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Querer el bien y hacer el mal

El tiempo tras nosotros

VINCENZO CARDARELLI

Pre-Textos, Valencia, 134 págs.

Trad. de Enrique Baltanás

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El nombre verdadero de Vincenzo Cardarelli era Nazareno Caldarelli (Tarquinia-Viterbo, 1887-Roma, 1959). En la ciudad etrusca de su nacimiento se le recuerda con un monolito en donde está cincelado el poema «A mi tierra»: «Tierra mía natal / perdida para siempre. / Paraíso en que viví / feliz y sin pecado, / y me fueron amigas / las culebras del heno / más que luego los hombres. / […] ¡Tan lejos estás, tan lejana! / A cambio de volver y de anularme en ti / hasta la muerte me sería grata» (de Poesías; traducción de Ángel Crespo). Nació en el seno de una familia muy modesta y su padre se ocupaba del bar de la estación del tren. Era hijo ilegítimo, fue abandonado por la madre y tenía una minusvalía en el brazo izquierdo. Toda su formación fue autodidacta. Se marchó a Roma muy joven y desempeñó allí los más diversos oficios: botones, amanuense en un bufete, contable, corrector de pruebas del periódico Avanti, en donde luego trabajó como periodista, su verdadera profesión, y ejerció la crítica teatral más tarde. En 1911 se marchó a vivir a Florencia. Colabora entonces en revistas como La Voce, Marzocco y Lirica. Es uno de los fundadores de la publicación romana LaRonda (1919), de la que luego será director junto con Baldini, Bacchelli, Cecchi, Montano y Saffi, lanzando la consigna de la restauración neoclásica. En 1949, después de terminada la segunda guerra mundial, es nombrado director de la Fiera Letteraria. A pesar de la relativa fama poética que disfrutó en los últimos años de su vida, vivió aislado y pobre. Algunos de sus libros más importantes son: Prologhi (1916, el primero), Viaggio nel tempo (1920), Favole e memorie (1925), Il sole a picco (1929), Parole all'orecchio (1929), Poesie (1936), Il cielo sulla città (1939), Lettere non spedite (1946), Poesie nuove (1947) y Solitario in Arcadia (1947).

En medio de las experiencias vanguardistas dominadas por el futurismo de Marinetti, en medio de la poesía pura y hermética, en medio del esteticismo de D'Annunzio, surgió esta poesía desnuda que salía de lo más profundo de la tierra y de los sentimientos del hombre. Los temas de los que trata Cardarelli en sus versos: el paso del tiempo y de las estaciones, el dolor de la memoria perdida de las cosas, la juventud y la vejez, la tristeza y el desasosiego de la existencia, el amor y la pasión; son un tópico a menos que se expresen con una gran originalidad, precisión, intensidad y contundencia. Cardarelli no sólo escribe desde el sentimiento sino también, y sobre todo, desde el resentimiento. Su reflexión lírica busca no la verdad desconocida, sino la perdida. Su propia vida es el eje sobre el que construye los arquetipos. Es un vagabundo moralista. Sus referentes están en Dante, Pascal, Leopardi, Goethe, Baudelaire, y sus bestias negras en Mallarmé, Valéry, D'Annunzio, Ungaretti o Montale. En cierto sentido, es un poeta cercano a Saba y, sólo en lo telúrico, lejanamente a Quasimodo. Una poesía neoclásica, figurativa pero no social ni neorrealista. Cardarelli, desilusionado del existir, sólo confiaba en la escritura: «La única esperanza está en la obra. / Yo soy un cínico que guarda aún viva / la fe en este concreto más allá. / Un cínico que cree en lo que hace». Son muchas sus reflexiones metapoéticas como la siguiente: «La inspiración no es más que indiferencia. / Poesía: salud y no alterarse. / El arte de callar / como era la tragedia el arte de las máscaras».

Para el poeta italiano la tristeza era una forma de conocimiento, una manera de ahondar en el pensamiento, en las ideas, alcanzar el origen del rito en el cual se conformó el ser. La tristeza era el pozo del pasado de donde se sacaba el agua estancada del remordimiento. En saber su causa desconocida invierte el autor muchos magníficos textos. Sin este descubrimiento, «el porvenir se abre / como un precipicio delante de nosotros». Cardarelli entiende la experiencia del yo como creación literaria, como una delegación de Dios, del Creador en el poeta, que debe explicar no sólo las cosas, sino también a Él. El poeta se convierte así en el «cómplice de Dios» y tendrá que justificar por qué queriendo hacer el Bien hace el Mal. Como Strindberg a veces piensa que Lucifer, el Diavolo, es el buen dios expulsado y destronado por el «Otro» que regresará cuando el usurpador, llamado Dios, se vea despreciado por los hombres a causa de su crueldad y su injusticia, convenciéndose de su propia incapacidad para gobernar el mundo. «Yo pago siempre, todo. / Y no existe pecado, hasta la fecha, / que yo no haya expiado largamente. / Tengo yo un organismo tan vital, que al contrario / del Diablo de Goethe, / quiero el Bien y hago el Mal…» («Homo Sum»).

Cardarelli se detiene en lugares, paisajes, arquitecturas, obras de arte y literarias donde hay mucha duración, donde muchas gentes se han mirado o encontrado antes. En medio de ellos, el hombre es sólo la medida de su finitud física, sólo un testigo temporal de la perdurabilidad de la materia: «Mas quedan los lugares que te vieron / y las horas de aquellas nuestras citas» («Abandono»). El hombre es la rutina del tiempo, «una efímera fecundidad». La resurrección del mundo en cada nuevo nacido únicamente expresa «los añicos de varios universos / que no logré encajar. / A la muerte se debe mi cansancio» («Fatiga»). El poeta es un individuo solitario más consciente que el hombre. Vaga por el día incierto de la vida sin saber si realmente es él mismo o la sombra de sus otros yoes provenientes de antiguos sueños imposibles. La vida «es una llama ya apagada» sin ilusiones, donde se es un vencido, un engañado: «no soy feliz, tampoco busco serlo». Y ese engaño «radica en nuestra fantasía», en imaginar que el día feliz está por descubrir. Hay que vivir en la ausencia que sustituye a la espera. La ausencia del amor, de la pasión, pues «el amor / quema la vida y hace volar el tiempo». Cardarelli se refugia en lugares muertos como Venecia o en las tumbas de Liguria. Cardarelli queda naufragado en el tiempo, a la deriva de la vida, en un viaje sin principio ni fin, desterrado a la espera de la muerte que no llega, que es ausencia, pues ¿acaso él existió?

El prólogo, muy escaso de datos y opiniones sobre un poeta tan desconocido entre nosotros, comete la injusticia de no citar a Ángel Crespo entre los poetas y ensayistas españoles que hemos hablado del autor de Solitario in Arcadia. En su caso, por ejemplo, en la magnífica Antología de la poesía italianacontemporánea que publicó el Círculo de Lectores poco antes de su muerte.

Con respecto a la versión española, sería prolijo y aburrido explicar aquí todas las libertades que se ha tomado el traductor. Las considero innecesarias e inoportunas para un poeta tan claro y meridiano. Por ejemplo, los versos originales en muchos casos no se corresponden con el verso español, acabando así el primero y el segundo de manera discontinua. Eso significa que ha añadido o suprimido palabras, giros e incluso versos a su antojo. Yo creo que el mayor deber de un traductor está en ser fiel a lo traducido, incluso cuando aquello es incomprensible. En el caso de Cardarelli cualquiera podrá comprobar que en el texto italiano se percibe mejor el sentido que en la versión española. «La vertigine mi si porta via», dice un verso traducido por «desaparece el vértigo», cuando normalmente debería decir «el vértigo me arrastra» («Adolescente»). En otro, «fa dispare l'amore / nel cuor dell'uomo!», traducido como «hace morir de amor y de imposible / el corazón del hombre», cuando debería ser «desespera al amor / en el corazón del hombre» («Tristeza»). En fin, las referencias serían largas y pesadas. Una traducción así no requiere al lado el texto original, pues realmente el lector que siga uno y otro acabará mareado ante tanta incontinencia recreadora y no traductora. El poema «Homo Sum» tiene treinta y siete versos en el original y sólo treinta en la traducción; a «Otoño» se le añaden tres más, y así sucesivamente. En «Viaggio» dice Cardarelli: «Oh senza sosta io vissi / ed esule dovunque / Nessun'arte imparai, ni una certezza / mi assiste…»; el traductor lo interpreta así: «He vivido teniendo / siempre esta misma sensación de exilio / Ningún arte me ampara / ninguna otra certeza…». Normalmente podría ser: «Oh, sin descanso viví / y exiliado en todas partes / Ningún arte aprendí, ninguna certeza / me asiste…». En fin, juzgue el lector.

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Ficha técnica

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