La bestia humana (I)

En sus apasionantes memorias, el director de cine Claude Lanzmann rememora con afecto su relación amorosa con Simone de Beauvoir, que se prolongó durante doce años con pleno conocimiento –bien sûr!– de Jean-Paul Sartre. Cuando se conocieron, Lanzmann trataba de abrirse camino en el periodismo; Beauvoir, diecisiete años mayor que él, se había consagrado con la publicación de El segundo sexo a finales de los años cuarenta. En el verano de 1955, se fueron de vacaciones a España, recorriendo el país al volante por una razón acaso inesperada: su afición a las corridas de toros. Había sido ella, según él, quien tomara la decisión de seguir a los dos grandes matadores del momento, El Litri y Julio Aparicio, durante su temporada veraniega. Así que los vieron torear por toda España, con tal entusiasmo que se hizo necesario adquirir algunos souvenirs:

La afición que los dos compartíamos había llegado a tal punto que el mero espectáculo no nos satisfacía: necesitábamos pruebas tangibles que nos permitieran imaginarlo durante los meses de invierno, por eso comprábamos por donde pasábamos los carteles de aquella temporada para llevárnoslos a Francia. Con ellos podíamos cubrir los altos muros del taller que el Castor acababa de comprarse en el número 11 bis de la rue Schoelcher con el dinero que el premio Goncourt de 1954, concedido por su obra Los mandarines, le había hecho ganar, y no imaginábamos ornamento más adecuado para revestir las amplias paredes uniformes de aquella nueva viviendaClaude Lanzmann, La liebre de la Patagonia, trad. de Adolfo García Ortega, Barcelona, Seix Barral, 2011, pp. 257 y 259..

Pero, ¿cómo es posible? ¿Simone de Beauvoir, madre del feminismo moderno y emblema del progresismo, disfrutando de la fiesta nacional en la España de Franco? Sorpresas te da la vida, como dice la canción. Sin embargo, si dejamos a un lado la cuestión española, como por lo demás hicieron tantos socialites de la época, quizá no haya nada de extraño en que una filósofa feminista pudiera disfrutar con una corrida de toros allá por 1955, cuando los críticos de la tauromaquia eran aún muy escasos. Dicho de otra manera, los valores dominantes de la época no contenían una preocupación especial por el sufrimiento animal, recién salida como estaba –la propia época– de una serie de calamidades que habían llevado hasta extremos antes insospechados el sufrimiento humano. Naturalmente, la apelación a los valores dominantes de la época sólo describe un cambio de sensibilidad, sin decirnos nada sobre las creencias y las prácticas que van siendo abandonadas en la cuneta de la historia social. Y, en ese sentido, no deja de ser divertido pensar que la misma Beauvoir que se lanzaba a las plazas españolas a ver torear a las figuras del momento en 1955 sería hoy, sesenta años después, por efecto de una distinta socialización, una crítica feroz de este viejo ritual moribundo.

Podemos suponer que nos encontramos, ahora mismo y en torno a este asunto, en un momento de transición: las voces que demandan la abolición de las corridas de toros –así como de otras festividades populares: encierros, correbous, torneo del toro de la Vega– encuentran todavía una fuerte resistencia por parte de sus defensores, que a menudo son también sus practicantes. El torero de origen francés Sebastian Castella dirigía este agosto una carta abierta a los periódicos españoles, donde lamentaba que los animalistas llamen asesinos a los matadores de toros y se acogía a sagrado citando a Lorca y Picasso como testigos de parte en defensa de la fiesta nacional. La carta no ha tardado en ser respondida de manera contundente, en lo que constituye una clara muestra del más amplio debate social sobre el particular. Nada, por lo demás, que no hayamos visto antes: hace tres veranos, fueron Rafael Sánchez Ferlosio y Mario Vargas Llosa quienes protagonizaron la polémica correspondiente. Si para el primero las corridas de toros han de desaparecer no por compasión de los animales, sino por vergüenza de los hombres, para el segundo el respeto a la libertad exige que los amantes de la fiesta puedan seguir disfrutándola sin prohibiciones externas. Vaya por delante que ambos mihuras de las letras incurren en exageraciones: si Sánchez Ferlosio sostiene que la cultura es siempre y en todo caso un instrumento de control psicosocial, abominable en cuanto tal, Vargas Llosa equipara una hipotética prohibición del toreo con la censura de libros o ideas. Son dos posturas por completo irreconciliables, fundadas en epistemologías opuestas.

Es interesante recordar, no obstante, que el propio Sánchez Ferlosio fue aficionado a los toros. En los artículos que publicase en 1980 en Diario 16, escribía: «Confesaré que a mí, personalmente, me gusta ver corridas, pero me tiene sin cuidado el porvenir de semejante institución cultural»Rafael Sánchez Ferlosio, «La conciencia histórica», en Ensayos y artículos I, Barcelona, Destino, 1992, p. 71.. ¡Quién te ha visto y quién te ve! En realidad, el cambio de posición a la luz de la experiencia –o de los argumentos– honra a sus protagonistas. Y brinda una lección: la aparente facilidad con la que puede uno situarse a ambos extremos del continuo moral –no como un tibio ligeramente inclinado hacia uno u otro lado, sino como pugnaz defensor de las posiciones extremas en momentos distintos– sugiere que deberíamos contemplar todo este problema con un punto de moderación, quiere decirse, con plena conciencia de que nuestro punto de vista es vulnerable al paso del tiempo y que esa historicidad del juicio afecta también a los demás. Es la diferencia entre una moralidad inercial, que se limita a seguir el movimiento de su época, y una reflexiva, atenta a las modulaciones de la propia posición. Tal vez seamos, por este camino, un poco más razonables en el ejercicio de la discrepancia. Algo especialmente importante en este caso, ya que, como veremos después, los argumentos relativos a las relaciones humanas con los animales parecen especialmente necesitados de refrendo emocional –visceral, incluso– para ser eficaces: recordemos a Nietzsche abrazado al caballo en una plaza de Turín.

De aquellos escritos del Ferlosio aficionado destaca un argumento que, con distinta forma, ha defendido más recientemente Fernando Savater en el librito que dedica al problema ético de la tauromaquia: que los toros son un vestigio premoderno que conviene cultivar en la era de la globalización higienizada. Ferlosio contrapone –al menos, contraponía– los toros al deporte, privados como están del prestigio moral concedido a éste y encarnadores de la vida frente a su mutilación parafascista por la vía de la mecanización del cuerpoRafael Sánchez Ferlosio, «Los toros como Antiespaña», en Ensayos y artículos I, Barcelona, Destino, 1992, pp. 83-85.. Savater, tras subrayar borgianamente que sólo los seres humanos son mortales, porque únicamente ellos tienen conciencia de serlo, apunta hacia el carácter alegórico de una fiesta cuya preservación ve deseable, por representar

una auténtica excepción cultural, el engarce improbable y frágil entre un crudo ritual antiguo y la estilización normativa, codificada hasta el melindre, que la modernidad impone en los espectáculos públicosFernando Savater, Tauroética, Madrid, Turpial, 2010, p. 68..

Por supuesto, lo mismo podría decirse del boxeo, la lucha grecorromana o los rodeos norteamericanos: son competiciones cuyo contenido remite al agonismo intrahumano o humano-animal que ha caracterizado la historia universal. Su belleza es una decantación simbólica de violencias pasadas. ¡Todo ángel es terrible! Sin embargo, su indudable prosapia no es razón suficiente para mantenerlas vivas, porque la tradición no constituye en sí misma un argumento. Más bien, necesita de buenos argumentos que justifiquen su pervivencia; máxime cuando no se ha solicitado autorización a algunos de los participantes. Porque de eso se trata aquí: del sufrimiento de los animales. O, si se quiere, del grado de sufrimiento que se considera tolerable para según qué usos humanos. Y, por lo tanto, también de lo que ese sufrimiento dice sobre los seres humanos que lo infligen.

Si bien se mira, la discusión podría zanjarse rápidamente estableciendo una distinción entre quienes son sensibles al sufrimiento animal y quienes, por un camino u otro, no lo son o no deducen del mismo consecuencia moral alguna. Podría zanjarse, porque resulta difícil figurarse que alguien pueda simultáneamente ser sensible al sufrimiento animal y tolerarlo para una práctica como la tauromaquia. Quien, en cambio, se desenvuelva por la vida al modo predarwiniano, sin percibir las señales que emiten las demás especies animales –o al menos las que tenemos a la vista– encontrarán argumentos para defender las corridas de toros: desde el excepcionalismo cultural a la presunta igualdad de oportunidades entre los contendientes, pasando por la paradójica protección de los toros de lidia, hasta desembocar por fin, si hiciera falta, en la primacía de la libertad. Si zanjásemos aquí el asunto, no obstante, dejaríamos no pocos matices por el camino.

Fue Jeremy Bentham, como es sabido, quien desafió filosóficamente al cartesianismo mecanicista preguntándose enfáticamente en la primera mitad del siglo XIX si los animales sufrenJeremy Bentham, An Introduction to the Principles of Morals and Legislation, Amherst, Prometheus Books, 1988, p. 311.. Algo que parece ya fuera de toda duda. A través de distintas estrategias filosóficas, los filósofos animalistas han presentado ese sufrimiento –científicamente constatado– como razón suficiente para la limitación humana del daño infligido a los animales. Pero, comoquiera que no existe un consenso suficiente al respecto y los animales no son criaturas con las que podamos mantener una relación de reciprocidad, hay que preguntarse si la dimensión ética de nuestro trato con los animales debe codificarse legalmente, para obligar a todos, o ser una libre elección individual más en un contexto caracterizado por el pluralismo moral. Para Savater, por ejemplo, es preferible esta última opción cuando de las corridas de toros se trata:

El rechazo de festejos como las corridas es la opción moral respetable de una sensibilidad personal ante una demostración simbólica de raigambre atávica y desmesurada según los parámetros racionalistas comúnmente vigentes. Pero no puede fundar a mi juicio una moral única, institucionalmente obligatoria para todos.

No deja de ser curioso que Savater atribuya a los «parámetros racionalistas» la crítica del toreo, cuando, a decir verdad, su fundamento más habitual parece ser la compasión ante un sufrimiento animal gratuito. Se comprenderá que este último adjetivo posea una importancia decisiva, porque uno de los flancos más débiles de la crítica antitaurina es la desatención hacia formas de sufrimiento animal que son cuantitativamente más importantes. ¿Qué puede importar la muerte de un toro en la plaza en comparación con el hacinamiento sistemático de los animales de granja? ¿Es posible tomarse en serio a quien expresa su rechazo a los toros mientras engulle con placer animal un chuletón de buey? Parafraseando a Stalin, se diría que la muerte de un toro es una tragedia, pero la de un millón de pollos mera estadística. Savater también formula este reproche a los antitaurinos, al tiempo que señala sutilmente que la compasión por otros animales viene a ser una contravención en toda regla del comportamiento «natural»: «pocas cosas menos naturales y más ajenas a los procesos así llamados que la compasión». O, mejor dicho, la compasión por los miembros de otras especies. Terrence Malick hizo así auténtica biología-ficción con aquella secuencia de El árbol de la vida en que un dinosaurio carnívoro perdonaba la vida a una de sus víctimas: la naturaleza no es, verdaderamente, pródiga en actos de clemencia. Sólo los seres humanos gozan de una relativa autonomía respecto de su base biológica, lo que les permite elegir allí donde otras especies siguen forzosamente sus instintos.

Esta capacidad humana de elegir sería precisamente la que nos permite debatir si las corridas de toros han de ser prohibidas legalmente. La paradoja es que esa libertad ampararía a detractores y defensores de la fiesta por igual, algo que los primeros no siempre están dispuestos a aceptar. A su vez, los segundos atribuyen a la libertad un carácter absoluto que se compadece mal con su realidad práctica. Es testimonio de la riqueza de la tradición liberal que ésta pueda ser empleada tanto en defensa de los toros (por el valor superior de la libertad) como en su contra (como reconocimiento al progreso moral que se deduce de los intercambios libres en una sociedad abierta que fija entre sus objetivos la lucha contra la crueldad). En el fondo, lo que se plantea es hasta dónde alcanza el poder del Estado en la fijación de las obligaciones morales de sus ciudadanos. O, en sentido contrario, cuál es la parte de la moral indisponible para el poder público. En ambos casos se trata de determinar cuán paternalista puede ser el Estado. Si no puede serlo, no podría prohibir los toros (aunque tampoco subvencionarlos); si puede serlo, hay que debatir si esa prohibición está justificada y preguntarse por la incoherencia aparente que supone tolerar otras formas, más sistemáticas, de sufrimiento animal.

Savater se revuelve contra el paternalismo: «¡No faltaba ya más que los Parlamentos decidan lo que es moral y lo que no lo es!» Pero, en realidad, ya lo hacen: la neutralidad moral estatal es un ideal regulativo cuya práctica está llena de excepciones, que van desde el sistema educativo hasta el Reglamento de Actividades Molestas, Insalubres, Nocivas y Peligrosas todavía parcialmente en vigor en nuestro país. De hecho, hay buenas razones para ello, porque la libertad pura tiene algo fantasmático. Ya se ha tratado aquí en más de una ocasión el endiablado problema de las preferencias individuales, vale decir, el problema de su formación. Félix Ovejero lo ha resumido con claridad en un trabajo reciente:

no hay preferencias «verdaderas», previas a marcos de elección. Para el liberal ingenuo la moraleja tiene el deprimente sabor de las paradojas sin solución: los marcos de elección determinan las elecciones y no hay modo de elegir sin marco de elecciónFélix Ovejero Lucas, El compromiso del creador. Ética de la estética, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2014, p. 108..

De donde él mismo deduce que la libertad requiere del paternalismo, perspectiva que puede también justificarse desde un punto de vista liberal, como ha sugerido Cass Sunstein: la intervención estatal trataría de garantizar que se dan las debidas condiciones de autonomía para la formación del juicio individual. Ya que siempre hay un marco de decisión, cuya trayectoria histórica –el hecho de que lo heredemos del pasado– no es garantía de idoneidad. Huelga decir que un exceso de paternalismo puede conducir, por su parte, a la oclusión de los canales sociales a través de los cuales circula la moralidad. Ya decía con razón Robert Nozick que ésta surge en los intersticios de los derechosRobert Nozick, Philosophical Explanations. Oxford, Oxford University Press, 1984, p. 503.. De ahí que convenga distinguir entre una moralidad creada por el Estado y otra recogida o modulada por él a partir de procesos sociales de formación de valores y preferencias, donde el mismo Estado es –a través de sus múltiples manifestaciones– una influencia destacada, pero no la única influencia ni la más determinante. Si lo fuera, el paternalismo bien podría convertirse en pesadilla. Más bien, el juego entre la moralidad social y su codificación estatal funciona de manera similar al método descrito por Richard Rorty para describir el funcionamiento de la filosofía, la utopía política o la misma ciencia:

El método consiste en redescribir una gran cantidad de cosas de una manera nueva, hasta crear un patrón de comportamiento lingüístico que tienta a la generación en ascenso a adoptarlo, provocando así su búsqueda de formas apropiadas de comportamiento no lingüístico, por ejemplo la adopción de un nuevo equipamiento científico o de nuevas instituciones socialesRichard Rorty, Contingency, Irony, and Solidarity, Cambridge, Cambridge University Press, 1989, p. 9..

Suena plausible. Sin embargo, topamos aquí con una interesante dificultad, que complica el dibujo de la autonomía al margen de la influencia de los marcos de elección que nos conducen suavemente en una dirección u otra. Y es que Rorty define la libertad, de una manera que Savater seguramente aprobaría, como «reconocimiento de la contingencia», vale decir: reconocimiento de que las cosas son de un modo, pero podrían haber sido, y desde luego pueden ser, de otro. A su juicio, la principal virtud de los miembros de una sociedad liberal estriba en ese reconocimiento, de modo que la cultura de esa sociedad pueda dirigirse a curarnos de nuestras aparentes «necesidades metafísicas». Éstas operan en sentido opuesto: como una densa negación de las contingencias. La creencia de que nuestras creencias no son meras creencias.

Pero, ¿dónde está la dificultad? A decir verdad, ésta no atañe tanto al choque de posiciones alrededor de la tauromaquia cuanto a la particular incoherencia que sus defensores señalan en los detractores: el antitaurino que se come un filete. Y es que si los seres humanos, a diferencia de las demás especies, pueden elegir, y un número considerable reconoce el sufrimiento animal como indeseable, ¿por qué no hay más vegetarianos? ¿Es una simple cuestión de marcos de elección? ¿O quizás hay algo más, algo que tal vez permita explicarnos el atractivo de que siguen gozando ciertas fiestas populares, y aun entretenimientos como la pesca, que implican infligir un daño a otras especies? Más claramente, ¿es la ingesta de carne una mera contingencia? Porque una necesidad metafísica no es, desde luego; pero quizá sea algo diferente. En suma, ¿no deberíamos complicar nuestra descripción de la libertad humana, si queremos explicar la persistencia de ciertas prácticas sociales, con independencia de la valoración puramente moral que hacemos de las mismas? Trataremos de salir de dudas la próxima semana.