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José Bono, grafómano banal

Les voy a contar

José Bono

Barcelona, Planeta, 2012

640 pp. 24,50 €

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En el deslucido firmamento de la política española tiene un lugar propio José Bono, el que durante más de veinte años fuera presidente de Castilla-La Mancha para ocupar más tarde, bajo el gobierno de Rodríguez Zapatero, la cartera de Defensa y, en las postrimerías del zapaterismo, la presidencia del Congreso de los Diputados. Pero el nicho que se ha labrado el castellano-manchego, tan dado a la simpatía superficial como inclinado a la perorata del lugar convencional y común, tiene mucho que ver con su disposición nata al espectáculo y, si se le apura, al esperpento. Bono ama las candilejas y difícilmente sabe vivir sin ellas, aunque sea a costa de dejar orillados en el camino los restos de tirios y troyanos que osaron oponerse a sus designios protomayestáticos. Es un trabajador infatigable de la cosa propia, hábil investigador de los vientos que corren, pertinaz cultivador del poder y sus detentadores, convencido practicante de que en la política se puede ser al mismo tiempo una cosa y la contraria. Dotado de una castiza dicción en la que, sin saber cómo, y para el regocijo de cómicos e imitadores, la eses intermedias se convierten en jotas arrastradas, ha sabido dotarse de una capacidad de supervivencia hecha a partes iguales de esfuerzo, ingenio, manipulación y abrazos. Su figura, acostumbrada a las vueltas y a las revueltas, ha terminado por despertar más curiosidad que respeto o pasión y, seguramente, menos afectos de los que él cree o a los que cree tener derecho.

Les voy a contar, el voluminoso texto de más de seiscientas páginas que recoge la primera parte de la trilogía en la que va a ofrecer sus diarios, es, probablemente de manera involuntaria, el desmesurado testigo de sus virtudes y, sobre todo, de sus defectos. Publicado al aire de la superficialidad que permea la vida pública española e intentando aprovechar el malvado tirón que el chismorreo y la maledicencia ocupan en los medios de comunicación y en los mismos centros del poder politico, Bono, a lo que parece retribuido por una sustanciosa cantidad de euros que se sitúa en la escala superior de los cinco ceros, nos regala con lo que él califica de literalidad los diarios escritos puntualmente entre 1992 y 1997. El que fuera imbatible presidente castellano-manchego tiene especial interés en señalar ya desde el prólogo que, salvo contadas ocasiones, aconsejadas por razones comerciales o exigidas por la prudencia –y, en efecto, son varias las instituciones españolas que, sabedoras de las intenciones literarias del autor, le han demandado cuidado en el reflejo de conversaciones y palabras producidas en el más estricto ámbito de la confidencialidad–, lo publicado responde fielmente a las notas tomadas cotidianamente, siendo éstas a su vez, por lo común entrecomilladas, auténtico trasunto de lo que se pone en boca propia o ajena. Pero el problema con el libro de José Bono no radica en la fidelidad con la que reproduce o deja de reproducir momentos en los que el autor participó, sino en la escasa relevancia o novedad de lo que con tanta minuciosidad se cuenta. Cualquier observador medianamente avisado de la realidad política española recibirá sin sorpresas ni sobresaltos los dimes y diretes del castellano-manchego. De los cuales una buena mitad trascurren en los comedores de las sedes del PSOE mientras los comensales, que no por casualidad son siempre los mismos, debaten hasta la extenuación sobre el cese de Guerra, el cansancio de González o los desastres que acosan al partido como consecuencia de las travesuras de Barrionuevo, Roldan, Vera, Corcuera, Perote, Rubio y compañía. El formato conduce inevitablemente al hastío: a la postre, tanta comida resulta indigesta, mientras que cuestiones de más calado quedan apenas reflejadas en una frase sin elaboración. Las pataditas o zurriagazos que Bono reparte tienen, desde luego, su miaja de morbo, imaginando cuáles serán las reacciones de los tan fuertemente zarandeados, aunque el que fuera presidente autonómico procure muchas veces curarse sibilinamente en salud: las peores invectivas no provienen directamente de la boca de Bono, sino de alguien con quien ha mantenido una conversación. Habría que preguntar al interesado si estaba en su intención el que tales hirientes manifestaciones vieran eventualmente la luz pública. Todas, por lo demás, están ya suficientemente registradas en los registros orales y en los escritos de periodistas y gacetilleros de las últimas dos décadas.

En el claroscuro queda el retrato de un politico tan hábil en el regate corto como escaso de recorrido en las propuestas o en las ideas, que bien recuerdan las de lo que en su juventud fue: un inquieto inquilino de los colegios mayores de la progresía jesuítica, a veces inclinado a denunciar ante sus rectores los comportamientos inmorales de sus compañeros y, otras, decidido admirador de la Pasionaria, Allende y Fidel Castro. O del arzobispo de Toledo y cardenal primado de España, Marcelo González, quien, según nos cuenta, y ya por otras fuentes sabíamos, bebía los vientos por el inquilino del palacio de Fuensalida en Toledo, la sede del gobierno regional castellano-manchego. El cómo de esa insólita relación dice todo sobre la cintura del hoy diarista para ser todo para todos. En Castilla-La Mancha casi lo consigue.

Y la verdad es que José Bono, con sus salidas de verso suelto en el conjunto azacanado en que se convirtió el PSOE, parecía ofrecer vientos de inspiración sólida en una formación que había perdido el rumbo: partidario a ultranza de la unidad de España y de su defensa frente a los nacionalismos, enemigo jurado del terrorismo y de sus practicantes –no ha dejado nunca, único entre los políticos españoles, de acusar públicamente a Arnaldo Otegi como responsable de mi secuestro–, critico del efecto disgregador que el sistema autonómico tendría sobre la vertebración española, incluso opositor –por tímido que resultara– a la legislación sobre el aborto. Pero en el momento de la verdad, y en su extensa y desparramada obra, queda muy de manifiesto que Bono, para bien y para mal, es un disciplinado militante del PSOE que, en el mejor de los casos, se limita a predicar en el desierto y, en el peor, acaba como un politico populista patrocinando acciones pensadas para la satisfacción de la clientela ecologista: la negativa a instalar un campo de tiro en Cabañeros o el trazado de la autovía Madrid- Valencia para evitar su paso por las hoces del rio Cabriel.

José Bono no es un estilista. Seguramente tampoco lo pretende. Ha creído que, sacrificando la elaboración en aras de una real o supuesta fidelidad a las fuentes, ganaba en atractivo lector, mediático y también comercial. Pero, en realidad, los buenos escritores de diarios no confían toda su fuerza a la desnuda reproducción de hechos y palabras. Algo de eso ya nos enseñó Manuel Azaña. Evocar su memoria no tiene la pretensión de reducir el alcance de lo que Bono publica, sino simplemente recordar la existencia de buenos modelos para la escritura de crónicas políticas, cuyo último propósito debería estar en la pintura de una época. Bono, quizá sin quererlo, a medias lo consigue: la podredumbre que permea toda la vida española en el período al que circunscribe sus escritos, y que alcanza a políticos de toda condición y origen, periodistas, banqueros, empresarios y mucha otra ralea, resulta realmente vomitiva. ¿Son aquellos los polvos que trajeron estos lodos? ¿Tiene José Bono vocación para convertirse en el cronista involuntario del lado obscuro de la vida española? ¿Cuántos miles de páginas nos quedan todavía para adivinarlo?

Javier Rupérez es embajador de España. Sus últimos libros publicados son El precio de una sombra (Barcelona, Destino, 2005), El espejismo multilateral. La geopolítica entre el idealismo y la realidad (Córdoba, Almuzara, 2009) y Memoria de Washington. Embajador de España en la capital del Imperio (Madrid, La Esfera de los Libros, 2011).

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Ficha técnica

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