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Georges Perec: el lugar del exilio

Especies de espacios

GEORGES PEREC

Montesinos, Barcelona, 146 págs.

Trad. e introd. de Jesús Camarero

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Toda la obra del francés Georges Perec está pensada para rellenar un vacío insoportable: la angustia que desde el mismo momento de tener conciencia de sí mismo y las circunstancias de su vida (su padre murió en la guerra, siendo un niño, su madre y sus dos abuelos, todos ellos judíos, fueron deportados y también murieron) le embargó. Así resume, en el último párrafo del libro ahora aparecido, traducido por primera vez a nuestra lengua, Especies de espacios, de 1974, ese impulso continuo, voraz, compulsivo, casi frenético, la escritura, que igualmente siempre le dominó: «Escribir: tratar de retener algo meticulosamente, de conseguir que algo sobreviva: arrancar unas migajas precisas al vacío que se excava continuamente, dejar en alguna parte un surco, un rastro, una marca o algunos signos». Escribir será, pues, para él, acotar el vacío, el pánico a no existir, a no tener, a no rellenar con rastros de lo vivido, que sufrían los jóvenes protagonistas de Las cosas (Anagrama), obra que lanzó a Perec en 1965 y por la que se le otorgó el Premio Renaudot. Como dice Jesús Camarero en la introducción del libro ahora publicado, estamos ante uno de los temas típicamente perequianos: «la visión del fragmento, su análisis y enunciación», un proceso de ordenación del espacio a través de «agrupaciones nucleares del todo en múltiples partes». Fragmentalismo, hecho, teoría y acción, que en Perec ha encontrado uno de los representantes más notables en este siglo, una de las literaturas modernas sin duda más perdurables: un minimalismo residual, que se alimenta de infrarrecuerdos e infrasensaciones, registrados en esa especie de autobiografía sentimental o largo poema elegíaco al modo de Le Ricordanze que es Je me souviens, de 1978 («Je me souviens de Bouvril…», «Je me souviens que mon oncle avait une 11 CV immatriculée 7070 RL2…»), pero también un maximalismo fragmentario y atomizado cuando en 1978 publica su monumental La vida, modo de empleo (Anagrama, 1988), su novela compendio de muchas posibles novelas de lo más variado (folletones del XIX , aventuras exóticas, biografías, fábulas, catálogos y minuciosas listas, tramas realistas y costumbristas, misterios insondables, crímenes e intrigas policiacas). Italo Calvino, miembro como Perec del OuLiPo (Ouvroir de Littérature Potentielle), en sus Lecciones americanas dijo de La vida, modo de empleo: «Es el último verdadero acontecimiento de la historia de la novela […], un libro ultracompletado que deja intencionadamente una pequeña fisura a lo incompleto». Es decir, una novela de 600 páginas, en las que se narra la historia de 100 habitaciones o estancias de un inmueble parisino, según el modelo formal del puzzle. Un capítulo para cada habitación, pero no 100 capítulos, sino 99…

La literatura de Georges Perec, que se ha ido revelando con los años como una de las cumbres del siglo XX , está habitada continuamente por la paradoja. Escritor famoso por sus «listas», enumeraciones y catálogos, en él se da, a un tiempo, la desaparición y la acumulación; la anulación y la presencia; el vacío y a la vez la multiplicación infinita del espacio y de lo visible; el humor y la gravedad más trágica y desesperada; la dispersión y la ordenación sistemática; la frialdad de las matemáticas y el calor entrañable y cercano de lo sentimental. Admirador incondicional de autores como Roussel y Kafka, de Leiris, Queneau, Flaubert y Julio Verne, su afición a ligar esquemas, ideas, espacios, contrarios, a crear paralelos, aparecía de forma turbadora en la rara asociación de historias que plantea ese libro magnífico que es W o el recuerdo de la infancia, de 1975 (traducido en la editorial Península, en 1987). La nostalgia y la tragedia íntima de un niño huérfano al que los recuerdos propios, la vida de familia, unos padres le habían sido escamoteados, se unía a la feroz crueldad, insoportable, de un cuento de ciencia ficción que se entrecruzaba en su historia y que simboliza una fortaleza cerrada o régimen (la visión de un universo concentracionario) donde reinaba el más absoluto despotismo y fascismo.

Poseedor y practicante de una escritura «topográfica» por excelencia, Especies de espacios será el homenaje o divagación personal que haga Perec en torno al espacio, al pequeño y al grande, al visible y físico y al imaginario, trazado para la mente y las leyes del hombre. Su proceso es de nuevo clasificar, escoger, delimitar, trazar líneas a veces invisibles con las que inicia sin cesar sus desciframientos de la realidad («interesarse por aquello que separa la ciudad de lo que no es la ciudad»). Su división y puesta en escena será a partir de lo pequeño y «rectangular», como es la hoja de papel («escribo: vivo en mi hoja de papel, la cerco, la recorro») o si no la cama («el espacio individual por excelencia, el espacio elemental del cuerpo que incluso el hombre más acribillado de deudas tiene derecho a conservar»), hasta llegar a los espacios, más o menos vastos, en progresión ascendente: habitación, apartamento, inmueble, calle, barrio, ciudad, país, mundo y, por fin, el espacio en general e inicial, del que todo ha partido. Ahí, en ese final, concentrará toda su nostalgia: «Me gustaría que hubiera lugares estables, inmóviles, intangibles, intocados y casi intocables, inmutables, arraigados; lugares que fueran referencias, puntos de partida, principios…». Es decir, de nuevo la investigación, la pregunta siempre propuesta y sin respuestas, el relato abismado en él mismo para sustituir el vacío, la falta de referencias, de puntos de partida de alguien que comienza así sus memorias, ese agujero inmenso ausente de memoria que se quiere rellenar: «Yo no tengo recuerdos de infancia. Hasta los doce años, más o menos, mi historia no ocupa más que unas pocas líneas: perdí a mi padre a los cuatro años y a mi madre a los seis; pasé la guerra en distintos internados de Villard-de-Lans. En 1945 me adoptaron la hermana de mi padre y su marido» (W o el recuerdo de la infancia).

Acotar la totalidad, el espacio aparentemente infinito, difuminar la ilusión de «lo único». Perec se pasó la vida inventariando la «casi» nada, pulverizando los fragmentos, atomizando aún más los detalles y las secciones realizadas en el todo. Cuando en 1975 escribe su Tentative d'épuisement d'un lieu parisien, declara: «Gran número, si no la mayoría, de estas cosas han sido inventariadas, fotografiadas, relatadas o recensionadas. Mi propósito en las páginas que siguen a continuación ha sido más bien el de describir el resto: lo que generalmente no se percibe, lo que carece de importancia: lo que pasa cuando no pasa nada, salvo tiempo, gente, coches y nubes». La mirada de Perec conferirá a las cosas más banales y simples una densidad insólita, milagrosa, que nos conmueve y nos arrastra con su relato. Es un afán matemático y exacto (él, de profesión y formación era un «estadístico», un sociólogo) unido a la emoción y a la poesía de la «revelación». Perec estuvo siempre escondiéndose y ocultándose tras el disfraz de la trivialidad y de la captación sistemática de lo más banal, con los que practicaba sus infinitos ejercicios de estilo y de laboratorio experimental oulipiano. Dándole la voz a esos objetos y cosas que lo cotidiano volvía invisibles sin cesar, los restituía de nuevo de su valor y sentido, de su perdida nobleza, enmarcándolos en un gran sistema igualitario y democrático, que creía en el ser humano en bloque, sin olvidar a nada ni a nadie. Es, sin duda, un modelo de la utopía, en el que él creía firmemente. Un modelo de organización de la realidad: existe, en efecto, una multiplicación incontrolada de las cosas del universo de lo cotidiano, un frenesí de imágenes y sucesos, pero para ello el texto narrativo intenta poner un orden. Para la fragmentariedad de la memoria, Perec escoge en souviens la traducción más exacta: una indiscriminada y aleatoria selección de recuerdos encadenados, que avanzan sin interrupción, como en un sueño. Perec, que durante años se estuvo psicoanalizando, sabía muy bien de ese pánico a no «retener», de ese pánico que sobreviene ante el temor de perder las «huellas» de algo: se lanzará a un auténtico furor de conservar y clasificar, a «una fiebre de transcripción», como él mismo dice en su texto Le rêve et le texte (incluido en el volumen Je suis né, publicado póstumamente, en 1990). También lo repite en su volumen póstumo Penser classer, de 1985, dode afirma que se pasa días enteros «à trier et à trier», o lo que es lo mismo, escogiendo y repartiendo, sacando y desechando («el problema de la elección, el problema de la vida entera», dirá igualmente en su texto autobiográfico «Le saut en parachute», del libro Je suis né).

En 1969, Georges Perec le dirige una carta a su editor (y descubridor) Maurice Nadeau, en la que le expone los proyectos actuales en los que está enfrascado y los, como siempre en él, largos, complicados y a larga distancia, proyectos de futuro. Acaba de terminar, según dice, su endiablada obra La Disparition (novela escrita, toda ella, con la ausencia de la letra e) y le anuncia a Nadeau que piensa emprender «un vasto conjunto autobiográfico, que se articularía en cuatro libros». De todos ellos, Georges Perec sólo culminaría uno: W o el recuerdo de la infancia (que aparecido en 1975, finalizaba con una refencia a «los fascistas de Pinochet»). Allí, con el célebre comienzo («yo no tengo recuerdos de infancia…») despuntaba ya toda la angustia y el vacío que siente que tiene que llenar. Hijo de judíos polacos, de una joven peluquera y un obrero especializado que se conocieron en París, Georges Perec conservará escasos recuerdos y rastros de ellos («una foto de mi padre, cinco de mi madre»). Cuando estalló la guerra, su padre fue a alistarse inmediatamente. Murió, a causa del estallido de un obús, al día siguiente del armisticio, en 1940. El hospital, improvisado en una iglesia campestre, estaba abarrotado y murió desangrado. Perec tenía entonces cuatro años. A su madre, por su parte, la vería por última vez en 1942, cuando lo embarcó en un tren de la Cruz Roja hacia Grenoble, en la zona libre, lugar donde permanecería refugiado hasta acabar la guerra. Más tarde ella intentó también huir, pero fallaron sus contactos y se quedo en París, suponiendo que su condición de viuda de guerra le evitaría ser molestada. No fue así. En 1943 fue capturada junto a su hermana en una redada y deportadas ambas a Auschwitz. Dice Perec lacónicamente: «Volvió a ver su país natal antes de morir. Murió sin haber comprendido». Y entonces escribirá en su memoria, uno de los más estremecedores epitafios que se hayan podido dar en la literatura: «Escribo: escribo porque hemos vivido juntos, porque he sido uno entre ellos, sombra entre sus sombras, cuerpo junto a sus cuerpos; escribo porque ellos han dejado en mí su marca indeleble…». Una etapa terrible, su infancia, sobre la que se crea, además del olvido inherente a toda persona normal, el secreto de unos hechos producto del horror más absoluto y que a él, personalmente, lo marcaron de forma definitiva (ese Perec oscuro y pesimista que ya siempre completará su imagen exterior lúdica y jovial). De su pasado dispone de «testimonios escasos y documentos insignificantes» con los que «apuntalar mis recuerdos improbables»: «Durante mucho tiempo he intentado enmascarar estas evidencias encerrándome en el estatuto inofensivo del huérfano, del no engendrado, del hijo de nadie» (W o el recuerdo de la infancia). Obsesionado por las huellas («los recuerdos son trozos de vida arrancados al vacío»), por los rastros que han logrado sobrevivir a la muerte y desaparición de todo, ese afán de apuntar y «apuntalar» lo escasamente tangible y visible, lo que se sabe, nunca le abandonará.

En 1979, Georges Perec participaría con el director de cine Robert Bober en una película documental que llevaría por título Récits d'Ellis Island. Ellis Island era la isla de Nueva York («la isla de las lágrimas») paso obligatorio para los 16 millones de emigrantes provenientes de Europa que, entre 1892 y 1924, tuvieron que sufrir allí los penosos exámenes médicos y los largos interrogatorios por parte de la Oficina Federal de Emigración americana. Así describía Georges Perec aquel no-lugar enclavado, aun sin haberlo vivido, en su propia vida: «Lo que yo, Georges Perec, he venido a cuestionar aquí es la errancia, la dispersión, la diáspora. Ellis Island es para mí el lugar mismo del exilio, es decir el lugar de la ausencia del lugar, el no-lugar, el ningún sitio». Algo, seguirá diciendo, «que se puede llamar clausura, o escisión, o corte, y que para mí está íntimamente y muy confusamente ligado al mismo hecho de ser judío». Autor de novelas, relatos, memorias, artículos, teatro, poesía, guiones de cine, de infinitos juegos verbales, jeroglíficos, palíndromos, lipogramas, anagramas o acrósticos, a Perec todo el espacio a ocupar en una página en blanco le pareció siempre poco. Le gustaba agotar la última y enloquecedora posibilidad de la lógica, hasta ahogarla de sentido, llegando a lo más insensato o al más grandioso humorismo. A la ausencia de sentido y la sustitución de la auténtica vida por simulacros, él opuso siempre sus enumeraciones, listas y catálogos interminables, tan inmensos como vanos. Con sus construcciones matemáticas, sus puzzles, sus requiebros acrobáticos hacia el absurdo, revelaba una y otra vez su creencia oulipiana de que se estaba jugando todo el rato en el taller de la ficción, que ocultaba, en última instancia, el gran vacío de la muerte. Amante de agotar, de pulverizar hasta la extenuación las posibilidades de la realidad y del azar, dirá en el mismo texto de Ellis Island: «Mis abuelos habrían podido emigrar a Argentina, a los EEUU, a Palestina, a Australia, yo habría podido nacer en Haïfa, Baltimore, en Vancouver, pero el abanico casi ilimitado de estas posibilidades, sólo me habría impedido una cosa, nacer en el país de mis antepasados, en Polonia, Lubartow, Pulawy o Varsovia, y crecer en la continuidad de una tradición, una lengua, una pertenencia». Volvemos, como siempre en Perec, a la angustia de la pertenencia, a su abismo de la nada de huérfano, a esos espacios «arraigados, inmutables», esos puntos de partida y de referencia, que siempre añoró, muy lejos del lugar inmenso del exilio en que estuvo instalado él y toda su obra.

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