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La estética del poder

Negara. El estado-teatro en el Bali del sigloXIX

CLIFFORD GEERTZ

Paidós, Barcelona

Trad. de Albert Roca Álvarez

288 págs.

2.500 ptas.

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Maquiavelo tardó siglos en llegar a Bali. Al famoso florentino le atribuye la historia de la teoría política buena parte del significado que el término estado ha tenido en el mundo moderno y contemporáneo: fuerza política soberana sobre una población y un territorio delimitados, en pugna con otras entidades semejantes y reguladora del resto de las instituciones sociales. Por eso no resulta sorprendente que Geertz aluda a Maquiavelo al final de su apasionante Negara Si bien para aclarar que el propio Maquiavelo no pudo captar toda la dimensión moderna del concepto. Muy interesante a este respecto es el artículo de Bartolomé Clavero, «Institución política y derecho: Acerca del concepto historiográfico de "Estado moderno"», Revista de Estudios Políticos, nº 19, 1981, págs. 43-57. . Negara es la antítesis del estado actual y, además, poco o nada se parece a las formas políticas que precedieron en Europa al estado moderno. Aquí, desde el siglo XVI, se especializó la acepción territorial, gubernamental y soberana del término. Allí, en cambio, hasta el siglo XIX, estado equivalía a condición, rango, posición social. Dos significados, pues, que corresponden a dos realidades políticas muy diferentes. Y ese es el contraste que serpentea a lo largo de todo el libro y que emerge sin ambages en su conclusión. Pero Negara es bastante más que eso. La obra culmina con la descripción y análisis de la barroca plasticidad ritual de una sociedad desigual y jerárquica. Del rito, precisamente, más llamativo: la cremación del rey y sus riquezas, que es la manifestación espectacular y agónica del triunfo del sistema frente a las fuerzas niveladoras del fuego y de la muerte. Pero para llegar a este punto Geertz nos traslada previamente a lo que fue la sociedad balinesa hasta comienzos del siglo XIX.

Bali fue zona de encuentro y campo de tensiones en muchos sentidos. En religión, se mezclaban budismo e hinduismo con culto a los antepasados y prácticas mágicas anteriores. Por otro lado, la economía era fruto de la difícil combinación de autarquía agrícola –arrozales irrigados, en manos nativas– e ineludible comercio en las costas a cargo de otros asiáticos, chinos sobre todo. Pero el mayor abigarramiento era, sin lugar a dudas, de tipo social y político.

Cuatro castas (varna) formaban el esquema social. De ellas, tres superiores y una inferior; pero sólo dos de las superiores constituían la cantera de los reyes y señores, ya que la suprema, de la que procedían los sacerdotes, carecía de poder efectivo. Igualmente importante era la estructura de parentesco. A diferencia de los rasgos que definen convencionalmente un linaje (exogamia y relativa igualdad interna y, sobre todo, externa), los linajes balineses eran predominantemente endógamos y sus unidades mínimas (dadia) ofrecían una configuración jerárquica. Con todo, esta doble estructura, aparentemente rígida, era de hecho mucho más flexible al conjugarse con un complejo entramado de clientelas. El clientelismo operaba tanto en el interior como en el exterior de los dadia, pero era más importante en el segundo caso. Los dadia se abrían al exterior de varias formas: quebrantando la endogamia (esto es, y gracias a la poliginia, al pactar enlaces con mujeres de dadia jerárquicamente inferiores, que pasaban a ser clientes del dadia del marido), en el obligado vínculo ritual entre señores y sacerdotes y mediante la obligada relación entre los primeros y los comerciantes chinos. Las variadas clientelas constituían, de ese modo, la política práctica de Bali. Pero, además, la isla estaba dividida en reinos que gozaban de relativa independencia, si bien, en función de su posición geográfica y del mayor o menor control sobre los recursos agrícolas y comerciales, integraban a su vez una inestable pirámide. Del mismo modo que en el interior de cada reino, también entre reinos existían alianzas, intercambios y pugnas. Por último, la religión cruzaba las fronteras y, por supuesto, permeaba el uso del principal elemento de control económico, los riesgos, a través de una red de templos y cultos adaptados a la orografía de la isla. Como apunta el autor, la máxima china se ajusta con exactitud a Bali: «Los ritos evitan el desorden como los diques previenen las inundaciones». Con los riegos tenía que ver también una de las principales vertebraciones del sistema político: una burocracia de funcionarios que actuaba de nexo entre señores y súbditos, o entre estado (negara) y localidades (desa) Tanto negara como desa ofrecen, como otros muchos vocablos balineses que aparecen en la obra, una pluralidad de significados de la cual lo apuntado aquí sólo puede dar una pobre idea..

Riegos, burocracia, marcadas diferencias sociales y oriente componen un cóctel que inevitablemente evoca la hipótesis hidráulica de Wittfogerl (Despotismo oriental) sobre la génesis del estado. Contra ella lucha, implícita o explícitamente, Geertz a lo largo del libro. Bali no fue el resultado de la brutal imposición de un estado invasor y usurpador sobre una idílica sociedad campesina prehindú; es decir, del triunfo de negara sobre desa. Esta imagen pudo ser tranquilizadora para la elite colonial europea, que se vería como libertadora de los oprimidos, del mismo modo que aprovechó y exacerbó las rivalidades regionales para instalarse en Bali. Pero negara, nos dice bien pronto Geertz, nunca estuvo dirigido a la tiranía, al ser incapaz de lograr una acumulación continuada de poder; ni siquiera al gobierno. Sí, en cambio, «hacia el espectáculo, hacia la ceremonia, hacia la dramatización pública de las obsesiones dominantes de la cultura balinesa: desigualdad social y orgullo de rango». El ritual político no era, añade, un mero sostén del estado, sino al contrario: «El poder servía a la pompa, no la pompa al poder». O más crudamente: no era el estado el que producía rituales cuanto el ritual el que creaba periódicamente el estado.

Existen, sintetiza el autor, tres temas principales en el pensamiento político balinés: hay que intentar ser el centro (el eje del mundo, la corte, el desa superior y central, el punto de unión del macrocosmos divino y el microcosmos humano); el poder sólo se fundamenta y legitima mediante el status; el arte de gobernar es, ante todo, arte dramático. Pero nada de eso se consigue sin una perpetua y global rivalidad y competencia en la que participan todos los segmentos, estratos y facciones del sistema tradicional.

Negara es un ámbito donde confluyen fuerzas antitéticas. De un lado, categorías permanentes; de otro, realidades movedizas. Entre las primeras, son fundamentales jero y jaba, literalmente dentro y fuera. Aunque sus campos de significado son muy amplios, siempre hay que situar jero en el polo de lo superior y central y jaba en el de lo inferior y periférico. Jero eran las castas superiores, el palacio, su núcleo… y jaba lo contrario. Ahora bien, la desigualdad volvía a reproducirse en el dominio de jero, para diferenciar la generalidad frente al núcleo por excelencia o puri y, claro está, había grados de mayor o menor puri. La categoría pugnaba por perfilar y alcanzar el súmmum de la perfección; pero la realidad fragmentaba en cada generación linajes y casas y presenciaba el constante hundimiento de status de la mayoría. Todo el panorama balinés, subraya Geertz, y no sólo las familias y linajes se impregnaba de ese espíritu. El contraste (mítico, si se quiere, en ambos casos) con la nación americana es patente: unidos al principio los balineses, todo lo que vino después fue «diversidad creciente […] desvanecimiento gradual, un lento fundido en negro de un modelo clásico de perfección». El pasado, idealizado, no era la fuente del presente, sino el patrón inmutable al que el hoy debía acomodarse para siempre. Pero allí donde la categorización cultural trataba de imponer orden y jerarquía, la realpolitik acentuaba la división y el enfrentamiento. Bien es verdad que una y otra fuerza se complementaban: la legitimidad suma, el centro anhelado, procedía de un otrora y casi mítico rey o señor de todo Bali e irradiaba a toda la pirámide de reinos, señores y vasallos. Pero el poder efectivo arrancaba de los súbditos, de sus obligadas contribuciones y de quienes, menos excelsos pero más eficaces que los señores, podían obtenerlas. De aquí la insistencia de Geertz (frente a hipótesis descartadas de tiranía o despotismo) en resaltar que el sistema balinés no se basaba en la certeza de los tributos de los siervos, sino en la habilidad para controlar gentes dispersas y alianzas problemáticas. Como recalca el autor, la mayor espectacularidad ceremonial iba unida al menor poder efectivo y a la inversa. Por otra parte, de creer a Geertz, nadie cuestionaba en la sociedad balinesa los principios en los que se basaban jerarquía y desigualdad, pero sí a quién y en qué momento correspondían los mayores honores. Y esa era una de las fuentes principales de competitividad ritual.

El ritual pone en juego esa conjunción de auctoritas y potestas. En su análisis se delita Geertz, defensor desde su famosa La interpretación de las culturas de una concepción que no establece fosos ni determinismos rudimentarios entre lo real y sus representaciones simbólicas. Los ritos de la corte –o los de los señores, en general– eran espectáculos en los cuales participaban todos los elementos de la jerarquía social, pero con una clara diferenciación de papeles. Empresarios y actores principales los señores, directores de escena los sacerdotes y el resto de papeles, tramoyistas y, por supuesto, audiencia, los campesinos o súbditos. En páginas donde la riqueza de signos y símbolos locales es finamente analizada, el autor insiste en la necesidad que la ceremonia tenía del concurso –de manos, de riqueza– de quienes sostenían el sistema y cómo éste dependía del espectáculo. Un espectáculo dirigido a mostrar, a afirmar y, sobre todo, a hacer gozar con la estética de la desigualdad: un tinglado vertiginoso en el que todo gira y cambia en torno a un punto o centro inmóvil, el rey o sus restos. Ni que decir tiene que era este un ámbito en el que, por supuesto, imperaba también la rivalidad en aras a obtener el mejor espectáculo y la más provechosa de las audiencias.

Estamos, qué duda cabe, ante un discurso político; pero ante uno que no se manifiesta mediante la palabra, sino a través de «símbolos inmediatamente aprehensibles por los sentidos, en un lexicón de tallas, flores, danzas, melodías, gestos, cantos, ornamentos, templos, posturas y máscaras». Por utilizar los términos de un clásico del análisis del lenguaje, el mito y el rito políticos, en Bali éstos consistían en miranda mucho más que en credenda; esto es, cosas que admirar y no tanto cosas en las que creer Harold D. Laswell, Language of Politics.Studies in Cuantitative Semantics, Nueva York, 1949, págs. 10 y ss. . Negara se basaba, de ese modo, en su «capacidad semiótica para hacer que la desigualdad cautivase». De ahí el contraste entre la mecánica del poder que caracterizó a las elaboraciones de los teóricos del estado moderno y estas otras estética y poética políticas.

Como ante otros colegas, como ante otros escritos del propio autor, siempre quedan dudas frente a contrastes –nosotros / los otros– tan diáfanos como éste. Pero simplificaciones aparte, no podemos ignorar que media un abismo entre aquella lucha por escenificar la singularidad de la majestad y de la realeza y esta otra búsqueda desesperada de detalles de persona normal y corriente en los líderes políticos que caracteriza a nuestras sociedades avanzadas Véase, por ejemplo, el trabajo de Bruce Miroff, «The Presidency and the Public: Leadership as Spectacle», en Michael Nelson (ed.), The Presidency and the Political system, A Division of Congresional Quaterly Inc., Washington, 1995, págs. 273-296. . No cabe duda de que la farándula política de hoy ha optado por cautivarnos con máscaras menos estridentes Sobre la traducción: Hay que felicitar a la editorial porque la traducción de Negara no sólo sea muy buena, sino además porque haya sido realizada por mano experta y erudita, que acompaña con notas propias el ya imponente aparato crítico del libro. Sorprende, por eso, que se deslicen excepcionales giros o vocablos donde se aprecia excesivamente el original inglés. Un original que cumple ahora veinte años y que viene precedido por la traducción de otras obras del autor mucho más recientes, pero no más interesantes que ésta..

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