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Piketty: la amenaza del capital

Le capital au XXIe siècle

Thomas Piketty

París, Seuil, 2013

976 pp.

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La crisis ha convertido la distribución de la renta en un tema que ha saltado del análisis económico y estadístico al debate político. Hay indicios claros de que la distribución de la renta es más desigual hoy de lo que era hace algunos años. Y, aunque esto no sea un efecto de la última crisis, no cabe duda de que el deterioro de la situación económica de mucha gente en muy diversos países ha hecho que la cuestión cobre mayor relevancia. La situación actual recibe todo tipo de críticas. Pero, ¿existe un nivel óptimo de desigualdad? La idea más generalmente aceptada es que, en cualquier sociedad, la igualdad absoluta en la renta o en la riqueza es, a la vez, imposible e indeseable, dados los costes en términos de eficiencia y productividad que implicaría. Pero la mayoría de la gente piensa también que la desigualdad que existe hoy en la mayor parte de los países es excesiva e indeseable. Encontrar un punto de equilibrio entre estos dos planteamiento no resulta fácil.

Es importante señalar que una mayor desigualdad en la distribución de la renta no implica necesariamente una situación peor para las personas de ingresos más bajos; y una disminución de la desigualdad puede ir acompañada de una reducción del nivel de vida de estas mismas personas. Imaginemos una sociedad formada por dos grupos de personas: los A –los pobres– disponen de una renta per cápita de 100 unidades monetarias; y los B –los ricos– de 1.000 unidades. Si la desigualdad aumenta y los A pasan a disponer de 80 y los B de 1.100, es evidente que los primeros quedan en peor situación que antes y tratarán de impedir que tal cambio se produzca. Pero supongamos que la economía crece y los A consiguen una renta per cápita de 110 y los B –los grandes beneficiados por la expansión– pasan a recibir 1.800 unidades. Resulta claro que la desigualdad ha crecido en mayor proporción que en el caso anterior. Pero los A han visto crecer sus ingresos en un 10%. ¿Tiene sentido que estén en contra de la nueva situación? O, en términos aún más claros: ¿se sentiría cualquiera de los lectores peor si su renta aumentara el año próximo un 5% y la de Amancio Ortega lo hiciera en un 20%? De nuevo la respuesta es muy compleja. Los economistas dirían que, en este segundo caso, la nueva distribución supone una mejora en el sentido de Vilfredo Pareto con respecto a la anterior, porque todos resultan beneficiados por el cambio. Pero, en la realidad, puede ocurrir que a los miembros del grupo A les moleste la nueva distribución, porque la diferencia con los ricos ha aumentado. Buena parte de los debates actuales sobre la distribución de la renta tienen su fundamento en situaciones de esta naturaleza. Y el reciente libro de Thomas Piketty se ha convertido, en muy poco tiempo, en instrumento y bandera de quienes piden al Estado que tome medidas enérgicas para reducir el nivel de desigualdad que existe actualmente en nuestro mundo.

Según Piketty, cuando la tasa de rendimiento del capital es más alta que la del crecimiento de la economía, el capitalismo genera desigualdades insostenibles

No parece exagerado afirmar que la gran mayoría de los economistas nos hemos vistos sorprendidos por el extraordinario éxito obtenido por este libro. Y son diversas las razones para ello. En primer lugar, su autor, aunque estudió en Estados Unidos, es profesor en París; y está, por tanto, fuera del circuito de los grandes centros de pensamiento económico del mundo. Por otra parte, el libro se publicó inicialmente en francés, un idioma que cada vez lee menos la gente en nuestra profesión. Es cierto que la obra se tradujo pronto al inglés, pero su difusión en la prensa y otros medios de comunicación ingleses y norteamericanos fue incluso anterior a dicha traducción, que se vio precedida de una propaganda como nunca he visto en mis más de cuarenta años de economista. Resulta, además, que es un libro muy extenso: en la versión original francesa, supera las novecientas setenta páginas Y, por fin, porque en el mundo de la ciencia económica actual, en el que, a menudo, hay un exceso de planteamientos teóricos muy formalizados, el libro de Piketty sorprende por su escaso bagaje analítico, que se limita a unos planteamientos muy simples, acompañados, eso sí, de un estudio empírico importante que constituye, sin duda, la aportación más valiosa de la obra.

La tesis principal del libro es la siguiente: si la tasa de rendimiento del capital es superior, a lo largo de un período extenso de tiempo, a la tasa de crecimiento de la economía, el capitalismo produce «de forma mecánica» desigualdades insostenibles y arbitrarias que ponen en cuestión los valores meritocráticos en que se fundamentan nuestras sociedades democráticas. Pero el autor va mucho más allá de la denuncia de una determinada situación y plantea propuestas dirigidas a permitir que la «democracia» y el «interés general» recuperen el control del capitalismo y de los intereses privados. Esta frase se encuentra en la página 16 de la obra; y el lector no puede, por tanto, llamarse a engaño de lo que va a encontrar en las novecientas cincuenta restantes.

El libro está bien escrito y estructurado. La edición original francesa está impresa en letra clara que se lee con facilidad. Sólo cabe lamentar, en el aspecto formal, que en Francia –como en España– los editores sigan siendo tan reticentes a incluir índices de autores y materias que, en obras tan extensas como ésta, ayudan mucho al lector cuando quiere analizar una cuestión concreta. El trabajo se estructura en cuatro partes. La primera presenta algunos conceptos económicos bastantes simples, sin mayor interés para un economista, pero que ayudan a seguir la argumentación a quienes no posean unos conocimientos básicos sobre el tema. La segunda se dedica al estudio de las relaciones entre el capital y la renta, y es aquí donde el autor realiza su principal aportación empírica. La tercera parte se centra en el análisis de la desigualdad, que se realiza con una perspectiva histórica. Y la cuarta, por fin, plantea posibles reformas fiscales para controlar el capital y reducir la desigualdad hoy existente.

Pero vamos a las cifras. Un instrumento clave en el análisis de Piketty es la evolución, en el largo plazo, de la ratio volumen de capital nacional/cuantía de la renta nacional. De acuerdo con sus datos, en el largo período que transcurrió entre 1700 y 1910, dicha ratio mantuvo en Francia e Inglaterra un valor bastante estable en torno a siete. Es decir, por fijar un año arbitrario, el valor de todos los bienes de capital de Francia en 1850 era, aproximadamente, siete veces el valor de la renta nacional de ese país. Tal ratio se habría reducido, sin embargo, de forma sustancial en el período transcurrido entre las dos guerras mundiales; y en los años cincuenta, había alcanzado valores mucho más bajos: de dos y medio en Gran Bretaña y de tres en Francia, aproximadamente. Pero, en la segunda mitad del siglo XX, tal ratio habría vuelto a crecer, hasta alcanzar, en 2010, valores de algo más de cinco en Gran Bretaña y de algo menos de seis en Francia. Las cifras serían algo diferentes en Estados Unidos, pero la tendencia habría sido similar. Y, a partir de estos datos, Piketty da un salto en el vacío y prevé que la tasa seguirá aumentando a lo largo del siglo XXI si no se toman las medidas necesarias para impedirlo. Dado que se muestra claramente a favor de medidas dirigidas a la reducción de estas ratios, debería reflexionar sobre estos datos y, especialmente, sobre el hecho de que fueron las dos mayores desgracias que ha experimentado Europa en muchos siglos las que lograron reducir el peso relativo del capital en la economía.

Un punto al que se ha prestado menor atención en los numerosos comentarios que ha recibido el libro es la desagregación de las series de stock de capital en función de que los bienes de capital estén en manos del sector público o del sector privado. No cabe duda de que, en términos netos (activos menos pasivos), el valor del capital controlado por el sector público es muy reducido, si no es nulo. Los cálculos presentados en este estudio indican que, en el año 2012, el 95% de los activos netos eran propiedad en Francia del sector privado y sólo el 5%, propiedad del sector público. Y esto es muy negativo también para Piketty, quien critica en su libro claramente las privatizaciones realizadas en las décadas de 1980 y 1990. En su opinión, el país habría perdido con ellas «sin haber entendido realmente por qué» –son sus propias palabras– buena parte de su patrimonio.

Warren Buffett

El análisis del papel del sector público en la acumulación de bienes de capital y en su gasto en consumo y transferencias es interesante, no sólo desde el punto de vista histórico, sino también –y sobre todo– ante los problemas de endeudamiento que experimenta el sector público en muchos países en la actualidad. Pienso que Piketty tiene razón al insistir en el bajísimo valor neto del capital público en nuestros días, e incluso creo que se queda corto en sus estimaciones, pero me temo que no es capaz de ofrecer una explicación coherente de estos hechos. El cálculo de Piketty es inadecuado por la misma razón que lo son la mayoría de las estimaciones sobre la cuantía de la deuda pública. En ellas no se toman en consideración las obligaciones de pagos de pensiones que han asumido casi todos los países occidentales.

Técnicamente, la cuestión es determinar el valor actual del flujo de ingresos que, en el futuro, recibirán –en forma de pensiones– todos los trabajadores que han cotizado a la Seguridad Social a lo largo de su vida laboral. Esto supone, por una parte, que los Estados contemporáneos tienen unos pasivos muy superiores a los que reflejan las estadísticas oficiales. Es decir, el valor neto de los activos del sector público es inferior incluso al que presenta Piketty. Y, por otra, muestra que hay mucha más gente que realmente tiene activos financieros que lo que indican las estadísticas; y que la distribución del capital, aun siendo poco igualitaria, no es tan desigual como muestran los datos.

Las cifras son bastante claras, pero de ellas es posible obtener conclusiones muy diversas. Una, la que le gustaría seguramente a Piketty, es que el Estado debería incrementar el volumen del capital público y que la forma de hacerlo sería elevar la presión fiscal, en especial la que soportan los patrimonios particulares. Pero hay otra conclusión posible, y es que el Estado tiene una clara inclinación por gastar en consumo cuantos fondos recibe y a endeudarse para mantener elevado su nivel de gasto. Son bien conocidos los resultados de la teoría de la elección pública, de acuerdo con los cuales el gasto da votos al político en el poder, mientras que los impuestos, en cambio, se los quitan; y, en consecuencia, los gobiernos necesitan gastar –no acumular capital– para obtener el favor de sus votantes. Pero, sorprendentemente, la teoría de la elección pública simplemente no existe para Piketty. Y, en su modelo, los políticos siguen apareciendo como personas que, si consiguen los medios necesarios, los utilizan siempre para elevar el nivel de bienestar de sus ciudadanos.

La política es, sin duda, importante para la economía. Pero es evidente también que el progreso económico y su distribución entre grupos sociales va mucho más allá de las estrategias de los políticos. Nunca ha tenido sentido –y mucho menos lo tiene hoy– hablar de crecimiento económico sin prestar especial atención al progreso técnico y a la educación o, en lenguaje más preciso, a la formación de capital humano. En teoría económica se considera que ambos factores son fundamentales tanto para el crecimiento económico como para elevar el nivel de vida de los trabajadores. Mejor técnica y más formación significan mayor productividad y, en consecuencia, salarios más elevados. Y Piketty no lo niega. Pero se muestra escéptico con respeto a los efectos de estas variables en el largo plazo. Por ello, en las páginas finales de la segunda parte del libro, desconfía de las consecuencias de aplicar nuevas tecnologías que, con sus propias palabras «no conocen, como el mercado, límites ni moral». Y concluye con una frase que abre el camino a las partes tercera y cuarta de la obra: «Si se desea realmente crear un orden social más justo y racional, fundado sobre la utilidad común, no se puede quedar al albur de los caprichos de la tecnología». Hasta aquí la narración se había presentado como una búsqueda de datos objetivos. A partir de este momento, se entra a fondo en el estudio de posibles estrategias para reducir la desigualdad y controlar el capital.

Los economistas siempre nos hemos sentido bastante incómodos cuando hablamos sobre desigualdad. El tema es muy interesante, pero todo economista que aborda este problema debe ser consciente de que el debate siempre va más allá del estricto análisis económico. Plantear políticas en relación con la desigualdad implica realizar juicios de valor y asumir algún criterio concreto de justicia distributiva. Piketty tiene el suyo. Pero no debería pretender que los demás lo acepten como indiscutible. De hecho, para muchos economistas, el concepto mismo de «justicia distributiva» es un concepto vacío, sobre el que caben todo tipo de opiniones perfectamente defendibles: desde la aceptación plena de las desigualdades nacidas de las transacciones que se realizan en el mercado –por ser éste el mecanismo más eficiente de asignación de recursos, que favorece como ningún otro sistema el crecimiento económico y el aumento del nivel de vida– hasta la exigencia de una igualdad casi total en la distribución de la renta como un valor ético irrenunciable.

Para muchos economistas, el concepto de «justicia distributiva» es un concepto vacío, sobre el que caben todo tipo de opiniones defendibles

Resulta, además, que la distribución de la renta significa cosas diversas en economía y hay que tener cuidado en el uso de los términos. El significado más habitual del término «distribución» es el que se refiere al porcentaje de renta –o de riqueza– en manos de los diversos grupos sociales, clasificados en función de la posición que ocupan en la escala social (el 1% o el 10% de los más ricos, etc.). Y es esta desigualdad la que más preocupa a Piketty y a otros muchos científicos sociales. Pero no era a esta distribución a la que se refería David Ricardo cuando afirmaba que éste es el problema principal de la economía política. El economista inglés estaba pensando, en cambio, en la distribución de la renta entre salarios, beneficios y rentas de la tierra. Es cierto que ambos conceptos están relacionados entre sí. Tradicionalmente, quienes disponían de bienes de capital tenían ingresos significativamente más altos que quienes vivían de su trabajo. Por tanto, hay que esperar que un aumento de la participación de los beneficios en la renta nacional genere mayor desigualdad en la distribución de la renta. Pero, con el paso del tiempo, las cosas han ido cambiando. Y hoy nadie duda de que una de las causas principales del aumento de la desigualdad en muchos países –especialmente en Estados Unidos– es el crecimiento, no de la remuneración del capital, sino de las rentas salariales de la elite del mundo empresarial. Este hecho supone un problema para el modelo de Piketty, que se centra en la acumulación de capital en manos privadas como principal fuente de la desigualdad. Pero el hecho es claro y el autor dedica al tema un capítulo completo en el que no logra presentar una explicación convincente de lo que está sucediendo. Se centra en uno de los aspectos del problema –el crecimiento desmesurado experimentado por los salarios de los ejecutivos de las grandes empresas– y tiene razón cuando afirma que la teoría de la productividad marginal –la herramienta básica de la teoría económica para explicar diferenciales salariales– resulta insuficiente en este caso. Se inclina, entonces, por un modelo de búsqueda de intereses de grupo en el marco de un modelo de gobierno corporativo defectuoso, que permite diseñar estrategias de salarios muy elevados para quienes controlan la toma de decisiones, unas estrategias que se verían incentivadas por la reducción de los tipos marginales más altos en el impuesto sobre la renta, que se produjo a partir de los años ochenta. Lo que no logra explicar, sin embargo, es por qué en unos mercados muy competitivos –al menos, aparentemente– sucede esto.

El fenómeno tiene, sin embargo, otra cara más preocupante. No se trata sólo de que los altos ejecutivos ganen mucho dinero: resulta más interesante saber por qué las rentas más bajas se han estancado en los países avanzados. Es un tema sobre el que ha debatido mucho en los últimos años y para el que no existe tampoco una explicación sencilla. Pero pienso que es imposible entender el fenómeno sin prestar atención a la apertura de la economía que han llevado a cabo la mayor parte de los países del mundo y a la nueva división internacional del trabajo. Hay un resultado bien conocido en teoría económica que establece que, cuando se produce la apertura al comercio internacional entre dos países –llamémoslos A y B–, la remuneración de los factores de producción tiende a igualarse en ambos. Por ejemplo, si el país A tiene una ventaja comparativa en la producción de confección textil –que es un bien relativamente intensivo en mano de obra poco cualificada–, la apertura al comercio lo llevaría a especializarse en dicho producto. Aumentaría, entonces, la demanda de mano de obra poco cualificada y subirían los salarios. Pero, ¿qué ocurre con los trabajadores poco cualificados que se dedicaban a la confección textil en el país B? Justamente lo contrario. Al reducirse la demanda de sus servicios, sus salarios tenderán a caer. A podría ser China y B, cualquier país occidental. El comercio internacional eleva los salarios de los empleados de baja cualificación profesional en China, y los reduce en Occidente. Y nótese que para ello no es preciso que los trabajadores chinos se desplacen a Europa o a Estados Unidos. Basta con que la industria se localice allí donde pueda operar con menores costes. Como nunca se cumplen plenamente las condiciones del modelo (comercio perfectamente libre e idéntica tecnología con coeficientes input-output fijos), la igualación de las remuneraciones no será total. Pero es indudable que se producirá una aproximación entre ellas.

Este hecho pone de manifiesto que aquellos años dorados de la economía europea, con tasas elevadas de crecimiento y casi pleno empleo, que tanto echa de menos Piketty, fueron posibles en un marco institucional diferente, con una concreta estructura de división internacional del trabajo. Cuando ésta cambia, el modelo deja de funcionar. En otras palabras, el viejo Estado del bienestar europeo creado tras la Segunda Guerra Mundial no es sostenible en los términos en que en su día fue concebido. Y la causa no se encuentra en una pérdida voluntaria de poder por parte de los Estados europeos, sino en el marco internacional en que se desenvuelven. No es sorprendente, por tanto, que, en Europa, buena parte de la extrema izquierda y de la extrema derecha defiendan soluciones que pasan por frenar la internacionalización de la economía y la vuelta a sistemas mucho más cerrados con un mayor control del sector privado por parte del Estado.

No es éste, ciertamente, el planteamiento de Piketty. Lo que él busca es diseñar un Estado social para el siglo XXI. Y donde encuentra los mayores problemas no es en la apertura de las economías modernas –idea que representa un papel modesto en su modelo–, sino en la regulación del capital: y éste es precisamente el título de la cuarta parte de su libro. Aunque acepte que la desigualdad que existe entre los diversos grupos que forman nuestras sociedades contemporáneas no se debe sólo a la acumulación de capital, éste es el tema que realmente le preocupa y constituye el núcleo de su estudio. Por utilizar sus propios términos, si no se toman medidas para evitarlo, podríamos estar volviendo a la estructura social que existía en los años de la belle époque, en los que una pequeña elite vivía muy bien entre una gran masa de personas con escasos medios económicos. Y Piketty plantea para ello su propuesta de introducir un impuesto anual progresivo sobre el patrimonio, cuyo objetivo no sería tanto la financiación del Estado como la reducción de la desigualdad en la distribución de la riqueza. En su opinión, si la gran aportación del siglo XX a la Hacienda pública fue el impuesto progresivo sobre la renta, lo que el siglo XXI va a necesitar es un impuesto progresivo sobre el patrimonio. No se trata de que el primero de los tributos no sea necesario. De hecho, Piketty propone hacer retroceder varias décadas a los impuestos sobre la renta y volver a los tipos cuasiconfiscatorios que existieron hasta la década de los ochenta. Y propone, en concreto, tipos máximos de gravamen en el impuesto sobre la renta en los países desarrollados superiores al 80%. Pero esta tributación, en su opinión, no sería suficiente para combatir la desigualdad y debería reforzarse con elevados impuestos sobre la riqueza.

En este punto, Piketty ha dado ya el salto al Estado Robin Hood, cuya defensa constituye el auténtico objetivo del libro. Para él, además de reducir la desigualdad y controlar a los capitalistas, el impuesto sobre el patrimonio permitiría la solución de uno de los grandes problemas de nuestros días: el fortísimo crecimiento de la deuda pública de la mayoría de los países occidentales. Señala Piketty, acertadamente, que una de las formas más sencillas y eficaces de reducir la deuda pública es la inflación, que ha permitido aligerar sustancialmente la carga de la deuda en muchas ocasiones a lo largo de la historia. Y él no rechaza esta solución, pero considera preferible que la deuda se pague con un impuesto extraordinario sobre el patrimonio, que sería más «justo y eficaz». No queda claro al lector de dónde sale esta justicia y eficacia. Pero lo que no plantea duda alguna es la oposición de Piketty a la única forma decente de pagar la deuda: generando un excedente fiscal en el que los superávits compensen los déficits acumulados en años anteriores. Esta es, en su opinión, la peor de las soluciones posibles, lo que indica, entre otras cosas, la poca fe que tiene nuestro economista en el cumplimiento de las obligaciones contractuales por parte de los Estados y en el principio de que, a quienes en su día compraron títulos de deuda, debería reembolsárseles lo que pagaron y no una cantidad menor como consecuencia de la inflación o de tributos extraordinarios.

Pero nuestro autor es muy consciente de que va a encontrar resistencia para conseguir sus objetivos. A nadie le gusta que le quiten lo que es suyo, por muy bellas que sean las palabras con que se escriban los decretos de confiscación. Se atribuye a Jean-Baptiste Colbert, aquel ministro de Luis XIV que tanto daño hizo a los principios de la libertad económica, la idea de que lo que debe hacer un ministro de Hacienda es arrancar al ganso el mayor número posible de plumas sin que éste arme demasiado ruido. Pero los gansos a veces chillamos y, si podemos, salimos corriendo cuando llega el ministro de Hacienda. Y éste es, precisamente, el problema al que se enfrenta Piketty a la hora de llevar a la práctica sus drásticas propuestas fiscales. Porque, naturalmente, sabe que su estrategia, si se aplicara en un solo país, generaría una huida de personas, capitales y empresas que buscarían ambientes fiscales menos agresivos. Con la circunstancia, además, de que propone gravar especialmente el capital y éste –como sabe cualquier economista– es el factor que tiene mayor movilidad y el que antes trataría de escapar de «una inquisición vejatoria diseñada para gravarlo con un pesado impuesto» (son palabras escritas por Adam Smith doscientos cuarenta años antes de la publicación de este libro).

El Barón de Rothschild (1914)

Para impedir que los contribuyentes escapen, la solución más efectiva –no cabe duda– sería un impuesto mundial sobre el capital. Pero parece bastante claro que no todos los gobiernos estarían de acuerdo y muchos se opondrían abiertamente. Por ello, Piketty plantea la posibilidad de un impuesto europeo sobre el patrimonio, cuyo tipo podría alcanzar hasta el 5% anual para los patrimonios más elevados. En otras palabras, en sólo diez años el Estado habría expropiado aproximadamente el 40% de dicho patrimonio. Contraargumenta Piketty a esta crítica y señala que, en realidad, estos patrimonios podrían generar rendimientos anuales entre el 6% y el 7%, por lo que, al final, los patrimonios podrían permanecer más o menos iguales. Pobre consuelo, ciertamente; y difícil de creer, además, si el tipo marginal del impuesto sobre la renta que se aplica a dichos rendimientos es superior al 80%. No es difícil ver que el resultado de tal impuesto sería que los capitales saldrían no de un país europeo en concreto, sino del continente. Las críticas del autor hacia la competencia fiscal entre los Estados constituyen un buen ejemplo de esa actitud consistente en deplorar que alguien trate de escapar de la ferocidad del fisco. Se lamenta Piketty de que la competencia fiscal reduce la recaudación por impuestos, pero en ningún momento se plantea si el auténtico problema es que esos impuestos han superado ya, en muchos casos, los límites tolerables. Cabría argumentar, por ejemplo, que, en un mundo en el que el Estado se apropia, de una u otra forma, de más del 50% de lo que gana un contribuyente medio, el derecho a «votar con los pies», es decir, a marcharse a otra parte, podría ser la última defensa frente al Estado.

En mi opinión, la cuestión más interesante que plantea este libro no es su contenido, sino su éxito. El tema principal de la obra –los problemas que la desigualdad en la distribución de la renta y de la riqueza presentan a nuestras sociedades– es, ciertamente, relevante, pero tiene poco de original. A mediados del siglo XIX, Alexis de Tocqueville analizó –y con bastante más agudeza que Piketty, por cierto– los desajustes que surgen cuando se intenta mantener una economía libre y con desigualdades, por una parte, y un sistema democrático, por otra. Piketty cita a Tocqueville, pero sólo para presentar un comentario suyo sobre las grandes fortunas en la Norteamérica de mediados del siglo XIX. No entra, sin embargo, en el tema de fondo, a pesar de la relevancia de éste para su tesis y sus recomendaciones de política fiscal.

Desde el punto de vista de un economista, el principal defecto del libro es que su autor no es capaz de explicar adecuadamente los hechos que lamenta, o lo hace de una forma muy imperfecta. Por una parte, su fe en la capacidad del sector público para solucionar los problemas de nuestras economías es, ciertamente, digna de mejor causa. La teoría de la elección pública y la economía institucional nos ofrecen explicaciones bastante sólidas de muchos de los problemas que plantea Piketty. Pero él ignora estas aportaciones al análisis económico. Por otra, como ya se ha comentado, no es capaz de valorar lo que ha supuesto la globalización de la economía y de reconocer que tales cambios hacen que buena parte de sus recomendaciones resulten de imposible aplicación. Por fin, ofrece una visión muy mecanicista de la economía y no presta la atención adecuada a cuestiones como los incentivos a trabajar o al papel que la búsqueda del propio interés ha desempeñado –y desempeña– en el progreso de todas las economías de mercado. El libro tiene, por tanto, poco de obra maestra. Pero mucha gente lo ha recibido como si realmente lo fuera. Martin Wolf, sin duda uno de los analistas más influyentes de la prensa económica de todo el mundo, lo ha colmado de elogios en las páginas del prestigioso Financial Times. Y dos economistas ganadores del premio Nobel y figuras de los medios de comunicación de izquierdas en todo el mundo –Joseph Stiglitz y Paul Krugman– lo han prohijado.

Pensaba George Stigler que los economistas somos, en el fondo, predicadores, que tratamos de mostrar a la gente sus errores y les marcamos el camino hacia la salvación. Pero –añadía– debemos ser conscientes de que, al margen de la mayor o menor calidad de nuestros razonamientos, nuestra audiencia sólo nos hará caso cuando esté predispuesta a escuchar lo que le decimos. Por eso, para el éxito –o el fracaso– de un libro de economía es tan importante el momento en el que sale de la imprenta. Thomas Piketty ha sabido encontrar la ocasión adecuada y una parroquia dispuesta a escucharlo y a seguirlo. Es posible que no crea mucho en el mercado, pero ha acertado en el lanzamiento de su producto. Nos guste o no la obra, hay que darle la enhorabuena por ello.

Francisco Cabrillo es catedrático de Economía en la Universidad Complutense y director del Colegio Universitario Cardenal Cisneros. Sus últimos libros son Economistas extravagantes, Retratos al aguafuerte (Madrid, Hoja perenne, 2006), Libertad económica en las comunidades autónomas (Madrid, Marcial Pons, 2008), Libertad económica en España 2011 (Madrid, Civitas, 2011), Principios de economía y hacienda (Madrid, Civitas, 2011), Libertad económica en España 2013 (Madrid, Civismo, 2013). Es el editor del volumen La economía de la administración de justicia (Madrid, Civitas, 2011).

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