Kangxi: el musical

Solemos pensar que la historia más cercana de la China imperial, es decir, el período de la dinastía Qing o manchú (1644-1912), fue una etapa de decadencia sostenida, pero ésa es una simpleza que está muy lejos de la realidad. Ciertamente, a lo largo de esos años, China empezó a perder velocidad en relación con el despliegue económico y militar, rapidísimo, de las sociedades occidentales, y su rezago se tornó imposible de atajar a partir de la primera guerra del opio (1839-1842). Explicar ese proceso no es algo sencillo y está más allá de mi intención en esta columna. No lo está, empero, insistir en que el atraso chino era relativo y tardó bastante en hacerse notar. Antes le había precedido una época de grandeza. Cuando se piensa en ello, conviene traer a las mientes el nombre del emperador Kangxi (1661-1722).

Aunque en Occidente sea mucho menos conocido, Kangxi fue contemporáneo de Luis XIV (1638-1715) y su esplendor histórico no cede ante el del Rey Sol. Durante los sesenta y un años de su reinado, el más largo en la historia dinástica de China, el imperio del centro alcanzó un cenit en poderío y sus fronteras de entonces llegaron a ser más amplias que las de hoy. A la muerte de Kangxi, China incluía, más allá de su territorio histórico, también Tíbet, Taiwán, toda Manchuria y toda Mongolia (interior y exterior). El tratado de Nerchinsk (1689) entre Rusia y China detuvo el expansionismo militar ruso hacia el Este, al tiempo que definía las fronteras entre ambos imperios y garantizaba a Rusia libertad de comercio en la zona. En esta última medida, el tratado constituía la primera excepción china a su tradicional concepto de que todos los demás actores políticos estaban subordinados al Hijo del Cielo y aceptaba, tal vez sin medir adecuadamente las consecuencias, las realidades del nuevo orden comercial.

Curiosamente, las conversaciones del tratado de Nerchinsk se mantuvieron en latín, que no era la lengua de ninguna de las partes. Por parte de China actuaron de redactores dos jesuitas, Jean-François Gerbillon, francés, y Tomé Pereira, portugués; y a Rusia la representó un joven polaco, Andrei Bielobocki. Una vez establecido, el texto latino se tradujo al ruso y al manchú. El texto oficial chino hubo de esperar aún dos siglos (las peripecias del tratado pueden seguirse en el libro de G. Patrick March, Eastern Destiny. Russia in Asia and the North Pacific, Westport, Praeger, 1996).

En 1582, tras el intento inconcluso de Francisco Javier, los jesuitas se habían establecido en China. Desde entonces hasta la expulsión de las misiones cristianas por Kangxi en 1722 los jesuitas desarrollaron un importante papel de mediadores entre ambas culturas. Kangxi lo resumía así: «Me di cuenta de que las matemáticas occidentales tienen muchos usos. [Tras haber dejado morir en prisión a uno de los jesuitas], luego de haber aprendido algo de astronomía, perdoné a su colega Verbiest y le di un puesto oficial en 1682. En 1687 dejé llegarse libremente a Pekín al jesuita Fontenay junto con algunos otros a pesar de que habían entrado en China ilegalmente […] y durante esa década discutí con ellos en manchú sobre los saberes occidentales e hice que Grimaldi y Pereira aprendiesen la lengua para poder conversar conmigo. También ordené a otros jesuitas componer tratados de matemáticas occidentales y sobre la geometría de Euclides». Igualmente se impuso, con su ayuda, en la ciencia de forjar cañones, les hizo construir una fuente que manaba al compás de un órgano y erigir un molino de viento. O fabricar relojes, enseñarle la escala de ocho notas y hacer cálculos para crear terraplenes fluviales. Lo más divertido fue llegar a calcular «por qué un eclipse lunar que podía verse en Pekín resultaba invisible en Sichuán o Yunnan […]. Me hice también capaz de predecir el paso de un eclipse solar y deducir su duración con mayor precisión que los especialistas del departamento de Astronomía» (en Jonathan D. Spence, Emperor of China. Self-Portrait of Kang, Nueva York, Vintage, 1988).

Si algo no le interesaba a Kangxi de sus admirables huéspedes occidentales eran sus disputas teológicas. Para él, la religión o la moral confuciana no eran más que elementos llamados a contribuir al buen funcionamiento del cuerpo social. «Pero entre estos católicos, la Sede de Pedro pelea con los jesuitas. Bouvet con Mariani, y entre los jesuitas a los portugueses sólo les importan los de su nación y a los franceses los de la suya. Esto va en contra de los principios de la religión». Kangxi no lograba entender la llamada «disputa de los ritos». Desde que, a finales del siglo XVI, llegase Mateo Ricci a China, los jesuitas habían tratado de abrirse paso en la sociedad local con un actitud acomodaticia. Para ellos, el culto a los antepasados y otros ritos imperiales debían ser tolerados porque no rozaban lo teológico; tan solo eran costumbres sociales y, en cuanto tales, merecían respeto. Los dominicos y los franciscanos que llegaron más tarde no mostraban tanta flexibilidad y, en 1704, el papa Clemente XI les dio la razón. Su legado, Thomas Maillard de Tournon, que se llegó a Pekín para informar de la decisión, no se ganó precisamente el respeto del emperador. Maigrot, uno de los miembros de la legación, que no podía entender ni los más simples caracteres chinos, «se permitía discutir de la falsedad del sistema moral chino […], Hasta los animales menores guardan luto por la muerte de sus madres durante días; pero estos occidentales que tratan con indiferencia a sus muertos ni siquiera pueden compararse con los animales». Éstos de la religión eran asuntos por los que no debía perderse el sueño, pensaba, a menos que, como le insistía uno de sus generales, permitiesen a Holanda y Francia, España e Inglaterra, a sus misioneros y sus mercaderes, conjurarse en contra de los intereses del imperio del centro. Cuando temió que así fuera a suceder, en buena lógica, Kangxi decidió expulsar a todos ellos.

Para él, la gobernación de China merecía otras atenciones más importantes, como ocuparse del bienestar de sus súbditos y mostrarles su poder. Si Luis XIV construyó Versalles, Kangxi decidió en 1703 erigir un gran complejo cortesano en las montañas del nordeste, a unos ciento setenta kilómetros de Pekín, en lo que en sus tiempos se llamaba Jehol y hoy Chengde, provincia de Hebei. Él y, sobre todo, sus sucesores, los emperadores Qianlong y Jiaqin, solían desplazarse allí con sus cortes para huir de los rigores veraniegos de Pekín. Hoy, convertido por la UNESCO en otro paraje del Patrimonio Mundial de la Humanidad, el palacio y los templos de estilo tibetano que lo rodean se han convertido en un gran centro de atracción turística y son visitados por millones de chinos cada año. Los estragos causados allí, como en tantos otros lugares, por la revolución cultural de los años sesenta se han reparado y el palacio contribuye a la exaltación de los buenos tiempos de la era Kangxi, cuando China conoció uno de sus reiterados apogeos.

La relación de los comunistas chinos con el pasado imperial nunca ha sido sencilla. Durante la era maoísta, la contraposición entre la Nueva China y la del atraso, la debilidad y la tiranía, representada ante todo por la dinastía Qing, era total. Al cabo, en China sólo podía haber un sol que iluminase todos los corazones y ése había esperado a 1949 para amanecer. Pero hoy las cosas han cambiado. Mis anfitriones en Chengde, que me habían invitado a un seminario, ponían gran interés en llevarme luego a un espectáculo local cuyo nombre era Ceremonia Kangxi. Como tantas veces, por cortesía, hube de aceptar una invitación a algo que, en principio, no me hacía la menor gracia. En Xian había tenido que asistir a una Celebración Tang y en Kunming a un Festival de las Minorías, ambos dos imitaciones sin gracia de una revista de Las Vegas, con una coreografía pobre, una música ratonera y unos bailes aburridos y pacatos. Al menos, en Las Vegas, las coristas suelen ser muy guapas y se dejan apreciar sin remilgos. En Xian y en Kunming triunfaban los pololos.

La Ceremonia Kangxi no era muy distinta, pero mereció la pena asistir por sus inesperadas dimensiones. Estrenada en 2013, esta fantasía coreográfica se acopla como anillo al dedo al sueño chino con que el presidente Xi promete emular y poner en su sitio al sueño americano. El eje de la representación no era muy disimilar del de las revistas. Un hilo conductor, en este caso el emperador Kangxi, evoca algún acontecimiento o quisicosa sucedida bajo su mandato, y el escenario cambia para mostrarlo, como cuando en un diálogo de revista, de pasada, alguien mencionaba a Portugal y Celia Gámez o Conchita Velasco se ponían a cantar la Estudiantina Portuguesa. Aquí, por ejemplo, Kangxi hablaba con el jesuita Verbeist sobre la inmensidad del cielo y en el escenario aparecían cientos de estrellas. Cientos de puntos de luz, sí, en un escenario al raso formado por un semicírculo de colinas de unos cinco kilómetros de largo. O Kangxi hablaba de la fortaleza de su caballería y sobre la plataforma central, de unos trescientos metros de diámetro, aparecían al punto, a todo galope y en perfecta formación más de cien caballos con sus jinetes. O se refería al budismo tibetano y brotaba del suelo un Buda tan grande como el de Kamakura rodeado de una procesión de lamas que cantaban sus loas. Los aaaahhhs y oooohhhs de las cerca de cinco mil personas que componían la audiencia subrayaban esas y otras muchas incidencias entre la admiración y el júbilo. El Kangxi del escenario era ya un libro abierto. En tecnología coreográfica, tanto como en aspiraciones, China va a recobrar su grandeza.

Más vale darse por enterados.