En Love (2015), la última película de Gaspar Noé, ¿los protagonistas se querían de verdad?

En el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York hay una sala dedicada al pintor realista Gustave Courbet, el de la vagina en primer plano. El cuadro se exhibe en el Museo d’Orsay de París y es conocido como El origen del mundo (1866), aunque el título es posterior a Courbet y de origen incierto. Lo que sí sabemos es que, pintando aquella vagina, Courbet consumó la sublimación de la carne. Lo hizo once años después de que Gustave Flaubert sublimara el espíritu con Emma Bovary. Es la de El origen una vagina que me hace pensar en el último verso del poema «Diré cómo nacisteis», de Luis Cernuda, cuando, refiriéndose a los placeres prohibidos, dice: «su fulgor puede destruir vuestro mundo». Pero, volviendo al Met, hay allí, entre las obras exhibidas de Courbet, una que llama mi atención. Es una mujer desnuda, de espaldas, reclinada hacia una cascada; no le veo la cara, pero le veo el trasero. Se subtitula La fuente (1862) y es una alegoría de la inspiración. Aun siendo un desnudo rompedor para la época ?ella está de espaldas?, es menos epatante que la vagina. Yo no sé si el cuadro del Met tendría que ser, por fuerza, menos realista que la vagina, al ser menos descarnado. Podría comenzar a responder si no fuera porque desconozco la solución a otra pregunta: ¿cómo de realista es la vagina de Courbet?

Es la segunda vez durante mi corta vida en Nueva York ?llevo aquí desde agosto de este año?, que me asalta una sospecha similar. Cuando apenas llevaba tres días en la ciudad, me invitaron a una fiesta en una casa en la que alguien había pegado en la pared una foto de Roberto Bolaño enmarcada con un corazón. Una semana después de la fiesta, fui al cine con el simpatizante de Bolaño, a una matinal en el IFC Center: proyectaban 8 1/2 (1963), de Federico Fellini. Al salir, caminamos sin rumbo aparente y paramos a comer algo. Yo dije estar defraudada: después de Fellini, La grande bellezza (2013), de Paolo Sorrentino, me gustaba menos. No sé cómo, la conversación derivó hacia los bares de ambiente, la estética travesti, los sitios «de alterne», el intercambio de parejas. Yo evoqué un ambiente swinger de Madrid que no conozco más que por los artículos de la revista Vice. Fue entonces cuando hablé de Love (2015), la última película de Gaspar Noé. En ella los personajes principales, una pareja de novios, acuden a un club en el que se celebran orgías. Algo anecdótico, pues la mayor parte del tiempo la película muestra relaciones sexuales monógamas entre los dos jóvenes. A este racconto agregué lo que había leído acerca de las intenciones del director: mostrar cinematográficamente la intimidad del sexo con amor. Mi interlocutor reaccionó con una pregunta elemental que yo no me había hecho: ¿los actores se querían de verdad? La duda tenía sentido. Esta era la estructura deductiva que alimentaba la duda: para retratar cinematográficamente el sexo entre dos personas que se aman, estas personas tendrían que amarse. Pero en ese «retratar cinematográficamente» aparece el problema del arte. La cuestión es si el arte es el pasadizo por el que se accede a lo real, invocando lo real mismo, o, por el contrario, se trata de un mediador neutral y accesorio a la vida. Los actores de Love, ¿se querían de verdad? Insisto en la pregunta y siento que me introduzco sin remedio en la niebla, que me hallo en el centro de un anfiteatro, en el refulgir de la batalla, a orillas del sumidero que se traga la poética, las pinturas rupestres, una bonita edición de La vida es sueño, el Aleph borgiano (que es como tragarse a la realidad), y al mismo Cernuda, que trata de decirnos lo mismo de antes pero ahora con voz crepuscular: «su fulgor puede destruir vuestro mundo». Me limitaré por ello a decir algo acerca de la película de Noé, sin mayor ambición que esa: la de decir algo.

Courbet quedaría relegado al fuera de foco de esta escena si no fuera porque lo necesitamos para explicar El nuevo extremismo francés. El término lo acuñó el crítico canadiense James Quandt en un artículo para la revista Artforum (2004). Algunos de los involuntarios integrantes del grupo son François Ozon, Gaspar Noé y Catherine Breillat. El artículo de Quandt se titula «Carne, sangre, sexo y violencia en el cine francés reciente». Otros nombres afines serían: Michel Houellebecq, Luis Buñuel, Jean-Luc Godard (en algunas películas), Michael Haneke y un no tan corto etcétera. El Noé de Carne (1991) y Seul contre tous (1998) posiciona el cine francés en las antípodas de lo tenue y lo pop de la nouvelle vague. El protagonista de Carne es un carnicero parisiense: incestuoso, maltratador, sin escrúpulos; que ama profundamente, con locura y hasta el límite de lo soportable, a su única hija. Es así como, hacia finales de los noventa, Noé ya se había ganado los epítetos: enfant terrible, genio disfuncional, transgresor, brutal; y es así como sembró el morbo y el horror, en proporciones complementarias, entre el público del Festival de Cannes, que, por otra parte, está dispuesto a dejarse escandalizar. Para que nos entendamos: la nouvelle vague es indie y Gaspar Noé está un abismo y medio más allá del indie, pues la materia prima que él trabaja es la carne humana, y lo hace sin afectación.

Love fue filmada en 3D, con la intención de potenciar la sensación de lo real. Tras la muestra de Cannes, el diario español El País tituló «Gaspar Noé: el niño prodigio se desinfla con Love». Supongo que la crítica esperaba algo más ?un sexo duro y repugnante? y encontró un sexo melancólico; porno, sí, pero un porno teñido de melancolía. La historia de Murphy (Karl Glusman), joven aspirante a cineasta que se presenta con un «I want to make movies out of blood, sperm and tears», y Electra (Aomi Muyock) está narrada en desorden cronológico desde el recuerdo del protagonista durante un viaje de opio. La situación es la siguiente: Murphy ha perdido a la mujer que ama. Pocos años atrás, Electra y él sedujeron a una vecina y se acostaron los tres. Otro día, Murphy y la vecina se acuestan, pero solos, y el condón se rompe: la deja embarazada. Ahora viven juntos. Nada se sabe del paradero de Electra y es probable que esté muerta. Lo que Murphy rememora son destellos de cuando eran novios: toman demasiadas drogas, fantasean con tener siete hijos, se dicen que «forever is a long time», desatienden sus carreras, y hacen el amor mejor después de una pelea movida por los celos. Vivencias no tan alejadas de lo que en algunos lugares y en determinada franja de edad consideraríamos lo normal.

A Noé le ha pasado como a Courbet. Este último siguió pintando después de la vagina. Pintó el mar, el invierno, una fuente rebosante de manzanas. También pintó El manantial (1868), que es una versión vespertina de La fuente. Pintó a dos mujeres dormidas, desnudas y entrelazadas (Le sommeil, 1866). Así pues, Noé ha hecho una película sobre el sexo con amor. Noé no ha transitado de la carne al espíritu. Noé ha sublimado la carne: ella es ahora el espíritu. Se ha distanciado, así, de propuestas como la de Lars von Trier en Nymphomaniac (2013). Se ha distanciado de sí mismo, de escenas insostenibles como la de la violación de Irreversible (2002). En Love, el tratamiento del horror toma otra forma, de apariencia más amable, pero no menos terrible. El poeta Luis Cernuda dijo de los placeres prohibidos que nacen «como nace un deseo sobre torres de espanto», pero yo pienso que tal vez quiso decir que es el amor el que nace sobre las torres del espanto. En su afán de reflejar la sexualidad sentimental, Noé ha tocado a las puertas del límite, continúa internándose a tientas en el rellano de la natural ignominia humana. A este respecto, la película iba a titularse originalmente Danger: peligro como sinónimo de amor, el amor como la zona del peligro y la expresión sexual del amor como «el fulgor que puede destruir vuestro mundo».

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En 2013, Noah Baumbach, cineasta de Brooklyn, propuso con su obra Frances Ha el experimento de trasladar el estilo de la nouvelle vague parisiense de los años sesenta a la actual Nueva York. Trajo el blanco y negro, la dulzura en el caminar, los planos detalle y los planos secuencia. El París de Noé no es el de la nueva ola, el Nueva York de Baumbach se parece más a ese París. Sin embargo, quizás por qué no, la Roma de Sorrentino sí sea la Roma de Fellini. Roma en perpetua decadencia; Roma en un decaer sostenido; Roma, la bella, de decadencia perenne. Hacia el final de 8 1/2, Guido Anselmi duda. No sabe si suspender el rodaje de su película. En el instante de la duda alguien le habla: «Los intelectuales tienen el deber de permanecer lúcidos hasta el final, la vida ya está llena de confusión, no hay necesidad de agregar más caos al caos. Destruir es mejor que crear cuando no estamos creando cosas realmente necesarias». Pero Guido se rebela contra esas palabras y, en su particular afrenta contra la nada, decide que filmará. Con un sentimiento parecido, hacia el final de La grande bellezza, Jep Gambardella, escritor que ya no escribe, navega siguiendo la línea de la costa. Avista un faro. En ese lugar fue donde, siendo adolescente, despertó a la sensualidad de las formas mediterráneas: no en vano, el Mediterráneo es «un mar que traga adolescentes rebeldes». El adulto que ahora es piensa en los exiguos e inconstantes destellos de belleza. Guido se decide: escribirá otra novela. Guido abandona el páramo creativo diciéndose para sí que, en el fondo, es sólo un truco. Sí, es sólo un truco.

Yo no sé si los protagonistas de Love se querían o no, pero lo parecía.