El silencio, cuando menos lo esperábamos

Antes de que suene el despertador me suele desvelar el ruido o la actividad de la calle, que se filtra tenuemente por las paredes, las persianas y las ventanas cerradas. Es algo inconcreto, como un zumbido, lo suficientemente sólido como para sacarme del sueño pero también lo bastante difuso como para hacerlo sin molestar, promoviendo una transición dulce entre el descanso y el comienzo de las tareas cotidianas. En estos días tan extraños, la primera rareza surge ahí, en el primer momento del día, cuando aún no he abierto los ojos y acaso todavía más dormido que despierto, percibo confusamente que algo va mal, sin saber exactamente qué es, si grave o no. Cuestión de segundos o de milésimas de segundos, como dicen a veces con énfasis los cronistas deportivos. El tiempo suficiente como para identificar siempre la primera hipótesis recurrente, ¿es hoy domingo? Ya han pasado tantos días así que he internalizado que el problema no radica en la festividad de la jornada, pero ello traslada la mencionada extrañeza unos instantes después, hacia el momento en que abro la persiana o me asomo al balcón y veo la calle desierta, en silencio absoluto, y miro un poco más allá y veo la misma uniformidad, todo vacío y un extraño sosiego –antinatural, pienso, aunque es absurdo, porque precisamente lo único que oigo es el gorjeo de los pájaros y el único movimiento que atrae mi vista es el deambular ahora calmo de algunos gatos callejeros–. Me suele invadir una inconcreta sensación de pesadumbre en sentido literal, es decir, me pesa el día antes de que empiece propiamente. Amo el silencio, pero quiero –como todos– el silencio elegido, no el impuesto.

El año pasado o, para ser exactos, hace apenas cuatro meses, a finales de diciembre de 2019, los críticos de El Cultural elegían como mejor ensayo internacional del período –entre los que se habían publicado en español– un librito que tenía todas las papeletas para pasar inadvertido, tanto por su temática como por su autor e incluso, podríamos añadir a fuer de sinceros, por el modesto sello editorial en el que aparecía: era la Historia del silencio. Del Renacimiento a nuestros días, de Alain Corbin (traducción de Jordi Bayod, Acantilado). Con respecto al libro –bastante breve, unas 150 páginas– me siento obligado a decir, ya que lo he citado, al menos dos cosas: la primera que, siendo interesante y buen reflejo de la erudición de su veterano y prestigioso autor, no llega empero a ser fiel a tan ambicioso título -apunte que constituye casi una perogrullada-; la segunda, para mí algo más irritante, que incurre con frecuencia en ese defecto tan francés de considerar la cultura del hexágono el ombligo del mundo. Aun así, disfruté con su lectura, pues solo las múltiples citas y referencias que contiene compensan sobradamente las limitaciones e insuficiencias del empeño.

El silencio o, para expresarlo con más precisión, nuestra actitud hacia él, es agudamente paradójico. Sí, ya sé que esto mismo puede afirmarse de innumerables elementos de la realidad que nos rodea, pero resulta imposible decir nada del silencio sin tener de inmediato que señalar su ambivalencia, como si fuera su carta de presentación. Así lo hace el propio Corbin en las páginas iniciales. Por mencionar lo más obvio: nuestro mundo dice respetar o incluso admirar el silencio tanto como lo desprecia y viola sistemáticamente en la vida cotidiana. Aquí se impone una distinción importante. Por un lado, cuando pensamos en lo opuesto al silencio lo primero que se nos viene a la cabeza es el permanente estruendo provocado por el tráfico, las obras o las diversas actividades urbanas. Si buscamos la pincelada más característica de nuestro mundo de comienzos del siglo XXI tendríamos por fuerza que aludir a la agobiante presencia de llamadas y notificaciones de teléfonos móviles, que nos persiguen hasta los sitios más insospechados. Al fin y al cabo, si hay montones de basura hasta en la cima del Everest, menos nos debe sorprender que los múltiples soniquetes de las conexiones virtuales perturben insistentemente nuestra intimidad.

Sin embargo, en este aspecto el llamado progreso ha traído un contraste peculiar entre, por un lado, la persistencia o incluso intensificación del ruido (entiéndase ahora en el sentido más amplio posible) y por otro, su estricta regulación o acotamiento –el ruido es contaminación acústica, de la que nos protegen las leyes–: en la mayor parte de los sitios civilizados no se pueden hacer actividades ruidosas ni montar algarabías más allá de una determinada hora de la tarde hasta el comienzo de la mañana siguiente, así como en los días festivos. Por eso es probable que no le falte razón a Corbin cuando afirma que, en contra de lo que algunos piensan, muy probablemente nuestro nivel cotidiano de ruido no sea mucho mayor del que sufría el ser humano en los siglos pasados. Entra aquí en juego un segundo factor para el correcto entendimiento del silencio. Nuestro autor lo expresa de modo rotundo en la primera frase que podemos leer en su ensayo: «El silencio no es solo ausencia de ruido». En otras palabras, lo característico de nuestro tiempo no se juega en las coordenadas antedichas de silencio/ruido, sino en algo más sutil: al desnaturalizarse las referencias auditivas, el miedo ante el silencio se ha hecho más intenso.

El paso siguiente era previsible, pero sobre todo es más discutible, al menos desde mi punto de vista. «En otros tiempos –podemos leer en el libro– los occidentales apreciaban la profundidad y los sabores del silencio». Tal como está formulado, es decir, en su universalidad y rotundidad, el dictamen me parece absolutamente erróneo. Cuando hablamos de esos tiempos pasados –no cabe mayor imprecisión– estamos pensando (así lo hace el autor) en Montaigne, Teresa de Jesús o los mucho más próximos Victor Hugo o Julien Gracq. Se mire por donde se mire, una elite poco representativa de cómo era el hombre, la sociedad y la cultura en los siglos pretéritos. Lo que sí es indudable es que determinadas actitudes sociales y culturales –por ejemplo, ante la enfermedad, la muerte o la trascendencia– propiciaban una valoración del silencio superior en términos globales a la de hoy en día. Puede ser que en este sentido hayamos perdido algo con respecto al pasado. El silencio por lo general impone y no es extraño que una sociedad hedonista e infantil como la nuestra trate por todos los medios de evitarlo. Con todo, no estoy muy seguro de que el pánico ante el silencio sea hoy mayor que ayer. La cuestión es más pedestre: simplemente, disponemos de más medios para ahuyentarlo.

Independientemente de mis valoraciones, quiero dejar constancia de que Corbin nos propone a sus lectores una suerte de experiencia –él lo llama literalmente un «reaprendizaje del silencio»–, esto es, retomar el valor del silencio, volver al silencio como al paraíso perdido. Recalco ahora este punto con un regusto melancólico. Leí este libro el verano pasado, en tiempo de vacaciones, disfrutando de un ocio tan convencional que mi problema estribaba precisamente en concentrarme en su lectura entre tanto bullicio y distracciones estridentes. Pensé, como probablemente muchos de sus lectores, que se trataba de una reflexión tan sugestiva como a contracorriente de nuestro tiempo. En términos algo cínicos, me reafirmé en que el prestigio teórico del silencio era inversamente proporcional a su materialización en nuestro ámbito sociocultural. Ya saben que el tópico –en mi opinión no exento de cierta justicia en este caso– atribuye muy concretamente a los españoles la propensión de hacer notar su presencia mediante recursos antitéticos al silencio, ya sea una locuacidad incontenible o, lo que es más habitual todavía, un volumen a todas luces desmesurado. Sea ello justo o no, lo indudable es que pocos de entre nosotros atienden aquel sabio precepto que prescribe callar cuando las palabras no son capaces de mejorar la opción del silencio.

No sé si, como dicen algunos, habrá un antes y un después de esta pandemia. Tiendo más bien a pensar que no, que en cuestión de algunos –pocos– años, todo volverá a ser más o menos como antes, pero soy consciente de que no hay forma más directa de hacer el ridículo que ejercer de profeta. ¿Quién nos iba a decir hace algo más de tres meses, cuando nos deseábamos feliz 2020, que el futuro era esto? ¿Quién hubiera podido concebir al comienzo del año que antes de que llegara la primavera nuestras calles, barrios, ciudades enteras, quedarían a plena luz del día desiertas, silenciosas? De este modo, ese silencio que parecía incompatible con la modernidad se ha adueñado de pronto del espacio público y de todos nosotros. Es innegable que seguimos pudiendo combatir el silencio con las múltiples armas que la tecnología pone a nuestro alcance. Aun así, este silencio impuesto, esta ausencia obligada de ruido, este confinamiento de la vida, nos perturba en lo más profundo de nosotros mismos y se transforma por fuerza en una oquedad, una ausencia y a la postre en un silencio interior. Dejo de teclear en el ordenador por unos instantes y no oigo nada, absolutamente nada, ni en la calle ni a mi alrededor. Fuera, todo es silencio. Dentro, también. Quizá la vida vuelva a ser como antes pero muchos no vamos a vivir la misma vida. Aunque solo sea porque nos costará mucho olvidar este silencio.