El pacto de la ficción

Hace tres o cuatro años salió en Estados Unidos una edición de A Farewell to Arms que incluía los cuarenta y siete finales que Hemingway escribió hasta dar con el que lo convenció finalmente y que, por tanto, conocemos: Frederic Henry saliendo del hospital bajo la lluvia tras perder a su mujer y al niño que iba a nacer.

Yo no quiero tener esa edición. No la quiero leer. El final que Hemingway escogió, por muchas vueltas que le diera, no es sólo el final de la novela, es el final de esa historia, algo que va más allá del proceso literario y existe en el mundo real de manera autónoma a la voluntad de su autor. A Farewell to Arms forma parte ya del mundo como cualquier otra historia de la que uno pueda saber o le puedan contar, sea real o inventada.

La novela, como el cine narrativo (que equivale en imagen a lo que es aquélla en escritura, como hay cine que se corresponde con la poesía, el ensayo o la crónica), se basan en un pacto entre lector y narrador que explica muy bien Juan Gabriel Vásquez,

El pacto de la ficción (por el cual los lectores deciden creer en lo que leerán, incluso a sabiendas de que todo es una gran fabricación) es la cosa más rara que existe.

Raro e inexplicable es sin duda que decidamos creer lo que alguien ha inventado y escrito, que entremos, solemos decir, que nos metamos, y nos logremos emocionar, alegrar, preocupar, entristecer o disfrutar como si fueran reales con lo que sucede a personajes y situaciones que el autor ha conformado. Preocuparnos por qué pueda pasar con Ana Ozores, estar en vilo por la batalla absurda y desmedida que la atribulada tripulación del Pequod tiene que librar con un monstruo marino de proporciones bíblicas, emocionarnos con las aventura de Frodo Baggins a través de la Tierra Media o de Phileas Fogg y Passepartout alrededor del mundo, compartir la angustia de Marlow en su viaje buscando a Kurtz por el río Congo o del capitán Willard en el suyo del coronel Kurtz por el Mekong, envidiar la libertad trashumante de Sal Paradise y Dean Moriarty, seguir a Nathan Zuckerman a lo largo de las miles de páginas que narran su desatinada vida.

Yo entiendo, por supuesto, que a un estudioso de la literatura le interese saber cómo se escribió una novela, desenvolver el hilo con que fue hilvanada, descubrir su técnica, desentrañar y poner del revés su proceso de creación; saber cuándo se escribió cada capítulo, cada párrafo, cada palabra, en qué pensaba su autor o en qué se inspiró, si estaba seguro de lo que ponía en el papel y avanzaba a buen ritmo o iba rompiendo páginas y progresando a trompicones; descubrir referencias, guiños y todo eso que hoy llamamos intertextualidad. Hasta que el fanático de una novela o el seguidor acérrimo de un autor quieran saber más de un libro de cabecera, con curiosidad que desborde la experiencia literaria y entre en la de coleccionista o entomólogo.

Pero a mí nada de todo eso me interesa, lo que el autor no dejó finalmente en la obra no existe, no es parte de nada, no importa; y es ejercicio vacío y sin sentido elucubrar sobre cuánta consideración daba a unas líneas que aparecen guardadas en un cajón o se pueden rastrear en la memoria olvidada de un disco duro o qué otras intenciones pudo tener distintas a lo que dejó en papel o en la pantalla. No hay aquí hipótesis que valgan, no hay textos alternativos, lo que no fue de una novela no es nada, ni siquiera la posibilidad de algo.

El pacto de la ficción sólo funciona si está blindado y uno entra del todo en eso que le cuentan, olvidando en seguida que alguien lo ha creado de la nada y que habría, por tanto, podido ser distinto. Lo que hay es lo que hay; más que eso, lo que hay es lo que es, e introducir elementos de esa otra realidad previa y, sobre todo, ajena rompe el pacto y deshace el hechizo. Yo no quiero saber si novelas que me han emocionado podían haber comenzado de manera diferente a «Call me Ishmael», «En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme» o «Muchos años después frente al pelotón de fusilamiento», como no quiero saber, nunca, si podría haber habido finales diferentes en que Don Quijote no muriera, Ahab y su ballena blanca no se mataran uno a otro, Emma Bovary viviera feliz con uno de sus amantes, el príncipe Andréi Bolkonski sobreviviera a sus heridas de guerra para casarse por fin con Natasha u Oliveira regresara a París a buscar a La Maga de nuevo por la rue de Seine. No me interesan las películas con varios finales por los que puede optar el espectador, como no me gusta siquiera que al cabo de los años me salgan con un Director’s cut, como pasó con Blade Runner, que me recuerda que lo que estoy leyendo o viendo es una obra de creación y depende por ello de las decisiones de su autor. Si me meto, me meto del todo y me lo creo y ni quiero ni necesito que alguien venga a recordarme que es invención. Ese es mi pacto con eso tan raro que llamamos ficción narrativa.