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«En el principio era la prensa» Karl Kraus y Die Fackel a finales del siglo XX

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«Consideré todo el despliegue del infierno como algo actual y contemporáneo, como algo que se hace visible cuando se echa un vistazo al interior de uno mismo o al periódico de la mañana».

DOROTHY SAYERS, hacia 1940, sobre su traducción de La divina comedia.

«Y ocurrió… Un día, hasta donde alcanza la vista, todo es… rojo. Viena no ha vuelto a vivir un día como ese. ¡Qué murmullos, qué susurros, qué escalofríos! Por las calles, en el tranvía, en el parque, todo el mundo leyendo un fascículo rojo… fue una locura». Difícilmente cabe evocar mejor que con este pasaje del citadísimo ensayo de Robert Scheu sobre los diez primeros años de publicación de Die Fackel (La Antorcha) de Karl Kraus el extraordinario e impactante efecto de su revista satírica. Se publicó por primera vez el 1 de abril de 1899, y pronto se convirtió en una institución vienesa… pero no de las que contribuyen a sustentar el orden establecido. Ya en su primera obra, el opúsculo La literatura demolida (1897), Kraus empleaba el derribo de una institución local muy concreta –el legendario Café Griensteidl– como pretexto para ajustar cuentas con sus contemporáneos literarios. Junto a autores olvidados y semiolvidados de lo que se llamó la Joven Viena, aparecían los retratos satíricos de Arthur Schnitzler, Hugo von Hofmannsthal y Richard Beer-Hofmann. En la primera página de Die Fackel, publicada dos años después, reaparece el motivo de la destrucción agresiva. Se anuncia que su programa no será un periodístico «lo que aportaremos», sino un sincero «lo que mataremos».

De hecho, desde el principio se «mataron» o «despacharon» muchas cosas. En los primeros años de publicación se trató del nepotismo en la Universidad, de las corruptas compañías ferroviarias, de la atención periodística a la celebridad, con motivo de la estancia en Viena de Mark Twain, de las polémicas pinturas de Gustav Klimt para la Facultad de Medicina, del sionismo y de muchos otros temas de política social y cultural. En 1902, en el ensayo «Moralidad y criminalidad», Kraus delineaba uno de sus grandes temas, la precaria situación de la justicia en materia de delitos sexuales, y hacía más compacto su reflejo satírico con citas de Shakespeare y alusiones literarias. En la cita que abre el ensayo se encuentran unos versos tomados de Medida por medida y que parecen pensados para Kraus: «Mi misión me ha enseñado algunas cosas, aquí en Viena: He visto el modo en que la corrupción hierve y burbujea». Desde ese momento, detrás de los burlones retratos de los vieneses y de otras cuestiones se alzan estos versos de resonancias proféticas, que poco a poco se reducirán a la exclamación, recurrente como un hilo conductor: «Shakespeare ya lo sabía todo».

A pesar de la demolición satírica emprendida por Die Fackel en todos los ámbitos de la vida social y cultural, su editor también lanzó, honró y defendió a importantes escritores y artistas: Peter Altenberg, Oskar Kokoschka, Else Lasker-Schüler, Adolf Loos, Heinrich Mann, Arnold Schönberg y Frank Wedekind, entre otros. Junto al venerado Shakespeare, cuyas obras escogidas Kraus editó en versiones «lingüísticamente renovadas», Kraus recoge en Die Fackel los programas y «prefacios» de sus «lecturas» o dramatizaciones unipersonales de las comedias de Nestroy y las operetas de Offenbach.

Entre 1899 y el último fascículo, de febrero de 1936, publicado cuatro meses antes de la muerte de Kraus, Die Fackel apareció 415 veces en 922 números, lo que suma casi 22.000 páginas. Hay que tener presente que entre 1912 y 1936 Kraus renunció por entero a los colaboradores y, por tanto, la gran mayoría de esta inmensa cantidad de páginas salió de su pluma. Pero ya mucho antes se empezó a identificar al editor con su revista, de tal modo que en Viena pronto se le llamó «Kraus el de la antorcha» para distinguirle, según una anécdota transmitida de boca en boca, de su acomodado padre, «Kraus el de las bolsas», en cuyas fábricas se producían, entre otras cosas, bolsas de papel. Detrás de la fundación de la revista estuvo al principio el apoyo financiero de la empresa paterna, que por otra parte también abastecía de papel a su imprenta. Pero su éxito inmediato –se vendieron 30.000 ejemplares del primer número– garantizó una independencia básica y permanente. En años posteriores, la tirada osciló entre los 7.000 y los 10.000 ejemplares, pero por lo menos hasta finales de los años veinte Die Fackel fue una empresa comercialmente activa, que no dependía de los anunciantes. Los anuncios de libros, a menudo gratuitos, testimoniaban ante todo el reconocimiento intelectual del editor de la revista. A partir del otoño de 1904 la revista ya no se editaba periódicamente, sino que se convirtió en revista alternativa, empezando por su publicación «informal». El enfrentamiento de Kraus con la prensa como primer medio de comunicación de masas, está implícito en el grito que contienen las líneas iniciales del poema paródico del «impresor negro» –un personaje de la sátira dramática Literatura que caricaturizaba al poderoso editor del gran periódico liberal Neue Freie Presse, Moriz Benedikt–: «En el principio era la prensa / y luego apareció el mundo». Para Kraus, en el principio era la palabra, como se dice en el Evangelio de San Juan, pero no la divina, sino la sometida a abuso y escarnio por parte de la prensa y que él trataba de salvar por todos los medios. Como escribiría Walter Benjamin en 1930, en su gran ensayo sobre Karl Kraus, «[en Die Fackel] del hecho más remoto y seco colgaba aún un trozo de carne desollada».

¿Cómo conmemorar adecuadamente una empresa llevada a cabo con tal perseverancia e intensidad? Dos exposiciones lo han intentado, y juntas han logrado sacar a Die Fackel de la sombra abrumadora del año Goethe, durante el cual los suplementos literarios de los periódicos alemanes no han dejado de reseñar cualquier trivialidad de la vida del poeta –también reverenciado por Kraus– por nimia que fuera. Kraus, que distinguía con precisión entre Goethe y sus compatriotas, hubiera sabido apreciarlo. En el principal bastión de los archivos literarios alemanes, la ciudad de Marbach am Neckar, se presentó una muestra de fuerte orientación biográfica, y enfocada hacia las relaciones de Kraus con otros escritores y artistas. En Viena, el Museo Judío se apropió de este hijo adoptivo de la ciudad, al que la historia de la literatura sigue tachando de judío antisemita. Aunque sin dejar de lado el aspecto biográfico, la muestra se concentró, por una parte, en las condiciones de producción y el modo de publicación de la revista, y, por otra, en su entorno sociopolítico y cultural.

«YO Y EL JUDAÍSMO»

Para acceder a la parte principal de la exposición del Museo Judío, los visitantes tenían que atravesar primero una sala dedicada a la postura de Karl Kraus, a medio camino entre «antisemitismo y asimilación». La sala se había diseñado con unas colgaduras en las que se leían, en grandes caracteres, citas referentes a ese crucial problema, no sólo extraídas de la obra de Kraus, sino también de los escritores germanoparlantes de la modernidad y de la historia europea de la primera mitad del siglo XX . Junto a la proclama –sin efectos reales– del emperador Francisco José en 1888: «No toleraré que se acose a los judíos en mi imperio», ondeaban las terribles y proféticas palabras pronunciadas en 1899, en el Parlamento regional de la Baja Austria, por el prelado Joseph Scheicher: «Desde este momento vamos a llevar adelante una guerra de exterminio contra los judíos». Inspirándose en el modo, con frecuencia esquivo, como Kraus abordaba este problema, está claro que esta exposición ha pretendido que también los visitantes se enfrentaran a los confusos y contradictorios testimonios de la «cuestión judía».

Es posible que esta intención psicologista de la instalación, que perturba la visión de los carteles y las vitrinas, haya causado más irritación que otra cosa en la mayoría de los visitantes. Pero en una de las colgaduras se encontraba una cita importante de la famosa carta en la que Franz Kafka se enfrentaba al fenómeno Karl Kraus: «La mayoría de los que empezaban a escribir en alemán quería, en muchas ocasiones con el consentimiento difuso de sus padres, alejarse del judaísmo; lo querían, pero se aferraban con las patas traseras al judaísmo del padre y no encontraban tierra firme con las delanteras. La desesperación causada por esto fue su inspiración». Como Kafka advirtió con claridad, las circunstancias que Kraus se atrevía a juzgar le afectaban personalmente. Enfocar este problema sin convertirlo en único modelo de explicación es un gran mérito que distingue claramente la exposición de Viena de la muestra de Marbach.

Sin embargo, el Museo Judío ha conseguido ilustrar sólo en cierta medida este espinoso tema. Por una parte, la exposición del número de Die Fackel con el provocador título «Pero si él es judío» es muy reveladora, sobre todo si se llama la atención sobre el hecho de que el manuscrito del artículo se titulaba «Yo y el judaísmo», enunciado que Kraus le puso cuando lo leyó por primera vez en público y que expresa mejor la seriedad satírica de este complejo texto que aquella otra irónica exclamación de los asistentes al acto –citada aquí con maliciosa ironía–. Por otra parte, cabe dudar del valor ilustrativo de los muchos escritos y caricaturas antisemitas sin relación directa con Kraus y Die Fackel. Se hubiera podido, por ejemplo, contraponer a una de las más tempranas sátiras gráficas de la revista, «El pequeño Cohn se ha ido», las caricaturas antisemitas sobre la muerte «del pequeño Cohn», tal como Burkhard Müller hizo ya en su modélico estudio Mímesis y crítica del medio.

Más relevantes eran, en este caso, algunas de las piezas expuestas que mostraban de una forma nueva las ambivalencias de la actitud de Kraus frente al judaísmo. Una foto de sugerente atmósfera que retrata la lápida de los abuelos maternos de Kraus, los Kantor, en el cementerio de su ciudad natal de Jicin, representaba el pasado familiar del escritor de un modo concreto que apenas había sido expuesto hasta la fecha. Aunque las sepulturas pertenecen al «cementerio israelita» de una pequeña ciudad bohemia, las inscripciones están redactadas en lengua alemana y las lápidas exentas de toda simbología religiosa. El único símbolo reconocible es la vara de Esculapio, que recuerda la profesión civil del abuelo. La agria polémica contra el sionismo y su paladín, Theodor Herzl, que Kraus empezó con el escrito Una corona para Sión (1898) y prosiguió en Die Fackel, también se interpreta de otra manera cuando se tiene ante los ojos el original de una carta inédita, dirigida a la redacción de la revista sionista Die Welt. Por dicha carta llegamos a saber que Kraus se había defendido previamente, en vano, contra la utilización de su nombre por el movimiento judío militante. Entre estas piezas, lo más impresionante es la modesta documentación de la Sociedad Orfeo de Budapest, una compañía de actores afincada en Viena que ponía en escena números de cabaret y sátiras en jerga judeo-alemana. Los elogios de Kraus a esta humilde compañía, esgrimidos provocadoramente frente a las representaciones más ambiciosas del renombrado teatro del Hofburg, constituyen un ejemplo extremadamente raro de crítica teatral positiva en Die Fackel.

La exposición de Marbach ha renunciado en líneas generales a tales documentos, que resucitan las complicadas interrelaciones de los ambientes germano-judíos de Austria-Hungría y de la propia Viena. También se ha evitado aludir a la recepción por Kraus de otros autores, o a la influencia, que tampoco cabe subestimar, de aquél sobre éstos, cuando andaba de por medio la cuestión del judaísmo. De este modo, el lector crítico Kafka, cada vez más consciente de los intereses judíos, no aparece en absoluto, e incluso el problemático modelo representado por Heine es mencionado sólo de pasada. Recurriendo a la simplificación ideológica, el catálogo se limita a calificar el gran y controvertido ensayo «Heine y sus consecuencias» de «confrontación con un ídolo de la cultura burguesa». La cursilería que de hecho rodeó a este ídolo hacia el cambio de siglo habría sido digna de figurar en la exposición, y se hubiera podido mostrar con ayuda de postales heineanas y ediciones ilustradas de los muchos poemas musicalizados a los que Kraus alude ocasionalmente en Die Fackel. Pero es precisamente en esos temas, cuando se trata de las relaciones literarias diacrónicas, donde rápidamente se aprecian los límites de una exposición que, en última instancia, ha apostado por lo visual.

PROCESOS VERBALES

En su gran ensayo sobre Kraus, Walter Benjamin afirma que no se podrá entender a este escritor «mientras no se reconozca que para él necesariamente todo, todo sin excepción, lenguaje y objeto, se mueven dentro de la esfera del Derecho». El brillante estudio de Reinhard Merkel Derecho Penal y Sátira, producto de una concienzuda investigación, rebate la conclusión de algunos intérpretes tardíos de que el espíritu de contradicción de Kraus le habría llevado a poner en cuestión no sólo los efectos del Derecho, sino el Derecho mismo. Detrás de la terminología jurídica que recorre toda Die Fackel, y que culmina, para Benjamin, en una «ley de enjuiciamiento verbal», habría, más bien, una intensa dedicación a procesos reales y a los propios principios de la jurisprudencia. Tal como Kraus mismo lo expresó con ocasión de una polémica con Franz Werfel, no retrocedía ante la idea de «desear que se observen, además de las leyes verbales, las penales». Aunque Merkel abre mucho el arco de su investigación –desde las premisas filosófico-jurídicas en la estructura de Die Fackel, hasta la crítica del procedimiento preliminar del enjuiciamiento penal, pasando por las posturas de Kraus respecto a la ley de prensa–, lo más importante podría ser su presentación de la cuestión de la justicia en materia de delitos sexuales, cuestión central para Die Fackel. En este caso, logra demostrar que la metafísica del amor sexual de Kraus, hoy indefendible, está en línea con la apología satírica de principios y reformas que no han perdido nada de su potencial explosivo: la protección de la esfera sexual privada, la despenalización de la homosexualidad y el aborto libre.

Igual de instructivos acerca de los hábitos intelectuales del escritor en lo referente a la tutela judicial, son los cuatro volúmenes de los «Expedientes del bufete de Oskar Samek», que actuó como representante legal de Karl Kraus entre 1922 y 1936. Estos expedientes, que documentan el trabajo en más de cien procesos, ofrecen una fascinante visión de la práctica jurídica real del escritor. Aquí aparece, entre otras cosas, un proceso verbal en sentido literal, el litigio por una coma que una revista del exilio había obviado en la reproducción no autorizada de un poema. En los expedientes no sólo hay procesos contra claros adversarios, como el periodista berlinés Alfred Kerr o el jefe de Policía de Viena que ya estaban documentados, al menos parcialmente, en Die Fackel, sino también otros litigios que Kraus no quiso hacer públicos por distintas razones. Aparte de los aspectos jurídicos, estos documentos, a los que Merkel no tuvo acceso cuando redactó su Derecho Penal y Sátira, contienen información de notable importancia biográfica y bibliográfica.

Nos enteramos, por ejemplo, de que se procedió contra una editorial alemana que, en 1930, se había declarado dispuesta a publicar dentro de una colección Los últimos días de la Humanidad en edición de 100.000 ejemplares, y que, a todas luces debido a reparos políticos, pretendía adoptar algunas cautelas antes de la publicación del drama antibélico. De la correspondencia relativa a este caso se desprende que el editor alemán opinaba que el drama, que no había sido publicado en versión definitiva hasta 1926, precisaba un comentario. El hecho de que Kraus no sólo estuviera dispuesto a admitirlo, sino también a renunciar a la fotografía de portada, arroja una nueva luz sobre su famosa incapacidad para llegar a compromisos en tales asuntos. La fotografía, la imagen de una ejecución en la Primera Guerra Mundial, en la que los verdugos y algunos espectadores se agrupan sonriendo en torno al cadáver, es uno de los más estremecedores documentos de su obra. Pero su disposición al compromiso también quedó de manifiesto en otras ocasiones. En una carta escrita durante el proceso emprendido contra una revista socialista publicada en Berlín, que se había apropiado del título Die Fackel ­­proceso que terminaría en un acuerdo–, Kraus expone a la editora berlinesa que su propia oposición a la socialdemocracia no puede equipararse, en modo alguno, con una posición política a la derecha; y en la solicitud de providencia precautoria del mismo proceso, Kraus hace explicar a su abogado berlinés que también Die Fackel defiende una «tendencia socialista». Estas formulaciones no las habríamos hallado en las páginas de la revista. Finalmente, hay en los expedientes ejemplos del humor negro del autor, incluso en sus últimos años, años oscuros también para Austria: cuando pide cuentas a un cabaret vienés por haberle presentado en un sketch como compañero de viaje del Tercer Reich y de la dictadura austrofascista y exige una «multa» en beneficio del Instituto Dollfuss, una institución de caridad que llevaba el nombre del asesinado dictador.

CITAS GRÁFICAS Y «CINEDRAMÁTICAS»

En los expedientes también se encuentra un testimonio acerca de la sátira gráfica que las exposiciones de Viena y Marbach deberían haber inscrito en sus pancartas. Cuando Kraus se ve obligado a defenderse de la acusación de un periodista gráfico que le ha demandado por reproducir una de sus fotografías de reportaje en Die Fackel, el escritor reconoce, de forma nada característica en él, la existencia de repercusiones estéticas que van más allá de lo verbal: «El juez de primera instancia cree imprescindible que en el texto aparezca una descripción de la imagen para justificar la fotografía, y pasa completamente por alto que hay efectos que pueden producirse con mucha mayor fuerza sin muchas palabras». La «relación entre las citas periodísticas y la cita gráfica», que Kraus enfatiza en otro pasaje de su escrito de apelación, es algo que sin duda ambas exposiciones han tenido en cuenta, pero pasando por alto o postergando, no pocas veces, relaciones evidentes e importantes. Donde más claramente se aprecia esto es en el caso de la fotografía de la «Cruz de Saarburg», un crucifijo en un campo de batalla en Bélgica durante la Primera Guerra Mundial, cuya cruz fue destruida por un disparo mientras la figura de Cristo quedó intacta.

La importancia intrínseca de esta imagen, sobre la que, por otra parte, Kurt Tucholsky llamó la atención en su momento, se aprecia en el hecho de que Kraus la empleó en tres ocasiones: la primera en 1916, en Die Fackel, como complemento gráfico y acompañada de una leyenda; con este mismo formato apareció en 1919, como portada de la colección de «Artículos sobre la guerra», reunidos en los dos volúmenes del Juicio final; y por último la encontramos en la «edición en libro» de Los últimos días de la Humanidad de 1922, sin comentario alguno, como imagen final enfrentada a la última página del epílogo, La última noche. En el catálogo de Viena no aparece, aunque sí estaba en la exposición. En el de Marbach se hace referencia a los distintos usos de la misma e incluso al hecho de que en 1924 Kraus empleó «un motivo parecido» en la conmemoración de los diez años del estallido de la guerra. Precisamente esta segunda foto sí figura reproducida en el catálogo de Viena, pero ambos libros omiten mencionar que la segunda foto revisa la primera: en 1924, diez años después de la publicación de su primera toma de posición sobre la guerra, En esta gran época, en el que desenmascara la palabrería patriótica, Kraus ilustra el ensayo condenatorio de la era de «posguerra», que lleva casi el mismo título, En esta pequeña época, con una foto en la que la cruz está intacta y el cuerpo de Cristo destrozado. Distintas imágenes del crucifijo fueron instrumentalizadas en este sentido ya durante la guerra y con frecuencia después. Para demostrar cómo la cita de la imagen hecha por Kraus contiene una referencia transversal a estas manipulaciones y lo que está detrás de ellas, hubiera sido preciso mostrar los otros contextos gráficos. Hubo un caso en el que la misma toma fue empleada por un destacado contemporáneo. Kraus había empleado la foto como signo del absurdo de la guerra; Ernst Jünger, en sentido opuesto, utilizó la misma imagen al final de su libro gráfico El rostro de la Guerra Mundial, publicado en 1930. Aquí la cruz simboliza claramente la capacidad de resistencia del pueblo alemán.

Todavía más que cuando se ocupa de las revistas ilustradas y la fotografía, la modernidad de Kraus queda patente en su aproximación al cine, un medio de masas nacido en torno a 1900. Al principio las películas cosechan más que nada burlas de su parte; en 1912 ya se ha incorporado a su vocabulario satírico el juego de palabras «cinedramático», como reformulación paródica de «melodramático». Aunque el tema ya ha sido tratado desde hace tiempo en distintos artículos y en 1995, de forma modélica, en la monografía de Burkhard Müller, queda representado en ambas exposiciones mediante la proyección de la película Karl Kraus. De sus propios escritos. Tanto en Viena como en Marbach era posible ver entre los objetos expuestos esta breve cinta –proyectada por vez primera en 1934– de Kraus leyendo en público, a cuya producción Friedrich Pfäfflin ha dedicado un folleto informativo con ocasión de su edición en vídeo. No se debería subestimar este documento cinematográfico único. Aunque la cámara apenas se mueve, las cambiantes distancias de las distintas tomas son hábilmente puestas en juego por el artístico montaje, de forma que no sólo es la famosa voz capaz de transformarse, sino también las impresionantes expresiones del rostro, en primeros planos y planos medios, las que hacen hablar al texto de forma penetrante. En la declamación de los versos «Los cuervos», de Los últimos días de la Humanidad, uno cree tener ante sí a un gran actor expresionista. Como en el resto de la cinta, Kraus emplea con extrema economía la gestualidad, los aleteantes movimientos de las manos con los que simula el vuelo del pájaro de la Muerte sobre los campos de batalla producen un efecto especialmente fuerte.

Por instructiva que sea la película a la hora de apreciar el estilo del escritor en sus lecturas públicas, naturalmente dice poco sobre su postura crítico-cultural ante el cine. Sin embargo, Los últimos días de la Humanidad no sólo contiene escenas que representan de forma crítica sesiones de cine, y por tanto formulan in nuce todas las reservas de Adorno y Horkheimer frente al efecto de distracción de la «industria de la cultura», sino que el drama culmina también en una apropiación sin precedentes de la estética fílmica. Ya en el importante ensayo «Apocalipsis», publicado en Die Fackel en 1908, aparece una afirmación de sociología y estética fílmica que parece anticipar la escena con que se cierra Los últimos días de la Humanidad: «A un mundo que soportaría su propio fin sólo con que no se le privara de su proyección cinematográfica no se le puede asustar con lo incomprensible». En la escena 55 del acto V surgen al final, en la pantalla del tablón de anuncios patriótico La gran época, unas «apariciones» que reproducen los horrores de la guerra, al principio de forma realista y luego cada vez más fantasmagórica hasta que al final los ya mencionados cuervos, e incluso el «hijo no nacido», dan su testimonio en verso. El rápido cambio de escenas, las largas partes mudas al comienzo y las perspectivas panorámicas del tipo «miles de cruces en un campo nevado» sólo podrían llevarse a efecto por medio de una dramaturgia fílmica. También los personajes de los espectadores encarnan un momento crítico desde el punto de vista teatral, porque «yacen somnolientos, o miran la pantalla totalmente atónitos», como Kraus anticipaba ya en 1908. Aunque la exposición de Marbach se centra especialmente en Los últimos días de la Humanidad –que apareció originalmente en 1918-1919, en la llamada «edición por actos», en cuatro separatas de Die Fackel–, apenas se tiene en cuenta este aspecto fílmico central del drama. En vez de ello se trazan paralelismos entre «collages», como los diseñados en esa misma época por Willi Baumeister y John Heartfield, y el «montaje» literario que Kraus había trasladado de Die Fackel al drama bélico. Esto tiene como resultado una contextualización equívoca, porque sólo en Die Fackel la técnica de cita de Kraus se corresponde con el collage artístico; en el drama, las citas gráficas se transforman en fílmicas y, en el caso de las «apariciones» del último acto, no hay montaje literario alguno, sino montaje stricto sensu, montaje cinematográfico. Estas «apariciones» constituyen, sin duda, el ejemplo más impresionante de montaje fílmico en toda la obra de Karl Kraus. Juntas componen el guión de un film vanguardista como sólo sería técnicamente posible diez años después, por ejemplo en Berlín, sinfonía de una gran ciudad, de Walter Ruttmann (1927), o Napoleón, de Abel Gance (1928). Se impone la pregunta de si estas innovaciones implícitas se mantuvieron ocultas a los cineastas de su tiempo. Probablemente de forma inconsciente, ambas exposiciones dan respuesta a ello con el retrato de Karl Kraus dibujado por el que luego sería director de cine Fritz Lang, en 1917, al mismo tiempo que un autorretrato, en un estilo claramente influido por Egon Schiele. Sin embargo, nadie se ha molestado en sacar conclusiones de este nada insignificante descubrimiento. En una nueva biografía del director, escrita por Patrick McGilligan, se dice que Lang coleccionó Die Fackel por un tiempo, y que el escritor había sido uno de los «iconos» del joven artista. Acerca del retrato, se cuenta que Kraus dijo que jamás perdonaría a Lang por él. Esta manifestación, hecha probablemente en tono de broma, parece presuponer un encuentro que sin duda pudo haber ocurrido, porque el retrato fue reproducido y distribuido como postal por la librería de Richard Lányí, con la que Kraus tenía estrecha relación. ¿Dejó el encuentro con Kraus, o al menos con Die Fackel, huella en la obra de uno de los grandes directores de la era «de Caligari a Hitler», como la llamó Siegfried Krakauer? Ninguna de las dos exposiciones se ha planteado siquiera esta pregunta, desaprovechando así una posibilidad innovadora de visualizar la época. A este respecto podríamos remitirnos al guión de El gabinete del Dr. Caligari, coescrito entre Lang y el escritor Hans Janowitz, amigo personal de Kraus. No sólo la actitud crítica de la película ante la experiencia psicológica de la Primera Guerra Mundial… sino también la impresionante animación de títulos y frases, se podrían poner en relación con la práctica satírica de Kraus. Todavía de forma más clara las palabras se convierten en fantasmagóricas imágenes en la película del propio Lang Dr. Mabuse, el jugador, que apareció en 1922, al mismo tiempo que la «edición en libro» reelaborada de Los últimos días de la Humanidad. En ella, hay imágenes de titulares que se desprenden de la hoja del periódico y parecen volar hacia el patio de butacas. Es difícil imaginar una ilustración más penetrante de la distorsión satírica de la palabra periodística que se practicaba en Die Fackel.

«LA NOVELA DE MI VIDA LITERARIA»

El hecho de que hasta hace poco no se supiera que los hilos artísticos de Karl Kraus y Fritz Lang se habían cruzado arroja luz sobre la aún muy oscura biografía del escritor. A pesar del loable intento que hace el catálogo de Marbach, no hay una «crónica» detallada como las que poseemos de figuras comparables de la literatura alemana del siglo XX , como Kafka, Brecht y Thomas Mann. Aunque la monografía sobre Kraus de Edward Timms, reeditada en 1999, había sido ya en 1995, con ocasión de la publicación de su traducción alemana, festejada y elogiada en Der Spiegel como «biografía», ni siquiera su versión parcialmente reelaborada podría aspirar a ese títuloEl libro de Timms ha sido publicado también en español: Karl Kraus, satírico apocalíptico. Cultura y catástrofe en la Viena de los Habsburgo, Visor, Madrid, 1990. Véase también el volumen Karl Kraus y su época. Ed. de Bernd Marizzi y Jacobo Muñoz, Editorial Trotta, Madrid, 1998.. Respecto al original inglés, publicado en 1986, se rehízo sobre todo el capítulo referente a Freud, y esto basándose, por cierto, en una fuente bien turbia: la autobiografía de Fritz Wittels. Timms comercializó más que editó la obra de Wittels, disimuladamente psicoanalítica, con el título sensacionalista Freud y las lolitas. La edición, que ha demostrado ser en extremo poco fiable debido a correcciones de estilo, adiciones y omisiones no señaladas como tales, representa ante todo un instructivo ejemplo de la problemática de la biografía psicoanalítica. Wittels, que en los años 1907-1910 perteneció pasajeramente al círculo de los colaboradores de Kraus en Die Fackel y a la Asociación Psicoanalítica de Viena, dirigida por Freud, quiso, al parecer, liberarse de sus dos «padres espirituales» con esta historia fragmentaria y llena de ambivalencias.

Muy ilustrativa de las relaciones entre vida y obra promete ser la publicación, magníficamente editada, de correspondencia y otros documentos que recogen las relaciones con Annie Kalmar, Otto Stoessl y Mechtilde Lichnovsky. La correspondencia con los dos primeros es especialmente importante, porque hasta ahora la vida privada del escritor se conoce sobre todo a partir de las cartas a la noble bohemia Sidonie von Nádherny, pero la perspectiva que ofrecen éstas sufre limitaciones de naturaleza tanto temporal como espacial. Kraus no conoció a la baronesa hasta 1913 y, aunque el contacto se mantuvo hasta su muerte, hubo largos períodos de distanciamiento. Ya antes de 1900 Kraus mantuvo una íntima relación amorosa con Annie Kalmar, abruptamente interrumpida por la muerte de ésta, relación que, sin duda, tuvo la fuerza de una vivencia primigenia y se expresó como tal en la obra. Se ha vinculado esta temprana e idealizada relación a la mantenida posteriormente con Sidonie von Nádherny, interpretando la primera como modelo y precursora de la segunda. Importante, también, para Kraus, no sólo desde el punto de vista biográfico sino también bibliográfico, fue Helene Kann, a la que el escritor confió en su testamento el álbum Annie Kalmar y las fotografías de ésta. El hecho de que además traspasara a Helene Kann la responsabilidad sobre el archivo de Die Fackel, muestra hasta qué punto fue determinante su relación con ella hasta ahora subestimada.

Kraus se esforzó, a todas luces, en mantener después de su muerte una separación que había estado vigente durante su vida: entre el mundo de Viena, consagrado a la sátira, y el bucólico lugar de su refugio poético en el palacio de Janowitz, la finca en Bohemia de Sidonie von Nádherny. En una carta que Sidonie von Nádherny escribió a una amiga suya, también estrechamente unida a Kraus, con motivo de la muerte del escritor, puede apreciarse el hechizo que esa mitad de la vida ejercía sobre él. Pero en un pasaje de esa misma carta, referido a Helene Kann y sorprendentemente suprimido en la edición de F. Pfäfflin, se expresa la tensión parcialmente erótica entre campo y ciudad: «Dices: "Cuando escribas a la señora Kann". Pero yo no le escribo nunca, apenas he hablado con ella alguna vez, apenas la conozco. Es alguien muy alejado de mi mundo, aunque él la apreciaba, y más aún la temía. Jamás lo vi mostrarse en su presencia libre, natural, chispeante, animado, sin reservas, como era con nosotras». La diferencia que aquí se apunta entre esos «mundos» se expresa de manera aún más agresiva en una carta inédita del 18 de febrero de 1948 al pintor y traductor Albert Bloch: «Ella [Helene Kann] aprovechó nuestras épocas de separación para hacérsele imprescindible, como continua oyente en el café». En el mismo pasaje, Sidonie von Nádherny enfatiza que ella misma «jamás» va «a los cafés». Está casi de más constatar que en una biografía de Karl Kraus también hay que tener en cuenta a las mujeres que frecuentaban los cafés.

Aparte de estas difíciles relaciones, todavía pendientes de analizar, las cartas a Lichnovsky y Stoessl, escritores ambos, deparan fascinantes intuiciones sobre el proceso de creación y los intereses literarios y estéticos del autor. En una carta a Mechtilde Lichnovsky, por ejemplo, Kraus cuenta cómo ha tenido que insistir para que el cajista de la revista März entendiese que, al caracterizar los juicios morales de Maximilian Harden, había querido decir «salto morale» y no «salto mortale». En las «apariciones» fílmicas al final de Los últimos días de la Humanidad, Kraus recoge la noticia de una atrocidad de la guerra –el cruel maltrato a un caballo– que Lichnovsky le ha contado. En las cartas al amigo y antiguo colaborador de Die Fackel Otto Stoessl, Kraus deja caer la máscara del escritor satírico independiente y autoritario. Veamos cómo se deja aconsejar sobre la revista e incluso sobre el título de su primer volumen de aforismos (Sentencias y contrasentencias) y Kraus, que en Die Fackel siempre condenaba la lectura de novelas, narra por extenso su entusiasmo por el Viaje sentimental de Lawrence Sterne. Otra carta, del 4 de abril de 1911, confirma de forma enfática el interés de Kraus por el cine. En sus comentarios al relato «El cinematógrafo», no sólo revela su estimación por el arte narrativo de Stoessl, sino también su comprensión de las posibilidades narrativas del cine: «El cine habla a través de su sensacional mudez».

En 1918, en una de las muchas consideraciones críticas sobre los historiadores de la literatura que aparecen en Die Fackel, Kraus menciona, en relación a la controversia con Fritz Wittels –«el más sombrío capítulo de histeria de la novela de mi vida literaria»–, que él mismo quiere llevar a cabo «un trabajo documental en el que se pase revista a toda la pasión que informa mi obra». Esto no llegó a ocurrir, porque a Kraus se le daba mucho mejor la visión satírica que ofrecía en la revista que la mirada interior autocrítica. Al mirar hacia el infernal mundo de los medios de comunicación, no podía más que reprimir el purgatorio de la problemática de su propia identidad. El hecho de que representar su vida literaria requiera, quizá, el talento de un novelista sigue siendo un reto para sus biógrafos.

¿LIBRO DE LIBROS?

En vista de la afición germana a los aniversarios y otras conmemoraciones, no sorprende que una editorial se haya impuesto la tarea de recopilar todo el texto de Die Fackel. El primero de los tres volúmenes previstos de un «diccionario textual» de Die Fackel ha sido publicado justo a tiempo para el centenario del nacimiento de la revista. Está claro que la aspiración a un texto íntegro debe ser entendida en un sentido simbólico. Igual que el muro que rodeaba la sagrada Jerusalén, los editores y su equipo de redacción han medido esta obra gigantesca a través de 144 «fórmulas básicas». Estas locuciones estrictamente seleccionadas se refieren a un número igual de «artículos» y se anteponen, cuasi como citas canónicas, a este volumen con pretensiones de Biblia. Las palabras seleccionadas de que se trata destacan en tinta roja, igual que la portada, pero, inusualmente, antes del índice. Además, la disposición gráfica de los distintos artículos resulta bíblica, por no decir talmúdica: en la gran columna central textos de Die Fackel, reproducidos a menudo en largos extractos y en facsímil; a la izquierda, por así decirlo, capítulo y versículo de Die Fackel; y referencias cruzadas a otras locuciones registradas pero no comentadas, a la derecha el comentario.

Incluso si se cree en la Revelación, la «esperable pregunta del usuario» de si «ciento cuarenta y cuatro locuciones son representativas de miles» no puede ser desechada sin más. En el «índice de locuciones» se recogen más de 9.000 fórmulas, que ni siquiera representan toda la Fackel, sino tan sólo los extractos de la revista reproducidos en el diccionario. Pero incluso éstos constituyen una masa textual casi abrumadora, desbordante no sólo de «locuciones», sino también de nombres, conceptos y citas que gritan pidiendo indización y explicación. Pero ni siquiera hay un índice onomástico. Se puede admitir el argumento del editor de que Die Fackel posee el carácter de un único y coherente texto gigante, pero eso no cambia nada el hecho de que no sólo Kraus, sino también colaboradores de talento y carácter tan distinto como Peter Altenberg, Houston Stewart Chamberlain, Else Lasker-Schüler, Wilhelm Liebknecht, August Strindberg y Otto Weininger toman la palabra en él. Dado que los registros de las locuciones aparecen sin indicación de título y autor, esto puede inducir a confusión. En vista de esta carencia surgen dudas sobre las dimensiones y ambiciones bíblicas de este primer volumen del «Diccionario de Die Fackel», y cuesta hacerse a la idea de que el conjunto de la obra pueda llegar a convertirse en el «Libro de Libros».

En los informes previos al proyecto de diccionario de Die Fackel se alude a un «índice electrónico de fórmulas» que sin embargo, inexplicablemente, desaparece en el Diccionario de locuciones. Pero si ese índice existe tiene que haber también una Fackel digitalizada. En las polémicas vienesas que se produjeron antes y después de la aparición del Diccionario se dejaron oír voces que exigían la publicación de esa versión electrónica de la revista. Sería de agradecer, porque entonces no sólo se tendría una obra de consulta con el mismo aparato crítico que las Sagradas Escrituras, sino también, por primera vez, acceso al propio texto sagrado-profano. Esta revista, quizá la más importante del siglo XX , es una fuente imprescindible para el conocimiento del Bien, y especialmente del Mal. Así lo entendió también Kafka, que a principios de julio de 1922 escribía a Robert Klopstock, acerca de su propia lectura de Die Fackel, que no quería privarse de «ese postre hecho a base de todos los buenos y malos instintos». Nosotros tampoco.

 

Traducción de Carlos Fortea

REFERENCIAS

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