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Donde la Madre Teresa

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Esta es una narración por entregas. El hemisferio doliente es aquel en el que habitan los más desfavorecidos de este planeta. El narrador cuenta como conoció a Sara en Madrid y  quedó prendado de ella, justo antes de que esta se adentrara en el mencionado hemisferio y él se marchara a una universidad americana. En sucesivos episodios el uno y la otra se irán enfrentando a distintos aspectos de la difícil relación de los afortunados con los que no lo son.

En los capítulos anteriores. He relatado la incorporación de Sara en la clínica callejera del Dr. K. en Calcuta y mi llegada a la Universidad de Minnesota en Saint Paul, así como mi primera experiencia en los campos experimentales de dicha universidad. Me alojo en el apartamento de dos compañeros africanos que se convertirán en mis mentores. Sus biografías y sus personalidades no pueden ser más dispares. Sara y el traductor Tanweer estrechan su amistad mientras ayudan en una nueva clínica callejera.

Con frecuencia, los domingos desayunan juntas las cuatro compañeras de habitación en el Blue Sky, un pequeño bar de estilo occidental, sencillo y aseado, donde se puede pedir yogur con cereales, fruta, tortilla o tortitas con sirope. Uno de esos domingos, después de desayunar, Sara acompaña a Rosa, que debe cumplir un turno de asistencia a los moribundos en el establecimiento de la Madre Teresa en Kalighat. Reproduzco lo que me contó Sara en una de sus cartas:

En contraste con el transporte en superficie, el metro de Calcuta está casi recién estrenado, huele a limpio porque está limpio, hay carteles luminosos para anunciar la llegada de los trenes y, una vez a bordo, una voz grabada va anunciado las estaciones en tres idiomas, bengalí, hindi e inglés: Rabindra Sadan, Bhavanipur, Jatindas Park… Bajamos en destino y nos dirigimos a uno entre varios edificios anónimos y un tanto desastrados que hay en las proximidades del templo hindú dedicado a la diosa Kali, de ahí que la casa de la Madre Teresa se conozca como Kalighat, en lugar de por su nombre oficial de Nrimal Hriday, Sagrado Corazón.

Un par de macetones desangelados flanquean la puerta que da directamente a la sección de hombres.

Cuesta unos segundos adaptar la vista a la penumbra en que mantienen la estancia; poco a poco se perfilan varias filas de camastros a distintos niveles que ocupan todo el espacio excepto el dedicado al puesto de mando, una plataforma a la derecha de la entrada que sirve de centro de operaciones y de almacén de medicamentos y fungibles. Al mando hay una monja-sargento con cara de no tener tiempo para frivolidades. A ella se presenta y me presenta Rosa, quien recibe por toda respuesta unas instrucciones casi telegráficas sobre la tarea que le espera y su aquiescencia a que yo la ayude.

Sobre las camas, formas humanas, muchas en el último trance, cuerpos depauperados, extremidades esqueléticas, pieles ulceradas, cabezas cadavéricas. Los que están en mejor estado susurran pidiendo comida o cigarrillos. Rosa me explica que los enfermos se ordenan según se estima su gravedad, los más seriamente enfermos, más próximos a la puerta, como si ésta fuera el pórtico del más allá, y le transmite su sospecha de que muchos entre ellos llegan a intuir ese orden macabro. Por esa puerta salen también quienes milagrosamente se recuperan y han de volver al infierno-mundo del que vinieron, expulsados ya de la concha protectora del Nrimal Hriday.

Los voluntarios llevamos unos arrugados delantales verdes por todo uniforme, deambulamos sin cesar entre las camas, llevando y trayendo, ayudando a tenderse o a incorporarse a los enfermos, dándoles de comer o dispensándoles los fármacos. La ayuda médica se reduce a lo esencial, pues el botiquín no está bien provisto, se ahorra en todo, los utensilios y la loza se limpian con cenizas y cáscaras de coco, mientras el jabón para lavar a los enfermos se mantiene bajo llave y se distribuye con parsimonia. No tardo en darme cuenta de que los afectados de tuberculosis están mezclados indebidamente con los no afectados. Lo espiritual tiene claramente precedencia sobre lo material, y el bien morir sobre el bien vivir.

La escasa comida que se cocina en la casa se suplementa con las sobras de los comedores de empresas comerciales del barrio. Cuando les llega su final, los cuerpos se envuelven en sábanas y se depositan temporalmente en un pequeño almacén junto a la cocina, en espera del enterramiento o la cremación a cargo de alguna organización caritativa de la religión del fallecido.

He reaccionado contra lo que he percibido como aceptación fatalista de la adversidad y pienso que, en comparación, la labor del Dr. K. representa una esperanza, una negativa a aceptar que las cosas sigan como están para los más desfavorecidos de nuestros hermanos. Ya en el metro, volviendo a Middleton Road, lo discuto con Rosa, pero esta no acepta mis argumentos. Lo que tú o yo hagamos es desdeñable frente al curso de la historia, frente a la apabullante magnitud de los problemas, dice Rosa. Yo no he venido a arreglar nada, he venido a conocer y a conocerme, a buscar algo noble que hacer en la vida; los moribundos de aquí y los de allí son iguales ante la muerte, necesitan el mismo consuelo ante el misterio, añade. He sido ayudada más que he ayudado: después de esta experiencia, creo que me gustaría trabajar como psicóloga para atender enfermos terminales en cualquier hospital, concluye con un cierto apasionamiento.

De las dos estudiantes de psicología, ha sido con Rosa con quien más ha congeniado Sara. Es una mujer sensata, llena de inquietudes. Suele pasarse por la clínica todas las tardes, de vuelta de su trabajo en Kalighat, y siempre se interesa por lo que Sara y Silvia están haciendo en ese momento. Su figura esbelta y su belleza rubia parecen haber hecho mella en el Dr. Das, quien ha invitado a las cuatro compañeras de habitación a una fiesta que se celebrará en su casa el domingo siguiente.

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Ficha técnica

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