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V. S. Naipaul: «Y aprendí a mirar a mi manera»

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«El mundo es lo que es; los hombres que son nada, que se permiten llegar a ser nada, no tienen lugar en él». Esta fue la primera línea de V. S. Naipaul que leí. Así comienza su novela The Bend in the River (1979) (Un recodo en el río) que acababa de aparecer en ese momento. No he dejado de leerlo desde entonces. Su primera novela de importancia –A House for Mr. Biswass (Una casa para el señor Biswas, Ed. Debate)– había sido publicada diecinueve años antes, pero eso lo supe después.

Pero hoy los libros suyos que despertarán más interés serán Among the Believers: An Islamic Journey (1981) (Entre los creyentes: Un viaje islámico) y Beyond Belief (1998) (Más allá de la creencia) que configuran una punzante y devastadora radiografía del mundo islámico. Ya volveré sobre esto.

Antes hay que decir que su magnetismo arranca de una escritura que fluye nítida, natural, y es perspicaz e irónica, a la vez que inexplicablemente íntima. Sus descripciones son precisas –se ven, se sienten– y de ellas se desprenden solas y sin esfuerzo las acotaciones más cáusticas. Su frase brota de algo que uno intuye real. Tiene ese don imponderable: se gana sin reservas la confianza del lector. ¿De qué dependerá esto?

V. S. Naipaul escribe en primera persona historias realistas y, en general, contemporáneas. El narrador de sus novelas a menudo vive a caballo entre dos mundos sin pertenecer a ninguno: el de su país de origen (una isla caribeña, algún país del África) y Londres, por ejemplo.

¿Parentescos literarios? Conrad, diría, y Graham Greene. El Greene de The Heart of the Matter, por ejemplo. Pero el tono y la mirada son completamente personales: «Y aprendí a mirar a mi manera», dice en el prólogo de Finding the Centre (Encontrando el centro) de 1984. En un ensayo suyo sobre Conrad, publicado en The New York Review of Books en 1974, celebra Nostromo y algunos de sus cuentos.

En una de sus novelas más representativas –The Mimic Men (Los simuladores, Ed. Seix Barral) editada por primera vez en 1967–, Ralph Singh, un líder revolucionario caribeño, escribe sus memorias desde su exilio londinense. En verdad, el exilio es un regreso. Porque Singh se ha educado en Inglaterra, adonde llegó lleno de sueños y escapando tanto de la estrechez de horizontes de su país como de la poderosa presencia de un padre político e importante.

Se trata de un tema recurrente en la obra de Naipaul: el abandono de la tierra natal y la incapacidad de cicatrizar su herida. Reaparece, por ejemplo, en su última novela, Half a Life (2001) escrita en ese idioma sobrio que va desvelando los personajes con la exactitud de un bisturí y que es el sello inconfundible de la escritura de Naipaul. Como Singh, William Chandran, el protagonista, de Half a Life deja la India «sin saber lo que quería hacer, excepto dejar lo que conocía» y llega a un Londres que lo defrauda. Hacia el final del libro, y después de vivir en África, sentirá dolorosamente que su vida no le pertenece y que «se ha estado escondiendo demasiado tiempo». Y ha transcurrido la mitad de su vida.

En Londres, entre los ingleses, Ralph Singh, el protagonista de The Mimic Men, hace la experiencia de la exclusión, de la soledad. Allí es Singh un marginal. «No había nadie que conectara mi presente con mi pasado, nadie que tomara nota de mis consecuencias e inconsecuencias. De mí dependía escoger mi personaje…». Esta elección encubrirá una impostura que de un modo u otro lo sigue acompañando. Singh y sus conocidos se sostienen en sus máscaras. «Fingíamos que éramos reales, que aprendíamos, que nos preparábamos para la vida, nosotros, los hombres miméticos del Nuevo Mundo.»

Las relaciones personales no le resultan fáciles. El amor, sobre todo, se le hace escurridizo: «Qué bien hicieron nuestros ancestros arios al crear dioses. Buscamos el sexo y nos quedamos con dos cuerpos privados en una cama manchada. El gran sueño erótico, el dios, nos ha eludido». Londres entonces se le vuelve amarga. La súbita muerte del padre lo invita a regresar.

En el Caribe se lanza a la política. Ocupa, de otra forma y a pesar suyo, el espacio dejado por el padre. Singh se sumergirá en una ola de acción febril y revolucionaria. «¿De qué hablábamos? Eramos de izquierda, por supuesto. Eramos socialistas. Defendíamos la dignidad del trabajador. Defendíamos la dignidad del dolor. Defendíamos la dignidad de nuestra isla, la dignidad de nuestra indignidad.» Sigh se transforma rápidamente en el líder del movimiento. «Empezamos inocentemente creyendo en la virtud del olor a sudor.» Aunque también en el líder hay miedo, «un gran temor a aquellos rostros relucientes; un temor apenas enterrado bajo el deleite». Pero la «presencia era suficiente. Dijera lo que dijera al final era el mismo: aplausos, la multitud apartándose para dejar paso, las manos golpeando, frotando, acariciando mi espalda, las manos complacientes…».

Casi sin esperarlo llegan al poder. «Confusión: al final se apoderó de todos nosotros. El éxito nos tenía aturdidos. No sabíamos si éramos los creadores del movimiento o si el movimiento no estaba creando a nosotros». En este vértigo, ¿qué hacer? «Con gran celo abolimos un orden; nunca definimos nuestro propósito.» La utopía se hace astillas contra la realidad. «Coraje: eso es lo único que reivindicaría para nuestro movimiento… Se necesita coraje para destruir: pues se requiere confianza en la capacidad para sobrevivir. Nunca pensé en la sobrevivencia en esos primeros tiempos. Nunca lo vi como un tema. Cuando de veras lo vi, ya era demasiado tarde.»

En Guerrillas (1975) el foco está puesto, más bien, en una mujer inglesa, Jane, que se compromete con un movimiento guerrillero centroamericano. Su ingenuidad política, su irresponsabilidad entusiasta, se combinan con una atracción erótica que la arrastrará al drama. Las últimas páginas son de una tremenda tensión. La mujer es violada en una escena terrible e inolvidable.

Los personajes de Naipaul tienden a ser miméticos y desvalidos. Su sexualidad frustrada u oprimida es un síntoma de su precariedad, resentimiento, temor y desesperanza. Pertenecen a sociedades inestables e inseguras. «La gente en nuestra posición –dice Salim, el narrador de The Bend in the River, que transcurre en África– se mueve rápidamente de la depresión al optimismo y de vuelta. Ahora estábamos en un boom. Sentíamos al nuevo equipo de gobierno –y a la energía– de la capital; había mucha plata del cobre; y estas dos cosas –orden y dinero– bastaban para darnos confianza.» Por cierto, este boom económico probará ser efímero. Lo que no se logra es confianza en las instituciones. Los problemas de estas naciones pobres, cree Naipaul, son más complejos que los de las naciones desarrolladas. Su visión no es optimista. A veces su desesperanza agobia.

NI EVA PERÓN NI BORGES

En su extenso reportaje The Returnof Eva Perón (El regreso de Eva Perón), escrito entre 1972 y 1975 para The New York Review of Books, (incorporó añadidos hasta 1977 y es hoy un libro con ese título), la crítica a la sociedad argentina es ácida. «Los anticuerpos de ayer son los microbios de hoy»: eso resume el conflicto político argentino. Cuando se acaba el dinero, dice, «el peronismo todavía puede ofrecer el odio como esperanza». Para Naipaul, «la vida metropolitana de Buenos Aires es una ilusión, una mímica colonial». Algo igualmente lapidario afirmará del Uruguay: «Los uruguayos dicen que son europeos y que siempre le han dado la espalda a Latinoamérica. Ese fue su error y parte de su fracaso. Sus costumbres ricas han hecho de ellos un pueblo profundamente colonial, educado, pero nulo intelectualmente, consumidores, parásitos de la cultura y tecnología de otros». Sostiene que Nueva Zelanda ha dado más de sí que Argentina o Uruguay.

Naipaul encuentra esto escrito por Eva Perón en La razón de mi vida (1952): «Recuerdo que estuve muy triste el día en que descubrí que en el mundo había gente pobre y gente rica; y lo extraño es que la existencia de los pobres no me causó tanta pena como el conocimiento de que al mismo tiempo había gente que era rica».

El fenómeno de Eva Perón le hace decir cosas como estas: «Era hija natural; era pobre; y vivió los diez primeros años de su vida en una casa de una sola pieza… Su vulgaridad, su belleza, su éxito: todo contribuye a su santidad. Y su atractivo sexual. "Todos me acosan sexualmente", comentó irritada en una ocasión cuando era actriz. Fue la mujer-víctima ideal del macho. ¿Esos labios rojos no hablan todavía al macho argentino de su reputada habilidad para la felación? Pero muy pronto estaba más allá del sexo y era pura de nuevo. A los veintinueve se estaba muriendo de cáncer…». Eva Perón «sólo quería competir con los ricos en crueldad y belleza y estilo, en bienes importados. Se ofreció a sí misma al pueblo, a sí misma y su triunfo, a ese pueblo en cuyo nombre ella actuaba».

Tampoco Borges, a quien visita más de una vez, y a quien considera «un gran escritor», lo convence del todo. Celebra sin reservas su breve escrito «La exactitud en la ciencia», por ejemplo. Pero encuentra que su entusiasmo por el idioma inglés antiguo (Old English) es característico del autodidacta, que sus «puzzles y bromas pueden volverse adictivas», que «no siempre permiten las interpretaciones metafísicas que se hacen de ellas», que hay mucho en él que atrae «a los críticos académicos», que a menudo hace «despliegues de saber extravagantes» y «juegos intelectuales». Tal vez en la base de la sociedad argentina –de su violencia, de su corrupción, de su endémica inestabilidad institucional– esté la opresión de la mujer. El débil se desquita aplastando a quien es todavía más débil.

ENTRE AFGANOS Y PAKISTANÍES

La figura del político o del intelectual que mira con los ojos que le presta el académico occidental de izquierda, de alguno de esos que son tan semejantes y predecibles entre sí como los productos fabriles, es recurrente en la obra de Naipaul. Se sustentará, desde luego, en redes internacionales occidentales para reafirmar el nacionalismo o el fundamentalismo antioccidental. Es el caso, por ejemplo, de Lebrun, el dirigente comunista de la novela A Way in the World (Un camino en el mundo, Debate), de 1994. Otra de las historias que se enlazan en este libro es la de Francisco de Miranda regresando a Venezuela a luchar por la independencia después de treinta cinco años en el extranjero. Es una historia compasiva y magníficamente narrada.

De alguna manera el propio Gandhi de India, A Wounded Civilization (India, una civilización herida), de 1976, su primer libro de viajes por la India, representa algo parecido. Gandhi lleva como estudiante de derecho en Inglaterra una vida apartada y solitaria. Después, en Sudáfrica, conocerá la segregación y el desprecio racial blanco. Regresa a la India y viaja. Se transforma en un líder político que lleva a cabo transgresiones de gran impacto publicitario en Londres y poca penalidad desde el punto de vista jurídico. Gandhi es un buen abogado y ha entendido bien cómo funciona el poder político inglés. La eficacia de su resistencia pacífica presupone las instituciones británicas.

Pero su proyecto para la India constituye una fuga. Queriendo volver a las raíces y hallar de ese modo la autonomía, hace todo lo contrario. La India, al rechazar la tecnología occidental ––Gandhi se opone, por ejemplo, al uso del tractor en la agricultura–, se sume en la miseria. Por otro lado, las ideas sobre lo autóctono indio, por cierto, no son autóctonas. «Los países ricos incluso se las arreglan para exportar sus propias dudas románticas acerca de la civilización industrial. Son las dudas que sobrevienen ante cualquier gran triunfo; y son románticas porque no comportan ni la menor intención de deshacer ese éxito o de perder los frutos de dicho éxito. Pero la India interpreta estas dudas en su propia forma debilitante, y las usa para reconciliarse con su propio fracaso.»

Se encuentran personajes análogos en Among the Believers (1981), un extraordinario libro de memorias de sus viajes. Naipaul viaja por Pakistán, Irán, Indonesia… Visita, en la ciudad sagrada de Qom, escuelas de formación islámica en las que las asignaturas son gramática árabe, jurisprudencia islámica, lógica, retórica, filosofía islámica… Hay ese año allí, catorce mil estudiantes de teología. Entrevista a alumnos, a teólogos, a un juez de la revolución en Irán que ha hecho fusilar a miles, a periodistas, a gente variada y común y corriente. Una de las cosas en que repara –ya entonces– es el grado de internacionalización de la enseñanza y difusión del islam. Estos fundamentalistas viven viajando a conferencias, encuentros, reuniones y asambleas internacionales.

La radicalización fundamentalista es una maniobra de cierre defensivo ante el peligroso encanto de la modernización de estilo occidental, que socava costumbres y modifica, e incluso a veces disuelve, identidades colectivas y pertenencias ancestrales. Es la actitud del erizo de la que hablaba Isaiah Berlin. Este repudio se nutre de resentimiento y como tal es inimaginable sin el mundo occidental del que depende y del que es su contracara. «Esa expectativa ––que los otros seguirán creando, que la civilización ajena seguirá funcionando– está implícita en su acto de renuncia, y es su gran falla.» El fundamentalista congela y aísla la tradición. Revela así ser ajeno a ella. Porque lo propio de la tradición es la continuidad en el cambio, la capacidad de discriminar, absorber y asimilar.

Es característico de los fundamentalistas islámicos el que no se ocupan del diseño institucional al que aspiran. Básicamente hacen fe en el Corán y en sus autoridades religiosas y políticas. No hay énfasis en el desarrollo de reglas jurídicas capaces de dar protección efectiva en contra del abuso y la violencia de la autoridad.

Claro que al presentar así sus ideas, tan al desnudo, se pierde lo mejor y más característico de Naipaul: la acotación casual, el detalle revelador, la manera en que va tomando forma la frase a medida que se forma hasta llegar a ser, a veces, un taladro en acción. Pienso, por ejemplo, en esa escena de Finding the Centre en la que un sirviente arroja gallinas vivas a los cocodrilos que mantiene en su jardín el poderoso del lugar. Revolotean, una intenta escapar por la orilla…

En Karachi, Pakistán, conversando Naipaul con Ahmed, un periodista islámico, le pregunta si las instituciones islámicas han sido ensayadas alguna vez en la historia. La respuesta es no. Naipaul insiste: «¿No es esa justamente la trampa?» En ese momento Pakistán es gobernado por islámicos. Ahmed se pone muy serio, medita un rato, y responde que no, realmente no ha sido ensayado nunca. La utopía es inexpugnable precisamente porque se coloca fuera de la historia.

Sube en jeep por el valle de Kaghan hacia Afganistán. Naipaul observa el aluvión de cordilleras, las ovejas y camellos de la tribu afgana que lo acoge, sus pieles blancas doradas por el sol. Le sorprende el cuidado y cariño con que tratan a sus animales y a dos bellas hijas en edad de casarse. No sucede lo mismo con las esposas que trabajan duro. Las de por ahí son tribus nómadas que viven todavía como pudieron hacerlo Abraham o Jacob. Pero la conversación con el chófer que lo acompaña le revela que siguen los acontecimientos políticos al dedillo. El chófer tiene vínculos políticos conocidos y eso lo instala de inmediato entre ellos.

En Irán, Naipaul conoció a Behzad, un comunista que trabajó para derrocar al Sha junto a los clérigos islámicos. Ahora está desilusionado. Pero con el tiempo queda claro que el fundamentalismo musulmán es igual al suyo. El caso Behzad, y el de muchos como él, es el de una «pasión islámica invertida», dice. Son más islámicos de lo que se dan cuenta. Su visión es la de una «sociedad desinfectada y purificada, una sociedad de creyentes».

Diecisiete años después, Naipaul regresa al mundo islámico y recorre Indonesia, Irán, Pakistán y Malasia. Su visión en Beyond Belief: Islamic Excursions Among the Converted Peoples (Little, Brown and Company) sigue siendo igualmente descorazonadora. Considera que la misma creación de Pakistán se debe «a la inseguridad musulmana». Cita al poeta Mohammed Iqbal, quien en 1930 sostenía que, a diferencia del cristianismo, el islam «no es una religión de la conciencia privada y de la práctica privada». El ideal religioso, dice Iqbal, no puede separarse del orden social. Según Naipaul, lo que Iqbal está planteando significa que «los musulmanes sólo pueden vivir con otros musulmanes» (pág. 269).

Salman, un periodista pakistaní nacido en 1952, le explica en los siguientes términos la idea de la jihad o guerra santa: «Si usted ve una práctica no islámica usted le pone fin por la fuerza. Si usted no posee la fuerza para ponerle fin, usted la condena verbalmente. Si ni siquiera eso es posible, entonces usted la condena en su corazón» (pág. 327).

¿Es posible que parte del islam, al menos, evolucione y termine aceptando una sociedad pluralista? ¿O es inevitable que el islam conduzca a la intolerancia? Mal que mal, el cristianismo, durante buena parte de su historia, fue profundamente intolerante. Incluso Locke, en su célebre Carta sobre la tolerancia, sólo cree viable un pluralismo restringido a las diversas iglesias protestantes. ¿Será posible que al interior del islam se desarrollen prácticas y concepciones favorables a la tolerancia? Por cierto, hay quienes responden que sí. Naipaul en estos libros de viajes, no encuentra evidencias que respalden esta esperanza.

QUIZÁS SU MEJOR LIBRO

La novela de Naipaul que más me gusta es The Enigma of Arrival (El enigma de la llegada, Ed. Debate), de 1987. El protagonista es un escritor maduro, de origen indio, nacido en Trinidad, que llegó a Inglaterra en su juventud y arrienda, ahora que ha logrado cierto reconocimiento y estabilidad económica, una cabaña en el interior de un antiguo parque señorial. Se propone escribir allí una novela.

Al principio la impresión ha sido que en este mundo rural nada cambia. Pero pronto el protagonista se da cuenta de que esa permanencia oculta se basa en un cambio continuo, en un trabajo constante y renovador. Como sucede con esos tres viejos perales junto al muro de piedra, que han sido podados con esmero y crean «un efecto formal» que los hace parecer «grandes candelabros», la belleza de lo natural es aquí obra humana. «Me tomó tiempo darme cuenta de que esto no era "lo natural" del campo», sino que «había sido diseñado para crear ese efecto». Y esta observación seguramente dice mucho respecto de cómo ve Naipaul a Inglaterra.

El escritor, a medida que explora el lugar y sus alrededores, comienza a descubrir el mundo de los vecinos: Jack, instalado en otra de las cabañas y que se dedica a cultivar un jardín con la perseverancia y pasión de un artista y en el que cada año, cada una de las estaciones se instala con una plenitud nueva y distinta; el señor y la señora Phillips que están a cargo de la administración del campo; Bray, el chófer, que le muestra viejas fotografías de bailes y reuniones que había habido allí y a través de las que el narrador se asoma a ese mundo de privilegio; Pitton, el jardinero; el remoto y misterioso dueño de la casa señorial, cuyos antepasados habían poseído gran parte de la región y que ahora vive en este retiro; en fin, algunas visitas que se volverán habituales.

Al comienzo, estos personajes son vistos de pasada y a distancia. Gradualmente estas figuras difusas e intrigantes van haciéndose reconocibles en el sutil entramado social de ese paisaje rural y, al mismo tiempo, más próximas y entrañables. Alan, por ejemplo, pariente pobre del dueño del lugar al que considera «antidiluviano», y que es un escritor que no puede llegar a puerto con su novela. Sus brillantes y mordaces comentarios de libros en la radio son como ojeadas a «una vida mucho más llena», vistazos a «una personalidad prodigiosa». Pero la gran novela que prepara no llega. El lector sospecha que su situación contiene una amenaza implícita: ¿no podría terminar ocurriéndole lo mismo al protagonista?

«Había una parte de él que le dolía, un lugar adonde nunca podría ser alcanzado y en el que siempre estaba solo; y la naturaleza de su educación, esa aproximación demasiado literaria a su propia experiencia, su admiración por ciertos artistas y escritores de este siglo, sus ganas de hacer de nuevo, pero para él, lo que ellos habían hecho, todo esto conspiraba para ocultarle cosas.» Y más adelante: «La persona que quería comprar paz del mundo estaba más allá del alcance del mundo, era casi desconocida para el propio Alan. No importaba cuánto uno lo adulara; no importaba cuánto amor uno pudiera devolverle; uno no podía tocar a la persona verdadera».

El escritor nota ahora que la piel de las mejillas de Alan se le ha puesto muy blanca, que «parece revolotear», que «parece haber un espacio entre piel y carne». Alan está cambiado. Y era como si «el hombre al que uno conocía hubiera sido objeto de una especie de ataque moral por parte de esa desconocida personalidad en su interior»; como si «hubiera sido tirado hacia abajo por esta personalidad interior, y ahora se sentara en su hombro, y fuese la única entidad con la que Alan pudiera mantener un verdadero diálogo».

Lo que atrapa la atención en esta extraordinaria novela sobre el trayecto de un escritor extranjero en Inglaterra y, a la vez, sobre el trayecto en el que toma forma este libro, son las revelaciones que se sienten surgiendo del mismo tanteo de la escritura, como ocurre en el jazz en una buena improvisación, la que nunca es tan improvisada. Pero esto no al modo de una jugarreta, de un mero golpe de ingenio sino que por medio de una exploración ardua y sincera.

De regreso por unos días en Trinidad, debido a la muerte de su hermana, y ante los ritos hindúes tradicionales de los muertos, el protagonista nota el cambio en él y en la familia: «éramos desde tiempos inmemoriales gente de campo, alejados de las cortes de los príncipes y vivíamos de acuerdo con ritos que no siempre entendíamos y que, sin embargo, no queríamos abandonar porque hacerlo nos habría separado de nuestro pasado, de la tierra sagrada, de los dioses. Estos ritos venían de muy atrás. Siempre han de haber sido misteriosos. Pero ahora no podíamos rendirnos a su misterio. Habíamos cobrado conciencia de nuestra identidad. Cuarenta años antes, no lo habríamos sido tanto. Habríamos aceptado; nos habríamos sentido más enteros, más a tono con el campo y el espíritu de la tierra». El escritor cree ahora que, en realidad, «la vida y el hombre es el misterio, la verdadera religión del hombre, la pena y la gloria». Será esta reflexión la que lo impulsará a comenzar a escribir acerca del jardín de Jack.

En las últimas páginas la novela se envuelve a sí misma en el papel de su propia escritura: «Y de repente» ––cuenta el protagonista– «en lugar de no haber nada sobre lo que escribir, había muchísimo». La historia se «volvió más personal: mi viaje, el viaje del escritor, el escritor definido por sus descubrimientos al escribir, su modo de ver, más que sus aventuras personales, el escritor y el hombre separados al comienzo del viaje y juntándose de nuevo en una segunda vida justo antes del final». Cuando en la escritura hay verdadera belleza, es que hay verdad.

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