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La religión sin dioses

EL MITO DEL HOMBRE NUEVO

Dalmacio Negro

Encuentro, Madrid

438 pp.

28 €

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Es algo sabido desde antiguo que los hombres padecen una inclinación incurable a retrotraerse al pasado y proyectarse en el futuro, en lugar de atender exclusivamente a las cosas presentes. Y no sorprenderá a nadie que esa inclinación haya ejercido históricamente una función consoladora: añoramos una Edad de Oro situada en el pasado remoto y deseamos una vida ultramundana. Tales abstracciones son un refugio frente a las frustrantes limitaciones que impone por sí misma la realidad: en cuanto representaciones mentales, futuro y pasado resultan más promisorios que el tedioso presente. ¡Por no hablar de los juegos que monta con ambos la filosofía de la historia! Desde luego, la creencia religiosa se ha alimentado siempre de esta peculiar costumbre de la razón; pero también lo ha hecho, con entusiasmo creciente, la propia política. Y, en gran medida, el resultado de ese entusiasmo es la mitología que constituye el objeto de este volumen: el hombre nuevo.

¿Quién es el hombre nuevo? Dalmacio Negro sostiene, en una obra erudita que es a la vez un tratado de combate ideológico, que es el verdadero mito del siglo XX y acaso del XXI. Es, además, un mito cuyo origen y desarrollo proporcionan una clave –si no la clave– para entender el desenvolvimiento histórico de las ideas políticas y el subsiguiente estado crítico que, sostiene el autor, atraviesa la civilización occidental. De modo que la obra es una relectura de la tradición política bajo la luz que proporciona su tesis principal; como cualquier obra de esta naturaleza, emplea la sospecha como método, porque detecta un significado nuevo, antes oculto, en esa misma tradición. Y el resultado es tan atractivo como discutible.

Si hay una premisa en el libro, es el carácter primordial de la religión. Dado que el hombre es un ser religioso, la religión nos da la clave de la cultura; a su vez, religión y política forman una unidad dialéctica. De ahí que la religión tradicional no haya podido desaparecer bajo el efecto de una aparente secularización, sino que ha sido reemplazada por una innovadora religión secular que sacraliza el futuro terrenal: la historia convertida en teatro de la salvación. Pero el hombre ya no obtiene ésta gracias a su abnegación moral, sino a la construcción de un orden social perfecto. La política de la utopía, ausente de la escatología religiosa, sería el centro de la religión secular: su resultado final es el hombre nuevo.

Ahora bien, dado que el presupuesto de semejante utopía es la posibilidad misma de renovación del hombre, su genealogía estará compuesta por todas aquellas ideas y movimientos que discuten la existencia de una esencia humana y afirman –por el contrario– su maleabilidad. La historia puede, así, interpretarse como un gradual «asalto a la creencia ancestral en la naturaleza humana» (p. 205). Y el autor ofrece una minuciosa descripción de este presunto despojamiento: del gnosticismo a Comte, pasando por el calvinismo. Su punto de partida es la negación de la trascendencia, negación, asimismo, del carácter inviolable del viejo orden heredado. ¡Demoler antes de construir! Hobbes se nos presenta como el fundador de la tradición artificialista, fundador del mito del Estado a través del contractualismo. Este mismo contrato social será moralizado por Rousseau, quien apela a la necesidad de transformar la conciencia del hombre a través de la educación, para construir el perfecto ciudadano: la Revolución Francesa asumirá este mandato y utilizará al Estado para ejecutarlo. Simultáneamente, la creencia moderna en la capacidad humana para dominar a la naturaleza y la consiguiente fe en el progreso apuntalan un credo confirmado por la teoría de la evolución y abrazado por las ideologías decimonónicas.

Sin embargo, interesa al autor subrayar que una política empeñada en la transformación de la naturaleza humana es una biopolítica. Y que son las bioideologías contraculturales las que, desde los años sesenta del siglo pasado, toman el relevo de las ideologías tradicionales en su defensa del hombre nuevo: la utopía social es ahora utopía del cuerpo. Pero bioideologías como la de la salud, el ecologismo o el feminismo no buscan tanto obtener el poder como construir a la carta la identidad humana; para hacerlo actúan sobre la conciencia en la esfera de la cultura; se aprovecharían de la cualidad disolvente del capitalismo, exacerbada a causa de la radical desfundamentación de la existencia humana que sigue a la muerte de Dios. Su advertencia final es ominosa: «El triunfo absoluto de la religión secular acabaría con la cultura y con la misma sociedad. Hay síntomas de eso» (p. 402). Paradójicamente, el autor encuentra la confirmación de que existe una naturaleza humana común en el descubrimiento del genoma; la ciencia se complace en demoler instruyendo.

Esta última afirmación ilustra hasta qué punto la tesis general aquí sostenida depende del acuerdo del lector con sus premisas morales. Si el genoma revela la unicidad de la naturaleza humana, ¿cuándo se origina ésta? ¿Con los protozoos, con el homo sapiens, o después? ¿No demuestra la teoría de la evolución, al menos, la variabilidad de la naturaleza humana? Porque es un hecho que el hombre cambia. Su capacidad para intervenir en la naturaleza –que es también su naturaleza– no es una creencia moderna, sino una constante adaptativa. Y si esa intervención amenaza verdaderamente la esencia humana, no está claro qué clase de esencia sea ésa: habría que empezar por definirla. Distinto es que esas transformaciones nos disgusten o repelan; habría sido interesante, de hecho, que el autor prestara una mayor atención al atractivo psicológico del hombre nuevo. Pero parece incongruente afirmar que los cambios experimentados por el hombre mediante su trabajo sobre sí mismo conducen a un resultado poshumano: salvo que donde escribimos humanidad, ay, queramos decir humanismo.

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Ficha técnica

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