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Richard Pipes y la revolución bolchevique

From the Secret Archive. The Unknown Lenin.

RICHARD PIPES (ED.)

Yale University Press, New Haven and London

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Nos cuenta Pipes, en la breve introducción a esta colección de documentos (cien concretamente), extraídos del fondo de los archivos soviéticos recientemente abiertos, que se había considerado oficialmente «completa» la quinta edición de las obras de Lenin, en cincuenta y cinco tomos, aparecidos entre 1958 y 1965. Pero con la apertura de archivos del postcomunismo han aparecido nada menos que 6.724 documentos no publicados de Lenin, de los cuales casi la mitad plantean el problema de su atribución segura. Pipes se muestra convencido de que aparecerán más, a pesar de la obsesión por el secreto del artífice de la Revolución rusa y de su continuo esfuerzo por controlar y destruir aquellos que consideraba comprometedores. Son precisamente algunos de éstos los que integran la selección que Pipes ha llevado a cabo. A través de ellos, pueden constatarse toda una serie de aspectos iluminadores, aunque no desconocidos, de la política y de la personalidad del Lenin gobernante.

Veamos tan sólo algunos ejemplos: Lenin y Stalin autorizaron el primer desembarco aliado que tuvo lugar en el puerto de Murmanskm, en el Mar Blanco, durante la primavera de 1918. El objetivo fue tratar de compensar la contundente presión alemana que rodeó las angustiosas negociaciones de la paz de Brest-Litovsk, firmada por esas mismas fechas, y en la que Lenin se entregó incondicionalmente a Alemania para salvaguardar el poder bolchevique. Sin embargo, la presencia de tropas anglo-francesas en territorio ruso durante la guerra civil se ha presentado siempre como la demostración de una intervención imperialista multiforme contra el bolchevismo. Eso no impidió que, cuando en el verano de 1920 el Ejército Rojo se encontraba a las puertas de Varsovia, al término de la guerra civil rusa, Lenin alimentase las más locas ilusiones respecto al desencadenamiento definitivo de la revolución en Alemania y, cercano ya a la alucinación, en Gran Bretaña, al mismo tiempo que, junto a Stalin, estudiaba la posibilidad de avanzar con otro ejército por el sur sobre Checoslovaquia, Hungría y Rumania, hasta la mismísima Italia. Toda una prefiguración, pues, del futuro imperio de las «democracias populares».

Otros documentos tienen que ver con la psicología del personaje. Fuera de los integrantes de su círculo inmediato, Lenin careció de sensibilidad para el sufrimiento humano. No movió un dedo contra las conductas antisemitas y otras muestras de barbarie del Ejército Rojo que les denunciaron diferentes informes, pero se dedicó con ahínco a confeccionar listas de intelectuales, durante la etapa supuestamente liberal de la Nueva Política Económica (NEP), en colaboración con la policía política, entonces bajo las siglas GPU, para exiliar a los que consideraba más peligrosos.

Martin Malia, otro de los principales estudiosos norteamericanos del bolchevismo, hizo en su momento un balance no muy entusiasta de este libro de Pipes, a cuyos planteamientos se encuentra, por otra parte, bastante próximo. Su crítica fundamental consistía en que Pipes interpretaba el bolchevismo como una restauración del patrimonialismo y el despotismo tradicionales del estado ruso, con relación a lo cual la ideología marxista constituía un simple epifenómeno. De ese modo Pipes subestimaba la fundamental condición de ideólogo fanático de Lenin. Malia también consideraba ingenuo creer que, por echar algunas manchas en su icono, iba a alterar el balance «globalmente positivo» que el fundador del bolchevismo, por contraposición a Stalin, disfruta todavía en la versión justificadora de la Revolución rusa que predomina en Occidente.

No estaría nada mal que el lector español pudiera juzgar por sí mismo el fundamento de estos reproches de Malia (que sí está traducido a nuestra lengua), disponiendo también de la traducción de, cuando menos, A concise History of the Russian RevolutionLondon, The Harvill Press, 1995, 431 págs., de Pipes, un excelente resumen de unas cuatrocientas páginas, de las alrededor de mil quinientas de apretada letra que ha dedicado al proceso histórico ruso desde el comienzo del reinado de Nicolás II, en 1898, hasta la muerte de Lenin, en 1924Me refiero a The Russian Revolution, New York, Alfred A. Knopf, 1990, obra que va de 1898 a 1918, y a Russia under the Bolshevik Regime, New York, Vintage Books, 1995, de 1918 a 1924. Además de estos dos trabajos fundamentales y, entre otras publicaciones, Pipes escribió una interesantísima biografía de un personaje fundamental en la trayectoria del marxismo y del liberalismo ruso, Piotr Struve: Struve: Liberal on the Left 1870-1905, Cambridge Mass., Harvard U. P., 1970, y Struve: Liberal on the Right 1905-1944, ibíd., 1980.. Al fin y al cabo, entre nosotros, las grandes obras dedicadas a la historia del bolchevismo siguen siendo las de Edward Hallet Carr (de la que se ha llegado a escribir que lo mejor eran las notas), y las de Isaac Deutscher, traducidas a finales de los años sesenta y durante los setenta. Tómese quienquiera la molestia de repasar de este último, por ejemplo, su breve y brillante ensayo La revolución inconclusaMéxico, Era, 1967. y, sin perjuicio de su enfoque crítico, dentro del marxismo, y de su calidad de estilo, comprobará hasta qué punto está idealizada la naturaleza del régimen bolchevique y es imposible explicarse su hundimiento desde las premisas que Deutscher establece. Nada muy distinto ocurre con la de Carr.

La lectura de Pipes es más que recomendable, por tanto, con estos antecedentes, y su efecto puede compararse al que produce la de François Furet sobre la Revolución francesa y su proyección política e intelectual a lo largo del siglo XIX en el país vecino. Ciertamente son estilos muy distintos; conceptual y muy elegante el de Furet, en el que resulta evidente la impronta tocquevilliana; sencillo y empirista el de Pipes, que recurre a la superabundancia informativa para fundamentar su intención crítica. El resultado final es, sin embargo, muy similar: ambos llevan a cabo una remoción contundente, hasta desmoronarla, de lo que Furet llamó «vulgata marxista» a la hora de explicar ambos acontecimientos y sus consecuencias.

Centrándonos en Pipes, su empirismo no significa que carezca de premisas teóricas y metodológicas y que no las declare, sino todo lo contrario. Él pronuncia una condena moral explícita del régimen bolchevique porque violó sistemáticamente el imperativo categórico kantiano según el cual las personas deben ser tratadas siempre como fines y no como medios. A pesar de lo dicho por Malia, para Pipes, el bolchevismo, como primera manifestación del régimen totalitario (a cuya comparación con el fascismo italiano y con el nacionalsocialismo alemán dedica un capítuloRussia under the Bolshevik Regime, cap. V. Unión Soviética Septiembre, 1998.) fue el fruto de la interrelación entre el marxismo y las tradiciones patrimoniales y absolutistas del Estado ruso.

En un segundo escalón, Pipes establece otra distinción fundamental: la de febrero de 1917 en Petrogrado, que determinó la abdicación de Nicolás II, sí fue una revolución, pues en ella confluyeron un malestar social difuso y los designios encontrados de todas las fuerzas políticas, coincidentes, no obstante, en desembarazarse del zar. Pero la de octubre de ese mismo año, fue un golpe de Estado, urdido a caballo de una anarquía social creciente y aterradora y desde el más absoluto desprecio a los intereses de Rusia como nación, pero también de la propia democracia soviética que se pretendía hacer triunfar.

Para Pipes, que analiza el intenso desarrollo económico experimentado por Rusia desde los años noventa del pasado siglo hasta la guerra de 1914 y los profundos cambios que acarreó en una sociedad todavía agraria y muy primitiva, la revolución bolchevique no fue un estallido social, resultado de causas económicas, sino producto del aprovechamiento, por razones doctrinales, de la quiebra de un Estado, minado por las exigencias imprevistas y crecientes de la Primera Guerra Mundial, que ya antes carecía de una legitimación política y cultural mínimas. Para entender esa falta de legitimidad, Pipes establece dos referencias de fondo. Una describe el gobierno burocrático zarista, la división de los funcionarios entre defensores de los métodos policiales y la arbitrariedad, parapetados en el Ministerio del Interior, y aquellos vinculados a las tareas del desarrollo económico, agrupados en el Ministerio de Finanzas, partidarios igualmente de un gobierno autoritario, pero atenido estrictamente a sus propias leyes y gradualmente abierto a la participación en el gobierno de las élites sociales. En el centro estaba el zar. Nicolás II, como Luis XVI, detestaba la política. Persona de modales impecables, según todos los que lo conocieron, fue incapaz, sin embargo, de concebir su oficio de otro modo que como autócrata; del mismo modo que Luis XVI tampoco supo imaginar el suyo fuera de los esquemas de la sociedad estamental.

El otro elemento de referencia fundamental para Pipes es el de la inmensa masa campesina, más del 80% de la población. Apegada profundamente al orden de la comuna agraria, Pipes presta especial atención al tipo de actitudes que aquélla generaba en la inmensa mayoría de los campesinos: hostilidad hacia el individualismo, la propiedad privada y el enriquecimiento por otra vía que no fuera el mayor número de hijos. Por otra parte, los campesinos rusos carecían de ayuntamientos, que es tanto como decir que les era ajena la versión más elemental de conceptos como el de patriotismo, ley o representación política. Para ellos o el poder era férreo y arbitrario o no existía, en cuyo caso derivaban hacia la anarquía, es decir, hacia el engullimiento dentro de las comunas agrarias de todas las tierras explotadas comercialmente o poseídas de forma individual. Fue lo que ocurrió entre febrero y octubre de 1917, y lo que los bolcheviques sancionaron. Su sueño se completaba con la desaparición del Estado y de las ciudades.

Entre el Estado zarista y la masa campesina, políticamente, no había nada. Hasta que ese vacío trató de rellenarlo la intelligentsia revolucionaria, desarraigada, dividida en tendencias políticas opuestas, desesperadamente minoritaria, violenta o condescendiente con la violencia. Cuando la crisis política estalló en 1905, ya no se cerró. El motivo, para Pipes, fue que la monarquía limitada con un primer parlamento representativo o Duma, que estableció el manifiesto imperial de octubre de aquel año, además de llegar con retraso excesivo, no fue aceptada lealmente ni por el zar y los elementos nacionalistas y antisemitas, ni por las tendencias revolucionarias de la intelligentsia. Cobran gran interés, a este respecto, los análisis de la política de reformas del conservador Arcadi Stolypin, del lado del poder, y la trayectoria del partido demócrata-constitucional (kadet), el más importante, con diferencia, de la oposición democrática en las sucesivas Dumas. Con el asesinato de un Stolypin, ya en precario, en 1911, la dirección política del Estado se vino progresivamente, sobre todo con la guerra, abajo. El zar, aislado y desprestigiado, abandonó Petrogrado y se refugió en el Estado mayor, y la dirección de la política quedó en las manos indescriptibles y de la zarina y Rasputín. En vísperas de febrero de 1917, el Consejo de ministros ni se reunía; la censura de guerra no funcionaba. En ese sentido, los meses de los gobiernos provisionales, con Lvov, Miliukov y Kerenski, no fueron sino la prolongación acentuada de la impotencia anterior. Los soviets de obreros y soldados, incapaces de gobernar, se limitaron a sancionar el fin de la disciplina militar y social. Atenazados entre las exigencias de la guerra y la urgencia de las reformas, los partidos de la coalición democrática, kadets (hasta mayo), socialistas-revolucionarios y mencheviques, trataron de ganar tiempo, con el prejuicio de no dar bazas a la contrarrevolución. Sobre este asunto, una de las partes más asombrosas del relato de Pipes es la referida al equívoco del golpe de Estado del general Kornílov y el modo en que lo explotó Kerenski con el objetivo de convertirse en el héroe indiscutible de la democracia rusa. Una actitud, esa de no dar bazas a la contrarrevolución, que los bolcheviques y Lenin en particular explotaron sin contemplaciones para conquistar el poder y después para conservarlo. Para Pipes, Lenin alentó siempre la conquista violenta del poder. Primero, mediante manifestaciones tumultuarias en los meses de mayo y julio, luego, en octubre, recurriendo a un golpe militar organizado. Con relación a esa constante, el papel atribuido a los soviets fue el resultado de una pura manipulación, sin otro objetivo que la sanción ex-post de lo hecho por la vanguardia revolucionaria. Sus adversarios democráticos nunca se atrevieron a pensar que la contrarrevolución (en tanto que enemigos mortales del gobierno representativo y de la autonomía de la sociedad civil) eran los bolcheviques, y lo pagaron caro. Es más, la mayoría de los rusos no se convencieron de que los bolcheviques habían conquistado el poder para quedarse, hasta que disolvieron la Asamblea constituyente, tras una única jornada de reunión en la que llegaron a escupir a sus adversarios. En las elecciones a la constituyente, los bolcheviques obtuvieron el 24% de los votos, frente al 47% de los socialistas-revolucionarios, el 14 de los kadets, y el 2% de los mencheviques. Vino entonces la conquista del país, manu militari, por Lenin y sus partidarios. La representación sin contemplaciones para imponerse, a la que no se atrevió el zar y, menos todavía, los gobiernos provisionales, la aplicaron ellos. Con razón concluye Pipes que la condición de Lenin no fue la de estadista, sino la de general y conquistador. Sus grandes hallazgos fueron la militarización de la política y el no distinguir entre la interior y la exterior en cuanto animosidad y falta de escrúpulos con el enemigo mortal por definición. Los principales instrumentos del éxito fueron el Partido Comunista y la Cheka; en menor medida, el Ejército Rojo. Entre los dos primeros sumaban unos ochocientos mil activistas, más unidos, disciplinados y motivados que sus dispersos y divididos adversarios. Todo lo que no se sometió, como gran parte de la oficialidad y los funcionarios zaristas, o no era útil al poder bolchevique, fue exterminado: la familia imperial en pleno y todo Romanov que no hubiera huido, la estructura jurídica y legal, la prensa de la oposición, el valor del dinero por una inflación galopante, la resistencia de los campesinos a una brutal política de exacciones a cambio de montañas de papel sin valor, la autonomía y la representatividad de los soviets y de los sindicatos, los partidos de oposición, sin exceptuar a mencheviques y socialistas-revolucionarios que apoyaron a los bolcheviques durante la guerra civil. El resultado fue una hambruna, entre 1921 y 1922, que se llevó por delante a unos diez millones y medio de personas, en particular en Ucrania, y que hubo que combatir, finalmente, con la ayuda internacional en la que ocupó un primer plano la norteamericana, al final calumniada como injerencia imperialista. Esa situación y la desafección evidente de las antiguas bases del poder bolchevique, representada por la rebelión de los marinos de la base naval de Kronstadt, impusieron la Nueva Política Económica (NEP). Un repliegue táctico que supuso el retorno al mercado de la agricultura y de una parte del comercio y de la industria, sin perjuicio del monopolio estatal en los denominados sectores estratégicos. Lo significativo fue, sin embargo, que no hubo ninguna NEP política. Se estableció definitivamente el régimen de partido único y se mantuvieron las prerrogativas extrajudiciales de la policía política, ahora GPU en vez de Cheka, en un país que había retrocedido muy por detrás de las cotas de seguridad jurídica e independencia de los tribunales respecto de la época zarista. Este endurecimiento de la dictadura, con episodios espeluznantes como el proceso de los socialistas-revolucionarios, respondió al hecho de que los bolcheviques sabían bien que, desde antes de 1921, el 99% de los trabajadores industriales carecían de preferencias políticas y el 1% restante se lo repartían los mencheviques y socialistas-revolucionarios y los antisemitas. Eso sí, del 7% de empleados por cada cien obreros industriales en 1913, se había pasado al 15% en 1921. Había llegado la nomenklatura. Para Pipes, el dilema fundamental de la NEP no estuvo en las demandas de democracia interna en el partido y en los soviets, planteadas por la oposición obrera en 1921, ni en las zozobras de un Lenin apoplético acerca de su sucesión entre Stalin y Trotsky. La cuestión fue si, ante la catástrofe sin paliativos del comunismo de guerra (y de «la revolución comunista mundial»), se hacía también una NEP política; esto es, si se compartía el poder o, incluso, se abandonaba, o, por el contrario, se mantenía la dictadura del partido comunista y de la policía política, en cuyo caso había que aplicar la dictadura también al propio partido, para que éste no transmitiera la desafección de la sociedad. Que se sepa, ningún bolchevique planteó irse a casa.

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