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I still ? Hong Kong

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El pasado 27 de noviembre, cuando se cumplían casi día por día los dos meses del inicio de Occupy Central, el movimiento proelecciones democráticas en Hong Kong, la policía local comenzó a desalojar el área de Mong Kok, uno de los tres lugares en que se congregaban los ocupantes. Los otros dos estaban, uno, en la zona de Causeway Bay, cerca de Victoria Park, un distrito de compras muy frecuentado por los jóvenes por ser más barato que Canton Road o Central, y donde además se encuentra todo lo más guay de Harajuku, de Gangnam o de Tribeca; y, el otro, en el área de edificios gubernamentales cercana al metro de Admiralty. Mientras que estos dos últimos espacios se hallan en la isla de Hong Kong, Mong Kok está en la franja continental del territorio.

Uno de mis paseos favoritos en Kowloon me lleva desde Mody Road, en su vértice meridional, hasta Prince Edward Road, unos tres kilómetros al norte por Nathan Road. A medida que uno deja atrás los hoteles de lujo y los almacenes de Tsim Sha Tsui, con su clientela cosmopolita, va metiéndose imperceptiblemente en China. Las joyerías Tiffany o Chow Tai Fook; l’Atélier de Joël Robuchon o el Otto e Mezzo Bombana, con sendas tres estrellas Michelin; las cervecerías alemanas tipo King Ludwig Beerhall; las tiendas Apple o Samsung; los Urban Outfitters, los Uniqlo o los Zara y esos Starbucks que Dios confunda, donde se congregan turistas, expatriados y horteras chinos riquísimos, desaparecen uno a uno como en una novela de Agatha Christie. Cuando quiere darse cuenta, el curioso desocupado se ve en Tung Choi Street rodeado de tiendas de ropa, de accesorios, de cosméticos o carritos de comida callejera o restaurantes familiares, todos sitios baratos. Y, si es de noche, de bares bien provistos de droga, clubes de alterne, casinos clandestinos y casas de masaje ful. El juego y la prostitución están perseguidos en Hong Kong, pero, a menudo con la connivencia de la policía, las tríadas mafiosas protegen a esos negocios y se lucran con ellos.

La ocupación de Mong Kok comenzó al poco del 28 de septiembre, el día en que la policía repelió con gases lacrimógenos y fuertes cargas a los seguidores de Occupy Central en su intento de llegar a la Casa de Gobierno. El 4 de octubre, en Mong Kok, en el cruce de Nathan con Argyle Road, se produjeron las primeras escaramuzas entre sus numerosos ocupantes y unos mil enmascarados que les exigían abandonar el lugar. La policía practicó diecinueve detenciones entre ambos grupos, pero mostró gran lenidad con los agresores, ayudando incluso a algunos de ellos a escapar una vez que fueron repelidos sus ataques. Fracasado el intento de los matachines, tras del que no resultaba difícil ver la larga mano de Pekín, Mong Kok se convirtió en un escenario clave para el movimiento democrático.

¿Por qué? Con una densidad de ciento treinta mil habitantes por kilómetro cuadrado, el barrio no sólo alberga centros de recreo clandestino, sino también a miles de familias de clase media y baja, tenderos, menestrales, camareros, bancarios, empleados de hostelería, trabajadores subalternos de los servicios y muchos estudiantes. Occupy Central se inició entre estos últimos y, aunque luego se sumara a sus ocupaciones gente de todas clases, el gobierno local ha mostrado un enorme interés por evitar que el movimiento se coaligase con organizaciones sindicales como la Confederación Sindical de Hong Kong (HKCTU, por sus siglas en inglés) o el sindicato de profesores (HKPTU). Si en algún lugar podía producirse esa alianza tendría que ser en Mong Kok. Pero, aunque ambas organizaciones llamaron a la huelga tras el 28 de septiembre, pocos les siguieron. Las ocupaciones no han logrado unir la exigencia de elecciones democráticas, libres de la tutela de Pekín, con reivindicaciones capaces de arrastrar a otros sectores.

No es que faltasen motivos. El salario anual de entrada para licenciados universitarios está en 25.525 dólares estadounidenses y ha subido tan solo un uno por ciento anual (en términos nominales) desde el final de la colonia en 1997. En términos reales, los salarios han descendido y muchos estudiantes tienen que vivir con sus padres, porque los precios en flecha de los alimentos y de las casas no les permiten independizarse. El índice de precios de la vivienda cayó de cien en 1997 a la mitad en 1998, cuando muchos residentes decidieron mudarse a otros pagos ante el traspaso de la colonia a  Pekín, y siguió cayendo hasta treinta en 2004; pero, a partir de ese momento, se disparó hasta ciento veinticinco en 2014. Los buenos trabajos escasean. Muchos de ellos se han transferido a la República Popular a medida que las grandes compañías han trasladado allí sus operaciones. La generación más joven, estudiantes o no, afronta un futuro que muchos creen que va a ser más difícil que el de sus padres.

Hong Kong tiene un índice de paro un poco superior al tres por ciento, es decir, lo que suele llamarse pleno empleo, pero entre los menores de veinticinco años la tasa de desempleo llega ya al ocho por ciento. La economía local gira en torno a las finanzas, la construcción y los servicios, con sus extremos de altísimos salarios para profesionales bien cualificados y otros muy bajos para los subalternos. Muchos licenciados universitarios no encuentran un sitio cómodo en esa división del trabajo y se da la paradoja de que están demasiado cualificados para los trabajos que se les ofrecen con salarios, por supuesto, inferiores a sus aspiraciones. Al tiempo, la tecnología sigue promoviendo la eliminación de trabajadores por ordenadores y otras aplicaciones informáticas.

El Hong Kong actual se asemeja, pues, a un clon del Hotel Península, la gran dama de la hostelería local, donde se alojan huéspedes extranjeros, muchos de ellos de China continental, que gastan sin duelo su dinero en las tiendas de la planta comercial. El hotel, las tiendas y los bancos que les financian pertenecen a empresarios locales que obtienen grandes ganancias, pero las limpiadoras, las camareras de piso, las dependientas, los pinches, los administrativos y los vigilantes de seguridad, también residentes locales, tienen salarios, digamos, exiguos. El territorio es, sí, más próspero que antes del fin de la colonia, pero, al tiempo, el índice de Gini se ha ampliado y la ciudad gana hoy en desigualdad a Estados Unidos y a Singapur.

Pero conviene no dejarse arrastrar por Thomas Piketty y sus émulos. A Eric X. Li, «inversor de capital riesgo y politólogo en Shanghái», como se firmaba en una colaboración aparecida en The Washington Post, su igualitarismo le venía pintiparado para sacarle a Pekín las castañas del fuego. A cappella con Martin Jacques, Li criticaba a «esa franja de ideólogos radicales [que convierten] el descontento económico, real y legítimo, de la gente en una lucha por la autonomía de Hong Kong». La ciudad –decía– nunca ha tenido tanta democracia como hoy. Durante el tiempo de la colonia británica, Londres designaba a los gobernadores, en tanto que hoy China ofrece el sufragio universal a sus residentes para 2017: «Hong Kong tiene problemas, pero no necesita revolucionarios».

Una conclusión que sería convincente si no tachase de un plumazo la verdadera herencia que Gran Bretaña, sin duda con insolencia imperial, legó a los futuros habitantes de la ciudad: ese imperio de la ley ante la que todos, ya sean estudiantes, ya miembros del neomandarinato, ya clientes suyos, son iguales. El primero y fundamental de los escalones de la democracia que, precisamente por eso, ni los capitalistas rojos ni el politólogo de Shanghái pensaron ni piensan tolerar nunca. Tal y como ha declarado Chris Patten, el último gobernador británico de Hong Kong, ante la Comisión Mixta Congreso-Ejecutivo para China de Estados Unidos, a pesar de sus buenas palabras, los dirigentes chinos hicieron cuanto estuvo en su mano para torpedear cualquier ampliación de la democracia en la colonia y en 2017 sólo podrán los residentes del territorio elegir entre dos o tres candidatos que hayan sido designados por una asamblea controlada por Pekín, «una suerte de elección democrática al estilo iraní».

Con una candidez tan insensata que hubiera asombrado hasta en la corte de Luis XVI allá por 1788, Leung Chun-ying, el jefe del ejecutivo de Hong Kong impuesto por Pekín, explicaba a periodistas de The International New York Times, Financial Times y The Wall Street Journal por qué ni él ni sus jefes podían aceptar las demandas del movimiento pro democracia: «Si todo se convierte en una lotería y en la representación según el número, obviamente estaríamos hablando de la mitad de los habitantes de Hong Kong que ganan menos de mil ochocientos dólares mensuales». Traducido del cantonés, los más pobres dominarían las elecciones.

No hay duda. Para los capitalistas rojos, el motor de la historia es la lucha de clases.

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