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Recuerdo de un desconocido

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Mis padres, Joaquín y Paquita, que eran ya novios cuando estalló la guerra, se casaron el 28 de noviembre de 1938 en la Iglesia del Carmen de Revilla, en el municipio de Camargo, sin esperar a que la guerra acabara (Santander fue «liberado» en agosto de 1937).

Yo llegué al mundo para tapar el hueco que había dejado mi hermana Maribel al morir de neumonía el 11 de abril de 1940, siendo aún un bebé. Nací en Villanueva de Villaescusa el 5 de mayo de 1941 en la casa de mi abuela Pilar. La vivienda estaba en el camino real, es decir, en la carretera que se había construido en los primeros años del siglo XX para unir la estación ferroviaria de Guarnizo (perteneciente a la línea Santander-Madrid) con el Valle del Pas. Debajo de la vivienda estaba la gran tahona que mi abuelo Alfredo había hecho prosperar. En fin, nacer en una tahona durante el «año del hambre» fue la mejor forma de mostrar que el niño llegaba al mundo con un pan bajo el brazo.

El verano de 1947, el de mis seis años, lo recuerdo luminoso (el sol siempre domina a la lluvia en mis recuerdos) y en nuestro entorno familiar era tiempo de «buena esperanza», pues mi madre entró a primeros de agosto en su noveno mes de embarazo.

El parto, que se produjo el mismo día que murió Manolete en Linares, fue un desastre. El cordón umbilical se había enrollado al feto alrededor del cuello y al tirar del cuerpo para sacarlo la comadrona, literalmente, lo estranguló y le dejó sin riego el cerebro durante tiempo suficiente para causarle una terrible y profunda minusvalía (nunca pudo andar ni valerse para las más elementales necesidades vitales). Mi hermano Fernando murió el 12 de junio de 1992; tenía cuarenta y cinco años y hacía ya algún tiempo que se había quedado también ciego.

Veo con claridad la salida de mi madre hacia el hospital pocos días después del parto. Sentada ante su tocador, arreglándose: pintura de ojos y de labios, y alguien, probablemente su hermana Pilar, que le dice: «Estás tan guapa como para ir al baile. Eso es buena señal», y veo la sonrisa triste con que ella le devolvió el cumplido. Juraría que Paquita llevaba aquel día un vestido de tonos azules y juraría también que cuando bajó la escalera junto a mi padre para tomar un taxi, llevaba en la cabeza un tocado a juego con el vestido. El taxi arrancó, y ya no la volví a ver.

El acta de defunción no aclara la causa de su muerte y también asegura que murió en Guarnizo, pero eso no es cierto. Murió en la clínica La Alfonsina de El Sardinero el 28 (quizás el 27) de octubre de 1947. Soñé con ella durante muchos años y su presencia fantasmal me acogía, pero sus apariciones oníricas fueron espaciándose hasta desaparecer, aunque seguramente nunca he abandonado del todo la búsqueda de un reencuentro tan dichoso como irrealizable.

Tras la muerte de mi madre, mi padre, mi hermano y yo nos fuimos a vivir a la casona familiar de Guarnizo, al fondo de la bahía de Santander. Yo asistí allí a la escuela y, como refuerzo, mi padre contrató a una joven maestra que venía algunas tardes a darme clase. La muchacha se llamaba Susana y era –lo recuerdo muy bien? guapa y cariñosa. Un día oí a mis tías decir que Susana venía a casa con la intención de «cazar» a su hermano Joaquín. La idea de que Susana se casara con mi padre me encantó, pues, a mi juicio, jamás podría encontrar mejor esposa. Cuando, al fin, apareció la «novia» auténtica, mi desilusión no pudo ser mayor. Pero se acrecentó cuando se anunció la boda, y más cuando a causa de aquella boda vi llorar a mi abuela Matilde.

La familia García Toral, asturiana toda ella, sufrió, como tantas el drama de la guerra, que les trajo consigo la dispersión y el exilio

Recuerdo con profundo desagrado el día de la boda, cuando, vestidos de domingo, vi salir en un coche hacia Asturias a mis abuelos. El enlace se celebró el 15 de octubre de 1950, día de Santa Teresa de Jesús, en la basílica de Covadonga. Fue en ese día porque la «novia» se llamaba María Teresa Olimpia García Toral. Tenía cuarenta y un años, había nacido en Gijón y hasta aquel día había sido compañera de trabajo de mi padre en Banesto. Todo el mundo –y yo también? la llamaba Olimpia. Tenía una madre y dos hermanos exiliados a causa de la derrota republicana. Olimpia era muy religiosa, como mi padre –que era de Acción Católica?, pero de ideas políticas de izquierda, de una izquierda moderada, mientras que él, como tantos jóvenes de derechas, había ingresado en la Falange después de la guerra.

La familia García Toral, asturiana toda ella, sufrió, como tantas –ya lo he anunciado? el drama de la guerra, que les trajo consigo la dispersión y el exilio. En efecto, poco antes de la llegada de las tropas franquistas a Gijón, la hermana menor de Olimpia, Amelita, y su marido, Pepe, militante del Partido Comunista, salieron en barco hacia Francia y ambos acabaron en Cuba, cuando allí era presidente Ramón Grau San Martín. Luego se divorciaron y Amelita se fue a vivir a Tampa (Florida), donde se volvió a casar con un norteamericano, con quien tuvo dos hijas. Muchos años después, Amelita, ya viuda, quiso que sus hijas conocieran España y visitaran a mi padre y a Olimpia. Según él me contó, las chicas no hablaban una sola palabra de español.

Alicio Garcitoral, el hermano mayor de Olimpia, también había nacido en Gijón, en el año 1902, y murió en el exilio norteamericano con ciento dos años. Empezó a publicar en los periódicos siendo muy joven. Hizo la mili en Marruecos e intervino en el desembarco de Alhucemas (1925). En los años treinta militó en los movimientos antimonárquicos y a causa de su participación en el levantamiento de Jaca estuvo en la cárcel unos meses.

Durante la Segunda República, y pese a ser muy joven, llegó a ser un miembro destacado del Partido Radical-Socialista y colaboró estrechamente con su líder, Marcelino Domingo. Alicio fue el primer gobernador republicano de la provincia de Cuenca. Allí lo visitó su hermana Olimpia, que siempre añoró aquellos días de de «vino y rosas» en los cuales, teniendo ella apenas veinte años, había sido agasajada como hermana del gobernador. Recuerdo, por ejemplo, cómo describía la ciudad encantada al niño que yo era. «Las guías turísticas la llaman ciudad encantada; tal vez por “el encanto” de aquellos fenómenos geológicos ?la piedra, el agua y el viento?. Pero la “ciudad encantada” es la capital. Esta y no otra es la ciudad encantada», escribiría Alicio por la misma época del viaje de su hermana a Cuenca. Así veía Cuenca, capital, el gobernador:

Cada calle, un momento del pasado, un color, un aroma, hasta un sabor. Cada piedra, una hora de vida. Cada casa, la leyenda de una generación. Y en los tejados conventuales y en todas las torres eclesiásticas, el sahumerio de los rezos sirviendo de felpudo para las cigüeñas.

Y al fondo, a los lados, más allá de las hoces, la tierra desenrollándose como un mapa trillado, minúsculo prologo de un atlas ignorado y misterioso.

Cuando dejó Cuenca, Alicio Garcitoral pasó a ocupar un alto cargo en el Ministerio de Agricultura, Industria y Comercio. Estando él de vacaciones en la casa familiar de Gijón, se recibió la noticia del golpe militar iniciado en Marruecos el 17 de julio de 1936. Según contaba su hermana Olimpia, Alicio cogió una pequeña maleta donde metió algunas de sus pertenencias y se despidió de la familia diciendo: «No pienso participar en la matanza que se prepara aquí».

Pasó a Francia y más tarde tomó un barco hacia Argentina. Allí se casó con la pintora Celia Mendiguren, con quien tuvo dos hijas. En Argentina vivió de su oficio de periodista y escritor durante algunos años; luego se trasladó con su familia a Estados Unidos, donde murió el año 2004.

Tras la boda con mi padre, Olimpia se trajo a la casa matrimonial a su madre, Gumersinda Toral. Madre e hija recibían puntualmente cartas y revistas enviadas por Amelita desde Cuba, primero, y luego desde Tampa, pero de su hijo y hermano Alicio no recibían correspondencia alguna. De él hablaban en voz baja y con sobreentendidos, que para el niño que yo era resultaban imposibles de elucidar. Eso sí, se percibía la distancia existente entre ellas y el exiliado. Debido ?es posible? a la forma en que él se había marchado dejándolas en Gijón a la intemperie. O quizá fueran las relaciones que el hijo tenía establecidas con su padre, un capitán de la marina mercante del que nunca hablaban aquellas dos mujeres. ¿Por qué? Seguramente el marino había encontrado, tiempo atrás, otro amor en algún puerto lejano.

Tras salir de Cuenca, Alicio publicó una novela titulada, irónicamente, El crimen de Cuenca. Su acción transcurre durante el primer año de la República y describe mejor que cualquier libro de Historia la inestabilidad del nuevo régimen. En efecto, una vez más, en España lo nuevo no acababa de nacer y lo viejo se negaba a morir. Y por supuesto, en la novela estaba la derecha, añorante del régimen derribado el 14 de abril de 1931:

En los miserables palcos la crema capitalina, crema de poco lavatorio y mucho critiqueo, sonreía satisfecha. Cinco oradores: tres de poca importancia –uno de ellos mujer?, y los dos diputados agromonárquicos. Empezaron entre un gran relincho cristero y vivas a la religión, al orden, a la patria y a Cristo-Rey. Las palabras de los oradores acogíanse con una especie de olés benditos. Allí quedó malparada la República, ensuciados los gobernantes, purificada la oposición agromonárquica y empuñado a diestro y siniestro el mixtificado Cristo.

También las dudas del autor:

¿Qué quiere decir consolidación de la República? ¿Que todos la acaten? ¿Que todos colaboremos para su defensa y engrandecimiento? No habrá consolidación de la República mientras el contenido no esté en consonancia con el continente. ¿Y en qué se caracteriza hoy en día el contenido? En tres cosas: incorporación a los hondos problemas internacionales, soluciones económicas nacionales y capacidad fuerte en el Estado.

Hemos de convenir, con honda tristeza, en que no se da ninguna de las tres circunstancias.

Y, por supuesto, también operaban en Cuenca otras fuerzas políticas y sociales que tenían en sus cabezas una idea sui generis de la democracia y así aparecen en el relato. Para empezar, allí estaba muy presente una izquierda obrerista y apresurada, marcada por las reivindicaciones sindicales (ugetistas, pero también anarquistas). Una izquierda que no quería «una república burguesa», sino una República que resolviera –y los resolviera de inmediato? todos los problemas sociales acumulados durante siglos. Problemas como los que describe Garcitoral:

Trescientos ayuntamientos. Trescientos cincuenta mil habitantes. Analfabetismo: sesenta y cinco por ciento. Pueblos sin telégrafo ni teléfono: doscientos setenta y cinco. Pueblos totalmente incomunicados: ciento setenta. Tres latifundios. Ausencia de minifundios. Pobreza de la tierra, Riqueza forestal sin salida. Carencia de industria. Cien guardias civiles. Cojera en todos los servicios. La capital, diez y siete mil habitantes.

En la novela están el dolor, la amargura y la impotencia de quienes luego ?cuando el choque de trenes llevó a España al desastre de la guerra? recibirían el nombre de «Tercera España». Un espectro (en los dos sentidos de la palabra) político, la de esa «Tercera España», la de los auténticos demócratas, desde Azaña en el centro-izquierda republicano a Jiménez de Asúa o Fernando de los Ríos en el socialismo moderado, pasando por Marcelino Domingo, y, claro está, también se inscribe en ella una pléyade de escritores que acabaron exiliados: desde Max Aub a Manuel Chaves Nogales, entre los cuales se encuentra este notable «desconocido» que se llamó Alicio Garcitoral.

La guerra les dejó sin patria, sin lengua y sin oxígeno. Pero lo más admirable es que siguieran escribiendo para cuando llegara la hora del retorno, y del reconocimiento. Aunque cuando esa hora llegó estuvieran ya muertos o definitivamente trasterrados. Tal fue el caso de Alicio Garcitoral. Su obra (novela, periodismo, ensayo) apenas es conocida hoy en España, pero fue amplia y valiosa: Cinco historias de amor, El tercer frente, La tercera república, El gran destino, La edad democrática; libros de Historia como La España de los Reyes Católicos, La España musulmana o libros de carácter religioso, pues siempre fue un fiel católico: Vida humana de Jesús, Meditaciones religiosas o El amor divino.

Una persona que, muy probablemente, yo hubiera conocido y tratado si no hubiera sido por una guerra que nunca debió haber comenzado.

Joaquin Leguina es estadístico y fue presidente de la Comunidad de Madrid (1983-1995). Sus últimos libros son El duelo y la revancha. Los itinerarios del antifranquismo sobrevenido (Madrid, La Esfera de los Libros, 2010), Impostores y otros artistas (Palencia, Cálamo, 2013), Historia de un despropósito. Zapatero, el gran organizador de derrotas (Barcelona, Temas de Hoy, 2014), Los diez mitos del nacionalismo catalán (Barcelona, Temas de Hoy, 2014) y Amor, desamor y otros divertimentos (Palencia, Cálamo, 2016).

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