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El doble rostro del procés

208 pp. 17 €

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Il potere senza diritto è cieco,
ma il diritto senza potere è vuoto.

Norberto Bobbio«Il potere e il diritto», en Nuova Antologia, a. 117, fasc. 2142, abril-junio de 1982.

I

A la ya larga lista de libros sobre el procésJordi Amat, La conjura de los irresponsables , Barcelona, Anagrama, 2017; Joan Coscubiela, Empantanados. Una alternativa federal al sóviet carlista, Barcelona, Península, 2018; Lola García, El naufragio. La deconstrucción del sueño independentista, Barcelona, Península, 2019; Daniel Gascón, El golpe posmoderno. 15 lecciones para el futuro de la democracia,  Barcelona, Debate, 2018; Pau Luque, La secesión en los dominios del lobo, Madrid, Los Libros de la Catarata, 2018; Guillem Martínez, 57 días en Piolín. Procesando el procés, el caso, la cosa, la trila, Madrid, Lengua de Trapo/Contexto, 2018; Ignacio Sánchez-Cuenca, La confusión nacional. La democracia española ante la crisis catalana, Madrid, Los Libros de la Catarata, 2018; Santi Vila, D’herois i traïdors. El dilema de Catalunya, atrapada entre dos focs, Barcelona, Pòrtic, 2018; Oriol Bertomeus, El terratrèmol silenciós. Relleu generacional i transformació del comportament electoral a Catalunya, Vic, Eumo, 2018., se añaden ahora dos más que –como trataré de argüir– agudizan sensiblemente nuestra mirada sobre la crisis político-constitucional que ha vivido la relación de Cataluña con el sistema institucional español surgido de la transición democrática y encarnado en la Carta Magna de 1978 y del cual no conocemos todavía el desenlace. Como es bien sabido, ha concluido hace poco la vista oral del proceso por rebelión, sedición, malversación y desobediencia contra los protagonistas políticos y civiles del procés.

Se trata de dos visiones diversas, pero complementarias, debidas a la pluma de dos profesores de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona, dos queridos colegas. El primero, Antoni Bayona, profesor de Derecho Administrativo, es un fino iuspublicista que ha desarrollado la mayoría de su trayectoria profesional como letrado del Parlamento de Cataluña, una función que no le ha impedido contribuir con algunos ensayos importantes al desarrollo de nuestra doctrina constitucional y administrativa sobre el Estado autonómico. El segundo, Jacint Jordana, catedrático de Ciencia Política y director del Instituto de Barcelona de Estudios Internacionales, que ha dedicado su trabajo académico a una comprensión adecuada de las políticas públicas necesarias en nuestro país, desde una perspectiva a la vez analítica y comparada.

Me propongo presentar las ideas clave de cada uno de los libros para terminar ofreciendo una interpretación de por qué estas dos perspectivas, de manera conjunta, pueden ofrecernos una explicación de lo ocurrido y, tal vez, una vía de salida.

II

Bayona desgrana con una claridad minuciosa la mejor doctrina del Derecho público en un lenguaje comprensible para los no especialistas. El Derecho público pretende, en breve, limitar el ejercicio del poder, vincular al poder político mediante la legalidad, someterlo al imperio de la ley. Lo dice al principio del libro del siguiente perspicuo modo (p. 28):

He oído con cierta insistencia en estos últimos años que si la ley no prohíbe hacer algo, significa que lo permite. Este razonamiento puede ser válido en la lógica del Derecho privado, pero no es de recibo cuando se trata de las normas que establecen la actuación de los poderes públicos, donde este principio se invierte para exigir que esta actuación se realice de acuerdo, y sólo de acuerdo, con el procedimiento establecido, Los poderes públicos no sólo no pueden hacer lo que la ley prohíbe, sino tampoco aquello que teóricamente permite si lo hacen al margen del procedimientos que esta establece.

Es decir, nuestras libertades consisten en que, como ciudadanos, todos los comportamientos no explícitamente prohibidos nos están permitidos y, a la vez, que a los poderes públicos les están prohibidas todas las medidas que no tienen explícitamente autorizadas mediante el procedimiento adecuado. Bayona había interiorizado este principio y lo había convertido en una guía en su intachable comportamiento como servidor público. Y lo que denuncia es cómo este principio fue socavándose en el poder legislativo y en el ejecutivo de Cataluña hasta dejarlo en un sombrajo, en nada. Y lo denuncia con contundencia, a la vez que con una sensación de tristeza y desamparo inmensa.

Esto no impide que analice con ecuanimidad y perspicacia lo que precedió al procés: me refiero a la historia desafortunada de la tramitación del Estatut de 2006 que terminó con la conocida sentencia del Tribunal Constitucional de 2010. Bayona cuenta cómo afrontó la legislatura surgida de las elecciones de 27 de septiembre de 2015, como letrado mayor del Parlamento de Cataluña; incluso abrió –como secretario general en funciones– dicha legislatura. Cuenta, por ejemplo, cómo, en mayo de 2017, entregó a la redacción de la Revista Catalana de Dret Públic un trabajo académico que le había encargado su director, sobre el papel del Parlamento en el procés. En este artículo, Bayona alertaba del desatino de pretender celebrar un referéndum en Cataluña de modo unilateral, no pactado con el Estado. A fines de julio, la noticia del trabajo académico saltó a los medios de comunicación a través de la edición digital de La Vanguardia. Y entonces añade, mostrando la integridad que se trasluce en todo el libro, el siguiente comentario (pp. 229-230): «Me planteé si no me había equivocado al aceptar el encargo de la Revista Catalana de Dret Públic y si no hubiera sido más prudente dar una excusa. Eso es lo que me decía mucha gente, demasiada para mi gusto. Recapacité más sosegadamente, y llegué a la conclusión de que había hecho lo correcto; no lo más cómodo, pero sí lo correcto. Lo que estaba sucediendo en Cataluña y la radicalización de las posiciones a que estábamos asistiendo no debían llevar a nadie a la autocensura».

Y, en el capítulo 9, Bayona desarrolla la mejor doctrina constitucional (comienza con una oportuna cita de Alexander Hamilton en los Federalist Papers, el famoso número 78, donde recuerda la obviedad de que «ningún acto legislativo contrario a la Constitución puede ser válido»). No tiene problemas en recordarnos, con toda la razón, que Hans Kelsen calificaba de «golpe de Estado» cualquier cambio constitucional al margen del proceso de reforma establecido por la propia Constitución (p. 141)Es cierto que, como recuerda Ignacio Sánchez-Cuenca, en el libro citado en la nota 2, «golpe de Estado» en su significado histórico y sociológico suele hacer referencia a un intento de cambio violento, con el uso de las armas, del orden constitucional. Por eso la proclamación de la Segunda República no suele considerarse un golpe de Estado, aunque desde el punto de vista de la teoría jurídica kelseniana también lo fue: no se usaron los mecanismos de la Constitución de la Restauración de 1876, entonces vigente, para alumbrar el nuevo orden jurídico.. Y añade: «El argumento del principio democrático para justificar la ruptura o la desconexión con el Estado tiene muchos puntos débiles. En primer lugar, porque atribuye al Parlamento de Cataluña un poder que no tiene. El parlamento no es “soberano”, si entendemos que esta expresión le atribuye la capacidad para tomar cualquier decisión» (p. 144). Termina recordándonos que la vía seguida en Cataluña durante el mes de septiembre de 2017 es radicalmente contraria a la seguida por Escocia, a la seguida por Québec –y que queda establecida en la opinión consultiva del Tribunal Supremo de Canadá de 1998, contraria a cualquier secesión unilateral, pero exigente con lo que el principio democrático requiere del gobierno federal en un caso como el quebequés– y, también, cómo la vía catalana se oponía a los valores que fundamentan la Unión Europea.

El décimo capítulo narra, con estupor y tristeza, la aprobación en el Parlamento de las leyes de referéndum y de transitoriedad jurídica en septiembre de 2017. Por ejemplo, dice: «Cuando ha pasado más de un año desde su aprobación, aún me cuesta entender cómo se pudo concebir tamaño disparate jurídico» (p. 169); «la mayoría hizo añicos el Reglamento de la Cámara para poder tramitar estas dos leyes y arrasó con ello todos los derechos de la oposición» (p. 172); y «personalmente sentí pena y vergüenza por tener que vivir tan de cerca semejante espectáculo, mucho más de cerca aún, porque, por razón de mi cargo, tuve que asistir en esos días a una representación paralela, afortunadamente a puerta cerrada» (p. 173). Muestra asimismo la comprensión con la oposición en aquellos días: «También me queda el recuerdo de la conducta de los actores principales. En momentos así afloran con intensidad las virtudes y lo que no lo son. Destaco la flema y la educación del vicepresidente segundo, José Espejo-Saavedra, que no perdió en ningún momento la compostura; o la finura jurídica que demostró el portavoz del grupo parlamentario socialista, Ferran Pedret; o la capacidad argumental y mediadora del portavoz del grupo parlamentario CSQP, Joan Coscubiela; o la serenidad del portavoz del grupo parlamentario popular, Alejandro Fernández. Ninguno de ellos perdió los papeles, a pesar de ser sistemáticamente ignorados sus derechos básicos como diputados» (p. 178).

Y, en el último capítulo, el duodécimo, sugiere una interesante razón de tanto desatino: la falta de sentido de Estado de la política catalana (p. 352): «Uno de los problemas principales de la política catalana puede que sea el de no haberse creído lo que es y significa ser un poder público de verdad, o quizá no haberlo querido creer». Según Bayona, dos factores avalan esta conjetura. En primer lugar, el excesivo protagonismo de la sociedad civil, que, sin ser malo en sí mismo, lo es cuando usurpa funciones y tareas que corresponden al poder público y, en segundo lugar, la ausencia de un contrapeso técnico, experto e imparcial a las decisiones políticas de la rama ejecutiva del gobierno (p. 352). Por ejemplo, Bayona cuenta que, como miembro de dos comisiones mixtas –la de transferencias Estado-Generalitat y la de la Generalitat con el Ayuntamiento de Barcelona para la elaboración de la Carta Municipal de la ciudad– tuvo la oportunidad de constatar que la delegación catalana era eminentemente política, mientras que la estatal era una mezcla de políticos y técnicos de la que le sorprendió «la concienzuda preparación de las reuniones por parte del Estado, cuyos representantes aparecían siempre con un dosier completo y ordenado que revelaba el propósito de no dejar nada en manos de la improvisación» (p. 355). En el aire queda la idea de que en Cataluña se ha preferido una administración clientelar, manejable por el poder político, en lugar de una administración eficiente, altamente preparada e imparcial (compatible, es claro, con la presencia intermitente de servidores públicos de la altura del propio Bayona).

III

Veamos ahora la mirada del politólogo Jacint Jordana. El libro, como nos dice el autor al comienzo (p.13), se inspira en una idea muy simple: dos son los problemas que han llevado a la crisis político-constitucional en Cataluña. Uno es obvio: se trata del deterioro de las relaciones entre niveles de gobierno en España, que ha producido una elevada frustración en la articulación de las políticas públicas al servicio de los ciudadanos. La otra es más novedosa y no ha estado tan presente en la literatura generada por el procés: lo que se ventila aquí, según Jordana, también es la competencia de las dos ciudades globales, Madrid y Barcelona, que se disputan una cierta hegemonía en España.

Estamos acostumbrados a ver el conflicto catalán como un conflicto de identidades y las narraciones nacionalistas de ambos lados potencian esta imagen: Cataluña como nación milenaria, España como la nación-Estado más antigua de Europa. Jordana destina en su libro sólo el sexto capítulo a esta cuestión y lo titula significativamente «La superficialidad del nacionalismo». Piensa que en este debate hemos confrontado únicamente emociones y visiones distorsionadas de la realidad. Quiere que lo veamos de otro modo (pp. 23-24). Dejando aparte las inmensas conurbaciones de Londres y París, la de Madrid, con 6,5 millones de habitantes, y la de Barcelona, con más de cinco millones, se hallan en el tercer y cuarto lugar entre las áreas metropolitanas de Europa. Esto sitúa el debate en otra dimensión: en la del futuro global. Un futuro en el que, más que por los Estados, la política pasará por estos nodos económicos, políticos y culturales que son las grandes ciudades. Y la tensión se produce porque «cabe considerar las tensiones entre Barcelona y Madrid en las últimas décadas como una importante disputa sobre el papel efectivo del Estado en su apoyo a la promoción de ciudades globales y, más especialmente, a partir de la gran crisis económica iniciada el año 2008» (pp. 26-27).

Es cierto que, en estos cuarenta años de democracia, Madrid se ha convertido en una ciudad global, cabeza de puente de los negocios y la cultura entre Europa y Latinoamérica (una región del mundo que va de Miami a Tierra de Fuego). Y el hecho de ser la capital del Estado, de la nueva democracia española, ha ayudado mucho en ello. Basta recordar algunos datos obvios. Madrid dispone de un aeropuerto realmente internacional, mientras que el de Barcelona es un aeropuerto regional europeo: Iberia se ha negado siempre a tener vuelos intercontinentales desde El Prat. El AVE, el tren de la alta velocidad, conduce a los pasajeros de Madrid a Alicante en algo así como dos horas y media de tiempo, y para una distancia algo más larga, pero no mucho, con el doble para los que se trasladan de Barcelona a Alicante. Las dos ciudades que, antes de la alta velocidad, tenían más tráfico de pasajeros y mercancías por vía férrea, Barcelona y Valencia, que distan poco más de trescientos kilómetros, ahora ven cómo el trayecto sobrepasa las tres horas, mientras que es posible recorrer casi el doble de distancia que separa a Barcelona de Madrid en dos horas y media. Barcelona no es la sede de ninguna de las instituciones españolas relevantes. Cuando el gobierno del presidente José Luis Rodríguez Zapatero, en 2005, siendo José Montilla ministro de Industria, trasladó a Barcelona la Comisión de las Telecomunicaciones, fue con una gran resistencia de la Administración del Estado y, en 2012, el gobierno del presidente Mariano Rajoy, aprovechando una fusión de dicha Comisión con la Comisión Nacional del Mercado de Valores, devolvió la sede a Madrid.

Demasiado a menudo, las elites políticas, administrativas y empresariales de Madrid ven a Barcelona como parte de la periferia, en un modelo centralista de Estado. Su modelo siempre fue Francia, tal vez porque el fracaso del liberalismo español, de la Constitución de Cádiz a la Segunda República y la Guerra Civil, fue el fracaso de no haber conseguido crear un modelo de Estado como el francés, apto para modernizar España y sentar las bases del bienestar de sus ciudadanos.

La primera parte del libro sostiene que esta es una de las causas de la crisis catalana. Trata de persuadirnos de que esta causa ha sido capaz de unir a los beneficiados por la globalización con los perdedores de ella en una protesta común que se ha canalizado como el deseo de la secesión. Y termina esta primera parte con una hipótesis atrevida sobre el final de la crisis de otoño de 2017, que sucedió con la aplicación del artículo 155 de la Constitución y la convocatoria de elecciones generales para Cataluña. Según Jordana, se impuso aquí una visión schmittiana de la política, puesto que es una idea conocida de Carl Schmitt que soberano es aquel que decide acerca del estado de excepción: Jordana dice aquel que puede imponer el estado de excepción. Y piensa que esto es lo que hizo el gobierno de Mariano Rajoy, como una manifestación del ejercicio último de la soberanía, y trae a colación la propuesta de Manuel Fraga en la ponencia constitucional del artículo 155 (pp. 100-101). El político conservador (que había sido ministro de Franco, catedrático de Derecho Político de la Universidad Complutense y promotor de un homenaje a Carl Schmitt en el Centro de Estudios Políticos en 1963) defendía la posibilidad de autorizar explícitamente la suspensión de sus órganos de gobierno y la designación de un gobernador general con poderes extraordinarios, una propuesta que fue rechazada en los debates constitucionalesEl artículo se inspira en el artículo 37 de la Ley Fundamental alemana, que a su vez evoca el artículo 48 de la Constitución de Weimar en 1919, aunque en este caso con mayores atribuciones al Gobierno federal. Mientras que el artículo 37 nunca se ha aplicado en la Alemania de posguerra, el artículo 48 sí lo fue para intervenir Prusia en 1932, poco antes del nombramiento de Adolf Hitler como canciller, y dio lugar a un proceso ante el Tribunal Supremo del Reich, en el que, por ejemplo, Carl Schmitt formó parte de los abogados de la defensa del Gobierno federal y Hermann Heller, el constitucionalista socialdemócrata que pocos años después, en 1933, moriría en la España republicana, adonde huyó de la persecución de Hitler (también Hans Kelsen escribiría un ensayo sobre ello). Véase el primer capítulo de David Dyzenhaus, Legality and Legitimacy. Carl Schmitt, Hans Kelsen and Hermann Heller in Weimar (Oxford, Oxford University Press, 1999)..

La segunda parte del libro trata de poner de manifiesto cómo, en diversos frentes, las dificultades de un diseño multinivel de gobierno muy imperfecto han impedido una adecuada implementación de las políticas públicas. Especialmente acabado es el undécimo capítulo, sobre el Estado regulador, que es el ámbito de especialidad de Jordana. Pero muchas cosas aprendemos también de las erráticas políticas de ciencia e innovación (capítulo décimo), de las políticas de austeridad (undécimo), de la insuficiente atención a la infancia (duodécimo) o de las políticas lingüísticas (decimocuarto).

En el decimoquinto capítulo, Jordana aventura tres hipótesis del fracaso de los intentos de federalizar el diseño institucional del Estado español. Son las siguientes: 1) en los últimos veinte años, la lucha electoral por la hegemonía entre los grandes partidos españoles ha pasado en parte por una competencia creciente acerca del sentimiento nacionalista español; 2) la segunda hipótesis responde a la pulsión fuertemente centralista de los cuerpos de elite de la Administración General del Estado, atemorizados de que este diseño les haga perder más cuotas de poder de decisión; y 3) dado que los partidos políticos españoles tienen una fuerte tradición de centralismo democrático, federalizar la estructura territorial del Estado comportaría, seguramente, cambios que tampoco están fácilmente dispuestos a afrontar.

IV

Pienso que estos dos libros nos proporcionan dos visiones compatibles de la crisis catalana. Evocando la cita de Norberto Bobbio que abre este comentario, mientras que en Cataluña se pensó que la política sin el Derecho podía resolver el entuerto (el tan manido «mandato democrático» de los independentistas), en el Gobierno de Madrid se pensó que el Derecho sin la política, la aplicación estricta del Derecho, en el ámbito administrativo y en el judicial, resolvería las cosas por sí solas. Sin embargo, la política sin el Derecho es ciega, pero el Derecho sin la política es vacío.

Como muestra Bayona, con elegancia y compromiso cívico, ignorar el Derecho nos deja inermes para construir una política respetuosa de los derechos de todos: no hay posibilidades para una política realmente democrática sin el sometimiento al imperio de la ley. Ahora bien, Jordana nos enseña que, sin la política, perdemos la capacidad de afrontar los retos que nos depara el futuro, perdemos la capacidad de diseñar las políticas públicas que son necesarias para suministrar las bases del bienestar de los ciudadanosEsta es la tesis que he sostenido en José Juan Moreso, «Lecciones canadienses: sobre democracia, constitucionalismo y federalismo», en Benigno Pendás (dir.), España Constitucional (1978-2018). Trayectorias y Perspectivas, vol. II (Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2018), pp. 1.657-1.673..

Si este es, como yo creo, un diagnóstico adecuado, entonces tal vez cabe también atisbar el remedio para el problema. Un remedio que, me temo, pasa por regresar al imperio de la ley, por una parte, olvidando las tentaciones de ruptura unilateral que sólo pueden traer mayor frustración. Un remedio que, por otra parte, pasa también por emprender de una vez una reforma constitucional de carácter federal. En 1978 no se habían creado todavía las Comunidades Autónomas, más allá de algunas instituciones preautonómicas. Ahora podemos partir de lo ya realizado para diseñar un Senado que sea realmente una cámara de representación territorial y que posibilite la cooperaciónLas conferencias sectoriales actuales entre el Estado y las Comunidades Autónomas son, demasiado a menudo, consideradas por el Gobierno central como si fuesen reuniones con los delegados provinciales del Gobierno y, es claro, no funcionan para programar las políticas públicas adecuadas de carácter sectorial., una distribución de competencias más clara y un serio reconocimiento de la pluralidad del Estado español.

José Juan Moreso es catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, de la que fue rector entre 2005 y 2013. Es autor de, por ejemplo, La teoría del derecho de Bentham (Barcelona, PPU, 1992), La indeterminación del derecho y la interpretación de la Constitución (Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1997; edición en inglés Dordrecht: Kluwer, 1998, segunda edición: Lima, Palestra, 2014), La Constitución: modelo para armar (Madrid, Marcial Pons, 2009), El Derecho: diagramas conceptuales (Bogotá: Externado, 2017).

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