La guerra, ¡sírvase bien fría!

Como he señalado en distintas ocasiones en este mismo blog, no hay situaciones o escenarios especialmente propicios o inadecuados para el humor sino que, por el contrario, todos sirven –o, para ser más precisos, pueden servir– si alguien tiene el genio para que salte la chispa. Paradójicamente, suele suceder que coyunturas a priori aparentemente favorables generan a la postre un humor facilón e insípido, mientras que circunstancias dramáticas –incluso extremas, como diversas antesalas de la muerte– posibilitan un humor rompedor y genial, ese que nos hace reír incluso a nuestro pesar. La guerra, indudablemente, es uno de esos casos en los que uno está tentado de decir que la incompatibilidad con el humor alcanza cotas de difícil superación. La guerra, por supuesto, es crueldad y horror, pero también deja un hueco en la trastienda para unas risas.

Si lo dicho anteriormente es aplicable a cualquier enfrentamiento bélico, no podía ser excepción la llamada Guerra Fría, un conflicto que, aunque dejó no pocas víctimas mortales en ámbitos específicos, fue al fin y al cabo bastante menos encarnizado que la inmensa mayoría de las guerras en caliente que se vivieron en el pasado siglo. Uno de los grandes protagonistas del último tramo de la Guerra Fría –quien la liquidó de hecho, mal que les pese a los progres de todo el mundo– fue Ronald Reagan. La figura del actor de Hollywood genera, como todo el mundo sabe, pareceres extremos, a favor y en contra, pero ese no es asunto que nos competa aquí. Se opine lo que se quiera de él, lo cierto es que, en el plano personal, el mandatario norteamericano no era lo que suele entenderse como un intelectual ni un hombre refinado, sino más bien lo contrario, por decirlo suavemente. Brusco, rudo y directo, Reagan se ufanaba de contar chistes sobre los rusos y su «imperio del mal» en sus distintas comparecencias públicas, sin importarle mucho si su auditorio compartía o no su peculiar sentido del humor. Él, por lo menos, se reía mucho cada vez que soltaba uno de aquellos chistes. Déjenme que les deje unas muestras, aun a riesgo de que más de uno de mis posibles lectores me abandone en este punto. Me permito adaptarlos a mi manera en aras de la brevedad expositiva.

¿En qué se diferencian un comunista y un anticomunista? El primero es alguien que lee a Marx y Lenin. El segundo es alguien que entiende a Marx y Lenin. Reagan se deleitaba contando las penurias cotidianas de los soviéticos. Por ejemplo, acceder a un automóvil, algo al alcance de pocas familias, y ello después de un dilatado período. Un ruso compra un coche, abona el dinero y le comunican que se lo entregarán dentro de diez años. «¿Por la mañana o por la tarde?», pregunta el sufrido ciudadano. El vendedor, perplejo, le dice «¡Son diez años! ¿Qué más le da?», a lo que el comprador contesta: «Es que por la mañana vienen los fontaneros».

Uno de los chistes más conocidos es el que describe la discusión entre un estadounidense y un soviético sobre la libertad de expresión. El primero presume de que la disidencia está tan aceptada en su país que cualquiera puede gritar frente a la Casa Blanca «¡Abajo Ronald Reagan!» El ruso contesta sin inmutarse que él también puede situarse frente al Kremlin y gritar «¡Abajo Ronald Reagan!» En un discurso de Fidel Castro, un vendedor le interrumpe en varias ocasiones voceando su mercancía. «¡Maní! ¡Palomitas!» Así una y otra vez, hasta que el presidente cubano estalla: «¡Tráiganme al voceador, que le voy a dar una patada que le voy a mandar a Miami!» Y entonces todo el público se acerca a Castro voceando «¡Maní! ¡Palomitas!» Les dejo el último: conversan tres perros, uno estadounidense, otro polaco y un tercero ruso. El norteamericano dice que en su país, si ladra mucho, alguien se apiada y arroja un trozo de carne. El polaco exclama: «¿Qué es la carne?» Y el ruso dice: «¿Qué es ladrar?»

No voy a negar, porque salta a la vista, que se trata de un humor bastante primario, elemental y hasta zafio, si quieren. Un humor, evidentemente, puesto al servicio inmediato de una ideología. Ello en sí, a priori, no tenía por qué ser obstáculo para que al mismo tiempo fuera agudo o eficaz. Ahora mismo me viene a la memoria una deliciosa cinta de Billy Wilder que es un modelo en su género, Un, dos, tres (1961), protagonizada por un gran James Cagney. Aunque la cámara apenas nos muestre el exterior, en aquellos despachos y habitaciones en que se desarrolla la acción se mascaba la tensión del Berlín de la Guerra Fría en uno de sus momentos más delicados. Precisamente dicha tensión era la que desembocaba en comicidad. La película refleja básicamente el punto de vista norteamericano, pero tiene la habilidad de abordar la colisión entre aquellos dos mundos políticos con frescura y una cierta flexibilidad. Eso le hace ganar puntos frente al humor meramente propagandístico. Algo parecido podría decirse de otra de las grandes películas cómicas sobre la Guerra Fría, el Dr. Strangelove, de Stanley Kubrick, con Peter Sellers como protagonista, que aquí se tituló ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (1964).

En los tiempos que corren, habituados ya a un escenario mundial muy diferente a aquel –tanto para lo bueno como para lo malo–, puede parecernos que la mirada satírica de las películas antedichas constituye una distorsión surrealista, pues aquello fue algo mucho más serio. Serio, desde luego, sí lo fue, porque estaba en juego la supervivencia de la humanidad. Pero cómico también, entre otras cosas porque el mundo estuvo durante unas décadas en manos de unos descerebrados que no desencadenaron una hecatombe literalmente por los pelos. La mejor muestra de la catadura moral e intelectual de alguno de esos personajes que acumularon un poder inversamente proporcional a sus capacidades mentales está en ese desconcertante libro que se titula Kruschev se cabrea. Bajo ese título aparentemente ligero se esconde un apasionante relato de Peter Carlson que, como especifica su subtítulo, da cuenta del «esperpéntico viaje del líder soviético a los Estados Unidos» en 1959, en uno de los más delicados momentos de la Guerra Fría. Si no estuvieran documentalmente detalladas, las anécdotas que desgrana Carlson serían literalmente increíbles, es decir, juzgaríamos que, como en el caso de las películas antes citadas, estábamos haciendo una parodia de brocha gorda. Hay quien dice que las debilidades o defectos patentes de los grandes jerarcas nos muestran la cara más humana de la política. A mí me parece un enfoque demasiado benevolente, sobre todo, como en este caso se trata, cuando constatamos la pasta de que están hechos esos dirigentes. En el libro, Carlson nos muestra una elite estadounidense superficial y frívola, pero aún quedan peor los gerifaltes soviéticos, en particular el propio Nikita Jrushchov, ese que se cabreó como un niño malcriado porque sus anfitriones no le dejaban ir a Disneylandia. Aquella visita histórica daría para muchos comentarios, pero no es mi intención profundizar aquí en ella, pues, a tono con lo que suele ser usual en este rincón, me interesa más la perspectiva española: cómo se contemplaba desde este rincón del mundo aquella gigantesca disputa en la que teníamos muy poco qué decir pero, como todos, mucho que perder.

En Humor en tiempos revueltos. El final de la Guerra Fría en viñetas (1979-1989), una profesora universitaria, Coral Morera Hernández, ha realizado un breve pero sustancioso estudio acerca de cómo enfocaron algunos de los más afamados caricaturistas españoles de la época la última fase de aquel conflicto: la última década, para ser exactos. Dado que su investigación no ambiciona tener un carácter exhaustivo, sino que pretende constituirse en muestra representativa, ha optado por limitar su escrutinio a tres de los grandes periódicos del momento: ABC, El País y La Vanguardia. De este modo acota también la nómina de humoristas, reducidos básicamente a cuatro (Mingote, Peridis, Máximo y Oli), con la presencia muy secundaria de otros profesionales del humor como Gallego y Rey, Pérez d’Elías, Krahn, Ferreres, Avallone, Joan Casas, Summers y Palacios. Como suele decirse en estos casos, son todos los que están, pero no están todos los que son. No es cuestión de discutir aquí los criterios que han llevado a la autora a elegir esos humoristas y no otros, pero es obvio que, sin profundizar mucho, cualquier mediano conocedor del tema echará en falta algunos de los grandes nombres de aquellos años. En todo caso, debe quedar constancia de que, asumidas esas limitaciones, el ensayo en sí es impecable desde el punto de vista de la estructura y contenido. Se trata de un análisis preciso, escrito con claridad y con un formato muy académico. De hecho, el libro ha sido publicado por una editorial universitaria, concretamente la de Valladolid, y parece dirigido no tanto a los interesados en el campo del humor como a los estudiosos de la prensa y la comunicación social.

El humor de las viñetas es difícil de transmitir en un artículo como este. Sobre todo, como aquí ocurre, cuando los textos que acompañan a los dibujos son muy escuetos o puramente funcionales. La mayor parte de las aportaciones de Máximo, por ejemplo, no tienen palabras y, salvo en el caso de Mingote, que presenta normalmente un equilibrio entre texto y dibujo, en los demás también predomina con diferencia el trazo expresivo del dibujante sobre cualquier otra consideración. Como la gracia está casi siempre en la propia caricatura, Morera Hernández ha decidido con buen criterio reproducir las viñetas en número considerable (nada menos que ciento cinco a lo largo de un volumen que excede en poco el centenar de páginas de texto). Ello facilita que el lector se haga su propia idea de manera independiente a lo que sostiene o argumenta la autora.

Desde el punto de vista iconográfico, hay algunos recursos expresivos que se repiten independientemente de quien firme la caricatura: el más habitual, por ser también el más tópico, es el de la paloma de la paz, representada en todas sus formas posibles, pero siempre en una situación de amenaza explícita. Otro de los recursos más repetidos es subrayar el contraste entre las buenas palabras de la diplomacia y la tenebrosa realidad de un arsenal armamentístico que crecía de forma desbocada. Una variante de este planteamiento sería enfatizar el absurdo de una carrera armamentística que desbordaba sus propios límites funcionales, pues había alcanzado la posibilidad de destruir el planeta múltiples veces. Así lo expresaba Peridis en una tira del 16 de junio de 1979: «Hoy la humanidad puede estar de enhorabuena», decían al unísono los máximos dirigentes ruso y estadounidense. «Ya sólo podemos acabar con ella 2.700 veces». Y seguía: «…en vez de las 8.000 de nuestras respectivas capacidades logísticas». Y terminaba irónicamente: «Y encima se quejan». «Cabritos».

La propia expresión «Guerra Fría» o la española de «romper el hielo» permite a los dibujantes caricaturas imaginativas (todo el planeta inserto en un inmenso cubito de hielo) o distintos juegos de palabras, como la viñeta de Oli del 14 de octubre de 1986, en la que un ciudadano comenta el fracaso de una de las conferencias de paz: «¿Pero no estaban decididos a romper el hielo?» Su interlocutor le aclara: «Sí. ¡Pero el uno en la cabeza del otro!» El papel de España en la Guerra Fría fue, en su conjunto, bastante marginal. Desde el punto de vista estratégico y geopolítico, nuestro país era una pieza no desdeñable, pero sí relativamente menor. Desde la perspectiva peninsular, se compartía esta visión de las cosas, hasta el punto de que estaba muy extendida la percepción de que la Guerra Fría era algo que nos afectaba, claro, pero tan solo en cuanto que habitantes del planeta, no específicamente en cuanto españoles. Como resultado de esa cosmovisión, estaba muy extendida una actitud de cierta neutralidad: aunque en la órbita occidental, los españoles nos sentíamos distanciados tanto de los rusos como de los estadounidenses. Mingote expresa de este modo un sentimiento ampliamente extendido, que se repite de una u otra manera en múltiples viñetas: «Vamos a dejar esa tontería de jugar a buenos y malos», dice el jefe de una pandilla infantil a sus rivales. «Hoy jugaremos a malos y malos». En la misma línea, Máximo sitúa su emblemática paloma de la paz, perpleja y asustada, entre los negociadores de ambas superpotencias. Palacios en ABC y Oli en La Vanguardia también convergen en ese mismo enfoque. Son innumerables las viñetas que se sitúan au-dessus de la mêlée, repartiendo culpas y responsabilidades por igual entre soviéticos y norteamericanos.

Esa neutralidad se rompe –relativamente, como luego veremos– tan solo cuando una de las superpotencias ataca o invade un país más débil: la intervención de la Unión Soviética en Polonia en 1981, la invasión de Granada en 1983 y el bombardeo de Libia en 1986, por parte de los Estados Unidos. Entonces, con algunos matices diferenciales, los caricaturistas españoles toman partido por el perdedor. En estos casos, no se trata tanto de defender las razones políticas concretas del agredido cuanto de condenar en términos humanitarios el uso indiscriminado de la fuerza que causa innumerables víctimas inocentes. Una tira de Peridis en El País el 17 de abril de 1986 es muy representativa de este tipo análisis: «No hay que lamentar víctimas civiles», dice un Reagan caracterizado como agresivo vaquero y subido en una esvástica. «Porque todas las víctimas son libios». «Y todos los libios son terroristas potenciales». Y una coda: «Es de una lógica aplastante». Máximo presenta irónicamente un dibujo que contrapone un país que lanza bombas, «USA pacificadora», y otro que las recibe, «Libia asesina».

Oli representa Polonia con un obrero que lanza al suelo su casco de trabajo y lo sustituye por el casco de soldado. Mingote subraya la hipocresía de las protestas por la situación polaca, dibujando a unos rusos muertos de risa por los comunicados internacionales de rechazo: «Hacía tiempo que no recibíamos unas enérgicas condenas tan graciosas». Es exactamente el mismo planteamiento que luego aplicará a la invasión de Granada por parte de las fuerzas norteamericanas: «Todo el mundo tiene derecho a decir que lo de Granada ha sido una agresión, una invasión, una intromisión imperialista», dice en la primera viñeta un señor que lee el periódico. Pero a continuación matiza: «Todo el mundo, excepto los otros agresores, invasores y entrometidos imperialistas». Con lo cual, como puede apreciarse, volvemos en cierto modo a lo que antes señalábamos: desde la perspectiva española, con ligeras variantes, la condena concreta de los abusos de una de las superpotencias no debía llevar a olvidar que la otra actuaba del mismo modo en cuanto tenía la menor oportunidad. Entre una y otra estábamos todos los demás, que éramos los perdedores de esta pugna demencial.

Es verdad que esta era la tónica dominante desde el encuadre ibérico y, en este sentido, el humor y, más concretamente, los humoristas que se analizan en el volumen, no hacían más que seguir la línea antedicha. Ahora bien, no es menos cierto que había una importante diferencia de énfasis en las condenas dependiendo del sesgo ideológico de cada cual. Los caricaturistas de izquierda cargaban las tintas cuando el agresor era el imperialismo yanqui, con referencias explícitas a sus ínfulas y procedimientos brutales, mientras que eran más mesurados en la condena al expansionismo soviético. Los conservadores, aunque no se alineaban ni con unos ni con otros, tendían a comprender más a los estadounidenses, y por eso mismo se sentían particularmente molestos con lo que reputaban como hemiplejia izquierdista. En cualquier caso, el fin de la Guerra Fría era un motivo de satisfacción para todos, aunque el modo en que se produjo no dejaba de hurgar en las heridas de un pensamiento progresista que veía con pesar el triunfo incontestable de uno de los bandos y el desmoronamiento de otro.

Si se utilizaba, como habían hecho muchos caricaturistas, el símil de la partida de ajedrez entre Estados Unidos y la Unión Soviética, el final de la misma, lejos de quedar en tablas, se había resuelto con una victoria abrumadora de la potencia norteamericana sobre la soviética. En este sentido, puede decirse que hay en el libro dos viñetas de Mingote particularmente sangrantes: en la primera aparece el Muro de Berlín derribado ante el ímpetu de la gente que escapa del paraíso socialista; en el muro, y en primer término, una pintada con «No pasarán», con una hoz y un martillo, que ha sido completada por un irónico «¡Seguro!» La segunda, sin palabras, representa un cielo nuboso en el que se dibuja refulgente una hoz y una cruz, aludiendo sin duda al protagonismo de Juan Pablo II en el desplome del comunismo. Con un tono menos trascendente, más frívolo, Gallego y Rey aludían al desmoronamiento del bloque socialista con una frase muy popular en la España de la época para encubrir las huidas y las rupturas para siempre: en todo el ámbito del Pacto de Varsovia, un clamor, millones de voces como una sola voz, gritan «¡Me voy a por tabaco!»

«El poder del humor gráfico como instrumento de persuasión parece innegable», señala Coral Morera en sus conclusiones. Un poder y una persuasión basados, como ella misma dice poco después, en que el humor permite una crítica versátil y eficaz que penetra mucho más allá –y llega a muchos más? de lo que puede hacerlo a menudo el editorial o el artículo de opinión. Incluso en contextos o medios en los que predomina el planteamiento dogmático, el humor se escapa hasta cierto punto del corsé ideológico o, por lo menos, permite una lectura menos unilateral, más rica en matices. Pero no quiero finalizar sin un apunte final, una apreciación personal, probablemente subjetiva. Hay indudablemente múltiples rasgos de agudeza en los caricaturistas españoles de aquella época en general, y en la selección que contempla este libro en particular, cuando abordan el tema de la Guerra Fría. Con todo, no he podido evitar la impresión de que en la mayor parte de los casos se dejaron llevar por la rutina, como si tuvieran que cubrir el expediente. Había que tratar el tema de la Guerra Fría –¡por supuesto!-, pero da toda la impresión de que era un asunto que veían lejano o ajeno a sus intereses inmediatos como ciudadanos del mundo y como españoles. Recordemos a este respecto que vivíamos entonces –conviene no olvidarlo– muy inmersos en nuestros propios problemas domésticos de construcción de la democracia. En su inmensa mayoría, las caricaturas aquí reproducidas son bastante previsibles y convencionales. Falta ese punto de mordacidad y mala leche que ponen de relieve que el problema te afecta o te toca de cerca. Como si al servir tan fría la Guerra Fría, tanta frialdad hubiera embotado el lápiz de la genialidad.