Buscar

Misterios del crecimiento

Why Economies Grow. The Forces that Shape Prosperity and How We Can Get Them Working Again

JEFF MADRICK

Basic Books, Nueva York

image_pdfCrear PDF de este artículo.

I

La medida estándar de los resultados globales de una economía nacional es su producto interior bruto (PIB). Se trata de la suma de todos los bienes y servicios producidos durante el año (exceptuados los que se utilizan para producir otros bienes), valorados a los precios de mercado actuales y luego corregidos en función de la inflación de precios. El gráfico de esta página muestra el PIB real anual per cápita de la población de Estados Unidos de 1948 a 2000.

Dos características sobresalen claramente al examinar el gráfico. La primera es una tendencia ascendente, la imagen estadística del crecimiento económico. Si se dibujara con una suave curva ascendería de unos 11.000 dólares en 1948 a unos 34.000 dólares en 2000, o a una media del 2,19 por cien anual. Pero la tasa de crecimiento no es constante, pues hay períodos de crecimiento más rápido y más lento (por ejemplo, de 1990 a 2000 y de 1973 a 1983). La segunda característica es que el PIB real per cápita fluctúa dentro de esta tendencia más amplia en lo que suelen llamarse ciclos económicos, aunque las fluctuaciones no sean muy regulares. La existencia de ciclos económicos sugiere que sería más preciso trazar la tendencia valiéndonos de los picos cíclicos que sirviéndonos de los puntos medios. Eso reflejaría la noción comúnmente aceptada de que el PIB real está con más frecuencia por debajo de la capacidad normal para producir de la economía que por encima de ella. Este segundo tipo de tendencia, de pico a pico, suele denominarse la producción «potencial» de la economía: no un límite absoluto, sino un nivel de producción que no puede superarse durante mucho tiempo sin tensión y una probable inflación.

La distinción entre tendencia y fluctuaciones no es meramente descriptiva. Representan mecanismos diferentes. La teoría convencional –que creo que es la correcta– considera que la tendencia general ascendente se ve impulsada principalmente por factores relacionados con la oferta: mejoras en la educación, la formación y la preparación de los trabajadores; innovación tecnológica; aumento de las existencias de maquinaria y equipos por trabajador, así como la sustitución de los equipos obsoletos por nuevas versiones adaptadas a la tecnología más moderna y más productivaMe apresuro a añadir que este uso de la frase no tiene nada que ver con la noción pop de «economía de la oferta» (supply-side economics ).. La educación, la inversión de capital y la innovación no son, por supuesto, fuerzas elementales. Son el resultado de elecciones y responden a incentivos financieros y de otro tipo.

Las fluctuaciones a corto plazo, por otro lado, se ven inducidas fundamentalmente por fuerzas relacionadas con la demanda: cambios en los deseos y capacidades de familias y empresas (y extranjeros) para comprar bienes y servicios. Cuando el PIB real cae por debajo del potencial no es porque algún factor haya disminuido la capacidad de producir de la economía, sino porque los productores y los vendedores no pueden encontrar suficientes clientes dispuestos a comprar a los precios que están cobrando. (De aquí no debe saltarse a la conclusión de que una serie de reducciones de precios solucionarían este problema. Precios más bajos se traducirían por regla general en ingresos más bajos, y quizá la expectativa de nuevas reducciones de precios. Es probable que ambas cosas den lugar a un nuevo debilitamiento de la demanda. El resultado podría ser una escasa mejoría o ninguna de las condiciones económicas.)

Este modo de examinar la tendencia del crecimiento económico y sus fluctuaciones tiene implicaciones para la política pública. Si el objetivo es acentuar la tendencia de crecimiento, la política habría de dirigirse entonces a mejorar las capacidades (lo que suele describirse como inversión en capital humano), fomento de la investigación y el desarrollo y reactivación de la inversión de capital. Si el objetivo es poner fin a una recesión, una ralentización a corto plazo del crecimiento económico y acercar la economía a su producción potencial, entonces la política debería buscar incrementar el gasto público y privado en bienes y servicios para consumo privado y objetivos públicos y, una vez más, inversión en empresas, viviendas y otros bienes duraderos.

Que las inversiones que hacen las empresas pueden estimular el crecimiento tanto a corto como a medio plazo es un recordatorio de que las fuerzas relacionadas con la demanda y con la oferta no son enteramente independientes unas de otras. Algunos tipos de demanda aumentan la producción potencial; otros no. Por ejemplo, gastar para construir una nueva fábrica aumenta la producción potencial, pero gastar para construir una sala de juegos, no; ni tampoco cenar en un restaurante. Algunos cambios en la oferta estimularán la demanda, como cuando la nueva tecnología induce a las empresas a gastar en ordenadores de último modelo e induce a las familias a aumentar sus gastos totales, especialmente en nuevos bienes. La economía está llena de este tipo de cadenas de causalidad en dos direcciones.

II

El título del nuevo libro de Jeff Madrick es Why Economies Grow (Por qué crecen las economías), lo que sugiere que trata principalmente de las causas de la tendencia en el crecimiento económico: por qué puede ser alta o baja, ascender bruscamente o ser casi plana. Pero el subtítulo es «The Forces that Shape Prosperity and How We Can Get Them Working Again» (Las fuerzas que conforman la prosperidad y cómo conseguir que vuelvan a funcionar) y eso suena más a una suerte de tratado sobre cómo evitar o limitar las recesiones. Como ya se ha señalado, existen conexiones entre las dos. Lo más importante es que una economía deprimida crónicamente puede acabar produciendo un efecto inhibidor en la búsqueda de nueva tecnología de la producción y en la inversión en nuevos equipos que la acompaña normalmente.

De hecho, hay veces en que Madrick no consigue ser preciso sobre la distinción entre tendencia y fluctuaciones. Esto no es sorprendente: cuando leemos en un periódico que la economía «creció» el último trimestre a una tasa anual del 4%, nadie se molesta en explicar que una parte de ese incremento representa un aumento permanente en la tendencia, mientras que el resto marca un movimiento ascendente temporal en el ciclo económico. Cuando Madrick, o cualquier otro, pasa de una a otra sin darse cuenta, el resultado es una confusión ocasional, especialmente sobre las políticas adecuadas. Pero a veces da en la diana en la que es necesario dar. Esta mezcla de dos temas provoca problemas; pero permite que el autor se apunte varios tantos.

Los buenos momentos llegan, como podía preverse, cuando Madrick insiste pertinentemente en que existen interacciones entre ciclo económico y tendencia de crecimiento, entre el lado de la demanda y el lado de la oferta: por ejemplo, que las economías responden a la demanda buscando nuevos productos, y que las personas tratan de prepararse para los trabajos que existen realmente en el mercado. Algunos economistas modernos –la escuela está centrada en las Universidades de Chicago y Minnesota, pero cuenta con una amplia representación y sus miembros son muy respetados– tienden a (sobre)enfatizar las propiedades para autoequilibrarse de la economía de mercado y les gusta quitar importancia a la incidencia de brechas persistentes entre producción potencial y producción real. Esto les permite defender que, en conjunto, la economía sigue el mejor camino que puede a la luz de: a) las preferencias de los habitantes (con respecto al trabajo y al ocio, y con respecto a sus satisfacciones presentes y futuras) y b) las posibilidades tecnológicas conocidas. Para esta escuela de pensamiento, las aberraciones temporales en el crecimiento económico son el resultado bien de variaciones impredecibles en los gustos y la tecnología, bien de intervenciones equivocadas por parte de los gobiernos en el funcionamiento del sistema cuando intenta suavizar las fluctuaciones que no pueden y no deberían suavizarse. Madrick sabe de lo que habla cuando insiste en que el desarrollo de las fuerzas de la oferta del capital humano, el capital físico y el progreso tecnológico están, al menos parcialmente, gobernadas por elecciones necesariamente políticas en relación con la inversión pública en infraestructuras, educación y sanidad, así como por la presión de la demanda en los mercados en expansión. Volveré luego sobre este punto.

Los malos momentos se producen, a veces, en intentos de encontrar principios generales sobre el crecimiento económico, y, otras veces, en análisis inadecuados o no demostrados de aspectos más concretos de la interrelación entre oferta y demanda. Varias cuestiones generales vienen sugeridas por el título del libro: si conociéramos en cierto detalle «por qué crecen las economías», estaríamos más cerca de entender el universo económico.

Madrick parece creer, por principio, que ha de haber una sola respuesta a la pregunta. Escribe como si hubiera necesariamente una cadena de causas y efectos que pueden escribirse de izquierda a derecha; lo que hay que hacer es encontrar el elemento más a la izquierda de esta cadena, lo que él denomina a veces el Primer Motor (First Mover). Esto recuerda plenamente a las disquisiciones teológicas. Las cadenas causales en economía tienen la costumbre de volver sobre sí mismas. Si existe un mecanismo causal que lleva de A a B, es muy probable que exista otro que lleve de B a A (Malthus, por ejemplo, pensaba que los salarios altos inducían un crecimiento de la población, y también que una gran población hacía bajar los salarios). Cualquier intento de trabajar hacia atrás de derecha a izquierda puede concluir muy bien en una red de causalidad mutua. Para ser justos, hay que decir que Madrick reconoce esto en principio. Hay frases como: «De hecho, muchos factores provocan y aumentan el crecimiento económico, y a su vez se afectan entre sí». O: «La mayoría de ellas [una larga lista] son condiciones necesarias para el crecimiento. […] Todas ellas son tanto causa como consecuencia».

Pero luego se leen afirmaciones mucho más agudas: «Este libro defiende que el crecimiento de los mercados […] fue el factor predominante del desarrollo económico occidental». Y más adelante: «El tamaño del mercado y la difusión de información están a la izquierda del todo y se sitúan muy cerca de ser primeros motores o auténticos líderes. Además, el primero de ellos es el tamaño y la expansión de mercados de bienes y servicios».

Estoy en la incómoda posición de pensar que el mensaje débil es demasiado débil y el mensaje fuerte demasiado fuerte. Una importante escuela de economía moderna –la que ya he mencionado– resta seriamente importancia al papel de la demanda en el crecimiento económico. Considero que el mensaje opuesto de Madrick es el fuerte, pero creo que no consigue el equilibrio adecuado. El énfasis en el tamaño del mercado es excesivo.

Con este punto de partida, Madrick interpreta la teoría estándar del crecimiento económico como un caso de determinismo tecnológico. Se ha descubierto, como un hecho empírico, que el progreso tecnológico es el que más contribuye a la tendencia ascendente del PIB real por persona en las economías industriales modernas. Como muchos economistas se detienen ahí, Madrick defiende que deben de considerar la tecnología como el Primer Motor. Creo que exagera las cosas.

Aquí resulta especialmente útil el concepto de los economistas de una variable «exógena», un factor cuyos efectos se toman provisionalmente como dados con objeto de limitar el alcance de un análisis. Esto puede funcionar siempre que las cadenas causales que lleven de las cosas que están analizándose –las variables «endógenas»– a las variables exógenas sean relativamente débiles. Si estoy estudiando la demanda de comidas en restaurantes, me daré cuenta de que aquélla depende seguramente de, entre otras cosas, el grado de prosperidad de la economía nacional. La gente sale a comer fuera cuando anda bien de dinero. Sé, por supuesto, que la industria de los restaurantes contribuye modestamente por sí misma a ese grado de prosperidad; pero la contribución es lo bastante pequeña como para que el error derivado de desdeñarla sea poco importante. Por este motivo, puedo estar de acuerdo en considerar el grado de prosperidad como exógeno y, por tanto, crucial para entender los altibajos de la industria de los restaurantes siempre y cuando esté pensando en el mercado de las comidas de restaurante. Pero eso no lo convierte en un Primer Motor. Por otro lado, un análisis del mercado de trabajo, o incluso del mercado automovilístico, tendría que estar estructurado de un modo muy diferente porque lo que suceda a los empleos y los salarios, o lo que le suceda a las ventas de coches, tiene efectos en toda la economía que son demasiado grandes como para ignorarse. En estos casos no podemos dar por sentada la prosperidad general.

Además, son muchas las obras que se han escrito sobre la teoría del crecimiento económico que intentan entender las cadenas causales que dan lugar al ritmo de progreso tecnológicoLos trabajos de Paul Romer y Robert Lucas iniciaron la actual oleada de actividad en este campo. Contaron con predecesores en William Fellner, William Nordhaus y Karl Shell.. Tengo mis dudas sobre el éxito de esta empresa intelectual, igual que las tengo sobre el intento de Madrick de averiguar lo que hay detrás del avance de la tecnología, pero eso no viene al caso. La acusación de Madrick de que los teóricos económicos son culpables de determinismo tecnológico está fuera de lugar.

Madrick tiene su propia propuesta para ir un paso a la «izquierda» de la tecnología. Su candidato para el Primer Motor del crecimiento económico es la «expansión de los mercados». Aquí hay un elemento de verdad pero que no es, ni con mucho, suficiente. Tiene en mente que un fuerte incremento, quizás espontáneo, en la demanda de X, especialmente uno que introduzca presión en la capacidad de la economía para producir X, es probable que motive que la industria de X busque modos nuevos y más productivos de producir X. La necesidad es la madre de la imaginación. Nadie negaría esto.

Pero existen al menos dos serios problemas con este argumento. El primero es que la imaginación también necesita un padre: habrá ocasiones en que la búsqueda de nueva tecnología se quede en nada. Entonces el precio de X subirá lo bastante como para cortar la creciente demanda. Un mercado en expansión por sí mismo logrará el resultado deseado. Un buen crecimiento requiere una red de causas, una de las cuales puede ser la «madurez» de la ciencia y tecnología necesitadas. Un ejemplo obvio es la búsqueda de una fuente de energía de bajo coste para sustituir a la gasolina en los coches. Puede que acabe consiguiéndose, pero hasta el momento no ha sido así.

El segundo problema es más un asunto de lógica. A la escala de la economía nacional, no sólo de una industria aislada, lo único que podemos entender por «un mercado en expansión» es un crecimiento del PIB real. Medimos el crecimiento económico de una nación por el incremento de su PIB real. Por eso la hipótesis de Madrick sobre los mercados en expansión se sitúa demasiado cerca de la tautología de que la causa principal del aumento del PIB real es el aumento del PIB real. La salida de este atolladero es renunciar a la noción extrema e innecesaria de una Primera Causa. Las economías crecen debido a una compleja interrelación de variables exógenas e incentivos económicos que da paso a una innovación tecnológica y a una inversión en capital humano y físico. La expansión de muchos mercados, y la contracción de algunos, es sólo parte de la causa, y sólo parte del efecto.

Hay un tercer problema del que Madrick no podía saber nada, y que para mí constituyó también una sorpresa. En un artículo entonces aún no publicado 3 , el historiador de la economía Alexander Field, de la Universidad de Santa Clara, defiende convincentemente que el progreso tecnológicamente más rápido de Estados Unidos en el siglo XX se produjo en la «década» entre 1929 y 1941 (algunas de las tecnologías que mejoraron espectacularmente durante este período, por ejemplo, fueron la ingeniería química –plexiglás, teflón, nailon– y las grandes construcciones, como presas y autopistas). Fueron en su mayor parte años de depresión y el período concluyó antes de la completa movilización para la guerra. Los mercados no estaban expandiéndose; todo lo contrario. Puede incluso sostenerse que las mejoras tecnológicas acumuladas durante ese intervalo impulsaron el período de rápido crecimiento inmediatamente posterior a la guerra.

III

Los intentos de Madrick de meter con calzador episodios históricos concretos en sencillos modelos en los que la demanda del mercado produce un mayor crecimiento –«tirón de la demanda», el nombre que le dan los economistas– apenas resultan convincentes. No haré demasiado hincapié en su estudio de la revolución industrial de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX . Se trata de un ingrediente básico de los historiadores de la economía y existe una amplísima literatura de uno y otro lado sobre cada uno de los temas; y, en cualquier caso, las respuestas tienen poco que decirnos sobre recetas prácticas para mantener el crecimiento en los Estados Unidos del siglo XXI .

Es cierto, por ejemplo, que la máquina de vapor de Watt permitió la existencia de los ferrocarriles, pero no fue la perspectiva de la época de los ferrocarriles y la demanda –el «crecimiento de los mercados», como lo llama Madrick– de un transporte mejor lo que creó la máquina de vapor. La necesidad de bombear agua desde el interior de las minas puede que fuera más apremiante pero menos productiva. Tampoco una demanda urgente y preexistente de ropa interior de algodón inspiró las invenciones textiles del siglo XVIII . Es más esclarecedor darse cuenta de que fue la caída de los precios en los tejidos de algodón inducida por la tecnología la que hizo económicamente posible el consumo de todas esas prendas de ropa interior de algodón. De aquí no se deduce que el componente de tirón de la demanda que tiene la innovación carezca de importancia; pero con ello no se agota, ni con mucho, todo el asunto. Comparto la creencia de Madrick de que la moderna teoría económica tiende a minimizar la importancia de los mercados fuertes y rentables, aunque no necesariamente mercados en expansión, a la hora de provocar la innovación y la inversión que acabarán por modificar la tendencia potencial (y no debe olvidarse la causalidad contraria, de la innovación constante a los mercados fuertes). Es muy improbable que las explicaciones que sirven para todo, como la que se basa en los mercados en expansión, sean suficientemente buenas.

Aquí hay un ejemplo más reciente y relevante de la tendencia de Madrick a sobreinterpretar los hechos a su manera. Entre 1950 y comienzos de la década de 1970, la productividad (esto es, la producción por hora trabajada en el sector económico) creció muy rápidamente en Estados Unidos, más rápidamente incluso que en la segunda mitad de la década de 1990. Luego, durante los próximos veinticinco años, el crecimiento de la productividad se ralentizó enormemente. ¿Por qué se produjo esa «disminución de la productividad»? Se trata de una pregunta especialmente trascendente para el autor de un libro titulado Why Economies Grow, que concluye con dos capítulos sobre «Making America Grow» (Conseguir que América crezca). Si los mercados en expansión son la causa profunda de la mejora de la tecnología y el crecimiento de la productividad, una disminución de esta última debería tener su origen en fuerzas que actúan en contra de la expansión de los mercados.

La hipótesis de Madrick es que en algún momento en torno a 1970 los consumidores eran ya lo bastante ricos y educados como para demandar bienes que se adaptaban más estrechamente a sus necesidades individuales. Las décadas de 1970 y 1980 fueron, por tanto, defiende, la época del «mercado nicho». Ya se tratara de electrónica de consumo, comida envasada o modelos de coche, se ofertó una variedad más amplia de productos para consumidores cada vez más exigentes. Las series de producción tuvieron que ser menores y los ciclos vitales de los productos, más breves. Los mercados empezaron a fragmentarse; no podían seguir expandiéndose como habían estado haciéndolo. Las importaciones redujeron las ventas de los productores domésticos. Las economías a gran escala se hallaban menos disponibles que en el pasado. La capacidad de la economía para innovar disminuyó y, en consecuencia, el crecimiento de la productividad se ralentizó.

Obviamente, hay algo de verdad anecdótica en este panorama, pero Madrick proporciona muy pocas pruebas serias para respaldar su interpretación de un caso tan importanteLa noción sobre el papel de los productos nicho en la ralentización de la productividad podría ponerse a prueba clasificando primeramente las industrias con algún criterio razonable en un grupo fuertemente afectado por la edad del consumidor melindroso y un grupo que no se vea afectado de este modo, y luego comparando la evolución de la productividad en dos grupos: si Madrick está en lo cierto, la ralentización debería concentrarse en el primer grupo. Podrían concebirse otras pruebas de este tipo. de 1970 se produjo en todo el mundo. Afectó a Japón y a Alemania al menos tanto como a Estados Unidos y se dejó sentir en la mayoría de los países industriales. Pero la historia de los consumidores cada vez más melindrosos no tiene mucho sentido para ellos. Además, Alemania y Japón estaban expandiendo realmente sus mercados gracias a las exportaciones.

Existen también problemas conceptuales. Si los consumidores estaban tan ávidos de productos nicho, estaban supuestamente deseosos de pagar por ellos. Como la productividad se mide por el valor añadido por hora corregido por la inflación, los éxitos a la hora de satisfacer las necesidades de los consumidores deberían reflejarse completamente en principio en las estadísticas de productividad. Si no lo estuvieran, entonces parte de la ralentización sería simplemente un error de medición. Pero hay otro enigma que surge del hecho de que fue en parte la innovación tecnológica en la forma de producción controlada por ordenador la que hizo posible el cambio a productos hechos a medida; esto debería haber atenuado al menos cualquier pérdida de productividad.

Mi propia teoría es que una gran parte de la ralentización de la productividad sigue sin estar explicada. Ni siquiera es seguro cuánto es lo que necesita explicarse: ¿por qué habríamos de suponer que la productividad aumentará a un ritmo más o menos uniforme a menos que suceda algo especial? Madrick, por cierto, no tiene ninguna explicación convincente de la aceleración bastante repentina e inesperada de la productividad en Estados Unidos a partir de 1995, que no fue compartida por otros países industriales. Es muy probable que parte fueran los beneficios tardíos de la tecnología de la información, pero Madrick es escéptico, con razón, sobre las afirmaciones exageradas en relación con los efectos de esa tecnología en la creación de una nueva economía. El crecimiento de la productividad se ha mantenido sorprendentemente bien incluso durante los dos últimos años de recesión y recuperación vacilante, una fase del ciclo económico en la que es normalmente muy débil. Evidentemente, la historia de la productividad está aún en pleno desarrollo.

IV

El último tercio del libro de Madrick se concentra más directamente en la economía estadounidense contemporánea y en sus perspectivas. La conexión lógica con el texto anterior es muy vaga, pero se ve compensada por la inmediatez de los temas que estudia. Madrick hace una lista de una docena de «grandes retos económicos en el futuro». Entre ellos figuran los altos niveles de deuda privada, precios de acciones estancados, intensa competencia global, costos cada vez mayores de educación y asistencia sanitaria, una población envejecida y trabajo educativamente más exigente. Se trata de una agenda demasiado extensa y diversa para examinarse de forma compacta y, lo que resulta confuso, está tan relacionada con el corto plazo como con el largo.

En este contexto, sin embargo, el énfasis de Madrick en los mercados en expansión tiene una función útil, si se interpreta adecuadamente. Señala que hay dos respuestas separadas y excesivamente simplificadas a cualquiera de estas listas de futuras necesidades. Una es centrarse más o menos exclusivamente en incrementar el ahorro nacional con medidas como ampliar los planes personales de jubilación y favorece el tratamiento fiscal de los dividendos, que a su vez –se supone de un modo en exceso simplista– darán lugar a más inversión. La otra es centrarse más o menos exclusivamente en mejorar la investigación tecnológica y la educación. Es posible que esté exagerando ligeramente la exclusividad, pero no importa. Sigue siendo útil insistir en que estas políticas orientadas hacia el lado de la oferta necesitan ir acompañadas de atención hacia el lado de la demanda, ya sea en la forma de un aumento del gasto de los consumidores o de inversiones estatales, o en el tipo de presión de la demanda sobre la capacidad productiva existente que favorecerá la inversión.

Las economías de mercado pueden atravesar malas rachas con una demanda débil: basta observar hoy en día a Japón y Alemania. Ahorrar no se traducirá automáticamente en grandes inversiones, y la capacidad tecnológica no se traducirá automáticamente en innovación activa, a menos que la demanda de bienes y servicios viejos y nuevos sea enérgica y duradera. El énfasis de Madrick en el fomento de los mercados en expansión tiene aquí validez y su grado de persuasión no depende de afirmaciones relativas a un Primer Motor.

Madrick ordena sus ideas sobre política en cuatro proposiciones básicas. La primera, por supuesto, es la necesidad de mercados internos cada vez mayores (confío en que la inserción casual de «internos» no sea una concesión a los proteccionistas). La segunda es que la desigualdad ha llegado demasiado lejos en los Estados Unidos contemporáneos, y se ha convertido en una carga para la productividad y el crecimiento. La tercera es que una sociedad que desdeña la inversión pública pierde beneficios fundamentales y podría debilitar las perspectivas de crecimiento. La cuarta es que la nostalgia es peligrosa. El crecimiento requiere cambio, y el cambio puede ser incómodo. Los cambios necesarios pueden tener que ver con el papel del gobierno y las empresas o con expectativas sobre la naturaleza de una vida laboral, o sobre otras cosas.

Estas propuestas me parecen enteramente razonables. Los detalles, sin embargo, son de lo más variopinto. Con tantos temas que cubrir, el tratamiento es inevitablemente superficial; repasarlos se convertiría simplemente para mí en más de lo mismo. Lo que haré será centrarme, en cambio, en el tema de la desigualdad: «La desigualdad de las rentas socava el crecimiento porque debilita la demanda de bienes y servicios, así como la capacidad de ahorrar de la mayoría de los estadounidenses. […] También socava la capacidad de las personas para invertir en ellos mismos por medio de la educación y la sanidad».

A este breve pasaje podría añadirse que es probable que la desigualdad transmitida de una generación a la siguiente prive a la sociedad de talentos empresariales, científicos y de otro tipo que necesita a toda costa. Esto suena bien, y comparto ciertamente el sentimiento de Madrick. Pero, ¿dónde está la prueba de que la desigualdad socava el crecimiento?

Da la casualidad de que se han realizado investigaciones sobre este mismo tema y, durante un tiempo, se situaron del lado de Madrick. El procedimiento era habitualmente algo parecido a esto. Reúnanse estadísticas para un número sustancial de países, en primer lugar sobre sus grados de desigualdad de rentas y sobre sus tasas de crecimiento durante un período de tiempo normal, por ejemplo entre 1960 y 1990. Añádase información país por país sobre otras características posiblemente relevantes: nivel de ingresos al comienzo del período, índices de alfabetización, índices de inversión, mediciones de la estabilidad política, mediciones de la distorsión monopolista del mercado, mediciones del tamaño del gobierno, etc. Luego utilícense técnicas estadísticas estándar para responder la pregunta: una vez tenida en cuenta la influencia de todas esas características con sus mediciones, ¿los países con más desigualdad crecieron más rápida o más lentamente que los países con menos desigualdad?

Los resultados de esos estudios no fueron uniformes pero, después de considerar la diferencia en otros factores, la respuesta que emergía generalmente era que menos países desiguales crecieron más deprisa, teniendo en cuenta las diferencias en otros factores. Aun así, había problemas. Los resultados eran demasiado sensibles a los mínimos cambios en el análisis, como períodos de tiempo ligeramente diferentes, elecciones ligeramente diferentes de «otras características» y cosas semejantes. Además, no hay nada en este tipo de correlación que nos diga qué está causando qué: ¿los países de crecimiento rápido reducen la desigualdad de rentas, o una desigualdad de rentas menor favorece el crecimiento?

Con ello la correlación se ve poderosamente cuestionada. En un artículo publicado hace dos años y medio, Kristin Forbes volvió a ocuparse de este tema, utilizando mejores datos sobre la desigualdadVéase Kristin J. Forbes, «A Reassessment of the Relationship Between Inequality and Growth», The American Economic Review, vol. 90, núm. 4 (septiembre de 2000), págs. 869-887. Este artículo contiene referencias a investigaciones anteriores.. Además, las pruebas que aporta cubren cuarenta y cinco países, cada uno de ellos observado durante una secuencia de intervalos de cinco años de 1966 a 1995. La importancia de esta extensión es que el análisis puede extraer implicaciones de los cambios habidos con el paso del tiempo dentro de cada país, así como de las diferencias entre los países en un momento dado. La conclusión de Forbes es que, después de tener en cuenta todas las demás influencias que pudo medir e incluir, encontró que una mayor desigualdad estaba asociada a un crecimiento más rápido.

¿Debería Madrick dar marcha atrás? No necesariamente: se trata de un tema complejo, posiblemente aún no solucionado. Yo no daría el asunto por zanjado hasta que los mecanismos causales que explican el crecimiento se hallen definidos con precisión, y eso nunca es fácil. Además, una buena parte de lo que defiende en su libro es valioso, y se ignora o se niega en estos tiempos conservadores. Esa fuerte demanda favorece el progreso, esa desigualdad malgasta recursos humanos, esa inversión pública tiene usos importantes: merece la pena exponer estos argumentos, incluso si la conexión con el crecimiento económico es más intrincada y menos cierta de lo que él se da cuenta.

Mi propia agenda doméstica no diferiría tanto de la de Madrick, pero la ordenaría de modo diferente. La defensa de los mercados fuertes y en expansión está fundamentalmente en el aquí y ahora. La debilidad crónica de la economía malgasta recursos laborales y de capital que se disipan si no se utilizan en el presente. A la larga, si lo que queremos es crecimiento, el objetivo de la política pública debería ser crear las instituciones y los incentivos que desviarán la producción del consumo a la inversión en el sentido más amplio: inversión pública y privada, inversión humana y física, investigación básica y aplicada. En cuanto a la desigualdad, sospecho que su conexión causal con la tendencia del crecimiento es débil. Pero en una época en que las fuerzas económicas impersonales parecen estar empujando ellas mismas en la dirección de una ampliación de la desigualdad, que la política pública haga lo mismo no constituye un error técnico sino un desastre moral.

Traducción de Luis Gago

© The New York Review of Books www.nybooks.com

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Ficha técnica

18 '
0

Compartir

También de interés.

Científicos para la historia