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El Dorado jamás ha existido

El Dorado. Una historia crítica de internet

Enric Puig Punyet

Madrid, Clave Intelectual, 2017

144 pp. 14 €

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Ninguna otra obra de la inteligencia humana, excepción hecha del comunismo, ha mostrado tanta disparidad entre teoría y práctica como Internet. No es casualidad que la filosofía subyacente al Internet original, el de Tim Berners-Lee, Ben Shneiderman o Ted Nelson, fuera una mezcla de determinismo marxista, humanismo santurrón, comunitarismo jipi y contracultura freudiana. Una extraña amalgama adobada, también, con unas pocas gotas de utopía new age y un desconocimiento absoluto de la naturaleza humana.

Si las predicciones de los primeros teóricos de la cultura digital se hubieran hecho realidad, hoy en el mundo reinaría un beatífico socialismo del conocimiento. Una «democracia radical», en palabras de los marxistas digitales. En la práctica, tenemos una docena de zettabytes de información al alcance de seres humanos incapaces de gestionarla; monopolios inexpugnables en manos de media docena de mastodónticas empresas californianas; un big data cuyas aplicaciones benignas palidecen frente a su potencial para manipular el voto de los ciudadanos o para inundarles con publicidad personalizada; y una carrera armamentista sin precedentes en el sector de las fake news.

Y eso sin mencionar el principal peligro del Internet actual: un proceso de idiotización, analizado por Nicholas Carr en su libro Superficiales. ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes?, que ha devastado nuestra capacidad de atención y de análisis. También la de memorizar información útil, e incluso la de relacionarnos con nuestros semejantes sin un móvil de por medio. Para expresarlo en términos digitales, Internet ha reconfigurado nuestro software cerebral. A peor.

Como es obvio, no es ese el discurso oficial en el mundo digital. «Esa es una visión apocalíptica de la realidad», dicen los mismos que prometían, gracias a Internet, una primavera de la democracia incluso en el seno del hermético islam. Ahora, esos utópicos (Jaron Lanier los llama «maoístas digitales») han de conformarse con vídeos de violaciones grupales compartidos por WhatsApp, los habituales linchamientos del discrepante en Twitter y la imparable conversión de la política en un remedo de Instagram.

A cambio, tenemos los libros de los discrepantes. Infinitamente más interesantes que los de los devotos, aunque sólo sea porque el escepticismo es mucho mejor combustible para la inteligencia que la credulidad. Son los libros de Nicholas Carr, Evgeny Morozov, Franklin Foer, Andrew Keen y el ya mencionado Jaron Lanier, entre muchos otros. A ese movimiento de creciente desilusión frente al Internet real se han sumado recientemente unos pocos autores españoles. La inmensa mayoría de ellos, con artículos en revistas y diarios. Dos de ellos, aventurándose hasta el ensayo. Son Juan Soto Ivars, con el afilado Arden las redes, La poscensura y el nuevo mundo virtual, y Enric Puig Punyet, por partida doble, con La gran adicción. Cómo sobrevivir sin internet y no aislarse del mundo y este El Dorado. Una historia crítica de internet.

Enric Puig es doctor en Filosofía y escritor. También es profesor en la Universidad Abierta de Cataluña y director de La Escocesa, un conocido centro cultural barcelonés. Puig no tiene Twitter, ni Facebook, ni Instagram, ni nada que se le parezca, y esa excentricidad (según los parámetros contemporáneos) define a la perfección su postura frente al actual tsunami digital. Para Puig, la tecnología ha adoptado un papel protagonista que no debería habérsele permitido interpretar jamás. Los damnificados han sido los humanos, desplazados de esa posición central que habían previsto para él los primeros teóricos de Internet. La tecnología, según Puig, ha acabado alimentándose de sí y a sí misma, generando un monstruo caótico, amorfo e ingobernable.

El Dorado. Una historia crítica de internet es una breve, nada complaciente y muy detallada historia de Internet que se aleja del resto de ensayos al uso en un punto clave: Puig no habla de lo que debería haber sido Internet, engañándose a sí mismo como otros muchos panegiristas de lo digital, sino de lo que es Internet en realidad. Para ello, el autor adopta el papel de guía para el lector y recorre el árbol evolutivo de Internet, evitando fechas y datos farragosos, y deteniéndose en las ramas clave: el proyecto Xanadu de Ted Nelson en 1967, el algoritmo de Google, PageRank, AdWords y el nacimiento de las redes sociales y la web 2.0. 

Una y otra vez, de las bifurcaciones de ese árbol nacen dos ramas. La que los desarrolladores de Internet deberían haber seguido si hubieran sido fieles a su plan original, y la que les alejaba del tronco central y que, indefectiblemente, resultó ser la rama escogida. Una de esas primeras bifurcaciones resultó ser la de Télétel, un terminal fabricado por la administración de correo, telégrafo y teléfono francesa que llegó a ofrecer más de veinte mil servicios (venta de billetes de tren, horarios de transportes, servicios de noticias) a sus seis millones de usuarios. Télétel colapsó en 1985 por una sobrecarga del sistema provocada por la masiva afluencia de usuarios. No es que media Francia hubiera decidido comprar billetes de avión a la misma hora: es que la privacidad que ofrecía el servicio había derivado en la creación de salas de conversación privadas de contenido sexual. «Algunas de las grandes fortunas francesas de hoy, como la de Louis Roncin, proceden de la mensajería rosa en tiempos de Télétel», revela Puig.

Télétel es, quizás, el primer ejemplo de cómo una red diseñada para la comunicación abierta y la prestación de servicios puede contener incentivos perversos (el anonimato) que los usuarios aprovecharán con un objetivo no previsto por sus creadores. O dicho de otra manera: las utopías tecnológicas son ineficaces contra esa vieja naturaleza humana que utilizará cualquier herramienta a su alcance para lograr satisfacer sus necesidades más primarias y menos sofisticadas por el camino más corto posible. Si un terminal digital permite «conectar» con el mundo sin tener que mostrarte físicamente en él y, por tanto, sin temor alguno al fracaso, ¿para qué hacer un esfuerzo extra?

La conclusión de Puig es inevitable: el debate sobre la naturaleza de Internet reproduce «la vieja pugna entre Thomas Hobbes y Jean-Jacques Rousseau. Así como Hobbes insistía en la sujeción al sistema porque creía que el hombre natural, al convertirse en social, requiere un control constante, Rousseau insistía en la libertad porque confiaba en la esencia comunicativa del hombre natural». En consecuencia, Puig divide a los usuarios de Internet en cuatro grupos.

El primero sería el de aquellos “que siguen creyendo en Xanadu». Son los hackers y los programadores que siguen apostando por el Internet original, ahora pervertido por grandes multinacionales digitales, y que pretenden revivirlo apostando por una red pública y no controlada por las corporaciones. El segundo grupo es el de «los ingenuos». Son quienes siguen creyendo en la naturaleza colaborativa y participativa de Internet propia de los inicios de la web 2.0. Son esos blogueros, desarrolladores de aplicaciones gratuitas y articulistas de Wikipedia que contribuyen gratuitamente a Internet con su trabajo y sin esperar ninguna recompensa (financiera) a cambio. El tercer grupo es el de «los mercenarios». Son aquellos profesionales de lo digital que, de cara a la galería, dicen apostar por «la horizontalización y la pérdida de estructuras de poder», pero que, en la práctica, buscan aprovecharse de los cambios en los usos de la web 2.0 y enriquecerse con ellos. Son los buscadores de clics. Entre ellos, las grandes multinacionales digitales (Facebook, Google, Instagram) y la aristocracia de los contenidos digitales: youtubers e influencers de éxito a la cabeza. 

El cuarto y último grupo es el de los contrarrevolucionarios que Puig llama «exconectados» y entre los cuales él se incluye. Son aquellos usuarios que han utilizado Internet con asiduidad en el pasado, pero que han caído en el escepticismo y el desencantamiento por el incumplimiento de las promesas originales. Según el autor, la de los exconectados no es una contrarrevolución conservadora, porque Internet ha seguido la dirección contraria a la del progreso social. Tampoco son unos luditas ni unos fanáticos: reconocen que Internet ha llegado para quedarse y que ha cambiado nuestra forma de relacionarnos «para bien y para mal», pero han decidido evitar sus consecuencias más dañinas y actuar como un Pepito Grillo de lo digital.

Puig no niega las nuevas tecnologías digitales. Puig niega el ritmo inhumano al que evolucionan estas. Y la palabra «inhumano» es aquí clave. El autor, en una de las propuestas más inteligentes del libro, propone la escala humana como «límite ético» de Internet. ¿De qué nos sirve tener acceso a billones de bytes de información si apenas somos capaces de procesar unos pocos cientos en un día cualquiera? ¿Cuántas redes sociales somos capaces de gestionar simultáneamente? ¿A partir de qué nivel de aislamiento el adjetivo «social» de esas redes empieza a resultar irónico? Los daños colaterales de ese ritmo frenético de innovaciones y exigencias es una constante insatisfacción. Internet y las redes sociales sólo muestran nuestra faceta sonriente e ingeniosa. La ansiedad, el estrés y la sensación de inadaptación tecnológica fluyen bajo la superficie, silenciosos. «Por mucho que corramos, nunca lograremos alcanzar a la máquina», dice Puig. Es difícil no estar de acuerdo con él.

Cristian Campos es periodista y editor. Escribe en El Español, The Objective y Muy Interesante.

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