Fútbol es (sólo) fútbol

Ha empezado la Copa del Mundo de fútbol –antes, hermosamente, balompié– y ya no se habla de otra cosa. ¡Ni siquiera en este blog! Por eso mismo es conveniente prestar atención a cómo se habla de fútbol. Y quisiera llamar aquí la atención sobre una particular forma de hacerlo, que es, también, una forma de concebirlo. O de simular que así se lo concibe.

Vaya por delante que disfruto razonablemente con el fútbol; que encuentro en los Mundiales un encanto especial, como casi todos; y que dedico a ver partidos una quinta parte del tiempo que solía dedicarle en el pasado, cuando los veía todos, porque ahora tengo cosas más apremiantes que hacer y porque falleció mi padre, con quien solía sentarme a verlos. Por supuesto, a cualquier justificación de la agenda propia que invoque el tiempo disponible puede oponérsele una frase reciente de Joyce Carol Oates: «Nunca encontramos tiempo para hacer aquello que no queremos hacer». Así es.

En su última edición, el semanario alemán Die Zeit encabeza su dossier con un titular a la contra: «¿Está permitido odiar el fútbol?» En sus páginas, uno de sus columnistas estrella, el siempre divertido Harald Martenstein, defiende al así llamado deporte rey de la crítica que le dirige una de las redactoras del periódico, Sabine Rückert. Esta última dice despreciarlo por razones socioeconómicas, pero luego escribe:

Para mí, estos son días de cólera. El fútbol es un fenómeno de masas, pero a mí me hace sentir sola. En cada Mundial, me siento como un asistente a un concierto que no sabe de música, como un monje en el burdel, como el vegano en la charcutería: fuera«Nur ein Spiel?», Harald Martenstein y Sabine Rückert, Die Zeit, núm. 25 (11 de junio de 2014), p. 13..

Es comprensible. ¡Pobres, estos días, aquellos para quienes el fútbol es algo ajeno! Aunque, bien mirado, ellos, sólo ellos, podrán disfrutar de una inesperada sensación de libertad, al emanciparse de las cadenas que a los demás nos oprimen, y poder vagar libres por la ciudad desierta, sintiéndose diferentes: sensación que nos esforzamos por obtener en el mercado de identidades durante todo el año y que para algunos es gratis durante los campeonatos. El problema, claro, es que uno no se sienta diferente al estar fuera, sino que se sienta solo.

Pero lo cierto es que, incluso para aquellos inclinados a disfrutar del juego, el ruido que lo rodea es a menudo insoportable. La banalidad de las ruedas de prensa, la interminable atención de los medios a los detalles más triviales, el chovinismo periodístico, la consagración de los futbolistas como socialites, la agenda perpetua y, para colmo, la consagración de un estilo narrativo histérico en los comentarios televisivos son razones de sobra para el hartazgo. Siente uno nostalgia de José Ángel de la Casa.

Sea como fuere, afortunadamente, siempre ha existido otra tradición, otra forma de aproximarse al fútbol, capaz de complementar su primordial dimensión comunitaria –que hace posible abandonarnos a la irracionalidad de la pertenencia durante unas pocas semanas– con un relato épico basado en las referencias históricas y las asociaciones culturales. Al igual que sucede con el ciclismo, se trata de un enfoque mitologizador, que eleva el objeto de su atención a la categoría de mito cotidiano, adensándolo mediante el relato y la reflexión, en un permanente ejercicio autorreferencial donde el pasado del deporte reverbera sobre su presente y en el que cada momento decisivo es cantado como si de una hazaña troyana se tratase: el gesto se hace gesta. ¡También un libre directo!

Esta intelectualización del fútbol, que coexiste, naturalmente, con una recepción mayoritaria bien poco sofisticada, tiene seguramente remotos orígenes marxistas; más concretamente, gramscianos. La atención que el filósofo italiano prestase a la cultura popular desembocó en toda una serie de estudios académicos dedicados a la misma, en todas sus manifestaciones, desde las coplas a los folletines, pasando por los toros. A ello hay que sumar, en las últimas cuatro décadas, el establecimiento de un vasto sistema de vasos comunicantes entre la cultura culta y la cultura de masas, que sólo ha hecho explícito lo que antes estaba latente, a saber, su mutua permeabilidad.

Sin duda, este periodismo deportivo se ha convertido en dominante en los medios generalistas de calidad, dando al fútbol una notable pátina de respetabilidad intelectual. Esto quizá sólo confirma que quienes arrojan cierta mirada sobre el mundo no pueden ponerla en suspenso, aunque lo que hagan sea ver un partido y no reflexionar sobre el idealismo alemán. Ahora bien, quizás esta tendencia haya llegado demasiado lejos. Es posible que el deseo por hacer respetable el fútbol nos haya hecho poner en él más cosas de las que hay.

Si hay una frase que se ha repetido hasta la saciedad estos años, mayormente en nuestro país, para justificar la atención al fútbol, es aquella de Albert Camus: «Lo poco que sé de moral lo aprendí en el fútbol y en los escenarios de teatro». Pocas afirmaciones han sido tan manoseadas últimamente. Y es, a mi juicio, la fuente de una tozuda confusión. Porque la idea de que el fútbol es rico en enseñanzas morales es un fenomenal malentendido.

¿Qué nos dice el fútbol sobre la vida? No mucho. Al menos, nada que no pueda decirnos cualquier otra esfera de la actividad humana donde exista un propósito colectivo para cuya consecución sean relevantes las contribuciones individuales y la fijación de alguna clase de táctica que oponer a la contraria. Pero eso no convierte al fútbol en un espejo de la vida ni en una metáfora especialmente valiosa. Sus significados son limitados, aunque su atractivo resulte ilimitado. Lo mismo puede decirse de sus variables morales, que, francamente, no son ni numerosas ni demasiado fascinantes. El fútbol es un juego, el juego serio de los adultos que encomiaba Nietzsche, como recordaba hace unos días José Antonio Montano hablando del estilo histórico de Brasil; pero no es mucho más que un juego. Y no pasa nada: puede seguir gustándonos igual.

Ahora bien, si movemos la cámara imaginaria de la indagación teórica y la sacamos del cuadrángulo de juego, para abarcar de un solo plano no sólo el juego, sino el fenómeno futbolístico, la cosa cambia. Porque, ¿cómo no va a ser interesante y rico en enseñanzas un deporte de masas global, que mueve miles de millones de euros, captura la atención de personas de todos los estratos sociales, y genera emociones e identidades tan poderosas? ¡Faltaría más! Pero esas enseñanzas no son morales, sino sociológicas, económicas, politológicas, filosóficas, psicológicas. No versan sobre el juego mismo, que sí disfruta de la mitologización periodística y literaria, sino sobre lo que rodea al juego.

No en vano, el asunto puede abordarse desde muchos puntos de vista. Su relación con el nacionalismo, su cualidad de religión moderna, su construcción mediática, sus números e instituciones, la sociología y la psicología del hincha, su entronque con los rituales deportivos de la antigüedad, su relación con la política y los regímenes dictatoriales, e incluso, como yo mismo hice modestamente una vez, puede hacerse filosofía«Después del partido. Para una antropología de la celebración deportiva», en Revista de Occidente, núm. 351 (julio-agosto de 2010), pp. 63-68.. Pero la popularidad del fútbol no tiene nada que ver con sus posibilidades académicas o periodísticas.

Hace unos días, Simon Kuper sostenía convincentemente que el éxito del fútbol se debe a su cualidad social: al sentido de comunidad que proporciona. Es un sentido acumulable, además, porque incluye la posibilidad de identificarse con un club –local o remoto– y una selección nacional –propia o ajena– a elección del aficionado; además de con el propio pasado personal. Supone, también, estar con los demás, participando de aquello que, sobre todo en un Mundial, hacen todos los demás. ¿No se maquillan con los colores de su selección y van a ver los partidos personas que durante el año viven más o menos de espaldas al deporte? No es oportunismo, tampoco seguidismo: es humano.

Esta dimensión comunitaria admite una lectura magnánima (los hinchas como comunidad fordiana o hawksiana, por ponerlo en términos cinematográficos) y otra recelosa (los hinchas como secta excluyente). Las dos son plausibles, incluso complementarias. Afortunadamente, las luchas de esa comunidad son incruentas, porque, aplacadas las pasiones tras la derrota, la vida retoma su curso sin demasiados sobresaltos: seguir el juego es también un juego. Kuper cita a Damon Young, autor de un libro sobre el deporte, quien destaca que las reglas de este son claras (y dentro del deporte, las reglas del fútbol no son las más bizantinas) y procuran, con ello, certeza existencial en un mundo que no puede proporcionarlasDamon Young, How to Think about Exercise, Londres, Macmillan, 2014.. El fútbol sería, así, también un momentáneo refugio existencial, que opone su sencillez a la creciente complejidad de la vida fuera del campo. ¡Opiáceo posmoderno!

Puede ser; pero tampoco intelectualicemos demasiado. Ahora que el balón está rodando, disfrutemos del juego como juego que es. Aunque hagamos literatura, porque hacemos literatura con todo lo que nos gusta, no es necesario buscar coartadas morales: fútbol es fútbol. Y está bien así.