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Ildefonso Falcones de Sierra: La catedral del mar

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Toda novela ha de recibir la crítica que merece y la idea de merecimiento está indisolublemente unida a la intención que le dio vida, es decir, a la ambición con que se inició y se concluyó.Tanto si se trata de una apuesta de rigor literario extremo (véase el Ulises) como si es un sencillo entretenimiento (La posada de Jamaica), ambas despliegan un arte de seducción para atrapar al lector; es un arte –también un artificio– que exige un esfuerzo y que desea verse recompensado. En los dos casos mencionados, el autor, con su oficio y su talento, despliega su voluntad narrativa y se pone al servicio del relato, que sólo su audacia y sus recursos llevarán a buen puerto. ¿Es éste el caso del señor Falcones de Sierra?

La literatura de creación tiene unas normas que, por amplias que sean, marcan un territorio. La creación literaria, y más en concreto la narrativa, establece la primera de ellas en la diferencia que existe entre decir y mostrar. Es la misma diferencia que existe entre la información y la sugerencia. La información, como todos sabemos, sirve para transmitir una noticia de manera objetiva; la sugerencia, por el contrario, no es ni pretende ser objetiva, sino subjetiva: apela a la imaginación, no a la confirmación de los hechos. La primera es funcional y acaba en su enunciado, la segunda despliega un sinfín de realidades. La creación literaria se nutre de la sugerencia; la información, de la evidencia. Quien dice: «Pásame la sal, por favor» o «La tía Matilde murió ayer tarde» utiliza el lenguaje de manera funcional o informativa, respectivamente. Quien escribe: «Ambas iban de blanco, y sus vestidos se agitaban y flameaban como si la brisa acabara de devolverlas al punto de partida después de un breve vuelo en torno a la casa» utiliza el lenguaje de manera literaria. En el primer caso se apela al mero entendimiento; en el segundo, a la imaginación. En el primer caso se dice lo que pasa; en el segundo, se muestra la situación. La verdadera literatura sólo funciona cuando la fuerza de convicción del relato está en el mostrar, no en el decir. En principio, en toda verdadera novela quien manda es la novela, no el autor y todo cuanto sucede ha de suceder a conveniencia de la novela, no del autor, porque éste, una vez que delimita el campo de creación, ha de atenerse a él. De lo contrario, la novela se descompone.

Entre los géneros literarios, uno de los más populares es el melodrama. Como se sabe, el melodrama basa su eficacia en la reiteración en torno a un modelo dramático basado en el principio de acción y reacción: esto es, a cada momento de esperanza le corresponde un dolor y a cada momento de dolor le corresponde una esperanza; cuando se dan estos momentos altos, siempre hay un malentendido que evita el triunfo de la bondad y prolonga la maldad. Esta dinámica permite que la anécdota se complique y alargue cuanto desee el autor.Así es la vida de Arnau Estanyol, protagonista de esta novela, que desciende y asciende en la vida del cielo al infierno y del infierno al cielo a conveniencia de su creador hasta cubrir las más de seiscientas páginas que se requiere a todo presunto best seller.

A su vez, el melodrama requiere de personajes de una sola pieza y perfectamente definidos desde el principio. Los malos conviene que lo sean sin mezcla de bien alguno y los buenos han de serlo contra toda contrariedad. Entre medias, conviene que pululen diversos infelices de débiles convicciones y caraduras de dudosa moral (y, como tales, siempre al servicio de las necesidades del autor, no del relato) como contraste de conveniencia.

Conviene dejar pronto claro que La catedral delmar es un relato de dicción, no de ficción, lo cual, entiéndase bien, no es un reproche sino una definición. La catedral del mar es una obra de dicción y un melodrama con todas las de la ley.Todo es evidente y no falta lágrima, tribulación ni malentendido. Carece por completo de misterio porque no deja el menor hueco a la imaginación del lector, que ha de limitarse a seguir pasivamente la historia que se le cuenta; la escritura es plana y, por lo tanto, prescinde de la sugerencia a cambio de acumular tópicos que son sucedáneos de auténticas, sugestivas y estimulantes imágenes literarias; y carece de toda intención que vaya más allá de la creación de un mecanismo de intriga adornado con anotaciones históricas y de usos y costumbres propias de una enciclopedia de primeros conocimientos. En otras palabras: es un libro, ciertamente, pero no es Literatura, tal y como ésta se ha entendido siempre, cualquiera que sea el tiempo que le haya tocado vivir.Ahora bien, ¿qué es, entonces, este libro, que tanta expectación ha suscitado y que dice ser una novela de éxito?

Quizás ha llegado el momento de establecer la diferencia entre el libro como creación artística y el libro como producto mercantil.A partir de Honoré de Balzac, la imagen del escritor cambió radicalmente: de ser un sujeto dependiente de un protector pasó a ser sujeto dependiente del público. Sin la Revolución Industrial y la Sociedad de Masas, esta nueva figura del escritor sería impensable. El escritor, pues, decidió ponerse en manos del libre mercado y correr el albur de ser rechazado por sus lectores o aceptado por ellos. De entonces acá las mutaciones se han sucedido y, hoy en día, del escritor autosuficiente hemos llegado al productor asociado a un holding. Imaginemos –como en aquella película de Woody Allen– a una esposa-sus-labores con gusto para la repostería que un día, aprovechando un auge de las pastas para el desayuno, recibe una oferta de un gran grupo azucarero de comercializar su receta; el grupo pone toda su maquinaria de marketing, publicidad y producción al servicio de esa receta, la retoca y adecua a los gustos testados del público y la lanza con una estrategia destinada a crear en el mercado una necesidad imperiosa de consumir el producto. Ahora pensemos en una novela de un aficionado cuya trama se considera coincidente con los intereses del mercado, a la que se lava, se peina, se viste y se maquilla de acuerdo con los gustos imperantes y a cuyo servicio se pone toda una maquinaria de mercadotecnia. No hay nada que objetar a este negocio, pero sí que precisar: esa novela no admite una crítica literaria; lo que le corresponde es una crítica mercantil.

Así pues, de lo que se trataría es de ver si este producto a) cumple su objetivo y b) merece o no la pena. El producto contiene ingredientes que, en principio, mezclan bien: altas dosis de violencia, tanto individual como colectiva, relaciones amorosas cumplidas o frustradas, marco histórico, usos y costumbres de la época, hazañas bélicas, humillaciones y venganzas, y Santa Inquisición. El siguiente paso también se cumple: los personajes y las relaciones de todo orden son elementales porque se busca a esa clase de lector primitivo que tiende a identificarse con los personajes. Si el personaje sufre, el lector se resiente; si el personaje es maltratado, el lector se subleva; si el mal parece invencible, el lector se descorazona; si el bien triunfa tras mucha tribulación, el lector descansa agradecido.

La cadena de causalidades que unen los diversos episodios o tiempos de la novela no están mal urdidos; es decir: resultan aceptables. Como buen melodrama, todo se ve venir, no hay sorpresas en la medida de que los hechos, establecido el inicial (en este caso, el uso del derecho de pernada), todo cuanto viene detrás es previsible.También las emociones son elementales, como corresponde a esa clase de personajes, aunque de vez en cuando el sentimentalismo se convierte en sirope, como en la relación entre el pequeño Joanet y su madre encerrada, que se comunican tan solo acariciándose las manos a través de un ventanuco, lo que a muchos les recordará la escena en la que Dumbo se acerca a la celda donde se encuentra su madre prisionera y enlazan sus trompas mientras a los niños-espectadores se les suelta una lágrima en el anfiteatro.

En general, el dibujo de caracteres es de trazo grueso pues, como dije, son personajes de una pieza y esa pieza (bondad, maldad, inquina, cobardía, etc.) busca alcanzar su paroxismo en los momentos culminantes. Por ejemplo, cuando Francesca, esposa de Bernat y madre del héroe Arnau, cae en el deshonor, no cae un poco: cae hasta lo más hondo del pozo más profundo y sucio; cuando los nobles deciden poner en su sitio a un payés, no se conforman con menos de la más afrentosa de las humillaciones, etc.Así, que, en su conjunto, bien podemos decir que en cuanto a ingredientes y elementalidad, el relato está bien provisto.
Los problemas vienen del empleo de esos ingredientes. No importa que ni la historia ni los personajes sean simples a los efectos de lo que estamos juzgando, pues esa es su misión. Lo que sí importaría sería la posible torpeza en su manejo.Y hay algunas torpezas. En primer lugar, el autor no puede evitar colocar su pensamiento en la cabeza del héroe. Esto hace que, por una parte, se vea al autor, quede al descubierto: no escondido detrás de los personajes, como debe ser, sino enmascarado en ellos; y por otra parte, consecuencia directa de lo anterior es que en medio de ese mundo medieval, a la hora de considerar y aborrecer las injusticias éstas se consideran y aborrecen desde una mentalidad moderna tras la que vemos asomar no los buenos sentimientos, que ésos son universales aunque cada uno en su época, sino la aplicación de la mentalidad de la Declaración de los Derechos Humanos a los tiempos de Pedro el Ceremonioso, lo que resulta chocante, aunque muy del gusto del público, como Hollywood ha demostrado en repetidas y exitosas ocasiones.

En segundo lugar, predomina un deseo (que es, al cincuenta por ciento, mezcla de cariño por los personajes buenos y necesidad de aguantar las seiscientas y pico páginas de rigor) que lleva al autor a resolverles la vida de manera ostentosa; por ejemplo, cada vez que necesita hacer dinero Arnau, llega una especie de geniecillo islámico que le pone en casa; o bien a amargársela de modo igualmente excesivo. Esto es, a lo largo de toda la novela y por mal que les pueda ir a los personajes, hay una forma de Providencia llamada Ildefonso Falcones de Sierra que siempre otorga al lector y a los sufridos protagonistas una última confianza de que las cosas acabarán saliendo bien. Como en los culebrones televisivos.Y, como en ellos, hay que esperar al último capítulo para que el Bien se encargue de atar todos los cabos y cerrar todas las heridas.
En tercer lugar, la rigidez.Así como la bondad no necesita explicaciones, pues se supone que está en las personas como una especie de gracia, la maldad sí que necesita anclajes. Es inexplicable la furia sádica de Isabel, madrastra de Arnau, la maldad de su hija Margarida o el odio africano de Elionor, la esposa obligada de Arnau.Así como la bondad se considera un estado, la maldad necesita raíces y en este producto no hay ni raíces ni tierra sino un venenoso «porque sí».Tendríamos que irnos a Cenicienta para entender a esa madre y sus hijos humillando a Arnau o a La bella durmiente para encontrar a una bruja semejante a Elionor. El problema es que esta historia pretende ser una historia de adultos: simples, pero adultos, no un cuento infantil.

En general, la longitud del texto abre grietas en la estructura. Por ejemplo: cuando Arnau llora el alejamiento de Joan camino de Bolonia, no se entiende bien esa pena repentinamente acongojante, pues Joan lleva ya mucho tiempo y muchas páginas fuera de foco y del abrigo sentimental de Arnau. Lo mismo puede decirse, como personaje, del ataque de calentura devoradora que le entra a Aledis con Arnau, imprevisible a tenor de lo que se ha sabido de ella hasta ese momento: es decir, que es una muchacha a la que le atrae Arnau, no una ninfómana. O el radical cambio de actitud de Joan habiendo vivido la terrible historia de su madre y convertido así por las buenas en azote de herejes y adúlteras. Al no ser personajes matizados, sus actos disuenan en cuanto se apartan un pelo del guión previo. El autor piensa que con definirlos una vez, cuanto sigue queda justificado. El alma humana, incluso la más simple, tiene sus recovecos y, sobre todo, sus porqués, y estos últimos brillan por su ausencia.

Y siguen los problemas de estructura. Hacia la mitad de la novela, los excursos históricos –que no están integrados, sino añadidos– se vuelven cada vez más didácticos y despegados de la narración. La narratividad implica una integración indisoluble de los acontecimientos con la trama en su conjunto; aquí los sucesos aparecen enlazados, no integrados y cada vez menos integrados, a medida que avanza la novela.Y también, como suele suceder entre tanta vuelta y revuelta, el enésimo contratiempo que acontece a los buenos acaba fatigando. Hay, sobre todo en esa segunda mitad, una vez que los territorios por los que se mueve el libro han sido establecidos, una falta de tensión narrativa que, unida al exceso de información, al mucho decir y poco mostrar, provoca cansancio; sobre todo porque, al no evolucionar los personajes, sino repetirse, no hay progreso narrativo salvo la pura acción, que también se vuelve repetitiva, quizá por falta de recursos.Y, por fin, hay que señalar el abundante uso de imágenes tópicas y asuntos manidos. La imágenes, en los pocos momentos en que el autor quiere intentar hacer literatura, son tan cursis como esos «ojos grandes, límpidos y de color miel».

El producto no es, pues, eficiente, pero sí efectivo si nos atenemos a su acogida en el mercado. Es triste que se vendan como literatura sucedáneos cuyo valor funcional no pasa de ser el de una crema para manos, pero así es la vida y así son las mercancías. En cuanto a los productos, los hay buenos y malos en sí, aun dentro del éxito. La catedral del mar es un producto deficiente como tal. En cambio, a título de ejemplo,Los pilares de la tierra es un producto, además de exitoso, bien construido, tras el que se ve una sólida tradición, la del thriller, aprovechada y aprendida. Claro que su autor, Ken Follett, bien se ha ocupado de dejar claro que él no hace literatura sino otra cosa. Es muy posible que ese realismo a la hora de valorar su propio trabajo le haya permitido ser uno de los mejores creadores de producto, con el permiso y la inestimable ayuda de sus editores.


La catedral del mar, de Ildefonso Falcones de Sierra, ha sido publicada por Grijalbo.

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