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Historia de la Iglesia

La Iglesia católica en España (1875-2002)

WILLIAM J. CALLAHAN

Editorial Crítica, Barcelona, 684 págs.

Trad. de Jordi Beltrán Ferrer

Anticlericalismo y libertad de conciencia: política y religión en la Segunda República española (1931-1936)

MANUEL ÁLVAREZ TARDÍO

Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 406 págs.

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En 1985 se editó en España Iglesia, poder y sociedad en España, 17501874, del profesor Callahan, obra que no pasó inadvertida, pero que no consiguió un relieve especial. El título señalaba una concepción y un método que, naturalmente, influía en el diseño de la obra. Ahora ha aparecido este volumen, bastante más ambicioso por sus objetivos y por su tamaño. Por otra parte, la época y los temas que trata nos resultan más cercanos y más relacionados con la situación actual.

Resulta desconcertante la postura de la historiografía española en relación con el tema eclesiástico. Todos los autores parecen estar de acuerdo en la importancia de esta institución en la historia española, pero, sin embargo, apenas le conceden espacio en sus estudios y muy pocos van más allá de los estereotipos más rancios. Aunque para Juan Marichal se trate de «un tema muy espinoso, usualmente tratado por autores a la vez farragosos y exaltados», la conclusión más lógica para quienes más se han dedicado al tema es que no resulta más complicado que otro tema histórico de la misma envergadura, aunque, naturalmente, exige conocimientos de la institución y no estar dominados por una predisposición ideológica adversa. Es decir, lo que se exige a todo historiador que busque ser objetivo.

Y aquí nos topamos con un inconveniente habitual en estos estudios que resulta necesario afrontar. Me refiero al enfoque con que se aborda el tema, porque el presupuesto previo a todo estudio es el de la consideración de lo que es la Iglesia. ¿Una comunidad de creyentes que busca vivir su fe en la sociedad y en el Estado? ¿Una institución poderosa que aspira a conseguir y mantener privilegios por todos los medios posibles? ¿Una forma de dominar y gobernar la sociedad en manos de los reyes y gobernantes? Del modo en que se conciba y se resuelva esta cuestión dependerá en gran parte la concepción y el desarrollo de una historia eclesiástica.

La obra que presentamos constituye una poderosa y minuciosa historia de la Iglesia vista desde el marco político-social español, pero no desde la misma Iglesia. Trata sobre todo de su adaptación o conflicto con la situación político-social existente en cada momento, pero no busca ni consigue en igual medida conocer la conformación y existencia de una comunidad de creyentes a lo largo de los años, creyentes que dependen de la teología de cada momento y de las normas romanas más universales. Creo que esta opción falsea y limita la óptica con la que compone y juzga la historia que presenta. Partir de la concepción de una comunidad cuyos dirigentes viven, actúan y juzgan casi exclusivamente desde sus intereses y preocupaciones de poder, con unos objetivos monolíticos, con una coherencia férrea, facilita la tarea, pero simplifica la realidad. Una comunidad tan complicada y tan plural como la católica se mueve por muchos intereses, entre los que sobresalen los estrictamente religiosos, aunque, a veces, resulten espurios, por lo que toda aproximación a su historia debe tener en cuenta esta complejidad.

Por otra parte, queda una vez más en el alero el tema del poder eclesiástico. En la introducción, el autor se pregunta: ¿en qué medida y en qué sentido la Iglesia ha sido poderosa, en el sentido político de la palabra, en la España moderna?, y poco después se contesta que «desde el punto de vista histórico, la Iglesia ha obtenido un éxito notable como grupo de presión, aunque ningún régimen se ha mostrado dispuesto a satisfacer todas sus exigencias». ¿Qué quiere decir realmente esta afirmación? Todos insistimos machaconamente en que es un grupo de presión, pero, en realidad, en un mundo tan intrincado como el nuestro, hasta los socios del Real Madrid constituyen un grupo de presión. Por supuesto que una institución que contaba y cuenta con tantos miembros y tantas organizaciones sociales era capaz de presentar sus deseos y procuraba satisfacerlos, pero llama la atención que pocos son los medios reales con que, de hecho, contaba y cuenta para conseguir sus deseos. Basta observar en nuestros días la incapacidad de contestar a tanta andanada malévola. Y, con frecuencia, indocumentada. Mi impresión es más bien la contraria a la generalizada. La comunidad eclesiástica, a pesar del número de sus miembros y de los medios con los que aparentemente cuenta, ha sido en la época contemporánea una institución generalmente débil y con frecuencia ninguneada. Y esto se ha debido a diferentes causas de desigual importancia: no ha tenido suficiente sensibilidad cultural y no ha contado con el respaldo de intelectuales, y ha carecido, generalmente, del apoyo de la clase media, de partidos políticos realistas y de medios de comunicación capaces de influir. La Institución Libre de Enseñanza tuvo más altavoces que la presencia educativa eclesial, aparentemente tan potente y, en contra de cuanto no pocos afirman, la base social más extensa y permanente de la Iglesia fueron los campesinos y la clase baja que, naturalmente, no significa necesariamente los obreros. La afirmación de Gerald Brenan de que «la Iglesia, aunque todos los años perdía influencia entre los pobres, ganaba ininterrumpidamente en riqueza y poder» fue, en el fondo, una simpleza fácilmente confutable. Más bien podríamos afirmar que la Iglesia española contemporánea ha permanecido dividida y enfrentada a lo largo de los dos siglos, hasta nuestros días, y esta división la ha debilitado e impedido actuar generalmente con autoridad y efectividad.

Me resulta desconcertante que la obra de Callahan no tenga en cuenta para nada la situación de Roma, la personalidad de los papas, los documentos y la normativa pontificia. Escribe como si la Iglesia española fuera un institución nacional autónoma. Esto no fue así ni siquiera en tiempos de Felipe II, que tanto se entrometió en los asuntos eclesiales, pero en el siglo XIX la dependencia de lo que decía y pensaba el pontífice tanto en ideas como en prácticas religiosas fue muy importante, aunque no siempre determinante. No es realista escribir una historia de la actuación de los obispos españoles o de las devociones religiosas de los españoles o de las dedicaciones de las congregaciones religiosas españolas en ese siglo sin tener en cuenta las sugerencias o mandatos de Pío IX y de los posteriores pontífices. ¿Se puede, por ejemplo, hablar de la involución de la Iglesia española de los últimos veinte años sin hacer mención a la personalidad de Juan Pablo II, papa polaco, que nunca entendió por qué la Iglesia de Tarancón y compañeros mártires aceptaron la separación de la Iglesia y el Estado, la ley del divorcio y otras leyes semejantes? Probablemente, Callahan sea de tradición protestante y no ha caído en la cuenta de esta peculiaridad católica, pero es esta peculiaridad la que explica muchas situaciones nuestras.

En general, el tratamiento del autor parece objetivo y aséptico, pero de vez en cuando deja caer alguna afirmación que desconcierta. Por ejemplo, esta perla: «Al cooperar con la política de asistencia social del Estado liberal, las órdenes religiosas aceptaban el propósito que había debajo de ella y que consistía en sacar a los mendigos, los enfermos, los niños abandonados, los huérfanos y los viejos de las calles y de la vista del público». Prescindiendo de la imagen que demuestra tener de los objetivos de los religiosos y de su motivación vocacional, admira su optimismo sobre la real situación social española al considerar que con la caritativa actuación de los religiosos desaparecía de la faz del país su generalizada miseria.

En otro orden de cosas, a veces, resulta descarado cómo minimiza las frecuentes manifestaciones anticlericales, mientras que no deja de subrayar con trazo fuerte la involución y la culpabilidad de la Iglesia. Por ejemplo, cuando durante la revolución asturiana de 1934 asesinan a ocho hermanos de las Escuelas cristianas, se limita a describir las causas con estas palabras: «También aquí los revolucionarios relacionaban la Iglesia con el capitalismo y la reacción». Demasiada simpleza para un análisis que se pretende sólido. Más adelante, al terminar su estudio sobre la Segunda República, concluye que la «Iglesia no fue sometida a una guerra implacable». Dudo que ni siquiera Marcelino Domingo, Prieto o tantos otros de sus compañeros estuvieran de acuerdo con este juicio. Con machacona insistencia repite una y otra vez que la actitud de integristas y carlistas impidió acuerdos con la izquierda en situaciones difíciles. No seré yo quien defienda a los integristas españoles, verdadero cáncer del catolicismo español, pero me parece que se falsea la realidad si no se añade que, a menudo, el anticlericalismo visceral de muchos políticos y líderes sindicales impidió cualquier acuerdo, al tiempo que los derechos de muchos ciudadanos, por el hecho de ser católicos, eran conculcados.

Al hablar de los recursos económicos de las congregaciones religiosas, dispara con bala pero no aporta datos. A todos los historiadores nos gustaría, ciertamente, conocer los secretos de estas finanzas, pero, mientras no se conozcan, y Callahan demuestra no conocerlos, no resulta serio dedicarse a cábalas y suposiciones.

La bibliografía utilizada resulta, a menudo, sorprendente por su amplitud, abarcando, con frecuencia, artículos y obras marginales, pero interesantes. Sin embargo, en no pocos temas se fía o se fundamenta sólo en algunos estudios sesgados, sin contrastarlos con otros planteamientos no coincidentes, pero igualmente válidos. Me pregunto, por otra parte, si muchas de sus afirmaciones sobre la Iglesia durante la transición política no quedan viciadas por su abundante utilización de prensa escrita. Por una parte, la utilización de periódicos y revistas del tiempo que se está estudiando enriquece, da frescura e inmediatez y ofrece detalles que los cronistas o historiadores difícilmente tienen a mano, pero, por otra, conocemos los límites de los artículos de opinión cuando son utilizados como base de descripción y juicio de una situación, sobre todo, si no son contrastados suficientemente. El autor utiliza fundamentalmente el Ya y El País y demasiado a menudo fundamenta sus afirmaciones en un artículo y en una opinión que sólo representa los juicios de un periodista, pero no la complejidad de la situación.

Yo, que llevo dedicando a estos temas más de treinta años, quedo asombrado de su erudición, de sus lecturas, de su capacidad de relacionar personas y temas. Esto no obsta para que de vez en cuando nos ofrezca algunos gazapos notables. Cito sólo algunos: la afirmación de que el nuncio Cicognani fue un admirador incondicional de Franco; la identificación del Colegio Mayor español de Múnich con una Facultad de Teología española; la confusión de las Conversaciones Católicas de San Sebastián con las Conversaciones de Gredos; la afirmación desconcertante de que Herrera influyó mucho en el nombramiento de obispos; la deliciosa afirmación de que Miret Magdalena era «un activista obrero católico de aquella época»; la insistencia en que la transición de la Iglesia española comienza tras el Vaticano II, cuando está comprobado que comenzó bastante antes.

Un libro, pues, enormemente valioso; con innumerables datos y poderosa síntesis, pero que queda, en algunas ocasiones, seriamente lastrado por prejuicios y demasiadas afirmaciones no suficientemente contrastadas.

El libro de Manuel Álvarez, Anticlericalismo y libertad de conciencia, centra su atención y minucioso repaso en el tema religioso durante la Segunda República. Ese tema ha sido tratado por innumerables autores, pero creo que ninguno ha ofrecido una síntesis tan completa, una fundamentación tan exhaustiva de las diferentes posiciones, unos juicios tan apoyados en las posturas de los diversos protagonistas tanto individuales como institucionales.

Los dos conceptos del título resultan absolutamente claves en el desarrollo del último siglo español y conviene tenerlos siempre presentes cuando intentamos conocerlo. Llama la atención que los estudios sobre la política religiosa republicana casi nunca tengan en cuenta el derecho a la libertad de conciencia de los ciudadanos, conculcado alegremente por los políticos del momento y sus leyes. Incluso aquellos autores que defienden con convicción los derechos civiles de los etarras, justifican la actuación republicana con los católicos españoles y su Iglesia con el argumento de su poder desmedido anterior o de su apoyo a la dictadura de Primo de Rivera, o con otras exculpaciones semejantes, sin tener en cuenta, en primer lugar, si los derechos inviolables de todos los ciudadanos eran conculcados.

En realidad, la asignatura pendiente tanto de católicos como de las diferentes especies de anticlericales españoles ha sido el de la laicidad, el de la concepción de un estado laico y plural, en el que la libertad religiosa resulte fundamentada y protegida. También en este tema Álvarez Tardío aporta sugerentes elementos y reflexiones que ayudan a comprobar cómo todos los actores del drama tenían ideas insuficientes sobre las condiciones de un Estado laico, plural y tolerante, aunque la responsabilidad inicial recae en quienes elaboraron e impusieron una constitución intolerante, con un laicismo excluyente y la defensa de la «salud del estado» como alibi para su anticlericalismo.

Tras la lectura de ambos libros nos ratificamos en la idea de que todavía necesitamos más estudios sobre la Iglesia española y que resulta imprescindible escribirlos desprovistos de estereotipos y presupuestos heredados, que impiden un acercamiento libre a temas complejos, pero apasionantes.

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