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La clínica del Dr. K

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Esta es una narración por entregas. El hemisferio doliente es aquel en el que habitan los más desfavorecidos de este planeta. El narrador cuenta como conoció a Sara en Madrid y  quedó prendado de ella, justo antes de que esta se adentrara en el mencionado hemisferio y él se marchara a una universidad americana. En sucesivos episodios el uno y la otra se irán enfrentando a distintos aspectos de la difícil relación de los afortunados con los que no lo son.

En los capítulos anteriores. He relatado el choque inicial de Sara con el hemisferio doliente, su llegada a Calcuta y su instalación en el albergue de Middleton Road.

Imagino a Sara recién levantada, ojerosa y somnolienta después de una primera noche de inquietud y zozobra. Agradece el tazón de café instantáneo con leche en polvo que Silvia le ofrece y empieza a animarse cuando comprueba a través de la ventana que hace sol. No le desagrada el tacto rugoso del suelo de ladrillo en sus pies descalzos, pero se siente incómoda con la humedad ambiental. No ha terminado de beberse el café cuando Silvia le apremia para que se prepare: «Debemos llegar antes de que se abra la consulta para que pueda presentarte».

La clínica del Dr. K se monta y desmonta cada día en la acera, apenas a un centenar de metros de la residencia del Salvation Army, en dirección al chowk. Media docena de postes de bambú, que flanquean la desportillada acera, soportan un borde del largo toldo de lona que, por el otro, se fija al muro del presbiterio de Santo Tomás. Justo en el extremo distal, donde Middleton Row tuerce a la izquierda en ángulo recto, se halla el puesto médico, un reducido espacio con un plástico azul por alfombra, acotado por una muralla de cajas ya abiertas en las que se agolpan botes y envases de medicamentos junto a registros médicos apilados e instrumental vario; un estetoscopio cuelga de un clavo en el muro. Más allá está la cancela del presbiterio, flanqueada por un templete cerrado que al atardecer servirá de nuevo como almacén para toda la parafernalia.

Cuando Sara y Silvia llegan, más de un centenar de pacientes llevan horas haciendo cola. En los primeros puestos hay varias madres jóvenes con sus bebés. Visten saris de vivos colores ?malva, rosa, verde amarillento, fucsia?, que, a pesar del largo uso y los repetidos lavados, aparecen deslumbrantes bajo el sol y ocultan a primera vista la miseria doliente que convoca allí a tantos seres humanos, sobre todo mujeres jóvenes y niños de distintas edades. La visión cambia de repente cuando surge un joven doblado en dos, con la cara cerca de suelo, que deambula con soltura, apoyando de vez en cuando las manos en la sucia calzada. Entonces llaman la atención de Sara los cientos de cuervos que acechan en los árboles del presbiterio y se agolpan en muros y aleros, ominosas sombras que se imagina como almas en pena de los dolientes y que desde ese momento la perseguirán como oscuro anuncio de muerte. En la imagen se incluyen ahora los hombres, inicialmente menos visibles, muchos de ellos sentados al borde de la acera, algunos acunando tumefactos muñones corroídos por la lepra. Sara no tardará mucho en ver con naturalidad esa escena que se repetirá cada mañana, pero, de momento, queda paralizada y sin habla.

Tira de ella Silvia para presentarle al doctor Gauri Das y a la enfermera Inge Kleinfeld. Están a punto de abrir la consulta y no le prestan apenas atención, más allá de los cálidos saludos. Los cooperantes voluntarios se incorporan y se marchan con tanta frecuencia que el ritual de recepción es más bien escueto y la incorporación al trabajo se hace sin instrucciones previas. «Esta mañana Sara y tú estaréis a cargo de la farmacia», le ha dicho Inge a Silvia en un inglés con marcado acento germano. Inge es una enfermera profesional bávara que ha pedido una excedencia de su hospital en Stuttgart para trabajar durante un año como voluntaria en la clínica del doctor K.; los jóvenes cooperantes que supervisa suelen vincularse a la clínica por períodos más breves, con frecuencia de unas pocas semanas. Según Silvia, el doctor Das dirige la clínica a cambio de un modesto sueldo que complementa con las minutas de una consulta privada en un barrio más próspero, en el que reside. La enfermera es rubicunda, de ojos azules, y lleva con cierta gracia su corpulencia, mientras que el médico es de estatura media, bien proporcionado, moreno de ojos castaños, con un bigote poblado y gafas de sol; tiene un aspecto muy pulcro, con su camisa blanca recién planchada y unos pantalones vaqueros no muy usados.

También le presentan al traductor, Tanweer, un joven muy bien parecido, con cara de pillo, que actúa de puente entre el equipo clínico, que se comunica en inglés, y los pacientes, la mayoría de los cuales hablan hindi y, sobre todo, bengalí. Conocerá más tarde a un cooperante francés, enfermero recién graduado que está a punto de terminar su estancia y que tiene a su cargo las curas rutinarias de los leprosos. Los cooperantes se reparten entre la preparación y distribución de las medicinas y la realización de las curas, que es la tarea preferida, un privilegio que suele alcanzarse por antigüedad.

Sara ocupa su puesto en la zona de farmacia, junto a Silvia, quien le explica brevemente los procedimientos: reciben las notas de receta del Dr. Das, manuscritas en inglés, y deben preparar los medicamentos indicados para entregárselos a cada enfermo con unas instrucciones verbales relativas a dosis y frecuencias que son traducidas sucesivamente por Tanweer a la lengua de cada uno y acompañadas de una representación pictográfica. Los enfermos que deben seguir un tratamiento prolongado reciben un cartón con su historial y el día de la semana que deben presentarse en la consulta. Los medicamentos se guardan, como si fueran galletas o caramelos, en frascos de plástico, con boca ancha y tapa roja, que compiten por el espacio en las cajas y en las baldas de unas rudimentarias estanterías de madera que parecen estar a punto de volcarse. Los fármacos sólidos suelen molerse en un mortero y guardarse en sobrecitos con los nombres de los pacientes para que sean fácilmente reconocibles y evitar que comercien con ellos. Aun así, no son pocos los falsos enfermos que tratan de conseguir medicinas para venderlas. La clínica debe atender hasta medio millar de pacientes en un día, por lo que el escaso personal indio en plantilla y los voluntarios veteranos deben despachar a cada uno en pocos minutos, tras un breve interrogatorio y, a lo sumo, una fugaz inspección ocular; Inge los dirige a los distintos destinos. Al Dr. Das le llegan los que vienen por primera vez y los que plantean especiales problemas.

A Sara le gusta la serenidad y el tono con que Das trata a los pacientes, quienes siempre le escuchan en actitud respetuosa. En algunos casos se distribuyen diversos objetos para el cuidado de los niños e incluso mantas y, con frecuencia, hay que rechazar a alguien que se reengancha en la fila para beneficiarse doblemente, pero Inge tiene fama de no olvidar un solo rostro.

Hace un calor creciente incluso en el puesto médico, que se beneficia de la tupida sombra de un ficus gigantesco que asoma tras el muro del jardín de Santo Tomás. El toldo sólo protege del sol a quienes ocupan la cabeza de una cola que no para de crecer. De pronto empieza a llover torrencialmente; el toldo no está lo bastante tensado y embolsa agua que los propios pacientes van vertiendo a la calzada con ayuda de gruesas cañas.

Sara, imitando en todo lo que hace Silvia, se ha acoplado a su rutinario trabajo sin gran esfuerzo y está fascinada por la sucesión de tipos y casos que debe atender. Su atención filtra ya buena parte de cada tragedia y se desvía hacia aquellos rasgos que pueden evocar al individuo libre del mal que le aqueja. Tardará un buen rato en sentirse molesta por los millones de moscas que lo invaden todo sin que haya forma de sacudírselas, pero enseguida aprenderá a convivir con ellas como si fueran un componente atmosférico más.

El tiempo pasa sin sentir, salvo por la sensación de hambre que de pronto se instala en su estómago, hasta que Silvia propone un breve descanso para comer algo. Tanweer las acompaña a un precario puesto de comida a la entrada del chowk y toman asiento en las banquetas que flanquean unas mesas alargadas. En este comedor compartirán de vez en cuando la comida con el personal indio de la clínica; no con excesiva frecuencia, ya que, aunque barato para los visitantes, es algo caro para los nativos.

El menú resulta ininteligible para Sara, por lo que debe delegar en Silvia la elección de su primera comida auténticamente india. Silvia propone: «Podemos compartir aloo gobi, que lleva coliflor y papas en salsa picante, y pulao, que es una mezcla de arroz, verduras y frutas; hoy, todo vegetariano». A pesar del exótico colorido de los platos, que sirven enseguida, a Sara no le entran por el ojo, y los potentes aromas de las abundantes especias, junto al aspecto poco salubre del lugar, le provocan un rechazo inicial no muy distinto del que siente quien ha de tirarse a una piscina con el agua demasiado fría. Puede más el hambre y, al cabo de unos minutos, se sorprende a sí misma imitando a Tanweer en su exquisito ritual de comer con las manos. En veces sucesivas, Sara acabaría restringiéndose al arroz con un poco de pollo o con otra carne, pero sobre todo pollo.

Cuando caminan de vuelta hacia el puesto médico, tiene la elusiva sensación de que acaba de dar un paso que no admite retorno, que ha pasado sin percatarse a otro universo en el que su vida podría adquirir de pronto un sentido más exaltado.

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Ficha técnica

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