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Revolución cumplida

Stalinism. New Directions

SHEILA FITZPATRICK (ed.)

Routledge, Londres y Nueva York

Ordinary Life in Extraordinary Times: Soviet Russia in the 1930s

SHEILA FITZPATRICK

Oxford University Press, Oxford

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Ahora que el siglo XX es por fin «historia», ¿qué es lo que hace esta perspectiva reforzada por nuestra comprensión de su innovación política más trascendental, el comunismo? Más específicamente, aunque la Unión Soviética pudo considerarse verosímilmente en otro tiempo un «misterio» (según el famoso epíteto de Churchill), una década de acceso a los archivos soviéticos debería haber hecho ya de ella algo transparente.

Piénsese, en un primer acercamiento al problema, en dos juicios antitéticos: A. «"¿En qué consistió la revolución?" Mi respuesta podría resumirse aproximadamente en "terror, progreso y movilidad ascendente"». B. «La sociedad soviética puede conceptualizarse como una prisión o un ejército de reclutas […] una escuela de las estrictas […] un comedor de beneficencia o […] una organización humanitaria de ayuda a los damnificados». Podría pensarse que estas afirmaciones incompatibles están tomadas de un debate; lo cierto es que las ha realizado la misma persona. Se trata de Sheila Fitzpatrick, catedrática de Historia de la Universidad de Chicago, que fue presentada adecuadamente en la convención de la Historical Society celebrada en Boston el mes de junio del pasado año como «la influencia individual más importante en los estudios soviéticos americanos durante los últimos treinta años». El primer «misterio» soviético que debemos aclarar, por tanto, es cómo la autora logró pasar de A a B afirmando hablar en todo momento desde una base estrictamente archivística.

Fitzpatrick fue una representante destacada del desafío «revisionista» de los años setenta al modelo «totalitario» del comunismo posterior a la segunda guerra mundial. La idea central de esta corriente crítica era destronar la política y la ideología, que actúan «desde arriba», como principios explicativos del sistema soviético en favor de la historia social del pueblo, que opera «desde abajo», enlazando así hacia atrás la historiografía rusa con la vanguardia definida por E. P. Thompson y la Escuela de los Annales. Dicho de manera sencilla, se lanzó la acusación de que en el modelo totalitario el sistema soviético era un «monolito» con todo «manipulado» desde un único centro. Como tal, se trataba de una caricatura de la guerra fría, no de ciencia social «objetiva» (el corolario implícito es que los revisionistas estaban al margen de toda política).

Dentro de este contexto, la especial importancia de Fitzpatrick vino definida por el alcance de su revisionismo. Los primeros practicantes del movimiento habían revisado la historia bolchevique sólo a partir de un Octubre supuestamente «proletario» hasta la presuntamente democrática «alternativa Bujarin» de la nueva política económica (NPE) de los años veinte, una perspectiva que hizo del estalinismo una aberrante «revolución desde arriba». Fitzpatrick dio el paso más audaz de introducir el enfoque vanguardista en los estalinistas años treinta, manifiestamente antidemocráticos.

En esa década fundamental, Stalin libró la batalla de «construir el socialismo» en tres «frentes»: el industrial, el agrícola y el cultural. Con la publicación de Everyday Stalinism, Fitzpatrick se ha movido ya a ras de suelo en los tres campos de batalla. En este volumen se vale de archivos accesibles recientemente para examinar la «vida ordinaria» en el mundo extraordinario de las nuevas ciudades socialistas de Stalin. En su inmediato predecesor, Stalin's Peasants (1994), había estudiado la «resistencia y supervivencia» en sus nuevas granjas colectivas. No obstante, ni uno ni otro libro pueden entenderse sin su obra anterior sobre el «tercer frente» del bolchevismo: la «cultura».

Su premisa inicial era que el sistema educativo soviético impulsó la transformación de la sociedad en su conjunto, una propuesta que produjo en 1970 su innovador The Commisariat of Enlightenment, 1917-1921 (para este tema relativamente neutral, podía accederse entonces a algunos archivos). En 1979 explicó en todo detalle las consecuencias lógicas de este tipo de «ilustración» con Education and Social Mobility in the Soviet Union, 1921-1934. Su tesis era que la educación técnica intensiva de los trabajadores durante el primer plan quinquenal de Stalin dio lugar a su vydvizhenie, o promoción social, a gran escala, pasando a ocupar puestos directivos de gestión y en el seno del Partido.

De hecho, este mensaje ya había sido difundido en 1978 en un artículo semejante a un manifiesto que servía de introducción a un volumen que editó Fitzpatrick con el título Cultural Revolution, 1928-1931 . Hasta la aparición de este nuevo texto canónico, tanto en los escritos soviéticos como en los occidentales la NPE de semimercado había quedado deslindada de la época de Stalin por la «Gran Ruptura» de 1929, tras la proclamación por parte del Líder en aquel año de la marcha «a toda máquina» hacia el socialismo. Fitzpatrick introdujo entonces con calzador un tercer período bien diferenciado entre el NPE y el plan: la Revolución Cultural de 1928-1931 (siempre escrita con mayúsculas).

No se trataba de una mera conveniencia narrativa. Ofrecía una nueva visión de la historia comunista al fundar el fenómeno indiscutible de la vydvizhenie en una «Revolución Cultural como lucha de clases» de estilo maoísta. Con ello se quería hablar de la existencia de una genuina revuelta de trabajadores con conciencia de clase y de activistas más jóvenes del Partido contra la «intelligentsia burguesa», esto es, esos especialistas del antiguo régimen a quienes el Partido mantuvo en puestos directivos durante la NPE debido a la carencia de «cultura» técnica de sus propios cuadros.

En efecto, la Revolución Cultural de Fitzpatrick es una especie de Segundo Octubre, que completa la labor destructiva de 1917 y proporciona a un tiempo al trabajador ímpetu «desde abajo» para el remate constructivo de la Revolución, el plan quinquenal de Stalin. Es evidente que, dada la omnipresencia del Líder en esa empresa, Fitzpatrick tiene que evitar entrar en las proporciones exactas de aportación a la misma «desde abajo» y «desde arriba»; de hecho, tras alentar en 1928 el brío de los radicales, Stalin los refrenó en 1931 como un preludio a la consolidación del socialismo a mediados de la década. Sin embargo, la Revolución Cultural ha seguido siendo para Fitzpatrick a lo largo de su carrera el gran hito de la historia soviética. Así, aún en 1992, en varios artículos reunidos bajo el título On the Cultural Front, el mensaje sigue resonando con gran claridad:

«El año 1928 fue un punto de inflexión no sólo para la política cultural soviética sino para la política en todos los campos. Fue el comienzo de una nueva revolución que derrocó todo excepto el liderazgo estalinista, una convulsión tan violenta que parecía que el partido gobernante se había sublevado simultáneamente tanto contra la sociedad que gobernaba como contra sus propias instituciones de gobierno [la cursiva es nuestra]».

En suma, el estalinismo no fue ninguna «aberración» o «traición» al Octubre de Lenin, como mantenían los críticos, desde Trotsky a los neobujarinistas. Fue «la Revolución cumplida», afirma Fitzpatrick, apropiándose para sus fines positivos de la evaluación negativa del viejo «totalitario» Adam Ulam en su Stalin (1973).

Este «cumplimiento» constituye la esencia de su síntesis breve e influyente The Russian Revolution, publicada en 1982. Aquí la Revolución aparece como una fuerza de la naturaleza, un torrente de cambio social que va del comunismo de guerra a la cultura «dura» que impele la vydvizhenie , pasando por el repliegue de la NPE con su línea «suave» en temas culturales. Y la promoción masiva de obreros procedentes de las fábricas que tuvo lugar produjo una «intelligentsia específicamente soviética», a un tiempo roja y experta, para dirigir el nuevo socialismo. Este proceso culminó con la «generación de Breznev», una cohorte de trabajadores formados intensivamente en 1928-1932 y promovidos, a pesar de ser recién estrenados treintañeros, a altos puestos para remodelar un Partido diezmado por las grandes purgas de 1937-1938. Esta selecta generación mantendría en marcha la revolución ya «cumplida» hasta los años ochenta. Este es el «gran relato» tras la cita «A» incluida más arriba y, como una cuestión estrictamente fáctica, capta realmente la trayectoria del bolchevismo.

Está claro que la meta final de la historia no era la sociedad igualitaria que había prometido originalmente el Partido, pero así avanza el curso paradójico de la revolución, «la revolución traicionada», si se quiere. En fin de cuentas, el lema liberté, égalité, fraternité había producido no el triunfo del Hombre en general, sino el de una nueva élite. Fitzpatrick respalda esta visión realista con el paradigma clásico de la revolución de Crane Brinton como una «fiebre» radicalizadora que aumenta por medio del terror a Thermidor y a una nueva estabilización.

Desgraciadamente, sin embargo, ella no reparó en las observaciones de Brinton sobre Rusia. Porque él se dio cuenta vagamente, incluso ya en 1952, de que la revolución bolchevique no fue «normal», puesto que careció de un verdadero Thermidor. Aunque la fiebre amainaría más tarde, los leninistas-jacobinos permanecerían en el poder indefinidamente; así, inspirándose en Trotsky, Brinton tildó torpemente el caso ruso de una «revolución permanente». Una etiqueta más precisa, sin embargo, viene sugerida por el Partido Revolucionario Institucional de México; y lo cierto es que Octubre produjo la primera revolución institucional, impulsada desde el propio régimen.

Nadie podría discutir que, gracias a Fitzpatrick, ahora sabemos más acerca de la década culminante de la historia soviética. Pero, ¿la entendemos mejor? Esta pregunta es aún más apremiante si tenemos en cuenta que el «gran relato» que conduce al «socialismo realmente-existente» de Breznev ha quedado ya totalmente anulado por los hechos: arrojado al «montón de polvo de la historia», como apunta (sin comentario) la propia Fitzpatrick en la reedición de 1994 de su concisa historia. Tampoco queda aquí ningún legado vivo de Octubre, como sí sucede en el caso de la Bastilla y la Declaración de los Derechos del Hombre. Así las cosas, ¿qué luz arrojan los dos libros aquí reseñados sobre el nuevo status del tema al que ha dedicado toda su vida?

Misteriosamente, Everyday Stalinism no ofrece ninguna respuesta a esta pregunta. La historia que cuenta es claramente más sombría que el anterior relato de progreso y movilidad social de Fitzpatrick.

Sin embargo, a pesar de los archivos que consulta –informes policiales, cartas y peticiones de la población a las autoridades–, su nuevo relato difícilmente puede considerarse como vanguardista. El privilegio de la nomenklatura , el favoritismo (blat) del apparatchik , la miseria masiva y, por supuesto, el terror de los años estalinistas no han sido ningún secreto ya desde I Chose Freedom (1946), de Viktor Kravchenko: este otrora vydvizhenets originario de la región natal de Breznev y de su exacta cohorte de edad nos dio, en efecto, nuestra primera historia social de «socialismo en construcción», y en los tres «frentes» (Fitzpatrick cita ahora esta obra de pasada). Es cierto que ella añade algunos detalles picantes, pero éstos no son sinónimos de comprensión. Así, su relato simplemente pende en el aire sin contexto histórico o marco para la explicación (como hace su volumen complementario sobre el campesinado koljós). Sin embargo, esta misma ausencia de comprensión nos dice algo importante sobre los propios archivos. Contrariamente a las tan extendidas expectativas, no han revelado ninguna Unión Soviética «desconocida». Sólo confirman, y profundizan, nuestros juicios más sombríos en torno a la trayectoria bolchevique; esta es la verdadera novedad en Stalin's Peasants y Everyday Stalinism. Pero esta novedad era más que suficiente para destruir el antiguo «gran relato» de Fitzpatrick y, en consecuencia, para hacerle pasar de A a B.

En este terreno desconocido, sus análisis son o discutibles o manidos. Ambos volúmenes otorgan demasiada importancia a esa especialidad del revisionismo, la «negociación» entre el poder del Estado y el pueblo. Incluso suponiendo que este término se utilice en el sentido sociológico de interacción social, comporta connotaciones de igualdad y normalidad inapropiadas en una situación de terror institucionalizado. Esto queda perfectamente ilustrado por lo que es en su conjunto una buena visión global de nuestro conocimiento del tema, Stalin's Peasants. Aquí, «arriba» y «abajo» funcionan como un balancín y al final no estamos seguros de qué lado está más alto. Así, el libro detalla el odio que los campesinos sentían por el Líder y por sus koljoses como «segunda servidumbre», al mismo tiempo que les asigna el papel de «ratones» aprovechándose de las purgas para denunciar a los «gatos» locales del Partido y, aún más, para obligar a que el gato del Kremlin les concediera el control de sus tierras familiares. De hecho, casi da a entender que los ratones ganaron. Sólo podemos estar seguros de una cosa: vuelve a recalcarse –una vez más– que el estalinismo no fue ningún «monolito».

Incluso allí donde las explicaciones de Fitzpatrick son más perspicaces, no constituyen nada nuevo. Si Everyday Stalinism tiene una tesis, ésta es que las brutales relaciones sociales durante el estalinismo fueron el resultado de una «economía de escasez» en la que el rango político, no el rendimiento productivo, era la moneda del reino. Pero esto lo señaló ya el economista húngaro Janos Kornai en 1980; y en 1983 fue desarrollado para Rusia por el refugiado político Igor Birman. Además, la autora no explica adecuadamente que la escasez fue el resultado inevitable de una «planificación» conducida políticamente. Por lo que respecta a las actitudes populares, se basa profusamente en obras y memorias impresas de disidentes clásicos como Alexander Solzhenitsyn y Evgeniia Ginzburg, fuentes que los revisionistas habían denunciado anteriormente como «subjetivas». De hecho, recurre profusamente al Harvard Project of Interviews con desertores soviéticos realizado en los duros años cincuenta de la guerra fría.

Por encima de todo, sin embargo, Everyday Stalinism atribuye constantemente a «el Estado», «el régimen» y, por supuesto, al Líder los papeles de agentes fundamentales de los hechos. El libro comienza así: «Pocos libros sobre la vida cotidiana se abren con un capítulo sobre gobierno y burocracia […] al Estado no puede nunca prohibírsele la entrada, por mucho que lo intentemos». Y el retrato conclusivo del libro de la sociedad soviética como un mundo carcelario ya ha quedado recogido más arriba en la cita «B». Pero, ¿en qué «gran relato» podría encajar todo esto? Lo que viene de inmediato a la mente es el viejo Modelo T[otalitario] de la sovietología. De hecho, la propia autora deja a veces que se le escape la «palabra T».

Al segundo nuevo volumen de Fitzpatrick, Stalinism: New Directions , le correspondía aclarar este asunto, ya que su prometedor título reconoce que ningún historiador puede funcionar sin un marco conceptual. Para llegar directamente a este aspecto crucial, por tanto, examinaremos únicamente las afirmaciones programáticas de la editora, ignorando, muy a nuestro pesar, los artículos (muchos de ellos excelentes y todos merecedores de la reimpresión) de historiadores más jóvenes con los que aquélla ilustra el estado actual de los estudios estalinianos.

La introducción de Fitzpatrick es un derroche desbordante de entusiasmo sobre el progreso de su especialidad en los años noventa. El «dramático» derrumbamiento de la Unión Soviética «puso fin a la larga separación» de los estudiosos rusos y occidentales; se abrieron los archivos; «trabajo de campo antes impensable» pasó a ser posible: ¡un verdadero «filón»! Simultáneamente, el «entusiasmo» por las fuentes se correspondió con el «entusiasmo por la teoría». Tras haber superado el modelo totalitario con la historia social, hemos pasado a la «historia cultural», una amalgama posmoderna de Alltagsgeschichte, mentalités y la descripción social «densa» de Clifford Geertz. Los años noventa fueron, en general, «una década de avances decisivos».

Que el derrumbamiento del comunismo pueda arrojar nueva luz sobre su esencia, sin embargo, no forma parte de estos avances decisivos. Fitzpatrick se hace eco, en cambio, de la perplejidad de Churchill en 1939: ahora declara que el estalinismo, tan transparente para ella en otro tiempo, es un «misterio». Aun así, distingue dos tendencias opuestas para forcejear con él.

La primera es la teoría de la «modernización» revisada. Antes, los estudiosos habían buscado análogos soviéticos de los «procesos de desarrollo» como «burocracia», «movilidad ascendente» y «educación popular». (La propia vydvizhenie de Fitzpatrick se ajusta a este paradigma.) Los nuevos teóricos ven el comunismo como una «modernidad alternativa», poniendo el énfasis en la «planificación controlada por el Estado», el «bienestar gubernamental» y la «vigilancia popular». Y esta distinción tiene su razón de ser. Pero la verdadera novedad de los años noventa es que la modernización soviética, aunque caracterizada, resultó ser una alternativa «patológica», cuya desaparición ha convertido a Rusia en el lisiado de Europa.

La segunda nueva dirección de Fitzpatrick es el «neotradicionalismo», un aparente oxímoron que requiere de exégesis. El concepto se basa en la distinción de Max Weber entre sociedades tradicionales y modernas: las primeras serían jerárquicas y tendrían su base en el status, mientras que las segundas serían móviles y legales-racionales. El modelo de Weber fue, concretamente, el Antiguo Régimen europeo organizado en una jerarquía de status formada por «estamentos» hereditarios (en la Rusia zarista, sosloviia). Fitzpatrick, en su contribución inicial, Ascribing Class (publicada por primera vez en 1993) ha adaptado este concepto para explicar el nuevo orden de Stalin.

A Fitzpatrick le ha preocupado desde hace mucho tiempo la paradoja insuperable que afrontaron los bolcheviques para conseguir que su categoría básica de «clase» socioeconómica encajara con la realidad soviética posrevolucionaria y desestructurada. Una vez que Stalin hubo «construido el socialismo», el problema desapareció oficialmente, ya que ahora existían únicamente las clases «no antagonistas» de obreros, campesinos koljoses e intelligentsia. En realidad, por supuesto, el socialismo tenía también una jerarquía, que iba del campesinado koljós hasta la élite de los «cuadros». Además, el Partido necesitaba mantener las cosas de este modo para conseguir que el sistema funcionara (la «nivelación» y los salarios por horas habían sido denunciados en 1931 junto con el vigilantismo cultural).

En el sistema de pasaportes introducido en 1932 se adscribió, por tanto, una «posición social» a todas las categorías de la población. Esto es, el status social se definía ahora en relación con el estado, no con la clase económica. Y esto, señala Fitzpatrick, ofrecía «un equivalente casi exacto» del sistema de estamentos zarista: no «en toda la extensión de la palabra», es cierto, pero sí con un parentesco cercano. Sin embargo, ¿cómo puede conciliarse todo esto con su tesis fundamental de una vydvizhenie modernizadora y democrática? Y, ¿se da cuenta de que su nueva posición la coloca en la misma esquina que el Archiguerrero Frío, Richard Pipes, para quien el comunismo era sólo la autocracia tradicional rusa pintada de rojo? Aparentemente, no tiene dudas a uno u otro respecto. Así que espera seriamente que nos creamos que el Gran Octubre, junto con su cohete propulsor de la Revolución Cultural, acabaría en una cuasi-reinstauración del Antiguo Régimen. ¡Demontres!

Está claro que aquí hay un grave error, y no sólo en el otrora «gran relato» de Fitzpatrick, sino en toda la empresa revisionista. Una cosa es decir que la Rusia soviética tuvo una historia social (y el mérito de los revisionistas fue delimitar este terreno), pero otra muy distinta es hacer del proceso social el principio explicativo del comunismo, y esta fue la verdadera ambición de los revisionistas. Pero la afirmación de que la historia es básicamente social no es una proposición objetiva; es en sí misma un programa político e ideológico, que realza ciertos factores históricos y tapa otros. El énfasis en lo social homogeneiza naciones y culturas, ocultando especialmente el hecho de que política e ideología son «variables independientes». Esta independencia es real en todas las sociedades; es elemental en el caso soviético, como en la actual visión de Fitzpatrick del estado demiurgo de Stalin «adscribiendo clase» en la sociedad que acababa de crear desde arriba.

Es precisamente la falacia socialreduccionista del revisionismo la que subyace en la Revolución Cultural de Fitzpatrick. Es extraño que antes de 1978 nadie sospechara de la existencia de ese hecho. Lo cierto es que incluso ahora la noticia apenas ha cruzado el Atlántico; y aún ha de llegar a Rusia, donde los historiadores siguen apañándoselas con la Gran Ruptura. Bueno, nunca hubo nada del tipo de una «revolución cultural como lucha de clases social».

Esto no significa, por supuesto, que todo fuera una pura invención de ella. Tuvo lugar realmente un aumento de izquierdismo en los preparativos del primer plan quinquenal. Comenzó en 1928 con el juicio de los ingenieros «burgueses» de Shakhty en 1928 por «arruinar» la industria; se extendió por la sociedad con la revuelta de la Komsomol (juventudes comunistas); y produjo una campaña a favor de la «hegemonía proletaria» en la literatura (esto es, la hegemonía de los intelectuales marxistas). La parte inventada del relato de Fitzpatrick es la primacía de una dinámica social que impulsaba estos hechos «desde abajo».

El régimen soviético era, en fin de cuentas, un estado propagandístico. A partir de 1928, su propaganda política había estado imbuyendo a la población del principio fundamental marxista de «lucha de clases»; y en una situación de ese tipo el «izquierdismo pueril», como lo llamó Lenin, es siempre una posibilidad. Con la puesta en marcha del primer plan quinquenal en ese mismo año, el Partido puso por fin rumbo hacia su objetivo supremo, el socialismo. Al proclamar que «no hay fortalezas que los bolcheviques no puedan asaltar», Stalin infundió entusiasmo a las tropas con el juicio de Shakhty (al igual que hizo más tarde Mao con su «Revolución Cultural») y las tropas, por supuesto, respondieron con un «acoso de los especialistas», y con grandes esperanzas de heredar esos trabajos «burgueses». Sin embargo, la propia ingenuidad izquierdista del Líder sobre lo que significaba «asaltar» se vio rápidamente corregida por el caos contraproducente que desencadenó; se puso de manifiesto que hacían falta expertos, y no sólo rojos, para la modernización. De modo que hubo que rehabilitar en gran medida a los especialistas «enemigos de la clase obrera», y los trabajadores llamados eventualmente a sustituirlos recibieron simultáneamente una formación intensiva.

En términos generales, esto se ha sabido durante décadas. De hecho, la importancia de la vydvizhenie fue explicada en detalle ya en 1958 por el patriarca de los totalitarios, Merle Fainsod, en su Smolensk Under Soviet Rule . En cuanto a llamarlo «lucha de clases», a todo lo que hicieron los soviéticos se le llamó así. En realidad, sin embargo, 1929-1932 fue una «guerra del estado contra la nación», como opina ahora Fitzpatrick en Everyday Stalinism , citando, una vez más, al difunto Adam Ulam.

Y, lo que es más, puede inducir a error llamar a la vydvizhenie «movilidad social», porque los beneficiarios de esta movilidad no prosperaron en la sociedad; prosperaron en la jerarquía estatal de la industria nacionalizada o en el apparat del Partido que guiaba ese Estado. Y esto constituye una movilidad de status de un tipo político, abierta únicamente a lo ideológicamente correcto. El meteórico ascenso de Breznev no lo convirtió en ningún Horatio Alger, del mismo modo que su nombramiento como secretario general tampoco lo ungió como el elegido por el pueblo.

En suma, la nueva dirección predilecta de Fitzpatrick nos ofrece un eje narrativo que conduce de una Revolución Cultural imaginaria a un neoAntiguo Régimen inexistente. Así las cosas, ¿cómo volver a la realidad? Encontrando el origen de esta ofuscación de ciencia social en las circunstancias específicamente soviéticas. «Clase adscrita», al fin y al cabo, es lo mismo que la «burocracia» de Trotsky y la «clase nueva» de Djilas, términos tomados de la sociedad «normal» y tan artificiales en el contexto soviético como Thermidor. Existe, sin embargo, un excelente término soviético para el primer Estado del comunismo del «antiguo régimen» de Fitzpatrick. Ese término es nomenklatura, que expresa precisamente el status adscrito específico no de cualquier estado, sino del fenómeno histórico único del Estado-Partido leninista. Ídem por lo que respecta a la particularidad histórica del campesinado de Stalin: la servidumbre tradicional significa adscripción a un señor o a la tierra; el campesinado koljós significa adscripción a esa revolución institucional del Estado-Partido.

Además, esta innovación del siglo XX presupone la utopía moderna por antonomasia, el socialismo marxista. El marxismo no opera como la ideología política de liberté, égalité, fraternité de la que surgió dialécticamente. Su objetivo es la meta social milenaria de un mundo nuevo y un hombre nuevo más allá de todas las desigualdades y la explotación del capitalismo. Pero como un futuro tan «radiante» es una meta inalcanzable, la «revolución desde arriba» estalinista se tradujo en la práctica en una modernización intensiva; y, una vez que remitió la fiebre ideológica que impulsaba ese gran salto coercitivo, implosionó la modernidad patológica de la revolución institucional. Esto es lo que explica realmente el «misterio» del estalinismo. No hay ningún misterio en el fracaso de un empeño intrínsecamente imposible.

Y la mejor manera de describir el sistema, mientras duró, es tildándolo de «totalitario», no en el sentido pusilánime de «monolito» tan caro a los revisionistas, sino en el de un tipo ideal de poder ideocrático coercitivo. Y es que debería ser evidente para todo aquel que tenga ojos para ver que el régimen soviético perseguía dirigir toda actividad humana –económica, social y cultural– hacia un único fin ideológico absoluto, y que utilizó el terror institucional para alcanzarlo. Es cierto que la resistencia de los ratones dio lugar a concesiones periódicas, del tipo de la NPE; y que el Homo Sovieticus interiorizó una gran parte del discurso bolchevique. Pero difícilmente puede afirmarse que ésta fuera la dinámica propulsora del régimen.

Una década después de la caída, el revisionismo ha terminado claramente en un callejón sin salida conceptual. Los intentos de camuflar esto con una ciencia social no-tan-objetiva simplemente traicionan una disciplina sumiéndola en un estado de negación, porque la última década dejó claro que la tarea que nos aguarda es volver a contar la historia soviética de modo que tenga sentido su asombroso final en forma de derrumbamiento, y esto significa acercarse al comunismo, en primer lugar, con sus propios términos inconfundiblemente ideológicos y políticos. Esta es la auténtica nueva dirección indicada por el frustrado encuentro de Fitzpatrick con esos archivos abiertos largamente esperados.

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