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Eugenio Fuentes: la ordalía de Joseph K.

La hoguera de los inocentes

Eugenio Fuentes

Barcelona, Tusquets, 2018.

334 p.

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Las ordalías sometían al juicio de Dios a los presuntos autores de un crimen, empleando distintos métodos de tortura para dirimir su inocencia o culpabilidad. Se estimaba que Dios acudiría en auxilio del inocente, librándolo del dolor y la muerte. Aparentemente, se trata de un asunto del pasado, pero lo cierto es que las ordalías persisten bajo distintas formas: tortura, linchamiento –real o virtual-, calumnia, marginación, estigmatización. El objetivo real de una ordalía no es averiguar la verdad, sino humillar a la víctima, excluyéndolo de la sociedad y, si es posible, de la familia humana. La ordalía no es un procedimiento judicial, sino un acto de poder. Se pretende deshumanizar al que discrepa, estorba, cuestiona o introduce diferencias en una comunidad que no tolera la diversidad. La deshumanización solo es el paso previo a la eliminación física. Quizás la Shoah sea la mayor ordalía de todos los tiempos. Transportados en trenes de ganado, despersonalizados mediante la disciplina del Lager, gaseados con un pesticida concebido para erradicar los piojos y quemados en hornos crematorios, las víctimas del terror nazi son un trágico ejemplo del alcance último de las ordalías, cuya meta es proclamar que nadie es inocente a ojos del poder totalitario. Joseph K. nunca conocerá el cargo que se le imputa. Esa forma de proceder recordará a todos que la culpabilidad o la inocencia no depende de los hechos, sino de la voluntad del que posee la fuerza para someter a sus semejantes. La irracionalidad de la Shoah esconde una estricta racionalidad: desarmar al ciudadano, privarle de su humanidad, enseñarle que la soberanía del Estado es absoluta.

En La hoguera de los inocentes. Linchamientos, cazas de brujas y ordalías, Eugenio Fuentes rastrea los orígenes y la actualidad del juicio de Dios, evidenciando que en nuestro tiempo el Estado totalitario ha usurpado el lugar de lo sagrado. Con un estilo elegante y preciso, Fuentes compone un ensayo libre de academicismos. Sin abrumar al lector con citas ni notas a pie de página, transita del devenir histórico a la historia de la literatura, convencido de que los libros no son una mera expresión de subjetividad, sino una valiosa herramienta de análisis. Con inteligencia, Fuentes señala en varias ocasiones que en nuestra psique hay aspectos ininteligibles, pero esa oscuridad es un elemento más de nuestra naturaleza y no podemos pasarlo por alto, aunque fracasemos en nuestras sucesivas tentativas de esclarecimiento. La maldad gratuita, desvinculada de cualquier expectativa de ganancia material o moral, nos sobrecoge, pero siempre ha estado ahí, recordándonos que una parte de nosotros mismos obra de forma ilógica, obedeciendo impulsos oscuros y dañinos. Sin embargo, las ordalías no suelen nacer de esa penumbra, sino de las catacumbas del poder y los prejuicios de sociedades contaminadas por ideologías destructivas o, simplemente, oprimidas por el miedo, la ignorancia y el resentimiento.

La tradición cristiana ha arrojado sobre el ser humano el peso de una culpa originaria que pasa de generación en generación, con independencia de los actos. Esa culpa ontológica –apunta Fuentes- infringe un principio básico de la razón: «la única culpabilidad es la que procede de los actos individuales, no de un sello sobre la piel o sobre la conciencia». Aunque el Concilio de Letrán prohibió las ordalías en 1215, el habeas corpus, que garantiza los derechos de las personas detenidas, no se aprobó en España hasta 1984 por medio de una ley orgánica. Fuentes cita este ejemplo de anormalidad democrática para poner de manifiesto la resistencia de los gobiernos a prescindir de la omnipotencia del poder frente al individuo. Tal vez Kafka ha sido el escritor que mejor ha comprendido la experiencia de la culpa. Su vida fue «una huida sin descanso y sin remisión». Abrumado por el sentimiento de culpa, se resignó a no comprender el origen de ese estigma, agravado por su condición de judío en una Europa cristiana. Con muy buen criterio, Fuentes rescata una reflexión de Peter Brown, según el cual la idea de un Cristo que muere por los pecados de la humanidad no se implanta hasta el siglo V, poco después de la polémica entre Pelagio y san Agustín. Hasta entonces, Cristo no era un salvador sufriente, sino el amigo del hombre. El símbolo de sus enseñanzas no era la cruz, sino la sonrisa infantil del Niño Dios de los iconos. Kafka no pertenece a la tradición cristiana, sino a la judía, donde la culpa siempre ha desempeñado un papel crucial. El mito del pecado original ha hundido al ser humano en la ciénaga de la culpa. Fuentes recurre a Kierkegaard para explicar que la libertad produce angustia. Para muchos es preferible sentir culpa que afrontar la posibilidad de elegir y equivocarse. Kafka sigue concitando nuestro interés porque su sufrimiento psíquico refleja el dolor de ser hombre, que implica la necesidad de elegir en un mundo sin dioses. Lejos de la católica Flannery O’Connor, una de las grandes autoras del gótico sureño, el autor de La metamorfosis no cree en la gracia. El cosmos no está en manos de la providencia, sino del azar. Nuestro destino es el desamparo. Incluso escritores como Miguel Delibes, cuya obra y bondad elogia Fuentes, experimentan la frustración que produce hacer preguntas y no hallar respuestas.

Eugenio Fuentes

Frente a los titubeos de Cipriano Salcedo, protagonista de El hereje, la última novela de Delibes, se alza la arrogancia de los inquisidores, que desconocen la duda. Salcedo piensa que Dios debe ser celebrado y amado, no temido.  Es un caso similar al de Sebastián Castellio, hostigado por el implacable Calvino. Fuentes señala el vínculo entre las utopías y la violencia. Con el pretexto de traer el reino de Dios a la Tierra, Calvino implantó una feroz dictadura en Ginebra que abolió la distinción entre lo público y lo privado. El poder totalitario aspira a colonizar los sueños, destruyendo la libertad y la espontaneidad de la imaginación. En la Alemania nazi, las fantasías oníricas son el último –y único- recinto verdaderamente privado. Las ordalías presuponen la culpabilidad. El juicio de Dios es una farsa. Desde el momento en que alguien ha sido señalado, la posibilidad de la inocencia se desvanece. Bruja, judío, bolchevique o burgués, el infortunado que ha sido clasificado como indeseable, solo puede esperar el juicio sumarísimo, la condena inapelable y la ejecución.

Aunque la última bruja fue quemada en 1793 en Pozna?, Polonia, las hogueras han seguido devorando la carne de los inocentes. En el sur de los Estados Unidos, un «negro» es culpable desde el instante en que es acusado por un blanco. No hacen falta pruebas. Es lo que le sucede al Tom Robinson de Matar a un ruiseñor, acusado falsamente por Mayella Ewell. Esta perversión de la justicia también puede acontecer en La calumnia, la obra teatral de Lilian Hellman, donde Mary, una niña egoísta, manipuladora y taimada acusa a dos de sus maestras de ser amantes. En una época que ha convertido a los niños en vacas sagradas, su testimonio es suficiente para condenar a un adulto, aunque no haya pruebas que acrediten la acusación. La ordalía esconde una espeluznante pedagogía. Su mensaje es muy simple: obedece, pero no te relajes. Tu inocencia es una ilusión; tu culpabilidad, un hecho. No depende de tus acciones, sino de las decisiones del que ostenta el poder.

La libertad y el individuo son los dos grandes enemigos del totalitarismo. Kertész, superviviente de sucesivos campos de concentración, así lo advierte tras pasar por la experiencia de la deshumanización orquestada por la Alemania nazi. Fuentes distingue entre regímenes autoritarios y Estados totalitarios: «El totalitarismo […] aspira no únicamente a la obediencia, también a la convicción personal y a la colaboración para construir la utopía milenaria y un sistema integral de vida que cambie la historia y modifique su esencia para siempre». El triunfo del totalitarismo se produce cuando se interioriza el sentimiento de culpa. Eso explica que algunas víctimas lleguen a alabar a sus verdugos, pues acaban convenciéndose de que merecen ser castigados. Las mujeres siempre se han llevado la peor parte en esta espiral de degradación. Brujas para el poder, meros objetos para el libertino, han soportado toda clase de abusos y violencias. En nuestros días, las hogueras han sido reemplazadas por los linchamientos virtuales. Ya no se escuchan gritos espeluznantes sobre patíbulos levantados en plazas públicas, pero el escarnio continúa de forma visible. El ágora ha sido sustituida por un espacio virtual donde las palabras descuartizan, mutilan, rebajan.

La hoguera de los inocentes es un espléndido ensayo que se inscribe en la tradición de los estudios no académicos, donde la frescura predomina sobre el aparato erudito, pero sin caer en la simplificación o la banalidad. No es arqueología, sino una mirada necesaria sobre el presente. La caída del Muro de Berlín hizo creer que las ideologías desaparecerían por los desagües de la historia, pero han vuelto con una apariencia levemente alterada. La inmigración masiva ha desatado el racismo y la xenofobia, impulsando el ascenso electoral de la ultraderecha. El nacionalismo se ha reforzado en distintas regiones de Europa, conspirando contra el concepto de Estado-nación. El experimento Trump ha fracturado Estados Unidos, acentuando las tensiones raciales, sociales e ideológicas. El socialismo del siglo XXI ha rescatado los iconos del viejo marxismo-leninismo, hablando de nuevo de asaltar los cielos. En todos los casos, se demoniza al adversario, abogando por la ruptura y la exclusión. Casi nadie se atreve a reivindicar el diálogo y el consenso. Joseph K. vuelve a experimentar la incertidumbre de vivir en una sociedad donde el otro siempre es sospechoso de constituir una amenaza. ¿Cómo podemos salir de esta ratonera? Hannah Arendt, a la que Fuentes cita en varias ocasiones, nos proporciona la respuesta: celebrando la diferencia, asumiendo que lo distinto, lejos de ser un peligro, abre la puerta al progreso y la renovación. Lo humano no es la homogeneidad, sino la pluralidad. Cada nacimiento representa una oportunidad, pues introduce algo nuevo en el mundo, trascendiendo la mera repetición. La humanidad no es una auténtica comunidad hasta que despunta la libertad, favoreciendo la creatividad individual. La pluralidad no es simple alteridad, sino la posibilidad de hacerse oír, de tomar la palabra, de ser alguien, no algo. La esfera pública es el espacio de la libertad y debe estar exenta de la coacción de las ordalías. Acción política y conducta privada no debe mezclarse, pero en la era de las redes sociales esa distinción ya no se respeta, lo cual ha favorecido la irrupción de los populismos. Las ordalías quizás nunca desaparecerán, pero siempre que aparezcan debemos resistir, oponernos a su propósito de uniformizar la diversidad que nace de libertad, la creatividad y la diferencia.

Hay un tipo de ordalía particularmente escalofriante: la ordalía nihilista, que no busca nada, salvo aterrorizar. Hitler se planteó invadir la India cuando derrotara a los aliados. Si el enemigo no existe, hay que inventarlo, pues el poder totalitario no puede subsistir sin él. Joseph K. nunca llegó a conocer el crimen que le imputaban, pues realmente no existía y los jueces lo sabían. Eugenio Fuentes se pregunta si sirve de algo que nos conmovamos con su peripecia. Probablemente no, pero mientras tengamos claro que se cometió una injusticia, no habremos caído en la pasividad del «musulmán», el apelativo que se utilizaba en los campos de exterminio nazis para designar a los que habían perdido toda esperanza y ya ni siquiera intentaban sobrevivir. Ese estado psíquico y no la aniquilación física era el objetivo último de la «biopolítica» hitleriana, como señala Giorgio Agamben.

La hoguera de los inocentes no es un simple ensayo, sino un gesto de resistencia y una apología de la libertad. Nos recuerda que todos podemos ser Joseph K. y que no debemos resignarnos a ese destino.

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