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Thomas Mann y la política

THOMAS MANN - HEINRICH MANN. DIE UNGLEICHEN BRÜDER

Helmut Koopmann

Fink, Múnich

THOMAS MANN UND DIE POLITIK

Manfred Görtemaker

Fischer Verlag, Fráncfort

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1. «Me despierto en un estado de creciente angustia y asfixia, una verdadera crisis que a partir de las ocho soporto en compañía de K[atia]. Excitación espantosa, desasosiego completo, espasmos musculares, temblores, aparece el temor a perder la compostura y la sensatez».Thomas Mann hizo esta anotación en su diario el 18 de marzo de 1933 Había una edición, lamentablemente muy incompleta y ahora descatalogada, de los diarios de Thomas Mann al castellano: Diarios.1918-1936, ed. y trad. de Pedro Gálvez, Barcelona, Plaza y Janés, 1986. . Sus diarios están repletos de estos momentos, y no siempre se refieren al mismo tipo de agobio: a veces son los «demonios del sótano» (su homosexualidad reprimida); otras se trata del otro hermano escritor y gran rival, Heinrich Mann, de los hijos y la vida en familia; la mayoría de las veces es el propio trabajo. Pero muy a menudo, sin embargo, la causa del desasosiego nervioso y físico se remite a la política.

El día anterior al ataque consignado en su diario,Thomas Mann le había escrito al presidente de la Academia Prusiana de las Artes su renuncia como miembro de esta institución. Puesto que la Academia era el máximo organismo de la cultura oficial alemana, esta renuncia suponía la negativa expresa a cualquier forma de complicidad con lo que Gottfried Benn denominaba, con un eufemismo inquietante, «la nueva situación histórica». Se trataba de romper públicamente con el proceso de nazificación de la cultura del país y negarse a la sumisión o la complicidad con los dictados de la barbarie.Thomas Mann escribió su carta de renuncia desde Suiza. Había recalado aquí al final de una gira de conferencias por Europa. La conferencia que dictaba en este viaje, «Sufrimiento y grandeza de Richard Wagner», había desencadenado un feroz ataque promovido, entre otros, por su antiguo amigo el compositor Hans Pfitzner, o por personajes tan notables como Richard Strauss y el director de orquesta Hans Knappertsbusch La conferencia se encuentra en Thomas Mann, Richard Wagner y la música, trad. de Ana María de la Fuente, Barcelona, Plaza y Janés, 1986.. No se le reprochaba que difamara a Wagner, pero sí que difamara a Alemania en el extranjero, pues Wagner y Alemania eran lo mismo. Esta acusación no sólo era una vileza: fue también el detonante para que las autoridades nazis iniciaran un proceso de expulsión contra él. Ante esta perspectiva poco halagüeña, Mann decidió quedarse en Suiza y no regresar, de momento, a su domicilio en Múnich. Comenzaba así un largo exilio que se prolongaría hasta su muerte, acaecida el 12 de agosto de 1955.

Este largo exilio sin retorno encierra no pocos problemas que en Alemania ni tan siquiera la posteridad parece manejar con soltura. Al fin y al cabo, en Thomas Mann coincide algo así como una personificación bastante singular de la tradición cultural alemana con la acusación más sumaria que pudo hacérsele a esta misma tradición por su supuesto carácter congénito con el nacionalsocialismo. Mann insistió en la irreversibilidad del trauma nazi, en las consecuencias ineludibles de la barbarie. Fue despiadado con la complicidad y la cobardía de la sociedad alemana respecto a la «bestialidad terrorista de este reincidente falsario y violador de pactos» (léase Hitler) Estos son algunos de los epítetos que dedica a Hitler en sus misivas radiofónicas durante la guerra.Véase Thomas Mann, Oíd, alemanes… Discursos radiofónicos contra Hitler, trad. de Luis Tobío y Bernardo Moreno, Barcelona, Península/Atalaya, 2004, misiva de julio de 1941. . Su posición mezcló el miedo y la cautela a título personal, la indignación (también a título personal, aunque muy a menudo hablando en nombre de la Kultur clásica alemana), y el desprecio tanto por el tactismo como por el pragmatismo político. Sus angustias y sus análisis se confunden hasta producir una imagen que, bruñida por una de las mejores prosas imaginables en alemán, funciona como un espejo capaz de devolver un reflejo cruel de aquellos mismos que se acercan para escrutar al personaje. Su épica, si se me permite un juego de palabras fácil, constituye una forma terrible de acceder a la verdad de la época.Y cuidado: también pienso en los malos momentos de esta épica, en el kitsch que aflora aquí y allá en su prosa en forma de autocomplacencia burguesa en un mundo en el que el ideal burgués sólo funciona como un anacronismo o como una máscara ideológica.

Pero, ¿qué sucede cuando la Kultur clásica y el hijo de patricios burgueses se van al exilio? El mismo escritor declararía en The New York Times, como respuesta a la pregunta de si el exilio suponía para él una pesada carga, lo siguiente: «Where I am, there is Germany. I carry my German culture in me». Esta ha sido una frase citadísima, y casi siempre fuera de contexto. Lo cierto es que, bien mirada, no deja de constituir una evidencia desde el punto de vista de cualquier exiliado, trátese o no de un premio Nobel de literatura. El que adquiriera una cierta tonalidad autocrática, como si el escritor hubiera dicho algo así como que «la cultura alemana soy yo» (cosa que no dijo), depende ya de aquella lente distorsionadora y obsesionada por pillar en falso al «hijo mimado de la vida» (por utilizar una de las imágenes con las que Thomas Mann se retrató a sí mismo en sus personajes de ficción).

De modo que no sorprende el hecho de que quien pasó por ser el más genuino representante de las esencias de la Kultur, al convertirse también en uno de sus más feroces analistas, pasara a ser un personaje profundamente irritante para muchos otros intelectuales y políticos alemanes, que veían en él a un fatuo y a un pésimo estratega político. Donde Mann percibía la máxima legitimidad (¿quién, sino un moderno Goethe, podía poner en evidencia las perversiones de la Kultur posburguesa?), muchos de sus coetáneos, igualmente enfrentados al nacionalsocialismo, sólo percibían una forma de severa confusión ideológica, de egotismo narcisista, imprevisible y pernicioso para los intereses de una Alemania sin Hitler.

Esta visión del personaje mantiene una notable vigencia en la actual República Federal. Los fastos para el cincuentenario de su muerte han dejado dos novedades en las librerías que indican hasta qué punto la figura de Thomas Mann parece haber quedado marcada, en la Alemania contemporánea, por la aureola del ambiguo fulgor de una existencia privada que se escudriña con un psicologismo más que previsible, y la no menos ambigua claridad que sus escritos políticos proyectan sobre el complicado papel de Alemania en la historia del siglo XX . Es como si las mezquindades privadas y su supuesto esteticismo metapolítico proporcionasen el mejor marco donde dejar que su literatura duerma el sueño de los justos.

Del primero de los dos libros (Thomas Mann – Heinrich Mann. Die ungleichen Brüder) hablaré más adelante. El otro (Thomas Mann und die Politik, con mucho el más interesante) trata precisamente de las actitudes políticas del escritor. No es un libro que aporte grandes novedades El lector en español dispone de la excelente biografía de Hermann Kurzke, ThomasMann, la vida como obra de arte, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2003, en la que encontrará información pormenorizada al respecto. Los escritos políticos de Thomas Mann desgraciadamente no se han traducido, exceptuando los ya mencionados discursos radiofónicos a los alemanes durante la guerra y las Consideraciones de un apolítico (Barcelona, Grijalbo, 1978, hace ya tiempo inencontrable)., aunque tiene la virtud de poner al día lo que se sabe y sintetizar en un estilo preciso, ameno y bien documentado el relato y análisis de la evolución política de Thomas Mann, desde las Consideraciones de un apolítico (1918) hasta sus comentarios más tardíos sobre la culpa colectiva o su negativa final a volver a residir en Alemania. Pero también es un libro profundamente discutible y sintomático sobre las dificultades que, todavía hoy, crea Thomas Mann en una conciencia políticamente correcta (o quizá habría que decir profesionalizada) en la Alemania de comienzos del siglo XXI.

2. No estoy seguro de que toda la literatura de Mann haya sobrellevado con la misma fortuna el paso del tiempo. Las traducciones más recientes, y extraordinarias, al castellano de José y sus hermanos o de La montaña mágica demuestran, en cualquier caso, que sus mejores novelas resisten el paso del tiempo no sin las inevitables opacidades y nuevas coloraciones que esto comporta; pero quizás estos cambios de luz contribuyan a que aflore lo que Benjamin denominaba el «contenido de verdad» de una obra. En cualquier caso, el personaje tomado como literatura en sí mismo sigue siendo un fascinante eslabón perdido, o puede que un simple escalón roto, de la mala conciencia del siglo XX , y ello en una de sus versiones más atormentadas: la alemana. Por decirlo de un modo sencillo: siempre hay alguien trastrabillando en él. El libro de Görtemaker constituye un ejemplo de este tipo de tropiezos en los argumentos de fondo y las conclusiones, pero no ciertamente en la capacidad de documentar y poner en claro uno de los capítulos indispensables para entender la crisis de las conciencias que el nacionalsocialismo desencadenó en Alemania y en el mundo. Una ventaja notable de este libro es que el autor, sin esconder su propia interpretación de los hechos, expone el material con la suficiente pulcritud como para que el lector pueda disentir de sus conclusiones o matizarlas.

Los hechos mínimamente objetivables son los siguientes. Mann fue objeto de las bravuconadas y las amenazas nazis desde, por lo menos, el otoño de 1930, a raíz de su conferencia «Alocución alemana. Una llamada a la razón». La hostilidad de los nazis cristalizó en la orden de detención ordenada por el jefe de las SS en Múnich, Reinhard Heydrich, en junio de 1933 (Hitler había llegado a la cancillería en enero; como puede verse, no perdían el tiempo). Por mucho que el Ministerio de Asuntos Exteriores recomendara prudencia ante el escritor alemán vivo más famoso en el mundo, Himmler y sus secuaces no dejaban de ver en él a una voz más de entre las muchas que debían ser acalladas o expulsadas de la nueva Alemania. El criterio más feroz se impuso, y Mann se vio forzado al exilio.A pesar de que la carta de renuncia a la Academia Prusiana era todo menos desafiante, sus efectos fueron los mismos que si hubiera lanzado una soflama antinazi: algo que, ciertamente, se abstuvo de hacer durante los dos primeros años del exilio. Por lo demás, Mann no podía confundirse con el nacionalsocialismo. Él mismo ya era un «traidor» a la vieja causa nacionalista y reaccionaria, que había defendido vivamente en sus Consideraciones de un apolítico. Su giro hacia posiciones «humanistas» (en la jerga de la época), «democráticas» y republicanas hacia 1921 (véase su importante ensayo De la república alemana, de 1922) lo convirtió en un personaje odioso no únicamente a ojos de los nazis, sino de la difusa constelación conservadora que los jaleó en sus inicios.

Entonces (y esto ya no son hechos mínimamente objetivables, sino interpretaciones), ¿por qué su silencio durante los dos primeros años del exilio en Suiza? ¿Era miedo? ¿Era cálculo? Supongo que es más suculento imaginar a un escritor célebre haciendo cálculos mezquinos que no verlo simplemente asustado y desbordado por las circunstancias. Mann era un escritor, no un activista, y mucho menos un héroe. Seguramente su vida nunca corrió peligro, pero, ¿nos da esto derecho a juzgar su ansiedad y a encontrar ridículos sus miedos? Su existencia material fue siempre desahogada, no pasó privaciones ni en los peores momentos iniciales del exilio. Sus libros, cuando dejaron de venderse en Alemania, siguieron vendiéndose en Estados Unidos. Sin embargo, ¿eso nos da motivo para criticarlo y considerarlo un tipo interesado, alguien meramente calculador? Parece como si reconocerle la capacidad de sentir miedo (nunca deberíamos presuponer que no pueda llegar a afectarnos también a nosotros algún día) nos expusiera a la obligación de reconocerle el mérito, importante y en cualquier caso peculiar, de su propio activismo público a favor de la democracia en todos aquellos años.

El libro del profesor Görtemaker ignora los singulares recorridos interiores de su obra literaria y de los que sólo la «ingenuidad épica» (según la discutible fórmula de Lukács) puede dar razón, y le exige al escritor que se comporte como un perfecto estratega de la política de alto nivel. Más aún (o peor aún): como un lúcido politólogo de principios del siglo XXI . Esto es algo que está completamente fuera de lugar, pero sólo así se entiende este reproche: que Thomas Mann fue un extraordinario escritor que intervino en política desde una perspectiva siempre «subjetiva, literaria, dominada por divagaciones filosófico-religiosas, y por reflexiones psicológicas» (p. 198). Hasta aquí, todo parecería aceptable si se entienden las «divagaciones filosófico-religiosas» como una alusión a las reflexiones de Mann sobre la historia cultural alemana. Pero lo sorprendente es que el mismo Görtemaker reconoce que en aquel momento, y en medio del espanto general ante los acontecimientos, no había un discurso supuestamente experto que atinara más que el del «apolítico» Mann: «Esto no quiere decir que sus juicios sobre el régimen nacionalsocialista y el papel de los alemanes matizaran menos que los de los historiadores, economistas o filósofos [de la época, se entiende], o que fueran menos correctos. Pero, en el fondo,Thomas Mann siguió siendo en sus análisis de la Alemania nazi aquel observador apolítico [jener unpolitische Betrachter] que siempre había sido y que siempre iba a ser, por muy a menudo e intensamente que se ocupara de cuestiones políticas». Lo que prevalece, en fin de cuentas, es el cliché: el autor de las Consideraciones de un apolítico fue toda su vida un apolítico. Görtemaker insiste en las conclusiones de su libro en el carácter predominantemente «emocional y artistoide» de los posicionamientos públicos de Mann en política (p. 237) y le reprocha que «sólo fuera valiente con la pluma» o que, «con incursiones en la radio, a lo sumo», el suyo fuera básicamente un «activismo de escritorio» (p. 239). No resulta necesario calificar estos comentarios. La pregunta debe dirigirse al porqué de esta severidad en el juicio, ya que lo cierto es que una lectura de los escritos políticos de Thomas Mann produce más bien, y dentro de su evolución, la impresión de una lucidez despiadada con respecto a la actualidad política de su país y a la hipocresía nacional e internacional que el espectro del fascismo concitó a su alrededor. No hay que olvidar que Mann fue de los primeros que denunció los campos de exterminio puestos en marcha por los nazis (véanse las misivas radiofónicas de enero y junio de 1942 en Oíd, alemanes…).Y seguramente tampoco hay que olvidar (este es un punto decisivo para entender la imagen doméstica de Mann, la forma alemana de acercarse al Mann político) que muchos de sus argumentos de la época rozan una idea temible y compleja: si en el seno de Alemania se ha incubado el huevo de la serpiente, hay que asumir como necesaria la destrucción de todo lo que ha favorecido esta incubación, aunque ello implique dar por perdida a Alemania entera y asumir la «solución cartaginesa» que los aliados sopesaron para la Alemania de la posguerra: su neutralización social y política, su expulsión de la comunidad internacional, una idea que las circunstancias del momento mostraron como inviable y contraproducente, y que se abandonó a favor de la fórmula «reeducativa» (véase sobre esto Thomas Mann und die Politik, pp. 203 y ss.). También es verdad que a menudo Mann llegaba a sus diagnósticos más severos con argumentos más asociativos que analíticos. Relacionar el diablo de Lutero con lo diabólico de los nazis puede parecer un mero capricho de escritor enfrascado en el mito fáustico como imagen metafórica para el destino de Alemania. Pero, ¿no es ya algo definitivamente extraño hablar aquí de «destino»? El mismo Mann nunca pretendió actuar como un estadista, y mucho menos como un analista político profesional. La mayoría de sus intervenciones políticas comienzan con una

captatio benevolentiae en la que deja muy claro la voz que habla: la de un escritor, un «poeta» (recurriendo a la amplitud semántica del término alemán Dichter, emparentada con el dictare latín). Su responsabilidad es una mezcla de la responsabilidad común del ciudadano que tiene acceso a los grandes medios de comunicación, y del vate de la nación que riñe y vaticina las funestas consecuencias que el comportamiento necio y vil de hoy traerá para mañana. En las misivas radiofónicas Oíd, alemanes… son frecuentes los insultos directos a Hitler. Tales exabruptos producen un efecto muy inquietante: nos acerca a la experiencia de un Hitler presente y a mano, un político que hace discursos, que vive inmerso en el juego de las declaraciones, que nos provoca, con el periódico de la mañana, el primer ataque de indignación del día. Los grandes intentos cinematográficos de acercarse al Hitler cotidiano (pienso en Syberberg, en Sokurov, mucho menos en la reciente revisitación del tema con El hundimiento de Hirschbiegel) se quedan cortos ante el odio, la indignación y las invectivas que Mann le lanza en sus discursos radiofónicos. Hitler se humaniza mediante los insultos, sin duda, pero lo más importante es que la voz humana que lo denuesta y lo desprecia se levanta invicta ante toda la inhumanidad desatada por el fascismo y su amplio círculo de complicidades. La idea de un duelo personal entre el Dichter y el dictador (una idea perfectamente perversa y de un psicologismo falaz, cuya tentación Görtemaker no logra evitar) no deja de ser otro lugar común, ridículo y anecdótico con el que tropezar antes de darse de bruces con la verdad compleja de la cuestión: toda la supuesta incapacidad política del escritor, sus cócteles ideológico-sentimentales, sus indignaciones personales y sus dificultades para coordinarse con grupos y acciones colectivas, vienen a proporcionar, por paradójico que ello parezca (y Görtemaker no parece dispuesto a aceptar la paradoja) una de las respuestas más incisivas, coherentes y profundas al fascismo, así como a las formas de vida y de cultura que le sirven de caldo de cultivo. Quizás era necesario conocer desde muy adentro la ideología de la Kultur burguesa para percibir la afinidad degenerada de los propios fantasmas con la bestial fantasmagoría nazi. Lo que se desprende de esta perspectiva no deja de ser inquietante cincuenta años después de la muerte de Mann.

3. Se han cumplido cincuenta años de la muerte de Thomas Mann, sobre quien parecía que ya se había dicho todo o casi todo y, sin embargo, la nación cultural a la que el escritor pertenecía sigue reflejándose en él con una imagen que oscila entre la incomodidad y la deglución del kitsch propio de ciertos folletines culturales. La otra novedad que esta efeméride (tan arbitraria como cualquier centenario) ha dejado tras de sí en Alemania es un libro que responde a la otra cara de la moneda (tal como lo privado se corresponde con lo público). El chismorreo y la banalidad psicológica acuden puntuales para envolver de confusión al personaje o para hacer más digerible su figura en la República Federal Alemana, teniendo en cuenta su necesidad, sin duda nada fácil, de convivir con el pasado. Pero, ¿tiene algún interés que a estas alturas se insista en la motivación de una rivalidad entre hermanos y lo que ésta puede suponer para escribir libros cuya calidad e interés desbordan ampliamente el supuesto desencadenante inicial? Desgraciadamente, el libro de Helmut Koopmann sobre las relaciones entre los hermanos Thomas y Heinrich Mann (Die ungleichen Brüder: ¡los hermanos desiguales! ¿No hablan los biólogos, y desde Darwin, de un sano principio de diversificación?) no sólo no va más allá del presupuesto reactivo y psicologista, sino que incluso incurre en el error de sobredimensionarlo y convertirlo en un argumento a tener en cuenta para entender las novelas más importantes de Thomas como respuestas puntuales a las novelas de Heinrich (y viceversa). Koopmann, un profesor emérito y reconocido autor de trabajos importantes sobre la literatura de Thomas Mann, tampoco aporta ninguna novedad sobre lo ya sabido y contenido, por ejemplo, en la biografía de Kurzke. Si se enfrentan los dos hermanos como opciones públicas, es posible que el esteticismo metapolítico de Thomas Mann proporcione hoy una forma de lucidez mucho más incisiva y compleja de la que podía desprenderse del progresismo a veces demasiado previsible de su hermano Heinrich, y que la ceguera de Thomas (por llamarla de algún modo) en los años difíciles de la Primera Guerra Mundial, contrapuesta a la lucidez de Heinrich en aquellos mismos años, pueda entenderse como un anticipo de la profundidad y complejidad que el más joven de los hermanos desarrolló a partir de mediados de los años veinte en su acercamiento a la política, siempre incómodo, como hemos visto, pero también casi siempre respondiendo a la urgencia del momento y a algo así como una responsabilidad civil y pública plenamente asumida. Las dificultades de Thomas para entregarse a la acción política son hoy mucho más interesantes y complejas que las intervenciones públicas del «humanismo» democrático de Heinrich El lector en español puede acudir a los ensayos de Heinrich Mann contenidos en el volumen Por una cultura democrática. Escritos sobre Rousseau,Voltaire, Goethe y Nietzsche, trad. de Héctor Julio Pérez, Valencia, Pre-Textos, 1996.. La «bondad» y la «humanidad» de las posiciones de Heinrich ha resultado a la postre mucho más roma que la ambigüedad o la complejidad de las de Thomas, aunque no puede negarse, a título de hipótesis fantasiosa, que en una cultura dominada por ciudadanos del estilo de Heinrich Mann el nazismo nunca hubiera pasado de ser un alboroto de cervecería. Eso lo comprendió Thomas a tiempo, y añadió a la decencia de las posiciones de su hermano la agudeza y la radicalidad de su modo de encarar ciertos asuntos. El que estos asuntos, con sus aires de moralidad y de crítica cultural, tiendan a caer en un lugar fronterizo de la política puede irritar hoy a algunos historiadores y politólogos, pero resulta difícil no ver a Thomas como un buen ejemplo de la capacidad de pensar lo político como una de las formas posibles de encarnación del mal y de la estupidez. Para verlo así, a veces es necesario estar un poco fuera de la política y de sus alambicadas razones internas.Todo esto apenas es tratado por Helmut Koopmann. En su estudio de las movidas relaciones fraternas apenas cuenta lo público, prefiere ir a lo familiar, y ni tan siquiera esto: va directamente a lo psicológico convertido en categoría literaria. Además, en su libro no se toma la molestia de informar al lector de muchos de los incidentes que aportan la sustancia de los conflictos que analiza; al lector se le suponen unos conocimientos que deberían convertir las interpretaciones en algo ocioso, pero sin estos conocimientos las interpretaciones que constituyen el meollo del libro apenas logran despertar curiosidad.

No hay grandes novedades en el libro de Görtemaker, y muchas menos aún en el de Koopmann, aunque por lo menos en Thomas Mann und die Politik se brinda la oportunidad de repensar toda la incomodidad que el personaje todavía despierta (quién lo hubiera dicho) en ciertos círculos de la República Federal. Pero lo que no proporciona ya ninguna novedad ni tiene ningún interés son las historias de la familia o, peor aún, la exégesis literaria de estas historias. ¿Nace esta fascinación por lo privado y lo familiar de la dificultad de pensar a Mann en un espacio público capaz de escuchar sus improperios y de asumir las consecuencias de sus análisis despiadados sobre la culpa colectiva? ¿O es simplemente la pereza por decir algo nuevo sobre alguien que ya en vida fue excesivamente clásico? La vitrina en que se ha colocado el busto de este pseudo-Goethe del siglo XX no está exenta de un aire de ridiculez y de pedantería que ya corroía algunos de los peores momentos de su prosa. Pero tampoco está a salvo de las piedras que la posteridad le tira, como si jugara a dar en el blanco en alguien que, por fortuna, ya no está ahí y cuya literatura (los buenos momentos de su literatura, los libros o los pasajes que se mantienen vivos) tiene el poder de devolvernos siempre al ojo del remolino, a lo terrible y misterioso de la existencia, por muy confortable y burguesa que ésta sea. O precisamente por ello.

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