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El trabajo os hará libres

Los obreros contra el trabajo. Barcelona y París contra el Frente Popular

Michael Seidman

Logroño, Pepitas de calabaza, 2014

Trad. de Federico Corriente

544 pp. 26 €

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«Los trabajadores, en general, no tienen nada más que estómago», escribió un militante libertario español en 1937 irritado por la escasa colaboración de los obreros catalanes en la producción de guerra. El militante tuvo una laguna de lucidez cuando comprobó que, en medio de la revolución, los trabajadores continuaban empeñados en trabajar menos por más salario. Claro que tal actitud no constituía ninguna novedad en la historia del trabajo asalariado. Tanto la acción colectiva en forma de huelgas, manifestaciones o boicots, como la resistencia individual, oculta, cotidiana y anónima, formaban parte de la cultura de la protesta compartida por los trabajadores en los años treinta del siglo XX con el fin de mitigar los daños producidos por un trabajo indeseado, nocivo y poco remunerado.

Todos los estudiosos del llamado movimiento obrero detectaron parte de esa cultura de la protesta, la colectiva, sobre todo con relación a la injusticia inducida por la explotación capitalista de patronos y gobiernos. Había pura lógica y sentido común en el comportamiento contestatario de los trabajadores por enfrentarse a los explotadores capitalistas. Por eso, los que no protestaban con sus compañeros tenían un déficit de conciencia de clase, se argumentaba.

El profesor de Historia Europea de la University of North Carolina en Wilmington, Michael Seidman, vino a darle varias vueltas a estos lugares comunes. Los trabajadores que protestaban de manera individual, oculta y anónima –viene a decir Seidman– tenían tanta o más conciencia de clase que los huelguistas; los obreros, además, no sólo protestaron contra los capitalistas, sino también cuando los jefes fueron dirigentes sindicales o políticos de la izquierda obrerista. Para comprender estas prácticas únicamente había que cambiar la noción más extendida del trabajo como un quehacer positivo, del trabajador como productor y de las relaciones entre los sindicatos y los trabajadores, identificados en lo ideológico. En eso consistió el trabajo de Seidman publicado originalmente en inglés en 1991 y ¡por fin! traducido al castellano en 2014.

Los obreros contra el trabajo es una historia laboral de Barcelona y París en el contexto de los Frentes Populares de 1936 en adelante, cuando las organizaciones que afirmaban representar a los trabajadores alcanzaron diversos grados de poder. Constituye una historia económica, empresarial, social y, sobre todo, sindical del mundo relacionado con la burguesía, el trabajo, los trabajadores y sus organizaciones. La mayor parte del libro se dedica al pensamiento sobre el trabajo, la producción y el ocio de los dirigentes de la anarcosindicalista CNT en Cataluña y de la variopinta Confédération Général du Travail (CGT) en Francia, así como sobre el discurso y las medidas que adoptaron para aumentar la productividad de los trabajadores.

El libro indica que no existió una relación directa entre la dirección de la organización sindical, la militancia y la afiliación, más si cabe en épocas de aluvión de trabajadores hacia los sindicatos. Los directores de los sindicatos sostenían en la época de los Frentes Populares unos principios productivistas a la vez que defendían la dignidad del trabajo, no siempre de forma compatible. Los militantes sindicales se debatieron entre lo uno y lo otro. Los afiliados, en última instancia, perseguían trabajar menos con el mayor salario posible. Entre estos últimos, Seidman incluye también a las mujeres trabajadoras, reacias a mantener huelgas por la necesidad de ingresos, pero situadas en la vanguardia de otros tipos de protesta a pesar de su inferioridad salarial; los parados estuvieron presentes, asimismo, en los conflictos y su comportamiento se guió tanto hacia la posibilidad de trabajar como al engaño en el acceso a las prestaciones.

Junto con las características sindicales, Seidman aborda los rasgos de las burguesías, a las que jamás llama patronos o empresarios, capaces con sus políticas industriales de fomentar o estancar la productividad, racionalizar o no la producción, despojar a los sindicatos del interés por asuntos militares o eclesiásticos, o excitar en ellos la lucha contra el clero y el militarismo. Las burguesías influyeron entonces en la configuración del movimiento obrero como reformista o revolucionario.
Aunque Seidman dedique menos páginas –cien en conjunto– a los trabajadores y a sus actitudes, el título del libro y uno de los principales objetivos se encuentra en el fenómeno social de la resistencia de los obreros hacia el trabajo: la verdadera lucha de clases, según el autor. Este comportamiento no fue nuevo en 1936, aunque los historiadores han evitado estudiarlo en toda su magnitud. En Barcelona y París existieron tradiciones de lucha individual, oculta y a veces anónima contra las exigencias de trabajar por parte de los patronos y gobiernos. En este terreno aparece un argumento implícito en el trabajo de Seidman: la injusticia vivida por los obreros no consistió en la explotación derivada de la extracción de plusvalía, según la concepción marxista, sino en el hecho de trabajar por un salario durante toda la vida. Es verdad que los trabajadores –y los sindicatos en su nombre– pelearon por mejoras en los contratos y en las condiciones de trabajo, pero al menos hasta la época de este estudio nunca olvidaron que vivían la injusticia de tener que trabajar por un salario. La lógica implícita de la alternativa residió entonces en trabajar menos por más salario. Para llevar a término ese objetivo, los obreros ofrecieron resistencia al trabajo; en lugar de ser contemplados como productores, Seidman observa a los obreros como resistentes a la concepción del trabajo como liberación en cualquier contexto político y patronal.

Muchos trabajadores de Barcelona se empeñaron desde 1936, en plena guerra, en resistirse a las exigencias de los sindicatos para aumentar la productividad. Otros tantos de París se negaron a trabajar en ciertas condiciones, cuando las direcciones de los sindicatos, de la Sección Francesa de la Internacional Obrera y del Partido Comunista Francés, con amplias parcelas de poder, exigían trabajar más. La resistencia colectiva e individual, pública y oculta, consistió en absentismo, holgazanería, autolesiones, enfermedades fingidas, impuntualidad, ausencias en horario de trabajo, vacaciones no autorizadas, hurtos, sabotajes, huelgas de celo, indisciplina e indiferencia y huelgas, ocupaciones, recogida de firmas, negativas a las horas extraordinarias, etcétera, que hacían mella en el rendimiento y disminuían la productividad. Todo ello, como puede observarse, con una relevancia económica y social digna de atención, ignorada por los historiadores hasta Los obreros contra el trabajo.

La resistencia en París y Barcelona desde 1936 tuvo un carácter esencialmente similar, pero los contextos eran diferentes. Lo que permite aventurar que la resistencia al trabajo formó parte de manera estructural de la respuesta de los obreros a la injusticia del trabajo asalariado. En Barcelona había guerra desde julio de 1936 y la mayoría de los patronos habían huido, dejando sus fábricas abandonadas. Un Gobierno socialista en París, apoyado por el Partido Comunista y la CGT, tras la oleada de ocupaciones de fábricas en junio de 1936, llegó a un acuerdo con la patronal y los sindicatos sobre la negociación colectiva, el reconocimiento de los delegados sindicales en las empresas, las vacaciones pagadas y la semana de cuarenta horas. La CNT –y, en menor medida, la UGT– se hicieron con el control de las empresas en Barcelona. Los patronos parisienses admitieron el papel influyente de los delegados sindicales en la organización del trabajo. Los representantes sindicales promovieron el aumento de la productividad en Barcelona para ganar la guerra, mientras que, en París, la mayoría de ellos defendía con celo la semana de cuarenta horas, las fiestas, las vacaciones y algunos tipos de holgazanería. La desmoralización originada por los privilegios de los militantes sindicales en Barcelona, como evadir su marcha al frente, fomentó el egoísmo laboral de los trabajadores. Los de París se escudaron en los acuerdos de los sindicatos y patronos para resistirse a los vendavales productivistas, como los de la construcción de la Exposición de 1937, inaugurada con dos meses de retraso y sin terminar. La CNT –en todos sus escalones de dirección– asumió el papel de empresario y patrono consciente para aumentar la producción bélica al abandonar la defensa de la mejora en las condiciones de trabajo y salario de sus afiliados; éstos, por cierto, llegados en aluvión y con la competencia de la UGT en circunstancias similares. La CGT se vio trabada entre su compromiso por el aumento de la producción de bienes de equipo ante la amenaza alemana de Hitler y la incesante labor de democratizar las actividades y lugares de ocio para sus afiliados, en plena fase de creación de un sindicato de servicios. La CGT impulsaba el turismo sindical y la CNT el control obrero centralizado. Mientras en Barcelona los trabajadores plantaban cara a las exigencias de productividad exigidas en nombre de la revolución y frente al fascismo, los obreros de París ofrecían resistencia al trabajo, entre otras razones al considerar que la disciplina de hierro de la fábrica había sido promovida por directores y capataces fascistas, a los que ya no debía obedecerse. Los obreros de Barcelona tuvieron que soportar el bombardeo de medidas disuasorias y persuasivas de la CNT para impedir la resistencia al trabajo. Los obreros de París recibieron folletos sindicales con los mejores destinos turísticos en la costa y en las estaciones de esquí, además de otras opciones de consumo, para mitigar con ello la resistencia al trabajo. Por todo ello, no fue idéntico el papel de la CNT y de la CGT en la respuesta a la resistencia laboral. Aunque ambos sindicatos acariciaron el poder, la principal razón de la distancia fue la guerra en Barcelona y la conquista legal de reclamaciones obreras en París. A pesar de la diferencia, los trabajadores de las dos ciudades intentaron huir del puesto de trabajo con la misma intensidad.

Me parece que Seidman olvida un poco el papel desempeñado por una guerra interna en la organización de la producción y del trabajo cuando compara ambas experiencias tras el poder adquirido por los sindicatos. Si se hubiera desencadenado una guerra interna en Francia, ¿quién habría podido defender el desprecio de la CGT al control obrero de las empresas? Pero Seidman advierte que una guerra de ese tipo resultaba imposible en Francia, con los problemas del militarismo y el clericalismo resueltos décadas atrás y una burguesía moderna, laica, impulsora de las fuerzas productivas y de la educación de la población.

Con ese tipo de conclusiones, Seidman se acerca sin duda a la especulación. Otro tanto sucede cuando afirma que la diferencia entre los dos sindicatos recae en el atraso industrial español, el bajo nivel de vida, la miseria y el analfabetismo, junto a, eso sí, la represión, todas ellas circunstancias que favorecieron la revuelta violenta de los obreros en Cataluña, el arraigo del anarcosindicalismo y el carácter revolucionario y no reformista de la CNT. Es una propuesta antigua, ligada a las funcionalistas de las teorías de la modernización típicas de los años cincuenta y sesenta del siglo XX, pero contestadas desde entonces: la revolución no es hija de la pobreza, sino de los recursos y capacidades para realizarla. La pobreza produce emigración y caridad. Seidman prescinde, además, de la historia del sindicalismo revolucionario de la CGT, los enormes enfrentamientos laicistas y clericales de la primera década del siglo XX, la llamada «guerra de las dos Francias», el auge de las Ligas y la promoción de la extrema derecha en los años treinta, partícipe de la guerra civil durante la Segunda Guerra Mundial en Francia.

Todas estas discrepancias se refieren al principal interés de Seidman, consistente en mostrar la importancia de los sindicatos a la hora de dar una respuesta a la resistencia al trabajo de los obreros una vez adquirido un significativo grado de poder. Así, Los obreros contra el trabajo resulta menos una historia de la resistencia y más una historia de los sindicatos. En Barcelona y en París.

Rafael Cruz es profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense. Especializado en la investigación sobre historia de la acción, las identidades y la violencia colectivas en Europa durante el siglo XX, sus últimas publicaciones son En el nombre del pueblo. República, rebelión y guerra en la España de 1936 (Madrid, Siglo XXI, 2006), Repertorios. La política de enfrentamiento en el siglo XX (Madrid, CIS, 2008) y, coeditado con Jesús Casquete, Políticas de la muerte. Usos y abusos del ritual fúnebre en la Europa del siglo XX (Madrid, La Catarata, 2009).

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