que es como decir, en realidad, de todo el siglo XX: por un lado, el austríaco Hans Kelsen, principal inspirador de la creación de los tribunales constitucionales que en el período de entreguerras aparecieron en Europa y, muy especialmente, del austríaco; por el otro, el germano Carl Schmitt. La polémica, que se tradujo en dos textos de 1931 (El defensor de la Constitución, de Hans Kelsen y ¿Quién debe ser el defensor de la Constitución?, de Carl Schmitt) se presenta ahora, por la misma editorial Tecnos, en una muy cuidada edición, que se acompaña de un excelente estudio introductorio del constitucionalista italiano Giorgio Lombardi, destinado a facilitar al lector la comprensión de un debate doctrinal de tanta trascendencia. Y es que las respectivas posiciones de Kelsen y Schmitt van mucho más allá de una diferencia sobre la identidad del defensor de la Constitución –un tribunal constitucional que debería actuar como una especie de «legislador negativo», según el austríaco; el presidente del Reich, en tanto que alta magistratura que emana de la elección popular, según el alemán– para adentrarse, directamente, en las muy diferentes concepciones de uno y otro autor sobre la naturaleza de la Constitución y sobre el propio funcionamiento de la articulación de los poderes del Estado en un régimen democrático.

Postular que la Constitución debe ser defendida por un tribunal constitucional que, llegado el caso, tiene la última palabra sobre lo que cabe y lo que no cabe dentro de la Constitución supone, sin duda, una opción que puede llegar a ser, si se utiliza abusivamente, harto problemática, pero es también, a un tiempo, postular que aquélla es una norma jurídica justiciable y, por ello mismo, indisponible para los poderes del Estado, que no pueden interpretarla a su capricho sin posible control ulterior. Defender, por el contrario, que el desarrollo de la Constitución y, eventualmente, su defensa corresponde sólo a los órganos de naturaleza democrática (sea el parlamento o un presidente elegido por el pueblo) es otra forma de decir que la ley fundamental está siempre y sólo en manos de sus intérpretes políticos, lo que la convierte en un mero documento político o, lo que es igual, y por decirlo con las vigorosas palabras empleadas por el juez John Marshall hace dos centurias, en un proyecto absurdo por parte del pueblo para limitar un poder que por su propia naturaleza es ilimitable.

Que esa polémica está hoy más viva que nunca –lo que justifica plenamente la oportunidad de la publicación de las dos obras reseñadas, que el lector interesado en estos temas encontrará sin duda apasionantes– lo prueba plenamente el insólito desarrollo que ha tenido en España el pleito producido con ocasión de los diversos recursos de inconstitucionalidad presentadas contra el Estatuto catalán de 2006. Y es que, más allá de los árboles de los ventajismos de partido, el auténtico bosque que con unos y otros ha pretendido ocultársenos, hurtándolo así a la opinión pública española, era el de si un régimen constitucional digno de tal nombre es compatible con el intento de aprobar una norma que viola la Constitución en algunos aspectos esenciales; y el de si un régimen democrático auténticamente tal puede existir donde el respeto a las reglas de juego –y, entre ellas, a la de que un tribunal constitucional tiene no sólo el derecho sino la obligación de anular las previsiones legales contrarias a la ley fundamental– depende sólo de que el resultado político que de aquellas reglas se deriva sea contrario o favorable a las pretensiones políticas que persigue cada cual.

El control de la constitucionalidad, cuyo encaje democrático ha resultado complejo desde el momento mismo de su nacimiento hace más de dos centurias, debe acometerse por los encargados de sustanciarlo en cada caso –¡qué duda cabe!– con esa prudencia que en el lenguaje norteamericano se denomina self-restraint (autocontrol) para no caer en el peligro del activismo judicial que con tanta razón denunció Lambert en 1921. Pero frente a tal exceso, diríamos por acción, existe otro, por omisión, que surge cuando el juez de la constitucionalidad actúa con tal deferencia servil hacia el legislador que acaba por anular la verdadera funcionalidad de la importantísima misión que para la depuración del ordenamiento jurídico tiene encomendada. Eso es lo que ocurre, sin duda alguna, cuando un tribunal se niega a anular preceptos legales que están en flagrante contradicción con la Constitución con el argumento de que no lo están siempre que se interprete que dicen lo contrario justamente de lo que únicamente cabe derivar de su literalidad. Ese ha sido en gran medida el estrambótico procedimiento que ha seguido recientemente nuestro Tribunal Constitucional para evitar anular preceptos del Estatuto catalán que eran, según su propia doctrina, incompatibles a todas luces con la Constitución, pero que pasaron a ser coherentes con ella, por una especie de arte de birlibirloque, al afirmar gratuitamente que podían ser interpretados en un sentido opuesto a su sentido manifiesto. Esa sentencia, que cobra, sin duda, nueva luz tras la lectura de las dos obras comentadas, ha puesto de relieve muchas cosas, pero, entre otras, una que no se ha destacado todo lo que a mi juicio debería: que el número de políticos españoles –e incluso de juristas– que defienden el control de la constitucionalidad es variable y está en función, sobre todo, de que quien se encarga de aplicarlo confirme o no las propias posiciones. O, por decirlo de un modo más castizo, que en el mercado del control de la constitucionalidad, son muchos los que hablan de la feria según cómo les va en ella.

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