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La guerra de trincheras (II)

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¿Qué función cumple entonces la ideología en el debate público y qué influencia ejerce sobre la circulación de ideas en una sociedad democrática? No son pocos los ciudadanos que lucen su ideología como si fuera una divisa; no son pocos los que parecen instalarse en ella. Ya lo apuntaba Ortega: las ideas se tienen, en las creencias se está. De donde se deduce que las creencias –como las ideologías– cumplen funciones más relacionadas con la identidad que con la cognición; o, si se quiere, que las ideologías hacen la vida más fácil, porque proporcionan un instrumento sencillo para la interpretación de la realidad. Y de ahí su éxito.

Así las cosas, el resultado habitual de su generalización es un ciudadano que profesa una ideología determinada, pero no la alimenta intelectualmente ni la pone en cuestión, adhiriéndose así más bien, platónicamente, a la imagen de una ideología. En sociedades democráticas de clases medias, donde la percepción pública de los asuntos es la variable fundamental del proceso político, la afiliación ideológica –que normalmente es también partidista– se convierte en un fenómeno de importancia superlativa, porque condiciona esa percepción y, con ello, el recorrido potencial que puede tener el punto de vista del ciudadano sobre un asunto concreto. ¡Opino lo que soy! La ideología se convierte en un velo situado entre nuestra mirada y la realidad. A menudo, eso provoca un resultado grotesco: juzgar de distinta manera acciones idénticas en razón de sus protagonistas. O sea, produce juicios morales y políticos basados en la lealtad.

De ahí que la corrupción sea condenada en el rival, pero disculpada en casa; que la austeridad sea necesaria o abominable según a quién le toque administrarla; y así sucesivamente. Y es el caso que en las conversaciones privadas, entre amigos o familiares, las opiniones suelen ser reproducción de las emitidas por los medios de comunicación frecuentados por cada uno de los interlocutores en virtud de sus preferencias ideológicas. A eso habrá que sumar particularidades derivadas de los intereses profesionales, porque, por ejemplo, el liberalismo de un farmacéutico no sobrevivirá a una reforma de su sector orquestada por un gobierno conservador: bolsillo obliga.

Nada de lo anterior supone negar la influencia de los códigos culturales en que nos socializamos inevitablemente, que condicionan en buena medida nuestras preferencias, valores y patrones de gusto. Pero estos códigos nos condicionan; no nos determinan. Y ese margen de libertad es el que hace posible la crítica reflexiva que caracteriza el concepto de autonomía. Si la autonomía moderna en un Kant implicaba la emancipación respecto de la religión, la superstición y las tradiciones, la autonomía posmoderna apunta hacia otra clase de emancipación: la posibilidad de evaluar nuestras preferencias e inclinaciones y de modificarlas como efecto de la reflexión. Desde este punto de vista, ejercer la autonomía es dar un paso atrás; tomar distancia. Por el contrario, la ideología presupone la adhesión inamovible a un cuerpo de principios o a una interpretación de la realidad; aunque sea en detrimento de esa realidad.

A eso hay que sumar la general desinformación de los ciudadanos, de la que existe amplia prueba en los estudios politológicos. La renuencia a informarse en un contexto sociopolítico complejo lleva al ciudadano medio a utilizar atajos heurísticos que satisfacen su «avaricia cognitiva», en expresión de Samuel Popkin: la adhesión ideológica y estética a un candidato o partido es justificada mediante la acumulación de la menor información posible. En fin de cuentas, para el ciudadano que no ha convertido el consumo de información y análisis en un hábito disfrutable, informarse cansa. Y la solución consiste en el consumo exclusivo o preferente de los medios afines.

De ahí que podamos emplear la imagen de la guerra de trincheras para caracterizar el debate político habitual: porque las posiciones tienden a ser inamovibles o a moverse exclusivamente en razón de los desplazamientos ordenados por los mariscales de campo, es decir, por las cúpulas de los partidos en connivencia con los medios que les son fieles. Naturalmente, hay ciudadanos informados con menor tendencia a la adhesión partidista; pero estos swing voters y, aunque influyentes, son minoritarios y carecen de la fuerza suficiente para marcar el tono del debate.

En este contexto, los productores carismáticos de opinión desempeñan un papel de gran importancia en la difusión de opiniones entre los ciudadanos. Estas figuras operan por lo general bajo el marco de un medio o grupo de comunicación con una inclinación ideológico-partidista determinada. Dentro de los mismos, refuerzan determinadas posiciones mediante el ejercicio de su autoridad cognitiva, que adquiere con ello una gran fuerza simbólica. Hablamos de locutores de radio, entrevistadores televisivos, columnistas. Sus artículos o intervenciones son citadas por los ciudadanos en apoyo de una u otra tesis; son figuras que irradian, en medida variable según su relevancia, potencia confirmatoria. Son, digamos, figuras sacerdotales, en la medida en que vienen a ratificar un determinado juicio político vertido en alguno de los puntos del arco ideológico; su autoridad deriva, en último término, de la fe de los creyentes. Y éstos suelen encontrar máxima satisfacción cuando comprueban que sus comentaristas de referencia piensan lo mismo que ellos; un fenómeno acaso más emocional que intelectual, al que nadie escapa del todo.

Se deduce de aquí que la calidad de los productores carismáticos de opinión que operan en una esfera pública tendrá una poderosa influencia sobre la madurez política de los ciudadanos; entendiendo por madurez la capacidad para dejar que las opiniones se vean influidas por los hechos. Podrá objetarse que los propios hechos están sujetos a las opiniones, pero eso no es del todo cierto, como demuestran aquellos hechos que acaban por anular las opiniones que los negaban: desde el GAL a las armas de destrucción masiva, pasando por la trama Gürtel o los ERE andaluces. En todos estos casos, se empieza por la negación y se pasa al relativismo, para terminar con la aceptación; porque hay una resistencia ideológica y emocional que ejercen partidos, medios, productores de opinión y ciudadanos: una cadena de incredulidades que sólo se rompe gracias a un lento proceso de maduración que no es otra cosa que un rendirse ante las evidencias. Y es que la asimilación de las malas noticias exige un período de adaptación psicológica.

¿Podría esto ser de otra manera? Podría; de hecho, a veces lo es. Hay democracias donde las simpatías de los medios no se convierten en adhesiones; donde los productores carismáticos de opinión exhiben una mayor independencia; donde el número de ciudadanos que forman sus opiniones a través de los hechos –no al revés– es mayor que entre nosotros. Entre nosotros, precisamente, a la vista de la rigidez del sistema de medios y de la escasa disposición a la información política que demuestran los ciudadanos, el papel de esos productores de opinión se diría especialmente importante. O tal vez esa importancia sea un resultado de su escasez.

Para ilustrar esto, el caso de Antonio Muñoz Molina y su último libro, Todo lo que era sólido, me parece significativo. Y nos permitirá culminar esta reflexión por entregas diferenciando entre la cita de autoridad y la cita de legitimidad. Pero eso será la semana que viene.
 

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