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El «pensamiento débil» ante el cristianismo

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Un libro puede ser significativo por el contenido profundo o nuevo que ofrece, por el método propuesto para conocer mejor un orden de realidades, por el estilo literario con el que la materia está presentada, por la forma en que describe una situación histórica tanto en la dimensión subjetiva como social a la vez que su relación con la historia anterior. Por tanto, libros-contenido, libros-método, libros-estilo, librossíntoma. No son separables, sin embargo, unos aspectos de otros, ya que cada proposición de contenidos nuevos suele llevar consigo un nuevo método y un nuevo estilo. Así la filosofía de Aristóteles tiene un método y estilo literario diferentes de la de Platón. Al diálogo sobre las ideas ha sucedido el análisis de las cosas. Descartes escribe un Discurso del método y el género literario es la primera persona, que da razón de un camino seguido y de un descubrimiento hecho. La filosofía de santo Tomás tiene un estilo, al que no podríamos considerar precisamente literario pese a su admirable brevedad capaz de fascinar, y que poco tiene que ver con el estilo teológico de san Agustín o el filosófico de Ortega y Gasset. El libro que presentamos pertenece al último tipo. Es un libro síntoma.

EL AUTOR Y SU ITINERARIO

La primera página presenta a su autor como un filósofo que ha nacido y crecido en un marco religioso, con una preocupación social y política de izquierdas. Familia subproletaria, atmósfera procomunista, militancia católica, acción política indirecta, formación en Alemania en la órbita de Gadamer y en la secuencia de los maestros del nihilismo, Nietzsche y Heidegger. Al final de esa larga navegación, y tras haber abandonado los ideales y pujanzas que esas palabras habían sustentado desde los años cuarenta en Italia, desistió de todas esas empresas heroicas, tanto filosóficas como políticas y religiosas, para atenerse a una comprensión de la realidad más a pie de tierra, «humilde» en el sentido etimológico del término, más tierna con el hombre pobre y pecador a la vez que convocado a la muerte, moralmente menos exigente consigo mismo y aposentado con alguna placidez satisfaciente en el mundo.

Fin de la metafísica, fin de los ideales revolucionarios, fin de un cristianismo moderno, fin de una moral kantiana, fin de la religión. En una palabra, secularización de los grandes ideales, promesas y esperanzas que la suma del cristianismo, pensamiento griego y razón moderna habían forjado. Y todo ello no por despecho o desilusión sino como forma de atenimiento más humilde a una realidad no violenta, ni impositiva, ni sacrificadora del hombre. Humanidad sin angustia, cristianismo sin agonía, religión sin culpa, mundo sin amenaza de muerte, pensamiento sin tiranía. Pensamiento, pero débil; modernidad pero trascendida hacia una reconciliación con los fragmentos de la realidad, sin exigir la reunificación de todos, porque insensiblemente se convertirían en totalidades exigentes y en totalitarismos esclavizadores.

Al final de ese largo proceso el autor se encuentra a sí mismo plantado ante experiencias personales que no hubiera podido sospechar antes y que confiesa con sinceridad: la muerte de seres queridos, la fisiología de la madurez y del envejecimiento, la incapacidad de hacer coincidir lo externo y lo interno, la difícil unión de virtud y felicidad, la justicia que no llega en este mundo. Todo ello le ha conducido a la pregunta serena y rigurosa por la religión. A este aspecto personal se añaden otros de mayor envergadura. En primer lugar, el retorno de la religión y la aparición de los fundamentalismos, ahora que se olvidan los fundamentos. Por otro lado, la agitación de los ideales revolucionarios puede entenebrecer las urgencias personales de la existencia pero no cegarlas. La pujanza biológica del sujeto, la pasión del revolucionario y la intensidad del creador pueden enturbiar pero no ciegan las aguas vivas e inquietantes, que vienen de más allá y pujan por ir más allá de uno mismo. Tampoco hay ya razones plausibles, nos dice, para rechazar la religión. El racionalismo ateo en su doble forma moderna de cientifismo positivista y de historicismo, primero hegeliano y después marxista, formas ambas de una ideología del progreso, son ya insostenibles.

NIHILISMO Y «PENSAMIENTO DÉBIL»

Aquí le aparece a Vattimo el nihilismo como el final de la metafísica tal como lo ha previsto y propuesto Nietzsche y lo ha explicado Heidegger. Fin del pensamiento objetivador, que piensa al sujeto como un objeto más potente y soberano. Por la técnica, el poder político o las ideologías domina la realidad, y de esta forma se muestra enemigo de la historicidad, de la verdadera novedad, de la libertad, de la espontaneidad creadora, del gozo pacífico de existir, sin estar bajo imperativos, exigencias y trascendencias. Fin, por tanto, de la mentalidad positivista y fundamentalista, moralista y dogmática. El ser no es ente sino evento. El hombre no es realidad sino realización. Existir es desplegarse hacia adelante sin prisa y sin coacción, en serenidad acogedora y laudativa, sin espera ni esperanza, en satisfacción suficiente.

No es fácil delimitar con rigor lo que es exactamente el «pensamiento débil», si se mantienen el sustantivo y el adjetivo. En una entrevista capital para entender su trayectoria filosófica y personal, Vattimo lo define así: «Una teoría de la historia como debilitación de las estructuras fuertes, como liberación a través de su reducción». Habla de una Verwindung de la metafísica en cuanto conservación y distorsión a la vez, como una Verwindung reasunción y torcimiento de la ética cristiana. «Nunca pienso en un proyecto positivo de la sociedad sino en uno negativo, en una sociedad menos autoritaria». «La "debilidad" es también amor a la marginalidad, aunque sospechando del énfasis profético». La entrevista concluye con estas palabras: «La verdad sólo es la disminución de las verdades precedentes que nos presiden. Necesitamos, por ello, un núcleo sagrado para secularizarlo. No hay ética posible y practicable sin una familia a la que traicionar» (en: M. Jalón-F. Colina, Pasado y presente. Diálogos, Valladolid: Cuatro ediciones 1996, págs. 155-174).

EL RETORNO DE LA RELIGIÓN

Sobre ese fondo de historia vivida y pensada, las páginas presentes son una confesión, hecha en primera persona, de un retorno a la cuestión religiosa, a la pregunta por Dios, a su relación con el cristianismo, en cuanto palabra de Jesús y propuesta de un sentido que ha forjado la historia de Occidente, sin el cual ya no nos podemos pensar como hombres, ni pensar al hombre. De entrada queda absolutamente claro que esta recuperación nihilista del cristianismo es llevada a cabo en oposición al catolicismo, tal como éste es representado por el papa Juan Pablo II, en el que ve un fundamentalismo, que se opone a la modernidad porque todavía no ha entrado en ella. Pero, hecha esta salvedad, su mirada se vuelve con cariño a la iglesia italiana concreta en la que ha crecido, a la que se siente agradecido, y en cuya evolución reciente valora la perspicacia de haber roto con formas políticas anteriores, que hacen obsoleto e innecesario todo anticlericalismo. Creer vuelve a ser posible; vuelve a tener sentido. Preguntarse por Dios no sólo es significativo sino que es indispensable. Precisamente el libro intenta mostrar que el vuelco nihilista de la filosofía sólo es pensable en un horizonte cristiano, sin que podamos decir cuál es la relación de causalidad: si una comprensión cristiana débil de Dios, por existir encarnado en la carne débil y mortal, ha suscitado el final de la metafísica dura o si por el contrario una filosofía, que ha descubierto el gusano en la manzana de la metafísica, ha hecho posible, con el fin del teísmo y de la ontoteología, redescubrir al Dios «humilde y humillado» (Pascal) del cristianismo.

LA «ENCARNACIÓN DE DIOS» Y EL NIHILISMO FILOSÓFICO

Ésta es la tesis central del libro, la que merece la pena ser repensada más allá de las anécdotas. El cristianismo tiene en su punto de partida dos ideas: la encarnación y la kénosis (vaciamiento, abajamiento, humillación de Dios: Filipenses 2, 6-11) de Dios. Si se quiere utilizar otros términos podríamos hablar de mundanización y secularización. Dios ha dejado de aparecer como poder de la naturaleza o fuerza del trasmundo para dejarse ver y tocar, sentir y conocer desde nuestra humanidad, temporalidad y carne. Dios ha dejado de ser lejanía exigente, poder imperial e imperativo para convertirse en compañero y amigo del hombre, hasta llegar al final del camino con él, sin rehusar asumir todas las consecuencias de esta compañía de viaje, que son la muerte y, en un universo de violencia, la cruz. Al Dios evento de la metafísica, correspondería el Dios humillado del cristianismo. Al Dios que no exige a los otros sino que se da a sí mismo, correspondería un pensamiento no impositivo ni violento sino en el que la caridad, convivencia y aceptación serían los criterios supremos.

Éste sería el cristianismo verdadero: el que proponen la parábolas de Jesús con su inmediatez de la oferta y del amor, del acogimiento y del perdón de Dios, sin apelar a ninguna metafísica previa, que hiciera de la demostración racional de su existencia el preámbulo necesario a la condición de creyente. El Dios de la trascendencia filosófica sería una cosa y el Dios de la encarnación, revelado por Jesús, otra. Ese Dios, así pensado para el hombre y con el hombre, sería el único contenido y el único escándalo del cristianismo. No hay otra trascendencia, misterio, poder, razón, exigencia que esa kénosis de Dios para el hombre. La única gran paradoja y escándalo de la revelación cristiana es, justamente, la encarnación de Dios, la kénosis. Todos deberíamos reivindicar el derecho de no ser alejados de la verdad del evangelio, en nombre de un sacrificio de la razón, requerido sólo por una razón naturalista –humana, demasiado humana y, en definitiva, no cristiana– de la trascendencia de Dios» (pág. 62). A partir de este núcleo filosófico (nihilismo) y de este núcleo cristiano (la kénosis de Dios) intenta una reconstrucción de su propia conciencia, heredando lo que es el legado de nuestra historia occidental y reconciliándose con la Iglesia, en cuanto comunidad de sentido humano, de sentimiento religioso y de proyecto moral. Ética y estética, religión y metafísica se reconcilian así en una forma tan ingenua como apresurada, que al final resulta violenta o explosiva. Desde ahí le será posible recuperar citas del Nuevo Testamento y de la Imitación de Cristo para mostrar cómo la concentración en la palabra del Verbo le ahorra a uno la dispersión en las opiniones humanas, citando su original latino: «Cui aeternum Verbum loquitur a multis opinionibus expeditur» (pág. 79).

DIÁLOGO CON FILÓSOFOS Y TEÓLOGOS

El libro se teje en un diálogo permanente no sólo con filósofos (Kant, Dilthey, Nietzsche, Heidegger, Gadamer, Horkheimer) sino sobre todo con teólogos (Schleiermacher, Kierkegaard, Barth, Bonhoeffer, Gogarten, san Agustín). Tiene dos frentes que rechaza y un tercero que le sirve de aliado. El frente filosófico-teológico es lo que él llama metafísica del ser potente, de la razón y ley natural, que ve significado en santo Tomás de Aquino y en una cierta Ilustración moderna. Ambos apelan al ser, a lo fundado-fundador, a lo previo al hombre y desde donde el hombre se afirma poderoso y exigente en el mundo. Dios sería así un poder cuasi natural y sagrado, que se opone con la fuerza violenta de todo lo primario, sacral y ciego. El segundo frente con el que dialoga es el que podríamos llamar antimetafísico y antiidealista. Es el que considera a Dios absolutamente trascendente, soberano y santo, cayendo en verticalidad incriminadora sobre el hombre: Barth, la teología dialectiva, el existencialismo de Bultmann, Bonhoeffer y los herederos de Kierkegaard.

Frente a unos y otros se remite al antropólogo francés René Girard, que con sus libros, La violencia de lo sagrado (1972), Las cosas ocultas desde la fundación del mundo (1978) y El chivo expiatorio (1982), ha intentado una relectura básica del cristianismo. Las religiones según él han sacralizado la violencia inherente a toda sociedad construida sobre la «mímesis» (imitación y emulación), que conducen al rechazo y eliminación final de alguien. Para descargar las tensiones se busca una víctima expiatoria que, descargando la sociedad, la pacifica. Esa víctima habría sido sacralizada, celebrada y adorada como liberadora, cuando en realidad era fruto de la violencia, y al ser rememorada (idea de sacrificio) se convertía en engendradora y perduradora de violencia. La novedad del cristianismo originario consistió en cortar con esa comprensión sacrificial de la religión. Cristo fue no violento y rompió la cadena de la violencia. Su muerte no fue un sacrificio, ni ofrecido al Padre ni exigido por el Padre. Esta teoría del cristianismo, propuesta por Girard, que no analizamos en su intuición valiosa ni en sus desnaturalizaciones, está en la base de la propuesta de Vattimo (Cfr. O. González de Cardedal, Cuatro poetas desde la otra ladera. Prolegómenos a la cristología. Madrid: Trotta 1996).

 REDUCCIÓN RADICAL DEL CRISTIANISMO

A partir de aquí lleva a cabo una desmitologización o reducción radical tanto de los dogmas como de la moral cristiana. Pero no sólo en referencia a ciertas propuestas contemporáneas, o en relación a Juan Pablo II, sino en la raíz del cristianismo como propuesta de contenido, de criterios y de metas. A la reducción dogmática sigue la reducción moral. No oculta sino confiesa con sobriedad y objetividad su adhesión teórica y práctica a una comprensión homosexual de la realización humana. Probablemente este rechazo por parte de la Iglesia de esta postura motiva, no en último lugar, su actitud. Se siente proscrito y alejado, sin aquella familia en la que ha crecido y de la que se siente necesitado. Las parábolas de Jesús, con la descripción del Padre que acoge siempre, a la vez que la memoria admirativa y compasiva de Passolini, que vivió en una situación idéntica de ruptura y amor respecto del cristianismo, son hechos clave para la hermenéutica de fondo de este libro y del destino de Vattimo.

El resultado es una fe reducida y concentrada. La esencia de la revelación cristiana es la caridad, como la esencia del ser es el acontecimiento, no puntual y decisivo, sino sucesivo y acompañativo. La salvación existe en la interpretación que la exige y vive de ella, lo mismo que Jesús se prolonga, es interpretado y se deja conocer por el Espíritu Santo. Ella me incita, antes que me exige, a entrar en la historia no pasivamente sino en una actividad que nace de mi libertad y de mi ilusión. El texto evangélico de Juan 15,15 aparece repetidas veces: lo mismo que Jesús llamó a los apóstoles amigos y no siervos, así Dios no quiere que los hombres sean esclavos de su divinidad sino amigos de su humanidad. No perros sumisos sino acompañantes colaboradores.

Casi en el final de su libro aparece la imagen del perro. Demasiados años hemos vivido los hombres así ante Dios: «el rechinar de dientes del perro atado que lleva mucho tiempo atado, según una imagen de Nietzsche» (págs. 125-126). Los buenos conocedores de este autor recuerdan la última página de El viajero y su sombra (K. Schlechta: Werke I 1007-1008) cuando ambos dialogan y el primero dice a la segunda (evidente trasunto de lo que Dios dice al hombre): «No quiero tener esclavos a mi alrededor. Por eso tampoco me gusta el perro, el vago zángano que mueve su rabo, y que se ha convertido en "perruno" desde que es esclavo de los hombres y del que éstos incluso se glorían de lo fiel que es a su señor y le sigue como a su sombra». ¡En el trasfondo está la ironía de Hegel contra Schleiermacher, quien definía la religión como el sentimiento de absoluta dependencia, frente a lo cual Hegel respondía diciendo que entonces el perro era el ser más religioso! Estamos, por tanto, ante un proyecto de liberación de la metafísica, de la religión y de los ideales modernos como poderes que asfixian al hombre, dejándole sin respiro para existir con gozo en el mundo. Lo que se percibe en estas páginas es una voluntad de «liquidación» de tantas cosas sólidas y de aligeración de muchas cosas pesadas. Religiosamente se percibe el eco de Nietzsche reclamando otro Dios que el Dios moral, otra religión que la del pecado, otra gloria de Dios que la que se presenta como alternativa a la gloria del hombre, otro evangelio que no sea solidario de ninguna metafísica ni de política alguna, una propuesta de otro mundo que no lleve consigo la devaluación de éste y una definición de Dios que no nos haga imposible aceptar las que da el Nuevo Testamento: «Dios es amor» (1 Juan 4,8; 4,16), «Dios es espíritu» (Juan 4,24), «Dios es luz» (1 Juan 1,5).

¿Cuál es el resultado de esta «confesión» que es interpretación del cristianismo desde el nihilismo y de éste desde el Nuevo Testamento? Aparentemente un gran naufragio de todo lo que los bajeles de la anterior tradición filosófica y religiosa habían traído al puerto de la conciencia humana. Fin del cristianismo, fin de la metafísica y fin de la razón, parecería que son la conclusión de este libro. El cristianismo no tendría otros contenidos positivos, verificables y racionalizables. Esto le ha llevado a Fernando Sabater (El País, 27 julio 1996) a decir que, puestas así las cosas, el ateo que él es, prefiere estar de acuerdo antes con el energúmeno Wojtyla que con Vattimo. Porque puestos a creer, aquél sabe lo que cree y espera (Dios, revelación, dogmas, moral, resurrección), mientras que éste sólo tiene una veleidad de creer y unos contenidos volatilizados que no se dejan fijar en términos objetivos. Por su parte, J. A. Marina (ABC Cultural, 18 octubre 1996) lo mira con pena porque considera que ha desistido de la razón, ha accedido a un sentimiento infundado y arbitrario que supone el final de la filosofía, por ser el desahucio de la razón. Su título es significativo: «¡Adiós, lechuza, adiós!».

LOS RESULTADOS PRIMEROS Y LA INTENCIÓN ÚLTIMA

No seríamos justos con Vattimo si viendo sólo lo anterior nos quedásemos ahí. Yo digo «no» al resultado y a la propuesta, porque no me parece objetivo el primero ni merece la pena la segunda. Pero el libro apunta más allá de lo que dice, desvela un olvido de algunas cosas esenciales tanto en la tradición filosófica de Occidente como en la experiencia cristiana. La «intentio» o «visée» de estas páginas merece la pena ser escrutada. La religión incluye un saber sobre el ser, el hombre y el sentido de la historia, pero nunca ha vivido con el permiso de una metafísica exterior a su propia lógica. Nunca ha sido necesario pasar por Aristóteles ni por Hegel para acoger la revelación y el amor, el perdón y la promesa de Dios que tenemos en Cristo. El Dios pensado desde el Ser no es exactamente el Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo. Y éste, en su predicación, no hizo a la ley condición de su mensaje; acogió a los pecadores y puso distancia a los fariseos. La definición cristiana de Dios le piensa desde la historia o tiene en las parábolas un punto de partida del que no podemos alejarnos, ni menos negar. La razón pura de Kant o dura de Hegel, no llevan inmediatamente a Dios, porque Dios no es deducible, inducible o construible, por el hombre: ni por su razón, ni por su deseo, ni por su voluntad. Por ello pensar que el cristianismo sólo se salva cuando se salva ese tipo de metafísica es una herejía, equivalente a la de quienes pensaron en el origen que el evangelio de Jesús sólo se salvaría si llevaba unida la cultura judía. La lucha acerada de san Pablo contra la circuncisión tiene ese aguijón en su fondo. Decir que la razón metafísica no es suficiente para creer en Dios, no significa que la adhesión creyente a Dios tenga que darse en un vacío de racionalidad, sentido y experiencia.

EL CRISTIANISMO ENTRE LA PURA RAZÓN, LA REAL GANA Y LA FIEL OBEDIENCIA

Ni pura racionalidad demostrativa; ni voluntad meramente asertiva frente a necesidades absolutas. El cristianismo no apela ni a la razón dura ni a la real gana. Unamuno tenía razón contra Herman Cohen apelando al hombre vivo, que piensa, siente, quiere vivir y no se quiere morir. Es el hombre entero el que piensa y cree: desde la razón y el corazón, la necesidad biológica y el deseo cordial, el atenimiento a la realidad manifiesta y la añoranza de lo divino. Colaboran al nacimiento de la fe todas las potencias y apetencias, sentidos y esperanzas que fundan al hombre. Ella se alumbra finalmente como fruto de una libertad amorosa que nos precede, de una iniciativa que iniciándonos nos permite responder, confiar y creer. En ella no reinan ni la violencia de las armas, ni la violencia de los argumentos, ni el peso de las costumbres ni la presión de los poderes. En medio de todos ellos corre el hilo de la existencia personal, amenazada por todos y capaz de abrirse cauce hasta el Absoluto que siendo su manadero le ofrece manida definitiva. De esta forma le hace protagonista de su destino, en amorosa compañía más allá de su azarosa soledad.

El cristianismo, si es responsable, no es solidario ni dependiente de la razón en su forma moderna; tampoco exige un salto en el vacío, ni sucumbe a actitudes trágicas o apocalípticas. En este sentido es tan amigo de la razón débil posmoderna (Jesús ha venido no para los sanos y fuertes, sino para los enfermos y pecadores), como en otro sentido lo había sido de la razón moderna. Por eso acepta el reto de Vattimo como quien le descubre tesoros propios olvidados. Dios es amor en humillación. Existe crucificado y muerto por nosotros, redefiniendo desde ahí su trascendencia y santidad, su potencia sanadora y su justicia. El perdón y amor prevalecen sobre el mal; por eso el cristianismo no es religión amartiológica (del pecado) sino estaurológica (de un Dios que pasando por la cruz nos avoca a la resurrección para una vida eterna). De esta forma son tomados absolutamente en serio el mal, el pecado, la justicia y la injusticia sin quedar cautivos de ellos. El cristianismo ofrece el perdón de Dios desde el amor, con lo cual no trivializa sino radicaliza hasta el extremo la seriedad de la libertad y de la justicia. Vattimo sólo ha acentuado un polo de la realidad del hombre y de Dios: la historia, la libertad, el amor, el sosiego y la satisfacción, la estética. Pero ha olvidado los otros polos: la creación, la realidad indesbordable, la justicia, el prójimo, la soberanía de Dios, la ética, la condición dramática de la existencia, el futuro. Este libro es un manifiesto por la esperanza desde una fe endeble y sin contornos definidos. Voluntad de fe desde la debilidad y desde la increencia, como suplicaban algunos a Jesús: «Creo, Señor, pero ayuda mi incredulidad» (Marcos 9,23). Vattimo, tan poco agónico y por ello tan poco unamuniano, coincide con el rector de Salamanca en comprender la fe como un anhelar y esperar poder creer. La esperanza prima aquí sobre la fe.

LOS FILÓSOFOS Y LA TERNURA DE DIOS

El libro se cierra reclamando «preferencia por una concepción "amigable" de Dios y del sentido de la religión. Si esto es un exceso de ternura, es Dios mismo quien nos ha dado ejemplo de ello» (pág. 127). Si al lector le parece demasiado terne esta apelación a la ternura de Dios, me permitirá recordarle que es un término que aparece en el Antiguo Testamento para designar la relación de Dios con el hombre. Pero no sólo la mística, la propia filosofía lo ha usado para hablar de Dios. Tomás Moro aplica la psicología del amante perfecto para explicar el amor de Dios, definiéndole con estas palabras: «a very tender loving Father» (Último verso del poema Deprecatoria ad Patrem , en el libro: Life of John Picus, Earl of Mirandola (1522); en The Complete Works 13. Yale 1993). El matemático y filósofo Whitehead explica la religión auténtica como el tránsito del Dios-concepto al Dios-poder y de éste al Dios-amor. Dios, concebido primero como vacío y luego como enemigo, es finalmente sentido como compañero de viaje que consufre y coentiende. «God is the great companion, the fellow-sufferer who understands» (Process and Reality. Nueva York, 1929-1978, pág. 351; al final del libro).

Vattimo podría haber citado a otro filósofo y matemático para hablar de la ternura de Dios con rigor y sin sentimentalismo. He aquí dos textos de Leibniz: «Se ve que Jesucristo… Ha querido que la Divinidad fuera el objeto no sólo de nuestro temor y nuestra veneración sino también de nuestro amor y de nuestra ternura (tendresse)». Y esto debe constituir el cantus firmus de la sinfonía que, pese a todo, es la vida humana: «El amor es esa afección que nos hace encontrar placer en las perfecciones de lo que se ama y no hay nada más perfecto que Dios, ni tampoco nada más encantador (charmant)». (Teodicea. Prefacio).

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