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En el centenario de Dino Buzzati

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A finales de 2006 se cumplieron los cien años del nacimiento del escritor italiano Dino Buzzati (Belluno, 1906-Milán, 1972), periodista, dramaturgo, cuentista y novelista. Si bien en su época, a pesar de algunos notorios éxitos de público, fue considerado un autor de segunda fila que no resistiría el paso del tiempo salvo para la propia literatura italiana y en tono menor, el tiempo ha sido, justamente, quien se ha ocupado de mostrar la resistencia de su literatura al olvido. La novela El desierto de los tártaros, tenida por su obra mayor, ha sido su más firme bandera, pero no deben olvidarse la novela Un amor; su libro más alegórico, El secreto del bosque viejo; un clásico de la literatura infantil: La famosa invasión de Sicilia por los osos, y el conjunto de sus cuentos, Sesenta relatos, reunidos por él en un volumen en 1958. Por fortuna, los cuatro primeros están hoy disponibles en la editorial Gadir y el último en la editorial Acantilado. No sucede lo mismo con sus obras teatrales Un caso clínico, El abrigo y El hombre que irá a América, que fueron muy populares cuando se estrenaron y que son desconocidas en España.

Parece preceptivo al hablar de Buzzati mencionar a Poe, Kafka y la novela gótica. Yo me conformaría con Kafka, no porque las otras dos influencias no existan, sino porque esta última es la que atañe al tronco central de su obra. También suele hablarse de surrealismo, pero entonces deberíamos fijarnos sobre todo en dos compatriotas suyos: De Chirico y Alberto Savinio, hermanos ambos, por cierto. En buena parte, esta aplicación de influencias se debe al hecho de que la obra de Buzzati pertenece a la fantasía, a lo alegórico. También hay mucho de esa figura llamada parábola con su valor ejemplificador y cargado de consideraciones morales. Y, por último, hay una fuerte recurrencia –como no puede ser menos a tenor de lo anteriormente dicho– al espacio de lo simbólico.
 

El desierto de los tártaros contiene un elemento literario esencial en su obra, cual es el tema de la espera. El argumento es el siguiente: un joven teniente recién salido de la Escuela Militar, Giovanni Drago, es destinado a un puesto fronterizo fortificado del reino llamado la Fortaleza Bastiani. Mientras cabalga, a medida que se acerca lentamente por caminos difíciles, la Fortaleza va perfilándose como un cul-de-sac en los límites del reino y un destino oprimente, tan abandonado que un campesino al que pregunta por ellano la recuerda. Apenas llega, descubre que se encuentra, aislado tras las montañas, en una frontera perdida que se abre a un desierto interminable y vacío. Allí se espera al enemigo que vendrá del norte, un enemigo que nunca llega. Giovanni comprende pronto que no desea permanecer allí, que es como estar fuera del mundo habitado, y piensa en regresar; pero por su carácter responsable y su concepción militar, acepta un plazo prudente de confirmación; el plazo va alargándose meses y años por una u otra razón y cuando regresa de permiso a su ciudad ya nada es lo mismo que guarda su memoria, por lo que decide regresar a la fortaleza. Más tarde, cuando por fin toma la firme decisión de irse, un problema burocrático se lo impide y así continúa hasta que un día, enfermo y agotado Giovanni, el enemigo se deja ver y avanza sobre la fortaleza.

«En tiempos –le dice un veterano capitán al que encuentra por el camino–, la Fortaleza Bastiani era un gran honor. Ahora dicen que es una frontera muerta, no piensan en que la frontera es siempre la frontera y nunca se sabe». En este comentario está la clave que mantiene a Giovanni en la Fortaleza, aguardando. «Era la hora de las esperanzas y él meditaba sobre las heroicas historias que probablemente no se harían realidad nunca, pero que, aun así, servían para alentar la vida […]. En el fondo, habría bastado una simple batalla, una batalla sola, pero en serio, lanzarse a la carga con uniforme de gala y ser capaz de sonreír al precipitarse hacia las herméticas caras de los enemigos. Una batalla y después habría estado satisfecho para toda la vida». A lo que asistimos a lo largo del impresionante relato es a la alegoría de una vida organizada en torno a un ideal que el tiempo y el sometimiento del personaje a un modo de vida roen hasta dejarlo en el hueso. Giovanni no es un cobarde ni un pusilánime: es simplemente un hombre que decide convertir la circunstancia en destino. Una vez que se alista no modifica un ápice su línea de conducta; como tantos seres humanos, se introduce en un cauce y por él se dirige a la extinción. La novela es, pues, el relato de esa espera del momento en que se convertirá en héroe. Pero Giovanni no se dirige a la heroicidad, sino que aguarda y aguarda hasta que ella venga a él. Cuando la convicción, primero, y la esperanza, después, degeneran en pasividad, ya sólo sabe aguardar, él mismo se ha encerrado en un callejón de vida que sólo tomará de vuelta, viejo y cansado, para alejarse del momento cumbre, el de la batalla que al fin llega, pero que ya no le alcanza. Sólo entonces tendrá una oportunidad, no de ser héroe para los demás, sino de serlo sólo para sí mismo ante la indiferencia o el olvido de los demás. Será ante el mayor enemigo: la muerte. Entonces comprende el verdadero sentido del valor. «El comandante Giovanni Drogo, consumido por la enfermedad y los años, pobre hombre, hizo fuerza contra el inmenso portal negro y se dio cuenta de que los batientes cedían y abrían el paso a la luz». Comprende y, en el lecho de una posada, camino de la ciudad, recibe a la muerte con una sonrisa. La espera ha concluido.

La novela Un amor trata de otra clase de espera. En realidad habla de la pasión obsesiva y del sometimiento a esa pasión, por lo que la espera es la del cumplimiento de un imposible (no era ese el caso del oficial de la Fortaleza Bastiani). La pasión obsesiva y posesiva lleva en sí misma el germen de la destrucción, por lo que alcanzarla es morir, pero morir en vida, primero tras ella y después en ella. Está estructurado en dos voces que se alternan: la del relato del narrador, de corte inequívocamente realista, y la que surge del interior del protagonista, creando de esta manera una permanente tensión narrativa que se convierte en el motor de la historia. Se cuenta el enamoramiento de un hombre mayor, que ha resuelto su vida erótica frecuentando las casas de prostitución, por una jovencita, pupila de una de ellas. El segundo foco de tensión se crea por medio de la distancia personal, psicológica y moral de ambos personajes: la distancia en años es la distancia de dos mundos y dos modos de concebir la vida; mientras el protagonista frecuenta prostitutas no hay compromiso posible, cada actitud vital y moral queda protegida por la brevedad y la funcionalidad de los encuentros. Pero cuando se produce el enamoramiento del hombre, esas dos actitudes vitales chocan de manera dramática y el conflicto nace de ella inmediatamente. La joven despreocupada y el maduro obsesionado operan en disonancia: lo que a él le fija, a ella le hace buscar escapadas periódicas. Este juego de agobio y liberación, de pasión y concesión, de verdad y cinismo, de fijeza y de dudas, redobla la tensión dramática y conduce triunfalmente la novela hacia lo que, finalmente, es su intención: una exposición desgarrada del amor, pues de amor es de lo que habla este libro a fin de cuentas; no de un amor conseguido sino del deseo de amar y del cuerpo del amor.

Bien puede decirse que los Sesenta relatos son la imagen total de su mundo y su ideario literario. Muy bien traducidos por Mercedes Corral (los dos anteriores lo han sido, también de manera excelente, por Carlos Manzano) despliegan ante el lector todos los modos de escritura de su autor. Y aquí conviene hablar, regresando a las influencias, no de quién ha actuado sobre Buzzati, sino sobre quién planea su sombra, y lo considero especialmente relevante ya que la sombra cae sobre uno de los más grandes escritores italianos: Italo Calvino. Más precisamente: sobre el Calvino que abandona el neorrealismo a partir de El barón rampante y que se desarrolla hacia las Cosmicómicas y Si una noche de invierno un viajero.
Aquí encontraremos relatos que han sido, a la vez que espléndidas consecuciones literarias, caldo de cultivo

de toda una escritura de la imaginación y, con ello, una exhibición de desenvoltura y un sentido del riesgo fascinantes. Porque Buzzati no tiene miedo alguno a mostrar sus cartas: toda literatura de corte simbólico, alegórico y de fantasía corre el riesgo de parecer demasiado evidente o moralista o ejemplar. Y todo eso lo asume Buzzati empleando a su modo esa figura literaria que es la parábola. Él deja ver casi siempre por dónde va o adónde se dirige, de modo que por ahí renuncia, en principio, a sorprender al lector; es decir, se aleja de ese pretendido mandamiento del cuento de que al lector hay que sorprenderlo al final. La fuerza de la narración la pone, por tanto, en el desarrollo y, muy a menudo, en el desarrollo de lo previsible, lo que exige verdadera maestría. El lector se dirige a una constatación esperada o intuida y lo hace con el alma encogida por el misterio que se contiene en el de­sarrollo de la anécdota y los detalles que la conforman, todos ellos en orden de formación hacia el final, en una especie de suave pero implacable crescendo. Algo parecido, si se me permite la aproximación, al Bolero de Ravel. Quien lea el relato titulado «Y sin embargo llaman a la puerta» comprenderá enseguida el senti­do de mi discutible comparación. Esa capacidad de colocar el misterio en el desarrollo del relato es propia de un escritor de fuste. Y no me refiero, al hablar de misterio, a algo que se esconde para luego desvelarse (un secreto, una adivinanza, un acertijo), sino a todo lo contrario. Cuando un verdadero escritor coloca su mirada, se convierte en un ser que donde los demás ven lo mismo él ve lo distinto; cuando logra plasmarlo en su escritura, está plasmando en realidad lo que de misterioso, por inevidente, tiene el transcurso de la vida. Es un logro decisivo y la frontera entre la mera reproducción y la auténtica creación.

En estos relatos cabe de todo. Buzzati demuestra en ellos poseer muchos y variados recursos. Desde el humor, soterrado o abiertamente expresivo, hasta el relato de terror, desde la alegoría descarada hasta la crítica social, desde la sutileza al uso deliberado del chafarrinón con fines cuasi didácticos: todo un abanico de posibi­lidades expresivas van desplegándose ante los ojos de un lector que no va a cansarse de leer. En realidad es un volumen que sirve para mantenerse en la mesilla de noche (o en cualquier otra mesilla ad hoc) durante un mes o dos sin perder un ápice de su atractivo.

Hay parábolas claras y rotundas, como es el caso de «Asalto al Gran Convoy» o «Siete pisos»; hay moralejas evidentes que nos aguardan al final del cuento, como en «La muerte del dragón»; hay fantasías con evidente trasfondo social, como «El perro que ha visto a Dios»; hay situaciones entre hilarantes y estremecedoras, como les sucede a los viajeros del tren que avanza hacia el lugar del que las multitudes huyen en «Algo había pasado». Hay ternura, humor y patetismo en la historia del muerto que regresa a la vida buscando un sitio para pasar el tiempo que necesitan en el más allá para poder acomodarlo («Los amigos»); hay genuinos relatos de terror («Los ratones», «Noche de invierno en Filadelfia» o «No esperaban nada más») y los textos que preludian al Calvino final («Los siete mensajeros», «24 de marzo de 1958»); hay una formidable alegoría del miedo al cambio social en la burguesía acomodada escenificada en «Miedo en La Scala». En fin, no se trata de enumerar sino de ejemplificar la cantidad de registros en los que se mueve Buzzati y que dan a esta recopilación –reunida por él mismo en 1958– un valor inapreciable.

No podía faltar en buena parte de ellos ese tema constante en Buzzati: el de la espera, quizá porque para él la vida es, de un modo u otro, una espera en sí misma, una espera angustiada en la medida que conoce su final, que no es otro que el de morir. Por eso a Buzzati le importa tanto el camino de la vida, pues es el único territorio que puede llamar suyo si le encuentra un sentido; sus personajes lo buscan, lo sufren o lo soportan; para él resulta evidente a nuestros ojos que la literatura, antes que cualquier otra cosa, era su alivio y, a su manera, su felicidad. Hay un relato, «Sombras del sur», que narra el encuentro de un viajero con un extraño personaje al que llamará el mensajero de Port-Said, que sólo se le aparece a él y que se le aparece siempre de espaldas y siempre alejándose. Lo encuentra allá donde vaya a lo largo de su periplo por África, de norte a sur. Al final comprende que en realidad sólo lo ve a él porque sólo se dirige a él y piensa: «Eres paciente; me esperas en las encrucijadas solitarias para mostrarme el camino, eres francamente discreto, finges que huyes de mí con una diplomacia muy oriental, y no te atreves siquiera a descubrirme tu rostro. Sólo quieres hacerme comprender –me parece– que tu monarca me espera en medio del desierto, en un palacio blanco y maravilloso vigilado por leones y donde cantan fuentes embrujadas. Sería hermoso, lo sé, me gustaría verdaderamente ir». Leyéndolo, siento que ésta es, en realidad, una representación de la relación de Buzzati con la literatura, a la que finalmente se entregó sin miedo. «Suceda lo que suceda, ¡oh mensajero!, lleva la noticia de que voy; no es necesario que aparezcas ante mí otra vez».

Y eso fue lo que sucedió o lo que quiero imaginar que sucedió y por eso podemos leerlo hoy. No se equivocaba Borges al afirmar, hablando de lo arduo que resulta juzgar a los contemporáneos: «Hay, sin embargo, nombres que las generaciones venideras no se resignarán a olvidar. Uno de ellos es, verosímilmente, el de Dino Bu­zza­ti». 

 

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