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Sobre la meditación y el mindfulness

Zen. Una manera de vivir

Berta Meneses

Barcelona, Dana Paramita, 2018

334 pp.

Meditar 3 minutos

Christophe André

Barcelona, Kairós, 2018

Trad. de Miguel Portillo

232 pp. 18 €

Los beneficios de la meditación. La ciencia demuestra como la meditación cambia la mente, el cerebro y el cuerpo

Daniel Goleman, Richard Davidson

Barcelona, Kairós, 2017

Trad. de David González Raga

368 pp. 18 €

La ciencia de la meditación. De la mente a los genes

Perla Kaliman

Barcelona, Kairós, 2017

144 pp. 14 €

Comprender nuestra mente

Thích Nh?t H?nh

Barcelona, Kairós, 2017

Trad. de Begoña Laka

384 pp. 18 €

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El término mindfulness se ha infiltrado desde hace algunos años en nuestras vidas como un reclamo de cambio e incluso un camino de perfección. Su significado en español sería «atención plena» o «atención consciente»Si bien “mind” también significa «cuidado» –como en «mind the gap» o «mind your head»–, no sólo «mente», y se dirige a la atención hacia uno mismo, opuesta al descuido. y alude a la facultad de dirigir la mente a un foco concreto, actual, y estabilizarlo allí. Facultad bastante corriente en los animales vertebrados y que, paradójicamente, en nosotros los humanos ha ido debilitándose más y más durante los últimos dos siglos, puede que gracias al auge imparable del racionalismo. «La atención –escribió Simone Weil– es la forma más rara y pura de generosidad». ¿Por qué es tan rara, dispersa e infiel la atención y qué consecuencias acarrea esto para la estabilidad mental de las personas? ¿No es extraño que la psicología y, en general, la ciencia haya tardado tanto tiempo en comprender la importancia de esta habilidad perdida en la senda de la evolución?

William James fue el primer psicólogo moderno que llamó la atención sobre la importancia de la atención, a la que consideraba el reto «par excellence» del estudio de la mente. Creía que su fomento era difícil, pero no imposible. Ya intuía la relación entre generosidad y su contrario, que se manifestaba en la distracción, en ser descuidado. «Mi experiencia es aquello a lo que decido atender», escribió en 1890 James, hermano mayor del novelista Henry James. Muchos años después, allí mismo donde vivía William en Cambridge (Massachusetts), en el meollo del poder investigador de Harvard, tres jóvenes emprendían en solitario el entonces arriesgado estudio científico de los efectos de la meditación en la mente: Jon Kabat-Zinn, Daniel Goleman y Richard Davidson. Todos ellos habían pasado por experiencias meditativas en la India en los años sesenta. La idea que los dos últimos empezaron a desarrollar por separado dos décadas más tarde era hasta qué punto la repetición intensiva de actividades que intervienen en la meditación en sus muchas formas (la quietud, el silencio y la atención) puede crear efectos duraderos en el sistema neuronal, los llamados «altered traits». Al contrario que las drogas tan en boga en la cultura beatnik, cuyos éxtasis e iluminaciones eran estrellas fugaces, ellos intuían que a lo largo de los años los meditadores avanzados alteraban ciertos rasgos cerebrales que la ciencia consideraba inmutables. Entre ellos, la resistencia al dolor, la facultad de la empatía, la calma mental y la atención plena. En el fondo, se trataba de probar en el sofisticado laboratorio de la ciencia occidental lo que los budistas sabían ya en Oriente desde hacía milenios. Descubrir la sopa de ajo, como si dijéramos. Sopa bien conocida en la tradición judeocristiana si consideramos la poesía de Juan de la Cruz y, en un salto de siglos, la del mismo T. S. Eliot. Este último puso versos a la pulsión autoindagatoria secular que va desde los eremitas cristianos a los maestros japoneses del zen, pasando por los chamanes andinos, los lamas tibetanos y el santo tamil Ramana Maharshi: «Debes ir por el camino de la desposesión / para llegar a lo que no eres», una respuesta a los versos del Monte Carmelo: «En esta desnudez / halla el espíritu su descanso».

El camino amplio     

William James

Lo que William James intuía a finales del siglo XIX necesitó más de seis décadas para ser tenido en cuenta por la Psicología y aún un par de décadas más por la Medicina y la Biología. Quizá la fortuna del psicoanálisis y luego del conductismo coadyuvaron a ello. Y no fue hasta los años noventa cuando un biólogo molecular, Jon Kabat-Zinn, empezó a aplicar a sus pacientes un programa de reducción de estrés (MBSR) basado en prácticas meditativas ancestrales, a las que siempre la ciencia había dado la espalda. El experimento, que acabaría llamándose «Mindfulness», supuso un vuelco revolucionario en el estudio de las capacidades de regeneración de la mente. Hoy, mindfulness es la marca de una miríada de prácticas y programas al alcance de todos en cualquier parte del planeta que ha generado una cascada de bibliografía científica y divulgativa. La intención de este texto es comentar y valorar lo publicado en los últimos años, en particular lo más reciente, así como encuadrarlo en la tradición meditativa oriental que se practica hoy en Occidente. Empecemos por uno de los últimos libros, Qué sabemos del mindfulness, de Javier García Campayo y Marcelo Demarzo, un exhaustivo y esclarecedor tratado, quizás un tanto académico para el lector de a pie, que analiza las raíces, el método básico y sus variaciones y el elenco de validaciones y estudios que se han realizado sobre los diversos programas. En realidad, ya sabemos mucho sobre el mindfulness, y no es oro todo lo que reluce. Sabemos que el entrenamiento de la atención, combinado con el silencio, una determinada quietud y la apertura hacia el cuerpo y el entorno mientras se observa la procesión de pensamientos con desapego, desarrollan en el practicante una mayor percepción, tranquilidad, presencia y bienestar. Campayo y Demarzo, buenos conocedores de las prácticas meditativas modernas, enfatizan los logros de la atención consciente y quizá dedican poco espacio a sus limitaciones y carencias, que las tiene, y al peligro de convertirse en la panacea que cura los males de nuestro tiempo. En su ambición enciclopédica, se remiten con frecuencia, a la hora de fijar definiciones y conceptos, al programa original de Kabat-Zinn, quien en su Vivir con plenitud las crisis, alcanza un notable grado de precisión y llaneza. El estadounidense tiene un natural estilo didáctico que envuelve al lector y le hace entrar con facilidad en un modo de pensar y actuar que al principio choca por su simpleza. Gran parte del éxito del mindfulness puede deberse al talento narrativo de este profesor emérito de Medicina que simplificó lo que había aprendido con su maestro zen durante muchas horas sentado frente a una pared desnuda. Su último libro publicado en español, La meditación no es lo que crees. Por qué el mindfulness es tan importante, reciclado a partir de trabajos anteriores, profundiza en la práctica de la atención plena con nuevos sesgos y ejemplos que hacen crecer en el lector la curiosidad por un método que, en apariencia, es fácil de aplicar y requiere poco esfuerzo.

La atención plena se ha convertido en una industria que genera más de dos millardos de dólares en Estados Unidos y numerosas adulteraciones en todo el mundo. Contra estas últimas advierten en algunas partes de su libro Los beneficios de la meditación los otros dos fundadores del movimiento, Daniel Goleman y Richard Davidson, ahora en las Universidades de Rutgers y Wisconsin, respectivamente. Aquí dan cuenta del proceso y cronología de sus investigaciones, destinadas a probar que la meditación continuada tiende a solidificar «los rasgos sanos del ser», por ejemplo, la ecuanimidad y la compasión, y a minimizar los «insanos», en particular los que potencian las conductas agresivas estudiadas por Konrad Lorenz en su controvertida teoría acerca del instinto de lucha entre los seres de la misma especie. Dichos rasgos podrían considerarse hereditarios, con una presencia muy poderosa en la bioquímica del cerebro humano. Ambos creen que existe una relación «dosis-respuesta» en cuanto al tiempo dedicado a prácticas meditativas y por eso han realizado un amplio abanico de estudios en los que, utilizando escáneres cerebrales y otros métodos, comparan diversos parámetros (el parpadeo atencional, la recuperación ante estímulos negativos, la actividad de la amígdala) de meditadores avanzados (más de diez mil e incluso treinta mil horas, como los yoguis tibetanos) con los correspondientes a noveles o principiantes. Descubrieron que la reactividad atenuada de la amígdala (sensor fino de amenazas y peligros) es una consecuencia del tiempo invertido en el desarrollo de la plena consciencia, así como que el fortalecimiento de la conexión entre la corteza prefrontal y la amígdala produce una mayor resiliencia y el florecimiento de una «mente imperturbable» ante el embate de las adversidades.

La atención plena se ha convertido en una industria que genera más de dos millardos de dólares
en Estados Unidos

«Liberarnos de la carga del yo» y «aligerar nuestra sensación de identidad» serían los objetivos que ya Vasubandhu había preconizado en el siglo V. En el fondo, se trata de un camino, otra vez, de desposesión, para vaciar, sentada a sentada, ese «circuito (modalidad) por defecto» que es nuestra mente (una jaula de grillos decorada con muebles incómodos), de modo que la mente se mantenga en el ahora, que es tan diáfano y sencillo, y cuando los pensamientos lleguen «a atacar» de nuevo sean como el ladrón que entra a robar en una casa vacía. Otros estudios acerca de meditadores expertos arrojaron el resultado de un menor envejecimiento celular gracias a minimizar el monólogo interior de la mente. Parece que de ellos se desprende que la meditación cotidiana produciría un «recableado neuronal» que daría sustento a la hipótesis de los rasgos alterados, una suerte de «neuroplasticidad» desconocida hasta ahora. A su vez, Goleman y Davidson tratan en su libro tanto del «camino amplio» como del «camino profundo» de la meditación, lo que entraña diferencias significativas a la hora de evaluar los cambios, pretendidamente duraderos y profundos, que comporta la práctica meditativa. En el segundo camino habría dos niveles: el primero correspondería a la tradición más pura del budismo Theravada y de los yoguis tibetanos (a los que se les practicó un programa de laboratorio), mientras que el segundo consistiría en las versiones occidentalizadas, en el que se incluirían tanto prácticas de vipassana como los distintos linajes zen asentados fuera de Oriente. En el camino amplio, ya una autopista sin peajes, habría también varios niveles: en el tercero estaría el MBSR de Jon Kabat-Zinn y otras formas similares, en el cuarto versiones descafeinadas de los anteriores y en el quinto entra la panoplia de sucedáneos y placebos de la industria de la autoayuda.

Perla Kaliman, por su parte, dedica un didáctico y ameno libro, La ciencia de la meditación, al salto cualitativo que para tales prácticas ha supuesto el descubrimiento de que el cultivo de la atención y los estímulos positivos, la práctica del silencio y la quietud (todos ellos reductores de estrés y, por tanto, generadores de seguridad) llegan con el tiempo a modificar los rasgos genéticos en los animales y los seres humanos. La epigenética, que se remonta a las intuiciones del francés Jean-Baptiste Lamarck a principios del siglo XIX, ha encontrado en la meditación un campo donde expandir el estudio de las interacciones entre los genes y el ambiente. Los cambios epigenéticos son alteraciones en el ADN a lo largo de la vida de un individuo desencadenados por factores ambientales o de estilo de vida, como qué comemos, las experiencias vitales que tenemos o si, por ejemplo, estamos sometidos a contaminantes o tóxicos. La bioquímica Perla Kaliman afirma que los cuidados que comportan las técnicas meditativas producen a medio y largo plazo «transformaciones en el cerebro y también cambios más microscópicos que se instalan en las células y adornan nuestro ADN». Y, en particular, la meditación «cambia los perfiles de expresión genética y los parámetros fisiológicos». Los estudios realizados a nivel celular con meditadores noveles y expertos demuestran que los cambios celulares se mantienen con el tiempo, teniendo un efecto «rasgo» y no sólo de «estado».

Ahora bien, ante tanto entusiasmo investigador avivado por la boyante industria del mindfulness se han levantado voces críticas que, con científico escepticismo, han resaltado la rigurosidad de algunos estudios y el silencio sobre bastantes fracasos. Incluso investigadores de la meditación como Cliff Saron (Universidad de California en Davis) admiten la debilidad de ciertas publicaciones científicas que proclaman haber detectado efectos epigenéticos asociados a la meditación. Por ejemplo, en varias investigaciones con personas con muchos años de meditación se ha encontrado un descenso en la expresión de genes implicados en procesos inflamatorios (presentes en enfermedades desde el cáncer al Alzheimer) y una elongación de los telómeros cromosómicos, lo que se ha asociado a una disminución del estrés. Las críticas a estos estudios subrayan el bajo número de sujetos incluidos, la ausencia o defectos en los grupos control y la complejidad de separar los efectos de la práctica meditativa de los causados por otros estilos de vida o vivencias de cada individuo, todos ellos serios problemas metodológicos. Una minuciosa revisión reciente de la relación entre meditación, estrés y telómeros señala las fortalezas y carencias de los estudios realizados hasta el momento. Sus autores concluyen que se precisa una «nueva generación» de estudios para determinar «si las prácticas de meditación tienen un significativo impacto en la biología telomérica». Hace dos años, en una revista británica de psicología, los autores se preguntaban si la ciencia había perdido la cabeza con el mindfulness. Argüían que considerarlo un casi infalible método «universalista» implicaba «no ver el hecho de que los individuos reaccionan de manera diferente a las técnicas meditativas y que esas reacciones pueden no ser siempre positivas». Venían a decir que el ya elástico y ubicuo MBSR de Jon Kabbat-Zinn no es el viejo Prozac para todos de los años ochenta, y que los caminos de la terapia conductiva siguen siendo válidos y efectivos. También Scientific American se preguntaba en 2017 dónde está la prueba de que el mindfulness funciona, y citaba un informe crítico de la revista Perspectives on Psychological Science que minimizaba el entusiasmo en torno a sus beneficios resaltando, en palabras de Nicholas Van Dam, de la Universidad de Melbourne, que «existen muchas diferencias entre lo que la gente entiende por “mindfulness”. Es una experiencia personal».

El camino profundo

Descendiendo al camino profundo, el maestro budista vietnamita Thích Nh?t H?nh aborda nuestro tema desde una perspectiva más espiritual en su Conocer nuestra mente. Tomando como apoyo los versos de Vasubandhu, describe la mente humana como un receptáculo de ocho conciencias. La tradición budista considera la actividad cognitiva un «sexto» sentido y, así, tras las conciencias que presiden los sentidos de vista, oído, olfato, tacto y gusto, aparece la «conciencia mental». En ella, a lo largo de la vida de la persona, van sembrándose semillas de todo tipo, positivas y negativas, incluso tóxicas. Un alto porcentaje germinan a modo de plantas y flores de sufrimiento. La séptima conciencia es llamada «manas», donde un gran número de experiencias y apegos nocivos quedan fijados y se manifiestan en la manera de percibir la realidad. La octava sería el depósito de conciencia y es allí donde la meditación puede realizar una labor beneficiosa, cuidando como un buen jardinero unas semillas en detrimento de otras. Este depósito es cósmico, de modo que no sólo permanece ahí la conciencia individual, sino la universal. Para trascender «manas» y atravesar el cristal opaco del sufrimiento, debe practicarse, según Thích Nh?t H?nh, la plena conciencia.

Berta Meneses, maestra zen desde hace décadas y uno de los más sólidos exponentes en Europa y Sudamérica del «zen cristiano», llega a la práctica meditativa recorriendo otros senderos. En El zen, una forma de vivir, se recogen las charlas que dio a lo largo de años en los retiros zen de Perú. En este libro, dotado de un tono y un contenido que supera todo discurso doctrinario, encontramos verdaderas perlas de conocimiento expresadas con la mayor sencillez y, a la par, con completa autoridad. Se trata de una guía de la experiencia en el camino del zen, un camino sobrio, simple, alegre en su aparente severidad, con remansos de profunda sombra y desbordante belleza, y sin meta definida. Vemos un tipo de meditatio que revela un mundo de paradojas y despertares cotidianos nada místicos. Además de una iniciación a la práctica meditativa (zazen), que se sitúa en el hoy atomizado y disperso, la mayoría de los textos son comentarios a los viejos «koan», que revelan, más allá de la lógica, verdades inefables de la práctica meditativa y son como rocas contra las que el practicante se golpea. El zen es, para Meneses, «un camino de sabiduría y compasión» en el que «el viaje es la dificultad». La atención profunda al producto de los sentidos, emociones y pensamientos es, tal como ella lo ejemplifica, parecida al espejo que refleja «cualquier cosa que se le presente por delante» perfecta e imparcialmente, sin adherirse a ella. Esto nos recuerda al «espejo en el camino» del que hablaba Stendhal al referirse a la novela.

«Liberarnos de la carga del yo» y «aligerar nuestra sensación de identidad» serían los objetivos que ya Vasubandhu había preconizado en el siglo V

Meneses tiene un raro talento para transmitir con convencimiento y verbo inspirado la verdadera esencia de lo que estamos aquí tratando gracias a la intuición de William James: «La atención es el ejercicio ascético más difícil, ya que supone una interrupción constante de la satisfacción del ego»; un ejercicio que, más allá del objetivo de estar bien o reducir el número de pastillas que habitualmente nos administramos –promesas en las que suele insistir el mindfulness–, «nos conduce a lo más profundo y verdadero de nosotros mismos», al «espacio transpersonal, amplio de libertad, que es la conexión con nuestro yo-mismo», en el cual se experimenta el fluir y a la vez el sosiego que caracteriza nuestra «naturaleza esencial». Y es en la «acción concreta», ínfima, cotidiana, donde «se manifiesta el Ser». El zen no es sino «la experiencia del mundo en este preciso instante»: «debemos aprender de nuevo cómo se come, cómo se limpia una lechuga, como caminamos al trabajo, cómo se vive el tiempo libre». Al abordar la experiencia del samadhi, o iluminación, Meneses omite sus vivencias y deja hablar a William James acerca de la «visión cósmica» que experimentó durante todo un día, que Borges describió en «El Aleph» y que Émile Durkheim llamó recuerdo de la «alcurnia divina». «Meditar significa volver a nuestra propia casa», dice la maestra formada en Kamakura. Y esa casa no es un autoaislamiento, sino más bien lo contrario, la superación de la dualidad y el error de creerse separados de los demás y de la Naturaleza. Berta Meneses transmite esa «calma imperturbable y vitalidad desbordante» al que conduce el zazen. Y nos recuerda el rayo que alcanzó a Thomas Merton en un mall de Kentucky cuando, de repente, vio «la belleza que hay en los corazones, la profundidad de las almas». Ese despertar al «vacío», que es el vacío del yo-mismo (una desposesión, una desnudez), resulta ser al final un don optimista y esperanzador, como aquel «fruto de la Nada» con el que se desayunaba el maestro Eckhart.

En los últimos años de su vida, Albert Camus escribió que ya no deseaba ser feliz, sino sólo «ser consciente». Resulta curioso que el existencialismo de la posguerra fuese el caldo de cultivo de la vida en el instante, ajena a los reclamos ilusorios y ansiedades de la pujante y ahora delirante sociedad de consumo. Si el momento es perfecto y aceptado con plenitud sin reminiscencias ni apegos, se convierte en lo que repuso el Dalai Lama cuando le preguntaron cuál había sido el día más feliz de su vida: «Creo que éste». Quizá para los escépticos acerca de las bondades de la meditación, reacios a emprender un viaje que consideran tal vez inútil o tedioso, el sensible, inteligente libro de Cristophe André, psiquiatra del hospital Sainte-Anne de París, pueda venirles bien. Cuarenta meditaciones de tres minutos repasan los males y sevicias de nuestra vida virtual, desorientada y distraída de sí misma, y algunos de sus mejores y más fáciles alivios, desde el control de la reacción inmediata a los entresijos del sueño, al cultivo del «solamente» hacer una cosa, y sólo una, al mismo tiempo, sin olvidar la bienvenida benevolencia. En una de sus meditaciones, André, especialista en trastornos ansiosos y depresivos, sugiere que una forma de estar en el ahora y en el cuerpo, que siempre vive en el presente, es tratar los pensamientos que rumiamos constantemente como si fueran niños a los que se invita con paternal afecto a salir al patio a que jueguen y disputen sin nosotros. Pero nuestros pensamientos no quieren salir al patio, se esfuerzan por agarrarnos con firmeza de los cabellos y llevarnos con frecuencia por el camino de la amargura. A nuestra mente le cuesta dar el fruto de la generosidad que señalaba Weil. De ahí que la meditación y el mindfulness tengan un gran futuro en la industria de la autoayuda y de los libros. Tal vez algún día nos hagan volver al ruedo helénico de lo que Michel Foucault llamaba «le souci de soi», el cuidado de nosotros mismos, y replantearnos por fin el cartesiano «pienso, luego soy» que nos lleva a tropezar siempre en la misma piedra.

José Luis de Juan es escritor. Sus últimos libros son Campos de Flandes (Barcelona, Alba, 2004), Sobre ascuas (Barcelona, Destino, 2007) y La llama danzante (Barcelona, Minúscula, 2013).

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