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Neville, o el buen humor

Cuentos completos y relatos rescatados (1923-1966)

Edgar Neville

Madrid, Reino de Cordelia, 2018

568 pp.

32,95 €

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No cumplidos aún los treinta y siete años, Edgar Neville había escrito casi cincuenta cuentos reunidos en varios libros, rodado algunas películas y publicado numerosos artículos en la prensa. Fue guionista en Hollywood, donde trabó amistad con Chaplin, y uno de los asiduos de la tertulia de Pombo, bajo la batuta de Ramón Gómez de la Serna. Además de amigo de Tono, Samuel Ros, Ernesto Giménez Caballero, Miguel Pérez Ferrero o Federico García Lorca. La despreocupación jovial propia de aquellos años de literatura, humor y vanguardia desapareció cuando la política intervino y las relaciones terminaron por descomponerse. El 6 de enero de 1935, Samuel Ros escribió una sombría carta al escritor canario Agustín Espinosa en la que contaba cómo era la vida literaria en Madrid: «¡Han variado tanto las cosas! La vida se puso tan seria, tan agria y la política abrió tantos abismos entre unos y otros que casi no existe la literatura de arte. Publicar hoy una novela es lo mismo que hacer pis en la calle de Alcalá, es o la inocencia de un niño, o la desvergüenza de un cochero, o la inconsciencia de un borracho […]. De los amigos de entonces poco puedo decirte. Cada cual anda por su lado, la gente está molesta, agria, preocupada… de literatura ni hablar». ¿Exageraba Ros? No, pero, evidentemente, la literatura siguió su curso, aunque las amistades entre los escritores hubieran cambiado en función del bando escogido.

Neville formó parte del grupo que se ha dado en llamar «Los humoristas del 27» junto a Antonio Lara Gavilán, «Tono», Enrique Jardiel Poncela, José López Rubio y Miguel Mihura. En ese grupo se inscriben también Fernando Perdiguero, Enrique Herreros, K-Hito, Antoniorrobles, Bon y Álvaro de Laiglesia, en un momento de gloria para la literatura humorística, a la que se unieron otros escritores, como Julio Camba o Wenceslao Fernández Flórez. Nunca ha habido en España un grupo con mayor talento para el humor, talento que al menos fue reconocido con la exposición que dedicó a «Los humoristas del 27» el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía en 2002. Pensemos que los límites cronológicos de aquel humor inteligente, absurdo, disparatado y enormemente creativo comienzan en la década de los veinte y se extienden hasta los años ochenta, cuando Álvaro de Laiglesia publicó sus últimos libros.

Este volumen de Cuentos completos y relatos rescatados no es el primero de Neville que publica Reino de Cordelia. De 2011 es Mi España Particular, un delicioso libro de viajes y gastronomía, y de 2012 La Niña de la Calle del Arenal, un sainete castizo que rinde homenaje al Madrid de su juventud. Este tercer volumen de Neville incluye seis libros y varios relatos «rescatados», con un total de ciento cuatro cuentos ordenados cronológicamente. Los cuentos que Neville no agavilló en libro alguno suman dieciséis: el primero es de 1923, y el último, de 1957. Han sido rescatados de revistas y periódicos como Buen humorEl solNuevo mundoGaceta literariaGutiérrezLa codorniz y Blanco y negro. La nómina de los libros de cuentos de Neville es la siguiente: Eva y Adán (1926), Música de fondo (1936), Frente de Madrid (1941), Torito bravo (1955), El día más largo de monsieur Marcel (1965) y Dos cuentos crueles (1966).

Eva y Adán fue bien recibido por los críticos. Al fin y al cabo, Neville ya era conocido por sus colaboraciones en prensa. El escritor matritense Luis Araujo-Costa le dedicó una columna en La época (10 de agosto de 1926) en la que hablaba de las crónicas sobre Marruecos que Neville había publicado en esa cabecera con el seudónimo «El voluntario Ben-Aquí». Lo definía como modernista y hablaba de sus influencias, sobre todo francesas: Jules Romains, Louis Aragon, Blais Cendrars, Max Jacob, Pierre Mac Orlan, André Gide, Paul Morand o Jean Cocteau. Y una española, Ramón Gómez de la Serna: «Neville es acaso el primero y el más entusiasta de los ramonistas». Araujo-Costa había detectado en Neville tres tipos de humor: «El natural, que consiste en transponer las cosas a un orden de conocimiento extraño a su condición; el que se origina de tratar en serio aquello que pudiera prestarse al chiste, y otro más original, el de la risa, que sale de la risa como por carambola rusa y se produce cuando aplicamos la sátira, el gracejo, la burla, a personas, cosas, instituciones y hechos tan sólidamente fundamentados y asentados que el poder de lo ridículo se disipa o anula en ellas y el verdadero burlado es el sujeto agente». Araujo-Costa se refiere, claro está, a los cuentos en que se satiriza el Paraíso Terrenal, los ángeles, etc., y en los que Neville sale mal parado, según el crítico. A Araujo-Costa no debía de hacerle mucha gracia la escena del cuento que da nombre al título, un diálogo burlesco, en la que Eva coge la manzana y le pregunta a Adán: «Oye, ¿te gusta la sidra?» Cada época tiene sus tabúes.

Diez años después de aquel primer libro de cuentos apareció Música de fondo, en el que reunía cinco cuentos y un grupo de relatos más breves, algunos completamente disparatados y absurdos (y divertidos, por supuesto), bajo el título de «Cuentos para locos». El crítico Rafael López Izquierdo, en la lujosa revista Mundial (julio de 1936), comentaba algo interesante: «Su obra es al cabo como una prolongación llana y amable de su corriente conversación. Preciso es recordar que la charla amena es del espíritu ingenioso su más considerable patrimonio. Es decir: los cuentos de Edgar Neville, escritor hábil, moderno, conocedor de las flaquezas del mundo, son, como su misma conversación, hábiles, modernos, llanos y salpicados de gotitas tristes de necesaria filosofía. Esto precisamente ameniza de melancolías vitales las narraciones y les presta su verdadera música de fondo». Sin duda, los escritores que trabajan una voz propia y quienes mejor conocen su arte son aquellos que han afilado su estilo en las tertulias, hablando y discutiendo, defendiendo ideas, atacando dogmas, acompañándose de gestos, modulando la voz. Se repite mucho esa frase de Cervantes («Quien sabe sentir, sabe decir»), a la que debería unirse esta otra: «Quien sabe decir, sabe escribir».

Tres de los cuentos de Música de fondo, «Los Smith», «Stella Matutina: Cabeza» y «Del jardín de Helesponto», aparecerán también en el volumen Torito bravo, publicado en 1955. Y el cuento que da nombre al libro, «Torito bravo», se publicó por primera vez en Ahora en 1934 y aparecerá también en su próximo volumen de cuentos, El día más largo de monsieur Marcel, de 1965. ¿Qué significa este ir y venir de cuentos de un libro a otro? Sin duda, son los pespuntes con que Neville unía su literatura breve, una manera de agrupar sus textos por el tono que desprendían. En su humorismo primero, acorde con la época, destacaba la sátira y el disparate; más adelante, y tras ese verso suelto que es Frente de Madrid, impuso su visión irónica, que fue decantándose al final hacia una melancolía que terminó por oscurecerse en sus Dos cuentos crueles. Pero ese camino no fue directo, no lo trazó Neville con tiralíneas, porque, por ejemplo, la tierna humanidad de «Torito bravo» nace en 1934, pero encaja a la perfección en el momento vital de su autor en 1955 y, también, diez años después. La evolución de Neville no es en ningún momento rupturista. En sus primeros años como cuentista pesaba más el disparate que la melancolía, pero es evidente que ambos coexistían en su universo literario, como ocurriría al final de su vida, aunque con las medidas cambiadas: la melancolía se impuso entonces sobre el disparate, cierto que ahora teñido con los colores de la ironía. En Dos cuentos crueles, Neville expone sus dotes para la tragedia. En el primero, «Fräulein Trude», la protagonista es una joven alemana, virgen, que se opone en el destruido Berlín de 1945 al nacionalsocialismo de su familia. Una de sus hermanas, recién casada, había equivocado el tren que había de llevarla a Viena y subió a uno con destino a Treblinka, lleno de judíos acomodados que estaban ubicados tranquilamente en sus asientos de primera. Al llegar al campo de exterminio, la hermana pudo demostrar que era una aria que se había equivocado de tren, pero los nazis la asesinaron igualmente, ya que había sido testigo del terror. Esta escena podrá parecer exagerada, pero en el magno documental de Claude Lanzmann, Shoah, se cuenta cómo los alemanes organizaron trenes lujosos para enviar a las cámaras de gas a judíos ricos. Estos fueron incapaces de imaginar su destino, hasta el punto de que, en alguna de las paradas, alguien que se había retrasado y había perdido el convoy, se lanzó corriendo tras los vagones para poder volver a su asiento. La vida de «Fräulein Trude» continúa por los oscuros cauces que trazaba la guerra en aquel barranco insalvable: la llegada de los rusos y las inevitables violaciones, descritas crudamente en Una mujer en Berlín por una periodista alemana que las padeció. Hay poco humor en este cuento de Neville, pequeñas chispas que apenas levantan una sonrisa con la que conjurar el horror. El segundo de los cuentos, «Cuento de amor», narra la apasionada y violenta historia de un hombre enamorado de una mujer que le desprecia. Salpican la tragedia algunas gotas de comicidad, pero no sirven para disfrazar el tono amargo de la historia.

Neville ya había conocido la irrupción de la tragedia en el mundo amable de su literatura. La Guerra Civil había dado al traste con la risa, y en los cinco cuentos publicados en el libro Frente de Madrid apenas asoma el humor. En ellos, Neville plasmó su experiencia en las trincheras y se vuelve bronco, hiriente. Durante la guerra, Neville escribió artículos en diversas publicaciones de Falange con un tono completamente yermo de ironías y romo de fintas lingüísticas. ¿Hay que recordar el que dedicó a Margarita Nelken? Lo publicó en la revista de la Sección Femenina de Falange Y. Revista para la mujer (núm. 8, septiembre de 1938) y tenía por título «Margarita Nelken, o La maldad». En él hablaba de una columna de Margarita Nelken que vio la luz en el periódico socialista Claridad, «Las hembras de los señoritos», en el que clamaba por el exterminio de las burguesas. Así de simple, así de claro y así de obsceno. No era momento para la gracia, así que Neville se despachó a gusto sin el freno de la agudeza: «Ahí estaba toda Margarita Nelken. Mujer encorsetada y burri­ciega, pedante y sin encanto femenino, de carne colorada, había arrastrado una triste vida sentimental. Los hombres que se le habían acercado eran como ella, de oficinas oscuras, de plataforma de tranvía de las afueras; sin la gracia paleta de los hombres del pueblo y sin el estilo de los hombres de raza».

El tono de Frente de Madrid era similar, aunque sin alcanzar tanta brusquedad, tanta aspereza. Años más tarde recuperó alguno de los cuentos en una publicación antológica y los modificó un tanto, eliminando algunas menciones a Falange. Pese a todo, el editor de este volumen, José María Goicoechea, reconoce que en los cuentos hay algunas insinuaciones sobre la reconciliación entre los dos bandos y señala el hecho de que mencione el Romancero gitano de Federico García Lorca, aunque sin nombrar a su autor. Neville jamás se desentendió de la muerte del poeta. El pintor Carlos García-Alix guardaba una carta de Neville a su abuelo Miguel Pérez-Ferrero en la que le habla de la muerte de García Lorca. La carta la rescató Andrés Trapiello para su edición de Las armas y las letras de 2010. Dice más esa carta por la reconciliación que toda la palabrería que se vierte estos años a propósito de la Ley de Memoria Histórica. No deja de tener su punto de ironía que Neville haya conseguido, al fin, una calle en Madrid, precisamente también por motivo de esa ley. Sustituye a la del General Moscardó y ha generado algo de ruido. Para unos, porque el general no debería desaparecer del callejero; para otros, porque Neville no merece una calle debido a su labor como propagandista cinematográfico del franquismo y la autoría de Frente de Madrid. Neville cuenta en ese libro, ficcionando su experiencia en las trincheras: «Hubo una risa allí, y, como un eco, soltó la suya una ametralladora». No había espacio para la broma.

Y es precisamente la esencia de la broma, el humor, lo que une la literatura y el cine de Edgar Neville. Cada uno de los humoristas del 27 tenía un estilo propio. Algunos venían del dibujo, como Tono y Mihura, pero Neville se consideraba más formalista que los otros dos, más proclives al humor absurdo. En cualquier caso, era un humor libre el de todos ellos. Tan libre, que hasta José María Goicoechea tiene que justificar en este volumen que se alcance a veces eso que se da en llamar «límites del humor». Y eso que no era, precisamente, el más transgresor del grupo. Como bien señala el editor en su prólogo, Neville usaba de la ironía y de la sátira, pero sin llegar a explayarse con la burla, y tampoco parodiaba, aunque sí caricaturizaba. Para Goicoechea, Neville traspasó los famosos límites con la misoginia y los prejuicios raciales, aunque los ejemplos que aporta son, evidentemente, fruto de la mentalidad de la época, menos dada a según qué aspavientos éticos. El editor llega a preguntarse si alguno de los chistes de Neville eran puro humor o reflejo de sus ideas. Yo creo que eso no importa mucho y, en cualquier caso, ni le resta ni le suma valor al mecanismo de la gracia y al chiste en sí. Tampoco hace falta leer mucha literatura del momento para saber cómo se hablaba de las mujeres o cuáles eran los prejuicios raciales en un país cuyos habitantes sólo emigraban, no recibía inmigrantes y aún estaba lejos de ser el objetivo turístico que lo arrasó a partir de los años sesenta. Los tabúes, entonces, eran otros.

Es triste que haya que avisar, en un libro de cuentos de alguien de la burguesa bonhomía de Neville, que la literatura que atesoran sus páginas puede herir al lector. En estos casos no se hieren los sentimientos, sino las ideas, algo siempre necesario, porque las ideas hay que espolearlas, azuzarlas y darles vida para evitar que se amojamen y se conviertan en dogma inmóvil y renuente al debate. Pero los tiempos que corren son propicios para aquellos a quienes les gusta sacarse a sí mismos en procesión, y ocasiones no les faltan. En el cuento «El hombre que lleva un ataúd», Neville dice del protagonista: «El señor Nicanor, no obstante llamarse así, era un hombre de suerte». Hoy en día, los Nicanores que en este mundo son verían motivos sobrados para armar un escándalo y gritar, señalándose, «Ecce homo», mientras exigen ceses, censuras y peticiones de perdón.

Sergio Campos Cacho es bibliotecario, coautor de Aly Herscovitz y colaborador de Arcadi Espada en su libro En nombre de Franco. Los héroes de la embajada de España en Budapest (Barcelona, Espasa, 2013). Recientemente ha editado Mi fe se perdió en Moscú, de Enrique Castro Delgado (Sevilla, Renacimiento, 2018).

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