La alternativa desaceleradora

Hablábamos aquí la semana pasada de la propuesta aceleracionista que propugna intensificar el desarrollo material y tecnológico para colapsar el capitalismo desde dentro y avanzar hacia alguna clase de sociedad poscapitalista. Ha querido la casualidad que podamos traer ahora a colación la alternativa contraria: un rechazo de la aceleración que se combate yendo más despacio.

Hace unos días, el periódico muniqués Süddeutsche Zeitung entrevistaba a Hartmut Rosa, sociólogo de la Universidad de Jena cuya investigación sobre la aceleración del tiempo social en la modernidad ha tenido un cierto eco en el debate intelectual de un país aficionado a la discusión de ideas. En este caso, la idea es que todas las esferas de la vida social han sufrido una aceleración progresiva durante la modernidad, con el consiguiente efecto depresivo sobre la calidad de nuestra existencia cotidiana. Rosa alude a la ideología del crecimiento perpetuo como una de las causas subyacentes de esta enfermedad social, que se habría visto agudizada a partir de la década de los noventa del siglo pasado debido a la confluencia de tres factores: digitalización, globalización, producción instantánea. Nuestro sociólogo rechaza que su punto de vista sea propio de occidentales consentidos: dice haber encontrado en Pekín la misma angustia, el mismo estrés, la misma prisa. Una música familiar en todos los rincones del planeta; o casi.

Hasta aquí, nada especialmente original. Hans Blumenberg ha dedicado una buena parte de su obra a reflexionar sobre los cambios en la estructura temporal de la sociedad que trajo consigo la modernidad, asunto que también mereciera la atención de Ernst Jünger, quien en su hermoso ensayo El libro del reloj de arena exploró las consecuencias del advenimiento del tiempo mecánico del reloj y advirtiera de que todo aumento de precisión en la medida del tiempo trae consigo una atadura. Todos estos cambios desembocaron en lo que Peter Sloterdijk –siempre al quite cuando de crear categorías se trata– llamase la cinética de la modernidad: un movimiento acelerado hacia delante que constituye su razón de serEn el caso de Blumenberg, sobre todo, Tiempo de la vida y tiempo del mundo, trad. de Manuel Canet, Valencia, Pre-Textos, 2007; Ernst Jünger, El libro del reloj de arena, trad. de Andrés Sánchez Pascual, Barcelona, Tusquets, 1998; Peter Sloterdijk, Eurotaoísmo, trad. de Ana María de la Fuente, Barcelona, Seix Barral, 2001..

Pero si los efectos de ese movimiento sobre las vidas individuales son juzgados como negativos, en razón de la tensión psicológica que provoca, ¿qué hacer? Para Rosa, el individuo está inerme ante unas estructuras de cuya presión sólo puede defenderse a duras penas: por algo es sociólogo. Habla incluso de un «totalitarismo de la aceleración». Seríamos, así, sujetos pasivos de transformaciones a gran escala a las que contribuimos de manera inconsciente, e incluso a nuestro pesar. Discutiendo la filosofía de Hegel, en especial su afirmación de que las épocas de felicidad son páginas en blanco en el libro de la historia, decía Sánchez Ferlosio que el progreso no deja tranquilos a quienes se balancean pacíficamente bajo un cocotero en una isla remota: los baja del árbol y los hace modernos a palos. De un modo parecido, nos hemos hecho tardomodernosRafael Sánchez Ferlosio, Mientras no cambien los dioses, nada ha cambiado, Madrid, Alianza, 1986.. Y vamos con prisa, cambiamos de trabajo, nos divorciamos.

Para nuestro autor, tales condiciones estructurales sólo pueden cambiar mediante una revolución, desiderátum empleado en el contexto académico con una llamativa ligereza. Ahora bien, contra la aceleración cabe también una alternativa individual: desacelerar cuando nos sea posible. Para Rosa, la única herramienta en manos del sujeto, su única defensa, consiste en encontrar «oasis de resonancia» [Resonanzoasen]. ¿Y qué significa esto?

Que yo me sitúo frente al mundo en una especie de posición de respuesta. Cuando subo a la montaña o escucho música, algo se mueve dentro de mí. Ese es un momento de disolución en la autocorrespondencia. Al mismo tiempo, debo sentir que puedo llegar a los demás, que puedo mover algo fuera de mí. Un campo de resonancia es aquél en el que experimento ese sentimiento de transmisión recíproca.

Se trata de una actitud vital, de un hábito constante que nos sitúa en una posición diferente ante el mundo; una hora de yoga semanal o meditación no sería suficiente. Previsiblemente, esos cataplasmas son considerados por Rosa como instrumentos auxiliares del capital: mecanismos de avituallamiento psicológico para nuestra mejor explotación a manos del sistema. ¡Si hoy no salgo a correr, no aguanto mañana en la oficina! No, las resonancias a que se refiere Rosa tienen que ver con la búsqueda, siempre elusiva, del significado: con el deseo de que aquello que hacemos tenga sentido y no nos limitemos a ir de un sitio a otro como pollos sin cabeza. Frente a la aceleración, despaciosidad; frente a la ansiedad metafísica, la calma de una vida lograda. Sólo en el interior esos campos de resonancia lograríamos sustraernos a la lógica estructural que rige nuestras vidas.

Semejante prescripción, que bebe de la distinción habermasiana entre el mundo del sistema y el mundo de la vida, no deja de evocar otra más clásica: la que separa la vida activa de la vida contemplativa. De alguna manera, la solución estribaría en crear un pasaje entre la una y la otra, de forma que pudiéramos activar ambas a voluntad según el momento de que se trate. Más que consagrar nuestra existencia completa a las formas activas o contemplativas de vida, oscilaríamos entre ambas: no seríamos exactamente ni poetas místicos ni operarios en la cadena de montaje, sino operarios que escriben versos o poetas que ensamblan piezas. Switch on, switch off: tal sería el código binario de la alternativa desaceleradora.

Sostiene Jünger: «Las horas que el espíritu pasa en su ocio o entregado a una obra creadora, esas horas el reloj no las mide». Y señala como fuente de esa idea un proverbio alemán que reza: «A la persona feliz no le da las horas ningún reloj». Haciendo aquello que nos gusta, por lo tanto, escapamos del tiempo, lo que quiere decir que escapamos de la conciencia del tiempo. Porque el tiempo, faltaría más, sigue ahí cuando terminamos de hacer aquello que nos gusta; hasta que deja de estar, porque ya no estamos nosotros. En cualquier caso, las actividades placenteras, del orden que sean, producen un efecto sobre nuestra conciencia temporal que difiere del provocado por nuestras obligaciones; no hace falta leerse a Bergson para constatar esa dimensión subjetiva –emocional, incluso– de la temporalidad.

Paradójicamente, la sugerencia de Rosa es que necesitamos embarcarnos en actividades placenteras para ralentizar un ritmo social que no ha hecho más que acelerarse en las últimas décadas: apagar el móvil e ir monte arriba. Sin embargo, estas resonancias no acabarían de cumplir su función, porque si bien nos instalan en un tiempo distinto al de las obligaciones, no nos desaceleran necesariamente, por cuanto el signo del placer es que su tiempo transcurre velozmente. La ironía consiste, así, en que el tiempo de las obligaciones es pausado, a fuer de tedioso. Ya dijo Novalis que el tiempo nace con el aburrimiento.

Ese tiempo de las obligaciones transcurre en un marco general de aceleración que –sugiero– tiene por causa mayor la multiplicación de nuestras conexiones digitales. La aceleración denunciada por Rosa no afecta a la octogenaria que vive en el pueblo del interior: es una patología urbana. Y una patología que se relaciona directamente con la instantaneidad multiforme de la Red. Es una sensación, un fenómeno de la atención, ahora reclamada desde demasiados lugares simultáneamente.

Ahora bien, ¿no será que la resonancia cobra sentido gracias a la aceleración? Para que aquella constituya un momento de iluminación particular, debe darse en el marco de una oscuridad general. Es literalmente imposible que todos los momentos sean especiales; necesitamos de la bisagra de lo ordinario para edificar lo extraordinario. Dicho esto, es seguro que si la mayoría de los sujetos consagraran su tiempo libre –que no es precisamente más escaso que hace un siglo– a ejercitarse en alguna variante de la vida contemplativa, la sociedad sería más agradable: es difícil encontrar solaz existencial en un centro comercial. Claro que si las resonancias significativas constituyeran el consuelo cotidiano de la mayoría, tal vez no estaríamos hablando de esto, porque la realidad sería forzosamente diferente. ¿O no?

Subsiste el problema de la aceleración general. Sin embargo, habría que preguntarse en qué medida puede esta evitarse. ¿Es la aceleración de la vida social un producto del capitalismo, e incluso su condición necesaria? ¿O son la aceleración y el capitalismo productos de una condición más amplia, una condición de especie que produce forzosamente una interacción humana cada vez más compleja, más mediada tecnológicamente por herramientas cada vez más sofisticadas, que resulta en un ritmo social cada vez más veloz? Digamos que las estructuras aceleradoras que inquietan a Rosa, hasta el punto de que sólo encuentra en una revolución remedio para su influencia, podrían estar a su vez condicionadas por metaestructuras de especie aún menos manipulables: el movimiento que va de la horda al viaje en avión. Esto es una especulación, pero no está claro que sea disparatada. El contacto creciente entre seres humanos y el desarrollo condigno de una cultura y una base material cada vez más ricas difícilmente podían conducir hacia una sociedad menos compleja y menos veloz, que es lo que Rosa parece tener en mente al criticar la aceleración contemporánea. No se sugiere aquí que la historia, a la manera hegeliana, tenga un sentido, esto es, una dirección, pero sí que la especie tiene un ritmo.

A decir verdad, no está claro cuál sea la velocidad natural a que deba vivir el hombre; cualquier aficionado a la ciencia ficción puede atestiguarlo. Y si el ritmo de la vida social, junto con el de las vidas individuales, se ha acelerado progresivamente mientras aumenta la esperanza de vida en los países desarrollados, quizá no haya una velocidad ideal, sino distintas velocidades posibles. Pudiera ser que las ideas de Rosa –próximas a las enarboladas por el movimiento hippie o a versiones contemporáneas de estas, como el slow food movement– tengan como fundamento una versión secular de la promesa religiosa de descanso ultraterreno: sufrimos en este mundo, descansaremos en el próximo. Sus oasis de resonancia podrían verse así como traducciones terrenales de una teología del reposo. Y, si la abrazamos, quién sabe adónde llegaremos yendo todos más despacio.