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Thomas Bernhard y su Austria

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Probablemente el mayor escándalo provocado por un texto literario después de la segunda guerra mundial se produjo en 1988. En ese año, Thomas Bernhard, dramaturgo y prosista, escribió, como contribución al, así llamado, «Año de la reflexión» (cincuentenario de la anexión de Austria al Imperio Pangermánico nacionalsocialista) su última obra de teatro: Heldenplatz. En ella hace recitar al profesor Schuster, un anciano repatriado judío que acaba de volver de la Gran Bretaña a su patria, una serie de polémicos monólogos contra Austria: frases que deben atribuirse en gran parte al dolor por el hecho de que su hermano, horrorizado por la situación que ha encontrado en Austria, se ha suicidado.

En los últimos cincuenta años, así el protagonista de Bernhard, los dirigentes del país lo han destruido todo de una forma ya irreparable. Ataca por igual a los arquitectos, los intelectuales, los partidos, la Iglesia y la industria. Les reprocha un grado de estupidez imposible de superar: en Austria todo ha sido siempre de lo peor. Y finalmente hace suya una reflexión que debe entenderse también como metáfora política: una metáfora que, precisamente en los últimos tiempos (de manera demasiado irreflexiva, habría que decir), muchos han querido trasladar al escenario político: «Austria misma no es más que un escenario / en el que todo es desorden y putrefacción y degradación / un elenco que se odia a sí mismo / de seis millones y medio de abandonados / seis millones y medio de débiles mentales y locos furiosos / que continuamente reclaman a voz en grito un director / El director vendrá / y los hundirá definitivamente al abismo». Sobre todo, Schuster arremete, en una larga invectiva, contra el socialismo gobernante en Austria, que desde hace ya medio siglo no tiene nada que ver con los orígenes de esa ideología política. Los socialistas no son actualmente otra cosa que «católicos nacionalsocialistas», dice Schuster para sorpresa de sus oyentes. Y les reprocha haber hecho posible el nuevo Nacionalsocialismo que cree detectar en su país, ser los auténticos enterradores de esa Austria.

La consecuencia de esos ataques literarios se ha convertido ya en historia austriaca. Posiblemente la importancia de esa pieza de Bernhard no reside tanto en su contenido sino en los efectos que tuvo antes e inmediatamente después de su estreno. Los pasajes más radicales del texto se publicaron, antes de que se estrenara, en periódicos austriacos y de pronto los representantes de todos los campos políticos y sociales se sintieron obligados a tomar postura pública al respecto. No hay que olvidar que, en aquella época, dos años después de ser elegido presidente federal Kurt Waldheim, ex secretario general de las Naciones Unidas, el país se encontraba inmerso en una apasionada discusión sobre el pasado nacionalsocialista, en un debate sobre una época plagada de tabúes y represiones apenas analizada, al menos oficialmente. Si la literatura de esos años impulsó de forma muy esencial el que la opinión pública austriaca se enfrentara con el período comprendido entre 1939 y 1945 (y hay razones de peso para afirmarlo), la última obra teatral de Bernhard tuvo en ello un papel considerable.

Llama la atención cuántas veces se utiliza en Heldenplatz el concepto de «Nacionalsocialismo» para caracterizar la situación política actual en Austria. De hecho, Bernhard ha puesto también en boca de otros personajes de sus libros la opinión de que las estructuras mentales del Nacionalsocialismo siguen vigentes en el país. En su texto en prosa más extenso, la novela Extinción (1986), hace decir a su protagonista Franz-Josef Murau (¡que lleva un nombre cargado de historia!) que el hombre austriaco es totalmente, por naturaleza, nacionalsocialista-católico. Dos ideologías de pretensión totalitaria, dice, el Catolicismo y el Nacionalsocialismo, han competido siempre en este país, que unas veces ha sido más nacionalsocialista y otras más católico; con esa mezcla variable construye Murau una categoría casi ontológica: «lo austriaco». Según él, si se habla con un austriaco se tiene siempre la impresión de estar hablando con un católico o con un nacionalsocialista, pero en cualquier caso no con un hombre libre e independiente. Por ello no sorprende que el propio Murau se identifique también con esos sistemas de pensamiento y socialización, por mucho que intente liberarse de ellos. Dice que se ha sustraído a ese espíritu, aunque durante toda su vida haya tenido que luchar con él porque es un espíritu innato; Murau sabe que nunca se deshace uno de forma definitiva de esos espíritus. Su propia existencia, dice, consiste en liberarse, durante toda la vida, de ese antiespíritu austriaco que lo acomete una y otra vez. Comprende que su misión no es sólo escribir un estudio sobre su propia vida que lleva el título de Extinción y con el que quiere extinguir todos sus orígenes, la historia de su familia y de la propiedad feudal común Wolfsegg, en donde para él se concentra toda la historia de Austria, con sus acontecimientos políticos. Quiere más bien dar testimonio de los capítulos olvidados de esa historia, de los crímenes reprimidos del pasado.

La novela Extinción habla, pues, de una empresa literaria que puede considerarse igualmente como modelo para el trabajo artístico de su autor. Lo mismo que Murau, el propio Thomas Bernhard trató durante muchos años de seguir la huella de su propia existencia por el rodeo de los textos de ficción: en novelas, relatos y obras de teatro, y también en el marco de un proyecto autobiográfico en cinco libros. Todos tenemos un Wolfsegg dentro de nosotros, hace decir a su personaje Murau, y para salvarnos hemos de extinguirlo de forma radical. Y, lo mismo que su autor, tampoco el heredero de esa propiedad familiar logra liberarse por completo de ella: lo más que consigue es acercarse al, así llamado, «complejo de sus orígenes» y a cierta aclaración de las causas de la situación actual en que ha de vivir, ya sea su historia individual, ya el entorno contemporáneo que le inspira sus invectivas desesperadas contra su patria.

Dentro de esos intentos de aclaración, que son siempre también intentos de defenderse contra lo que los hiere y amenaza, los desbordantes denuestos de los héroes bernhardianos tienen su lugar y su función. Y en muchas cosas coinciden con manifestaciones cuya responsabilidad asume el propio autor desde el principio, como muestran las declaraciones públicas de Bernhard sobre Austria y su política. En su Plegaria política matutina (1966), un polémico ensayo sobre la situación en el Estado austriaco que publicó algo más de diez años después de recuperar el país su soberanía, Bernhard se quejaba de que, en el transcurso de sólo medio siglo, Austria se había precipitado a la Nada definitiva desde unas alturas deslumbrantes que iluminaron el mundo entero, y decía que el país era una víctima lamentable de la revolución proletaria mundial… El autor, desde luego, no estaba políticamente a la izquierda, y los intentos de reivindicarlo desde ese bando se deben sin duda a un malentendido. La alusión a la pérdida de toda significación política en el espacio centroeuropeo no significa en modo alguno una transfiguración del pasado según el modelo del «mito habsbúrguico». Bernhard critica más bien a sus compatriotas que no supieran aprovechar la aniquilación de la monarquía (ni la de Hitler, añade). Un pueblo sin visión, sin inspiración, sin carácter, decía, para el que la inteligencia y la imaginación son conceptos desconocidos, vivía en el diminuto territorio que le había quedado, mezcla de museo al aire libre para turistas vulgares y de manicomio. El final de ese texto se lee hoy, después de entrar Austria en la Unión Europea en 1995, seis años después de la muerte del autor, como una mirada especialmente irritante sobre el futuro: «Seremos absorbidos en una Europa que no surgirá hasta dentro de otro siglo –escribe Bernhard– y no seremos nada».

La vehemente crítica del pasado habsbúrguico de Austria prosigue hasta los últimos tiempos de la vida de Bernhard. Hoy sabemos que, en realidad, la última obra en prosa larga del autor no fue Extinción, que en lo fundamental surgió ya en 1981-1982, sino la novela Maestros antiguos (1985), publicada un año antes. En ambos libros el protagonista respectivo reprocha a los Habsburgos –y, en relación con ellos, otra vez al Catolicismo– que reprimieran siempre en Austria la literatura y la filosofía y, en cambio, fomentaran la música, para formar así unos súbditos mucho más sumisos. Por ello, los austriacos se habían convertido en un pueblo totalmente musical y, al mismo tiempo, bajo el influjo del Catolicismo, absolutamente carente de espíritu. Como la literatura, tampoco la pintura interesaba a los Habsburgos, porque pintura y literatura les parecieron siempre las artes más peligrosas, mientras que dejaron que floreciera la música, para ellos inofensiva. Otra vez llama la atención el criterio del pensamiento autónomo por el que se mide a los dirigentes intelectuales y políticos de Austria; todo arte representativo cae bajo el juicio aniquilador del personaje de Reger, al que se cita en Maestros antiguos.

Para descubrir la importancia y significación de esas declaraciones, resulta aconsejable echar una ojeada a los libros autobiográficos de Bernhard, sobre todo al primer volumen: El origen. Una indicación (1975), cuya mirada despiadada tras las bambalinas barrocas de la ciudad de Salzburgo, en donde Bernhard pasó sus años de alumno interno y bachiller, suscitó igualmente furiosas reacciones: incluso se llegó a crear una sociedad para restablecer el prestigio internacional de la ciudad. Uno de los pasajes más impresionantes del libro asocia de nuevo el sistema de pensamiento y de vida del Catolicismo y el del Nacionalsocialismo, esta vez como modelos de educación vividos por el propio autor, que él presenta como representativos de la ciudad de sus orígenes. Es una escena que corresponde, ya en la primera fase de la creación del libro, a la evocación de recuerdos esenciales de Bernhard. En efecto, en su legado se han encontrado papeles de los que se deduce hasta qué punto estructuró el autor su libro alrededor de determinados recuerdos centrales. Una de las notas dice: «Crucifijo, antes retrato de Hitler». Se refiere a un detalle llamativo de la decoración de la sala del internado, en la que, antes y después de 1945, se desarrollaban los respectivos rituales ideológicos. La, así llamada, sala de día, en la que primero se educó al alumno según las normas del Nacionalsocialismo, se había convertido luego en capilla. En cualquier caso, en el lugar en donde ahora colgaba el crucifijo, podía verse aún, en la gris superficie de la pared, una mancha relucientemente blanca en donde antes, durante años, estuvo el retrato de Hitler… Ese pequeño detalle de la pared indica la profunda continuidad mantenida por debajo de los cambios exteriores. Por consiguiente, la cesura entre el Tercer Reich y la República de Austria, la cual está para Bernhard, desde el punto de vista ideológico, estrechamente asociada al Catolicismo, sólo se produjo en la superficie. Las instituciones y formas de expresión ideológicas habían cambiado y nuevos símbolos centrales habían sustituido a los antiguos. Sin embargo, la estructura de los respectivos aparatos de poder no habían cambiado en modo alguno, y sus repercusiones en los alumnos, los «métodos de castigo», como se llaman en el libro, habían seguido siendo, en definitiva, los mismos.

Sin embargo, El origen es un testimonio literario, sobre todo, de una catástrofe histórica que, en los años treinta y cuarenta del siglo XX , afectó precisamente a la cultura occidental a que se dedican los Festivales de Salzburgo. Durante toda su vida, el narrador, en la época del Nacionalsocialismo y de la segunda guerra mundial tuvo que experimentar, al observar la horrible miseria humana salzburguesa, qué poco valían la vida y la existencia en una situación semejante. Vio todo el desvalimiento de quien, de pronto, se enfrentaba directamente con la guerra, del ser humano totalmente abandonado a aquellos horrores, que de súbito cobraba conciencia de su desvalimiento. Por eso, la descripción autobiográfica de Salzburgo que hace Bernhard –igual que en los textos de ficción de que hemos hablado– es una protesta apasionada contra el olvido de esos horribles acontecimientos, escrita con la autenticidad de lo vivido y desde la perspectiva subjetiva de un joven profundamente herido por las vivencias de la época. Todavía recuerdo las horribles experiencias de aquellos tiempos, escribe, mientras que ninguno de los otros parece pensar ya en lo que tuvieron que vivir entonces; nadie sabe de qué hablo, continúa, todos, al parecer, han perdido la memoria.

En el siguiente volumen, El sótano. Un alejamiento (1976), Bernhard escribe un pasaje que puede leerse como una declaración de principios de su propia postura artística: «El hombre no se deja aguar la fiesta por el aguafiestas. Durante toda mi vida he sido uno de esos aguafiestas, y seré y seguiré siendo siempre un aguafiestas». Ya sus parientes lo habían calificado de tal, continúa, refiriéndose a su complicada situación familiar: como hijo ilegítimo, que se sabía no deseado, de una madre que, entretanto, se había casado con otro hombre y había tenido con él dos hijos más. «Mi existencia, durante toda mi vida, ha molestado siempre. Siempre he molestado, y siempre he irritado. Todo lo que escribo, todo lo que hago, es molestia e irritación». De la difícil situación existencial individual, podría decirse, se deriva su comprensión de sí mismo como escritor, su identidad como autor, que se define por una oposición persistente.

Si se leen las invectivas de las novelas y obras de teatro de Bernhard como juicios bien sopesados sobre una realidad concreta, se subestima la ambivalencia con que se presentan literariamente. Esas invectivas aparecen siempre como partes de una estrategia individual para hacer frente a la vida, tanto si se atribuyen a un personaje ficticio como si pertenecen al discurso autobiográfico del propio Bernhard. Son medios de resistencia verbal, de «poner por los suelos», como se dice en la novela El malogrado con respecto a las relaciones del protagonista con sus familiares, considerados siempre como enemigos. Sin embargo, el autor sabe en todo momento que, precisamente por elegir un discurso exagerado o por la falta de todo asidero verbal en la realidad (tema decisivo en la literatura de Bernhard), yerra su objetivo; hace que su público tenga conciencia de ello mediante el funcionamiento de su cálculo literario. Sigue habiendo, sin embargo, un objetivo, del que sabe y afirma que lo ataca con razón. La dificultad para enjuiciar esas declaraciones estriba sin duda en que, por una parte, debe relativizarse su validez en la misma medida en que se opera la transmisión literaria de Bernhard: mediante la ordenación en perspectiva de sus textos, mediante su técnica narrativa específica de mantener una distancia irónica, al mismo tiempo que (al menos parcialmente) se identifica con lo que dice. Esto último significa, sin embargo, que la declaración relativizada no queda privada por completo de valor, sino que sigue habiendo un blanco de sus ataques al que apunta seriamente, aunque el lector, como acaba de sugerirse, se sienta constantemente llamado a hacer una especie de verificación crítica de la posición del crítico. Cuando, mediante una afirmación exacerbada, como queda dicho, se pone en marcha un proceso cognitivo, el resultado de ese proceso no tiene por qué coincidir en todo con la afirmación. Sin embargo, quien estime que, partir de esta tesis, puede deducir un llamamiento a trivializar la importancia de los intentos de diagnóstico literario de Bernhard, se equivoca de medio a medio sobre la intención de esos textos.

En sus novelas tardías, el propio Bernhard ha tratado, de las formas más diversas, de ilustrar la función de su procedimiento literario. En Extinción, la utilización de las fotografías de sus padres y hermanos por el protagonista, Murau, se convierte en modelo de técnica artística para defenderse, mediante imágenes distorsionadas que, a pesar de toda su parcialidad, remiten a lo real, de un entorno sentido como amenazador. Sin duda, se dice Murau, había querido tener fotos de sus padres y hermanos en donde aparecían ridículos, como él quería verlos: en una pose ridícula. Ello ocurre en definitiva, dice, por su propia debilidad personal: los representados en esa fotografías no eran ya, al menos en esas fotos, peligrosos, mientras que, en la realidad, eran para él de lo más peligroso. En ese mismo libro habla del «arte de la exageración» característico en él, un concepto que, entretanto, se ha convertido en expresión estándar para caracterizar la fisonomía literaria de Bernhard. Sin embargo, él describe ese arte de cargar las tintas como medio de identificar. «Para hacer algo comprensible, tenemos que exagerar –escribe Murau–, sólo la exageración hace las cosas evidentes». Al mismo tiempo, sin embargo, ese «arte de la exageración» es también para él, como sabe muy bien, un medio eficaz de divertirse, una estrategia para alejar el aburrimiento, y con ello nuevamente, en sentido muy distinto, una técnica para superar la existencia: el arte de la exageración es un arte de la superación, así Murau, una posibilidad de salvarse del hastío intelectual.

No obstante, también la conocida manía del Reger de Maestros antiguos, el último protagonista en prosa de Bernhard, de querer encontrar en todo aquello con lo que se enfrenta, por principio, algún defecto decisivo, se convierte, vista así, en una medida de defensa de un ser debilitado, que no puede soportar la superioridad de lo perfecto. El hecho de que sólo pueda encontrar el mayor placer en lo fragmentario lo fundamenta Reger en que desde hace mucho tiempo no puede aguantar ya nuestra época como un todo; sólo si la ve como fragmento le resulta soportable. Reger considera el método de convertir al mundo entero en caricatura como la única fuerza de supervivencia decisiva. «Sólo lo que encontramos finalmente ridículo lo dominamos también, sólo cuando encontramos ridículo el mundo y la vida en él progresamos, no hay otro método, ninguno mejor», dijo.

¿Y el Austria de Bernhard, hoy? Aunque incluso en el año 2001, doce años después de su muerte, se puede encontrar todavía personas que lo rechazan como pájaro que ensucia su propio nido, la relación del país con su autor probablemente más importante y, con seguridad, más espectacular de la segunda mitad del siglo XX , que con tanta vehemencia solía atacar al Estado y a todo el pueblo austriaco, ha cambiado de forma significativa. Esa evolución se produce con más dificultad que en el caso de otros escritores a causa del testamento en que el propio Bernhard prohibió toda nueva publicación de su obra dentro de las fronteras de Austria: nada de lo que escribió debía interpretarse, presentarse ni imprimirse siquiera. Y también fuera de Austria debía permanecer inédito para siempre al menos su legado no publicado, ni una sola línea debía aparecer impresa.

Para los herederos de Bernhard, su hermanastro y durante muchos años médico, el doctor Peter Fabjan, no fue una decisión fácil hacer frente a la creciente presión de la opinión pública austriaca: muchos querían ver otra vez presentados y representados los textos de Bernhard, por no hablar de las escenificaciones que, todavía en vida de su autor, habían sido contractualmente acordadas (entre ellas, también la producción de Heldenplatz del Burgtheater) y con respecto a las cuales, por consiguiente, el testamento era de todas formas inválido; durante todos los años noventa, no hay que olvidarlo, se habían seguido representando en Austria esas obras. Pero también el interés científico por el legado de Bernhard, uno de los más notables de toda la literatura en lengua alemana, era cada vez mayor; entretanto, la literatura secundaria sobre ese autor había aumentado de una forma explosiva.

Cuando Fabjan, después de diez años de respetar la última voluntad del escritor, decidió, bajo su propia responsabilidad como heredero, volver a permitir la representación de la obra de su hermano en Austria, la evolución política de su patria desempeñó probablemente un papel decisivo. Un escritor provocador como Bernhard no debía seguir siendo escuchado sólo en el extranjero, sino ser sometido también en Austria a nuevo debate público. Por eso, ya en 1998, se creó en Viena una fundación privada Thomas Bernhard (con sede en Viena), cuyas iniciativas debían orientarse a, entre otras cosas, administrar el legado de Bernhard. Juntamente con el Ministerio de Cultura austriaco y con el Land de la Alta Austria, se instaló con un costo financiero considerable, en el domicilio y lugar de fallecimiento de Bernhard en Gmunden, un Archivo Thomas Bernhard independiente, que acogerá el legado del escritor y el de su abuelo Johannes Freumbichler y que, mediante una biblioteca apropiada, una documentación de prensa y una colección de fotografías y documentos audiovisuales, se convertirá en un centro de investigación, lo mejor dotado posible, de la vida y la obra de Thomas Bernhard. Desde 1999 hay además en Salzburgo una Sociedad Internacional Thomas Bernhard, que sirve en primer lugar a la opinión pública de dentro y fuera del país como foro para los más diversos contactos relacionados con Bernhard.

Contra ese trasfondo orgánico, el estudio de la vida y la obra de Thomas Bernhard ha proliferado de forma insospechada. Sólo en 2001, en que se celebró el 70 aniversario de Bernhard, se organizaron dos grandes exposiciones: en Viena, la muestra «Thomas Bernhard y los seres de su vida. El legado», en cuyo contexto, por primera vez, se presentaron documentos del legado literario del escritor. En Salzburgo, en el marco de la exposición «Thomas Bernhard y Salzburgo. Veintidós aproximaciones», se pudieron estudiar las complicadas relaciones de Bernhard con la ciudad de su infancia. Un sinnúmero de actos (lecturas, escenificaciones teatrales) encontraron una acogida pública extraordinaria; si se considera el interés que ha provocado esa oleada de actividades bajo el signo de Bernhard, no se puede hablar ya sólo de su importancia en la historia de la literatura, sino realmente de una asombrosa popularidad que, con el paso del tiempo, ha adquirido el antiguo «aguafiestas». Y esa resonancia demuestra su seriedad también por el hecho de que la obra de Bernhard siga viviendo con independencia de los efectos a corto plazo de los escándalos, a los que, al principio al menos, debió una parte de la atención recibida.

Por muy satisfactorio que sea ese hecho para todo amante de esta literatura, en el futuro será necesario, sobre todo, no dejar que el reconocimiento de Bernhard por la opinión pública austriaca se convierta en su anexión como clásico inofensivo del modernismo literario. Para ello es necesario ese trato diferenciado de su proyecto artístico, no carente de complejidad, que en realidad debería sustraerse a su incorporación como proveedor de frases arbitrariamente citables sobre la existencia y el mundo, y también, claro está, sobre Austria. Sin embargo, eso significa también que no se podrá reducir a Bernhard al papel, que tan virtuosamente interpretó durante toda su vida, de crítico elocuente de la miseria austriaca, por importante que esa función fuera para la opinión pública del país en los años setenta y ochenta.

El que se haya convertido en escritor de talla mundial se lo debe al contenido de su obra, que no sólo se ocupa de deficiencias específicas del pequeño país centroeuropeo del que procedía y por el que estuvo marcado hasta lo más íntimo. Cuando Bernhard, a principios de los años ochenta, se dejó entrevistar para la televisión austriaca, precisamente en Madrid, ciudad que siempre lo fascinó, habló del placer de encontrarse en un país desde cuya perspectiva podían relativizarse agradablemente los problemas de Austria, y no sólo porque, cuando abría los periódicos españoles, no los entendía: «La crisis en Austria» decían, dijo Bernhard a su interlocutora, pero en España eso también dejaba de interesarle.

Traducción de Miguel Sáenz.

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