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La prisión del Dr. K

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Esta es una narración por entregas. El hemisferio doliente es aquel en el que habitan los más desfavorecidos de este planeta. El narrador cuenta como conoció a Sara en Madrid y  quedó prendado de ella, justo antes de que esta se adentrara en el mencionado hemisferio y él se marchara a una universidad americana. En sucesivos episodios el uno y la otra se irán enfrentando a distintos aspectos de la difícil relación de los afortunados con los que no lo son.

En los capítulos anteriores. He relatado la incorporación de Sara en la clínica callejera del Dr. K. en Calcuta y mi llegada a la Universidad de Minnesota en Saint Paul, así como mi primera experiencia en los campos experimentales de dicha universidad. Me alojo en el apartamento de dos compañeros africanos que se convertirán en mis mentores. Sus biografías y sus personalidades no pueden ser más dispares. Sara y el traductor Tanweer estrechan su amistad mientras ayudan en una nueva clínica callejera. Rosa pide a Sara que le ayude un día donde la Madre Teresa.

Poco a poco, Sara percibe hasta qué punto se arriesga el Dr. K. en su compromiso con los dolientes cuando le cuentan la prolongada lucha que ha debido mantener con la justicia india. En una carta me incluye parte de una entrevista en la que cuenta su experiencia de la cárcel y los juzgados:

Puede imaginarse los olores y las condiciones generales mejor que si yo las describiera si le digo que estábamos cuarenta en cada una de las dos celdas y que los ochenta compartíamos un único servicio higiénico. Todos estábamos pendientes de juicio, sin trabajo alguno que hacer, a excepción del convicto a cargo de las dos celdas. La mayoría de estos reclusos eran criminales reconocidos que dormían buena parte del día, un tiempo que transcurría con una lentitud enervante, pero por la noche aquello se convertía en un manicomio, encerrados desde las cuatro y media de la tarde hasta la seis y media de la mañana, sin supervisión, con tiempo de sobra para sacar las drogas de sus escondites, encaramándose como simios dementes a las partes altas de los muros, y así poder pasarse la noche volando como cometas en el vendaval. Muchos de ellos habían sido apaleados e incluso torturados durante el arresto; era inevitable que en esas circunstancias surgiera una cierta solidaridad, un oscuro vínculo entre los que allí estábamos, por muchos asesinatos y otros crímenes que algunos tuvieran a sus espaldas.

Sólo ocho días estuve encerrado hasta que me sacaron de allí bajo fianza. Da miedo imaginar la tortura física y mental sufrida por los que habían de pasar años en esas condiciones; ocho días y una disentería por amebas no son nada frente a esa posibilidad, pero los seis años de entradas y salidas a los tribunales que siguieron al arresto tampoco puede decirse que fueran una tortura desdeñable.  

Cuando el Dr. K había sido finalmente absuelto y autorizado a operar en la India hubo una gran celebración. Las instancias gubernamentales no han dejado de hostigar al Dr. K, limitando sus permisos de estancia, requiriendo que registrara su organización como misionera o impidiéndole recaudar fondos en el extranjero; todo por negarse a pagar sobornos, según el doctor. Ésta no es la primera vez que gana en los tribunales, la justicia india siempre lo ha respaldado; son los gobiernos los que toleran mal las injerencias desde el hemisferio de la abundancia. Ahora ha ganado la que puede ser la batalla definitiva; la sentencia le permite organizar una red apropiada de apoyo exterior y podrá poner sus clínicas bajo techo y dar estabilidad a su organización. La enfermera Inge está exultante: «No se iba a dejar expulsar de nuevo, no iba a dejar que se repitiera lo de Bangladesh. “Es un luchador”, dice ésta».

Silvia le ha contado a Sara cómo K había tenido que huir de este último país, donde ya tenía en marcha dos escuelas y una clínica. Había acordado con la rama local de una ONG de origen holandés la acogida de niños en hogares de adopción, y a ésta había venido remitiendo los niños huérfanos o desvalidos que trataban de encontrar cobijo en las escuelas, cuando descubrió que muchos de esos niños estaban siendo vendidos de contrabando fuera del país con la complicidad de altos cargos del gobierno.

Denunció el caso en un informe a la policía que no tuvo respuesta alguna y, a partir de ese momento, empezó a recibir amenazas anónimas. Decidió escribir una serie de artículos denunciando la corrupción en las instituciones asistenciales del país hasta que una noche recibió una paliza brutal por parte de tres asaltantes y, a la mañana siguiente, la policía vino a detenerlo para expulsarlo del país.

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Ficha técnica

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