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La paranoia económica

LA DOCTRINA DEL SHOCK. EL AUGE DEL CAPITALISMO DEL DESASTRE

Naomi Klein

Paidós, Barcelona

Trad. de Isabel Fuentes García, Albino Santos, Remedios Diéguez y Ana Caerola

708 pp.

24 €

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Salvador Dalí definía su método artístico como «paranoico crítico»; el método expositivo de Naomi Klein podría definirse como «paranoico económico». Veamos por qué. La paranoia crítico-artística de Dalí consistía en ver relaciones plásticas entre diferentes objetos que al espectador normal nunca se le hubieran ocurrido: superpuesto en un mercado de esclavos aparecía un busto de Voltaire, el padre castrador-antropófago de Guillermo Tell resultaba ser Lenin, una mujer desnuda frente al mar vista a suficiente distancia se convertía en un retrato de Abraham Lincoln con su barba y todo, un grupo de monjes en un refectorio formaban una calavera, etc. La paranoia económica de Klein consiste en ver perversas conspiraciones capitalistas en los lugares más insospechados, donde el inocente lector nunca las hubiera advertido.

Klein se hizo famosa con su libro anterior, titulado No logo, publicado en 2001 en español por la misma editorial que publica éste. No logo era una denuncia de las empresas multinacionales de marcas famosas que engañan a sus compradores y explotan a sus trabajadores. Naturalmente, muchos de los ejemplos de Klein delataban abusos escandalosos. La autora, aunque se esfuerza por aparecer en sus biografías de solapa como una profesora de universidad con sólidas credenciales académicas, en realidad es una «periodista de investigación», especializada en acumular pequeños dossiers sobre el tema que trata, pequeñas exposiciones"de denuncia (tal empresa tabaquera oculta lo peligroso o nocivo de sus productos, tal otra empresa de confección textil o de calzado deportivo paga sueldos muy bajos a trabajadores, a menudo niños, asiáticos, etc.), tratando de convencer al lector de que todos estos escándalos –unos más reprobables que otros, por supuesto– obedecen a una especie de conspiración o colusión de todos estos monstruos del capitalismo. La evidencia de colusión es más bien dudosa, y, como se ha puesto repetidamente de relieve, en los países pobres donde estas crueles multinacionales no han actuado, como muchos africanos, el nivel de vida es más bajo que en aquellos que son víctimas de estas empresas y sus marcas. Por lo tanto, pese a estos abusos, la actuación en conjunto de estas multinacionales parece ser más beneficiosa que perjudicial para los países donde actúan. De esto último, sin embargo, no se ocupa en absoluto Naomi Klein.

CONSPIRACIÓN Y MERCADO

La doctrina del shock sigue el mismo esquema que tan buen resultado dio a su autora en el libro anterior; pero ahora no son las pérfidas multinacionales y sus engañosas marcas las que se conjuran para estrujar y extorsionar. Ahora la confabulación es aún más siniestra, porque los capitalistas, como los buitres, van en busca de desastres y situaciones traumáticas para imponer algo tan tenebroso y aterrador como… el libre mercado. De qué no serán capaces estos capitalistas: en lugar de dejar que el Estado intervenga, que es lo natural y lo justo, van por el mundo provocando o aprovechando catástrofes para imponer sus torvos designios y someter a sus víctimas a la terrible tiranía de la libre concurrencia.

Ya el título del capítulo introductorio lo dice casi todo: «La nada es bella: tres décadas borrando y rehaciendo el mundo». Y contiene frases tan elocuentes como ésta: «La idea de aprovechar las crisis y los desastres naturales había sido en realidad el modus operandi clásico de los qeguidores de Milton Friedman desde el principio. Esta forma fundamentalista del capitalismo siempre ha necesitado de catástrofes para avanzar» (p. 31). Aquí tenemos en dos breves oraciones el mensaje principal del libro, porque el más villano de todos los villanos aquí abundantemente denunciados (la lista es de lo más variado: Boris Yeltsin, Yegor Gaidar, Jeffrey Sachs, Margaret Thatcher, Ronald Reagan, Larry Summers, Thabo Mbeki, Gonzalo Sánchez de Lozada, Deng Xiaoping, Leszek Balczerowicz, Francis Fukuyama, y muchos más) es Milton Friedman, una especie de genio del mal que desde la Universidad de Chicago (más tarde el Hoover Institute, en California) dirigía a sus protervas huestes en la nefanda misión de difundir la libertad económica por el mundo.

Por si el lector lo necesitare, recordaré aquí que Friedman, muerto hace dos años, fue quizá el economista más importante de la segunda mitad del siglo XX. Pudiera sintetizarse su obra diciendo que es una rehabilitación de la economía clásica frente al paradigma keynesiano. Siguiendo en plan de síntesis simplificada, añadiré que los clásicos dirían que la economía tiende a equilibrarse por sí sola, y que este equilibrio tiene muchos aspectos positivos, a menudo «óptimos». En otras palabras, que el mercado dejado a sus propias iniciativas produce crecimiento económico y una más que aceptable distribución de la renta.

Pero, como es natural, el mercado en realidad no funciona tan perfectamente como postula el modelo, y pueden producirse imperfecciones y disfunciones. La información asimétrica y los elementos monopolísticos, por ejemplo, afectan gravemente a la eficiencia y a la equidad. Éste es uno de los temas que deben estudiar los economistas, para tratar de eliminar tales imperfecciones y facilitar que se alcancen esos «equilibrios óptimos». John Maynard Keynes, escribiendo en el período turbulento tras la Primera Guerra Mundial y durante la Gran Depresión, postuló que los mercados funcionan mucho peor de lo que los clásicos creían, y que los equilibrios que se alcanzan, cuando se alcanzan, son más «pésimos» que «óptimos», con tendencia al paro y al subempleo de los recursos. Por tanto, lo que el Estado debe hacer es intervenir en la economía para lograr un equilibrio artificial, pero preferible al que se obtiene sin intervenciónSu obra principal es The General Theory of Employment, Interest and Money, publicada en 1936 y reeditada y traducida infinidad de veces.. Los principios keynesianos dominaron en las economías occidentales desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta aproximadamente 1975. Entonces la persistente inflación y el creciente desempleo dieron lugar al concepto de «estanflación» (que hoy revive) e hicieron concebir dudas sobre la corrección del análisis keynesiano. Friedman llevaba ya por entonces decenios trabajando en un programa de investigación que tendía a demostrar que el análisis de Keynes era en muchos aspectos erróneo, que la economía que Keynes conoció era anormal por las circunstancias de posguerra y por los errores de los gobiernos, y que el modelo clásico, con ciertos retoques keynesianos (Friedman no era dogmático), seguía funcionando muy bien y produciendo óptimos resultados. Friedman y sus discípulos desarrollaron este impresionante programa de investigación encaminado a sentar las bases empíricas de sus afirmacionesEssays in Positive Economics, Chicago, University of Chicago Press, 1953; The Quantity Theory of Money and Other Essays, Chicago, University of Chicago Press, 1956; A Theory of the Consumption Function, Princeton, Princeton University Press, 1957; A Monetary History of the United States, Princeton, Princeton University Press, 1971; y «Nobel Lecture: Inflation and Unemployment», Journal of Political Economy, vol. 85, núm. 3 (junio de 1977), pp. 453-472, son quizá sus obras más importantes en esta tarea de sentar las bases empíricas de rehabilitación de la teoría clásica..

Hacía muchos años que Friedman era bien conocido y respetado por sus colegas por lo innovador de sus planteamientos y lo riguroso de su análisis, pero llegó a ser conocido del gran público cuando la crisis de los años setenta le dio la razón en sus críticas al keynesianismo. Pasó así de ser considerado un enfant terrible genial y excéntrico a ser visto como el visionario que había anticipado los problemas de la estanflación y los fallos de la política intervencionista. Tanto Margaret Thatcher como Ronald Reagan se consideraron sus seguidores en materia de política económica, y muchos otros gobiernos (desde Pinochet a los comunistas chinos) reclamaron sus consejos o los de sus discípulos. Puede decirse que el último cuarto del siglo XX contempló el triunfo pleno de la economía friedmaniana y debe admitirse que es un período que, aunque no exento de serios problemas en ciertas regiones del mundo, constituye una de las épocas más brillantes de crecimiento económico universal.

EL CASO DE CHINA

El libro de Naomi Klein, por su parte, es un catálogo más o menos convincente o coherente de casos en que las recetas de economía liberal se han aplicado por la fuerza o aprovechando situaciones bélicas o catastróficas. Su análisis –si puede llamársele así– está encaminado a meter muchos ejemplos en este esquema aunque sea con calzador, ocultando lo que no interesa y privilegiando lo que corrobora su sencillísima (aunque, como la nación, según Zapatero, discutida y discutible) tesis: que el libre mercado sólo puede imponerse por la fuerza. Baste un botón como muestra de lo tendencioso del método: el caso de China.

China es un ejemplo apabullante del éxito de las recetas de Friedman: el crecimiento económico de ese país desde que sus dirigentes echaron por la borda los dogmas del marxismo maoísta y adoptaron las recomendaciones del economista norteamericano ha sido fulgurante. Cierto, el país sigue en manos del Partido Comunista y el sistema político sigue siendo dictatorial, cosa que Friedman siempre lamentó, igual que lamentó el carácter dictatorial del régimen de Pinochet. Lo que ha cambiado ha sido el sistema económico, y el cambio ha ido seguido de un crecimiento sin precedentes. Sin embargo, aquí no hay ni shock ni catástrofe; hay simplemente éxito de la doctrina de Friedman. Para confirmar sus tesis, sin embargo, Klein echa mano de los «sucesos de Tiananmen», la rebelión popular contra la dictadura china en la primavera de 1989. Es bien sabido que las manifestaciones en la plaza de Tiananmen en Pekín eran una protesta política contra la dictadura y en favor de la democracia, sin duda relacionadas en más de una manera con las tensiones que el crecimiento económico y el concomitante cambio social habían traído consigo. La protesta fue reprimida de modo sangriento por las autoridades chinas, y aquellos dirigentes que simpatizaron con las propuestas democráticas de los manifestantes, como señaladamente el entonces primer ministro Zhao Ziyang, fueron depuestos y sancionados. Pues bien, para que este triste episodio concuerde con sus tesis, Klein tiene que convertir las manifestaciones en favor de la democracia en una protesta contra Friedman. La evidencia es nula; pero Klein no se amilana y desentierra un libro de un miembro de la «nueva izquierda», Wang Hui, que en 2003, catorce años más tarde, escribió: «Lo que encendió las protestas, según recuerda, fue el descontento popular con los cambios económicos». Este recuerdo de un izquierdista década y media más tarde es toda la evidencia en favor de la tesis de Klein de que la economía de mercado se impuso en China por la fuerza. En contra de esta interpretación están todas las manifestaciones, escritos y pancartas de la época, incluido el hecho elocuentísimo de que el símbolo plástico de la revuelta fuera una réplica de la Estatua de la Libertad neoyorquina, que los manifestantes exhibieron con orgullo ante las cámaras en la plaza de Tiananmen y que fue destruida por las fuerzas de la represión. Es bastante raro que una rebelión contra la economía de mercado y las doctrinas de un profesor norteamericano tuviera como símbolo la Estatua de la Libertad. Naturalmente, sobre esto no dice Klein ni una palabra.

CONTORSIONES Y DISTORSIONES

Los ejemplos de las contorsiones dialécticas que tiene que hacer Klein para encajar tantos ejemplos de historia reciente en su rígido y simplista esquema podrían multiplicarse. Baste decir que el libro empieza con un caso disparatado que la autora utiliza para dar dramatismo a sus «denuncias». El primer capítulo se titula «El laboratorio de la tortura: Ewen Cameron, la CIA y la maníaca obsesión por erradicar y recrear la mente humana» y cuenta con todo lujo de detalles que este Dr. Cameron era un psiquiatra que pretendía curar a sus pacientes borrando todo recuerdo de sus mentes por medio de drogas y electroshocks para luego «reconstruir» esas mentes a su antojo. Las consecuencias fueron terribles y, al parecer, las teorías de Cameron fueron utilizadas por la CIA en sus interrogatorios y torturas. El caso es que Klein llega a decir lo siguiente (p. 53):

Al igual que los economistas defensores del libre mercado, que están convencidos de que sólo mediante un desastre de enormes proporciones –una gran destrucción– se puede preparar el terreno para sus «reformas», Cameron creía que se podía recrear mentes que no funcionaban, y reconstruir personalidades sobre esa ansiada tabla rasa, si infligía dolor y traumatizaba el cerebro de sus pacientes.

Es difícil encontrar un caso más flagrante de sensacionalismo e insidia que el de esta frase. Naomi Klein va adoctrinando al lector para que identifique el liberalismo económico con un método de tortura.

Las distorsiones continúan. Al parecer, Milton Friedman escribió un artículo en The Wall Street Journal en 2005 abogando por la aplicación del bono escolar, proyecto que, como el impuesto de la renta negativo y tantas otras propuestas liberales, Friedman llevaba años defendiendo. En ese artículo el economista proponía que, ya que había que reconstruir el sistema educativo en Nueva Orleans tras el desastre del huracán Katrina, se pusiera allí en práctica dicho método de subvencionar la enseñanza. La indignación que tal propuesta le produce a Klein no tiene límites. Lo llama «subasta del sistema educativo» (p. 26) y se queja de que muchos profesores se quedaron sin empleo. No se comprende por qué. En general, el bono escolar beneficia a las familias, que pueden elegir colegio sin pagarlo. En cambio, perjudica a los malos colegios, porque al poder las familias elegir, preferirán los mejores. Los grandes enemigos del bono escolar han sido siempre los sindicatos de profesores, porque –lógicamente– hace trabajar más a los educadores al competir unos colegios con otros. Las críticas al bono escolar que, además de sus propias invectivas, reproduce Klein provienen de maestros, no de padres de estudiantes.

Otro caso, y muy polémico, es el de Irak. Lo que allí ha hecho Estados Unidos a mí me parece muy mal, debo decirlo claramente. Ahora bien, Klein se esfuerza por convencernos de que lo peor que se hizo allí fue liberalizar la economía. Así, nos dice: «No podemos reducir el actual estado desastroso de Irak a la incompetencia y el amiguismo de la Casa Blanca de Bush o al sectarismo o al tribalismo de los iraquíes. Se trata de un desastre muy capitalista» (p. 461). La economía de Irak, desde luego, no debe ser un modelo; la violencia y el desorden sin duda obstaculizan el progreso y además impiden estudiarla como si fuera un país normal. Ahora bien, Klein trata de dar la impresión de que la economía era muy próspera hasta la invasión, y ha caído en picado a partir de entonces; la realidad es más bien la opuesta. Sin duda a causa de las sanciones que se impusieron a raíz de la anterior guerra del Golfo, y también de la corrupción e intervencionismo de Sadam, la economía iraquí estaba muy deprimida en los años anteriores a la invasión, cosa bien sabida, que a menudo se utilizó como argumento contra las sanciones. En concreto, durante los tres años anteriores a la invasión la renta por habitante descendió de modo continuo. En cambio, sorprendentemente, sea por la ayuda estadounidense, sea por la liberalización económica, sea por el alza de los precios del petróleo, sea por todo junto, el caso es que, pese a los inauditos niveles de violencia y desorden, la economía iraquí ha mostrado recientemente una notable vitalidad: las exportaciones han aumentado y el nivel de vida material de la población también. Esto es lo que recogen las publicaciones internacionales; pero no Klein. Como todo esto no encaja en su doctrina del «shock», de la depresión anterior y de la (sin duda modesta) recuperación posterior a la invasión, ni palabra: «desastre capitalista», y no se hable más.

KEYNESIANISMO Y POPULISMO

Sería tedioso continuar. El libro tiene setecientas páginas que están dedicadas a infinidad de otros casos esparcidos por el globo terráqueo: Polonia, Bolivia, Rusia, Tailandia y un largo etcétera. El lector que quiera entretenerse tiene historias para rato. Ahora bien, que lea prevenido, porque Klein no ha hecho su investigación para descubrir la verdad, sino para demostrar contra viento y marea su tesis de que «esta forma fundamentalista del capitalismo ha surgido en un brutal parto cuyas comadronas han sido la violencia y la coerción» (p. 43), frase que, por cierto, recuerda mucho aquellas de Karl Marx en El capital cuando dice que el capitalismo nace cubierto de sangre de pies a cabeza y que la violencia es la partera de la historia. Me pregunto si nuestra autora es consciente de este curioso paralelo. Apenas habla de Marx.

¿Quién es entonces su maestro? ¿Cuál es su paradigma? Hay que señalar que, con una sinceridad que hubiera sido de agradecer en otros pasajes del libro, Klein nos dice (p. 19) que no es economista, pero su hermano sí, y que éste le ha ayudado en su trabajo. Pues bien, su faro y su guía (sin duda por inspiración fraterna) en economía es Keynes. La alternativa al siniestro Milton Friedman es Keynes, pero no el verdadero Keynes, el que desarrolló una teoría del corto plazo y decía que «a largo plazo todos estamos muertos». El Keynes de Klein es el que las doctrinas tercermundistas adoptaron y adaptaron de manera bastante chapucera a la «teoría del desarrollo dependiente»: es el Keynes que no cree en los mercados y que cree que el Estado debe intervenir, pero no ya para lograr el equilibrio del pleno empleo, sino para conseguir el crecimiento a largo plazo inyectando dinero en la economía. La fórmula, como antes vimos, no ha dado resultado: su consecuencia más visible ha sido la «estanflación» y la «década perdida» (la de 1980) en América Latina. Los países que siguieron esa versión del keynesianismo (versión que, estoy seguro, el verdadero Keynes hubiera repudiado), como la Argentina peronista, el México del PRI, el Brasil de Getúlio Vargas, el Chile de Allende, se encontraron abocados a la inflación galopante y al estancamiento. Alguien (quizá su hermano) le debiera explicar esto a Naomi Klein, que está encantada con la vuelta al populismo en América Latina (y con la victoria socialista en España en 2004), y que concluye el libro como concluyó No logo: augurando una rebelión popular, una «resistencia» contra el «capitalismo del desastre», igual que en el otro libro observaba «movimientos globales genuinos» contra «la globalización». La paranoia, es bien sabido, resulta repetitiva.

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