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Ajustando cuentas con la pérfida Albión

Cuando éramos invencibles

Jesús Rojo Pinilla

Madrid, El Gran Capitán. 2015

224 pp.

Inglaterra derrotada. Las grandes hazañas navales de España frente a su mayor enemigo

Álvaro van den Brule

Madrid, La Esfera de los libros, 2017

296 pp.

Victorias por mar de los españoles

Agustín Ramón Rodríguez González

Madrid, Grafite, 2006

334 pp.

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Batalla de Trafalgar, por Auguste Mayer (1836).

Los tiempos que corren no son especialmente buenos para el estudio de la Historia de España. O mejor, diríamos, para el conocimiento de la Historia de España. Si alguna vez lo fueron, en la actualidad la fragmentación educativa producto del modelo autonómico lo ha hecho más difícil. Me temo que nuestros niños estudian hoy Historia de Murcia, Aragón, Valencia o Cataluña más que Historia de España, y no acierto a ver el día en que tal situación vaya a corregirse.

El resultado es una ignorancia preocupante. Hace algunos años, en casa de unos amigos en Mallorca, y conversando sobre una próxima excursión a la isla de Cabrera, se me ocurrió comentar que en ella estuvieron internados los prisioneros franceses de la batalla de Bailén. Ante la cara de desconcierto de los hijos de mis anfitriones –jovencitos pijos a los que se les supondría una esmerada educación–, no se me ocurrió cosa mejor que preguntarles con sorna si acaso no sabían qué batalla fue esa. Y, en efecto, no lo sabían. Nunca habían oído hablar de ella. Mi estupor fue tal que no atiné a seguir con el tema. No sé si aquellos jovenzuelos eran especialmente brutos o si ese es el nivel general de conocimientos históricos de nuestra juventud, aunque más bien tiendo a pensar lo segundo. Y la cosa es grave, porque difícilmente puede pedirse cohesión y sentido cívico a un pueblo que desconoce olímpicamente su pasado.

España es una nación vieja, con una historia larga y que ha tenido, además, un pasado imperial excepcionalmente largo –nada menos que tres siglos?, mucho más que, por ejemplo, el glorificado Imperio Británico, que apenas alcanzó los cien años de historiaTomando como fechas inicial y final los del raj británico de la India. Ciertamente podrían fijarse otras fechas que darían períodos algo más largos, pero, en todo caso, muy alejados del caso español.. Enfrentados a su pasado imperial, los británicos practican sin pudor el arte del ditirambo. Desde su más tierna infancia, los niños británicos reciben cumplida explicación de su gloriosa historia, de su larga sucesión de victorias, y de la forma en que, uno tras otro, sus enemigos han ido mordiendo el polvo. En otros países no encontramos tan acusado narcisismo, pero todos o casi todos, de una u otra forma, en mayor o menor medida, han procurado y procuran inculcar a sus nuevas generaciones una visión positiva, incluso admirable, del país en que les ha tocado nacer. Qué vamos a decir de Francia, siempre encantada de conocerse. O de los Estados Unidos del destino manifiesto, inventores de la democracia. Incluso la Rusia de Vladímir Putin se las ha arreglado para aunar, en sorprendente maridaje, las glorias imperiales de su pasado zarista con las del gigante soviético.

En ese contexto, cabe pensar que España es una anomalía. No es sólo que la Historia de España se conozca poco y mal. Es que ni siquiera se juzga de forma ecuánime. Para una parte importante de los españoles, nuestra historia es más motivo de incomodidad, e incluso de sonrojo, que de orgullo. Parece que, para cierta izquierda española, la historia de España merece un juicio negativo: la Edad Media, una agresión injusta de unos reinos cristianos incultos y bárbaros contra un al-Andalus culto, refinado y tolerante. Los Reyes Católicos, los culpables de la expulsión de los judíos y de la Inquisición. La conquista de América, un genocidio. El Imperio español, una cosa cutre, inculta, intolerante y siniestra. Y así sucesivamente.

No es sólo que la Historia de España se conozca poco y mal. Es que ni siquiera se juzga de forma ecuánime

Posiblemente, en esta autoflagelación de nuestra izquierda debiéramos ver una reacción comprensible ante la ramplona exaltación de las glorias imperiales españolas en tiempos de Franco: incluso el yugo y las flechas venían en el escudo de los Reyes Católicos, ya es mala suerte. Pero la explicación de nuestra baja autoestima viene de más atrás. Del desánimo provocado por el desastre de 1898 («La historia de España es una historia triste porque termina mal»; «Cerremos con siete llaves el sepulcro del Cid». ¿Recuerdan?). E incluso antes, de los aires franceses traídos por los Borbones en el siglo XVIII y del desprecio hacia nuestro país y su cultura (o mejor dicho, su incultura) expresado, y difundido, por Voltaire y la Ilustración, tontamente asumido por nosotros mismos.

Entendámonos. No se trata de adoptar posturas chovinistas, ni de proponer visiones grandiosas de una España über alles. Eso parece cosa de ingleses y franceses, que tan bien se venden. Nuestra historia, como todas, tiene luces y sombras, episodios que son motivo de orgullo y otros de los que debemos arrepentirnos. Se trata entonces de asumir nuestro pasado como es. Aceptar sus partes negativas, sí, pero reconocer también las positivas. Porque, si en los años de la dictadura se prestó una atención exagerada a las segundas, parece que hoy son muchos los que tan solo ven las primeras. Personalmente, pienso que nuestras luces son claramente superiores a nuestras sombras, y me complace intuir que en los últimos tiempos está renaciendo un cierto patriotismo, cuyo exponente más ostensible es la reacción al desafío independentista catalán. E incluso antes de ese órdago, el espectacular éxito del libro de María Elvira Roca Barea podría interpretarse como una reacción de autoestima colectiva ante tanto derrotismo.

Sirva esta larga diatriba como prólogo a unos comentarios sobre el tratamiento que nuestros libros de Historia han venido dando a determinados aspectos de la historia de España. Concretamente, a nuestra secular rivalidad con la Gran Bretaña. Rivalidad, por cierto, de insólita duración: prácticamente la misma que la del propio Imperio español. Y ello no es mera coincidencia, por cuanto tal rivalidad, explicitada en una lucha a muerte por el dominio de los mares, puede explicarse como el reiterado intento de Inglaterra por despojar a España de su imperio.

De la educación durante el franquismo podrán decirse muchas cosas, pero no que fuese sospechosa de minimizar nuestras glorias imperiales. Mi generación creció sabiendo de memoria la historia de la Reconquista, del descubrimiento de América, del imperio de los Austrias donde no se ponía el sol, y de la Guerra de Independencia. En esa larga historia bélica, los malos eran el moro y el gabacho, y a ambos les daba España cumplida derrota. De milagro conservo el texto de Historia de España de mis años de bachilleratoHistoria Moderna y Contemporánea, Madrid, Prensa Española, 1957., y recientemente decidí darle un repaso. En él se relata nuestra larga lucha contra el islam, que culminaba con la conquista de Granada (y, décadas después, la victoria de Lepanto), y nuestra no menos larga historia de rivalidad con Francia, plagada de victorias españolas (Pavía, San Quintín) que culminaba con la batalla de Bailén y la derrota y expulsión del invasor en la Guerra de Independencia.

¿Y qué pasa con nuestras guerras con Inglaterra? Pues algo sorprendente. En mi libro del bachillerato, la historia de esta larga rivalidad se iniciaba con el desastre de la Armada Invencible, y se cerraba con la derrota de Trafalgar. Nada entre medias, y eso que el período no fue precisamente corto. Por decirlo de forma simple, parece que nuestros libros de texto (no ya los de ahora, sino incluso los del franquismo, como acabo de exponer), si bien narran nuestra secular rivalidad con moros y franceses en clave de victoria, asumen, en cambio, nuestra igualmente secular rivalidad con los ingleses en clave de derrota. Inglaterra nos ganó, y no hay más que hablar. Perdón por insistir en mi texto del bachillerato, pero esto es lo único que dice sobre la larga pugna naval entre España e Inglaterra a lo largo del siglo XVIII: «En el curso de la misma nuestra escuadra fue repetidamente batida». Línea y media: eso es todo.

Si echamos un vistazo a los libros ingleses de Historia (y he leído unos cuantos), veremos que en ellos la crónica del siglo XVIII es la de una sucesión ininterrumpida de victorias navales, de flotas españolas capturadas, barcos españoles hundidos y ciudades españolas saqueadas. Y uno se pregunta cómo es posible que, siendo así las cosas, el Imperio español pudiera sobrevivir. Cómo es posible que una tal Inglaterra invicta no fuera capaz de arrebatar a España sus inmensos territorios americanos. Cómo es posible que, después de dos siglos de victorias ininterrumpidas, los británicos no lograran más magro botín que Jamaica, Belice, Guyana y un puñado de islas caribeñas. La respuesta es evidente: las cosas no fueron como nos las pintan. Los ingleses obtuvieron contundentes victorias, sí, pero también sufrieron aplastantes derrotas, sólo que estas últimas no las cuentan. Sus libros de Historia las omiten cuidadosamente. Y como los anglosajones dominan la historiografía mundial, tan mendaz visión de la Historia es la que parece haberse impuesto por doquier.

Armada Invencible

Es comprensible este empeño en ocultar las derrotas. Algunas de ellas fueron realmente aplastantes, y puede hasta cierto punto entenderse que una nación tan arrogante y prepotente como la pérfida Albión procure esconderlas. Lo verdaderamente sorprendente es que nosotros también hayamos caído en la trampa, y que tampoco en nuestros libros de texto encontremos apenas referencia alguna a nuestras grandes victorias. Por supuesto, siempre podemos recurrir a la monumental (nueve tomos) Armada Española de Cesáreo Fernández Duro (Madrid, Rivadeneyra, 1895-1903), pero es esta una obra ya muy antigua y de difícil acceso para el gran público. E incluso tan magna obra dedica un espacio incomprensiblemente escaso a estos triunfos españoles sobre la marina inglesa, como luego veremos. También, es cierto, la Revista de Historia Naval ha dedicado artículos a todos los episodios recogidos en estas páginas, pero no es que esta revista sea precisamente un best-seller, de forma que los hechos descritos no han logrado trascender al gran público ni, ¡ay!, a los textos escolares.

Decía antes que la larga lucha de España e Inglaterra por la hegemonía naval se inicia de alguna forma (es así en el imaginario colectivo) con el desastre de la Felicísima Armada, tontamente titulada, en nuestros días, en nuestros pagos, como «Armada Invencible» (los ingleses la llaman sencillamente «Spanish Armada»). Sobre este triste episodio se han escrito centenares de libros. No hay niño inglés (ni español) que no lo conozca, adornado, además, con toda suerte de matices fantasiosos que realzan el valor de la victoria inglesa. Como la inventada bravata de Drake jugando a los bolos: «Tengo tiempo de sobra para terminar la partida y derrotar a los españoles».

El fracaso de la Empresa de Inglaterra (como se denominó la expedición) fue un duro varapalo, sin duda alguna. En el lance se perdieron treinta y cinco buques de un total de ciento treinta y uno, y perecieron cerca de diez mil hombres de un total de alrededor de veintinueve mil, entre ellos la flor y nata de nuestros grandes marinos (Juan Martínez de Recalde, Miguel de Oquendo, Alonso de Leyva). Durante un tiempo, España quedó fuera de combate en el mar, aunque no esté de más recordar que los ingleses perdieron, por su parte, entre bajas y epidemias, unos nueve mil soldados.

En años posteriores, los ingleses obtuvieron otras victorias. En 1596, una flota anglo-holandesa de ciento veintinueve buques con doce mil hombres, al mando del conde de Essex, asaltó Cádiz, causando enormes daños y capturando un cuantioso botínPor cierto, que, a bordo de la flota atacante, iba el gran poeta inglés John Donne (gran amante de España por otra parte), del mismo modo que nuestro Lope de Vega había participado en la expedición de Álvaro de Bazán a las islas Terceras (1585) y en la Empresa de Inglaterra.. Y hubo otros triunfos menores, aparte de los saqueos y devastaciones de piratas y corsarios en el Caribe. Pero los reveses ingleses no fueron menos notables, y se iniciaron en 1589, tan solo unos meses después del desastre de la Invencible. En tal fecha los ingleses, aprovechando la indefensión española, lanzaron sobre nosotros una flota mayor aún que la nuestra del año anterior. La formaban unos ciento setenta buques con alrededor veintitrés mil hombres, bajo el mando de John Norris y Francis Drake. Su propósito era destruir los buques supervivientes de la Invencible surtos en los puertos del norte de la Península, tomar Lisboa, sublevar a Portugal contra Felipe II y luego, de paso, capturar la Flota de Indias. En suma, infligir a España un golpe demoledor en un momento en que esta se encontraba casi indefensa en la mar. Pero esta «Contra-Armada», como algunos historiadores la llaman, cosechó un estrepitoso fracaso.

La primera derrota se produjo en La Coruña, que Drake había decidido atacar (ante los rumores de grandes tesoros) en lugar de Santander, que era el objetivo marcado por la reina, y donde estaban surtos buena parte de los buques de la Gran Armada. Este ataque fracasó. Los ingleses no consiguieron tomar la ciudad amurallada (en su defensa se lució María Pita), y cosecharon mil trescientas bajas. De allí se trasladaron a Lisboa, en cuyas cercanías desembarcaron un fuerte contingente de diez mil hombres. Pero este ataque fracasó igualmente. Las tropas desembarcadas fueron masacradas, los buques de Drake no supieron apoyarlas y, finalmente, la flota inglesa hubo de retirarse ignominiosamente, perseguida por las galeras de Martín de Padilla después de perder entre nueve mil y doce mil hombres (según las fuentes) y unos veintidós barcos. Fue una de las mayores derrotas en la historia naval de Inglaterra, si no la mayor. Y explica, por cierto, por qué el desastre de la Invencible no tuvo las consecuencias que lógicamente hubiera debido tener en términos de devastación de las costas españolas y saqueo, e incluso conquista, de las posesiones españolas en América, cosa que los textos ingleses se abstienen de explicar. De hecho, las consecuencias del desastre de la Contra-Armada fueron muy negativas para el poder naval inglés. Cierto que pudieron seguir armando expediciones contra los asentamientos españoles, pero el puesto que ocupaban como principal rival de España en los mares fue ocupado por los holandesesIncluso el gran asalto de Essex a Cádiz fue llevado a cabo con la colaboración holandesa. Lo cierto es que Inglaterra (como también España, no hay que negarlo) llegó exhausta al Tratado de Paz de 1604.. Habría que esperar a las guerras angloholandesas del período 1652-1674Hubo tres guerras entre Inglaterra y las Provincias Unidas (1652-1654, 1665-1667 y 1672-1674) que, tras grandes reveses y sufrimientos, acabó ganando la primera. para que la Marina británica se erigiera en potencia naval dominante.

Poco o nada puede leerse del episodio de la Contra-Armada en los libros de historia ingleses, y es comprensible. Se entiende que les guste olvidarlo. Pero, para nuestro sonrojo, tampoco se ocupan de él los libros de texto españoles. Y eso se entiende menos. Sólo en fecha reciente hemos empezado a espabilar y podemos contar ya con alguna obra que cuente la historia. Tal es el caso del libro de Contra Armada, de Luis Gorochategui (Madrid, Ministerio de Defensa, 2011). Y hay algunos libros más, aunque ni de lejos con la proyección y trascendencia que el asunto merece.

Tampoco se conocen en nuestro país otros fracasos inglesesTampoco se conoce gran cosa de las otras tres Armadas que Felipe II armó contra Inglaterra (1596, 1597 y 1599) y que fracasaron de nuevo por la acción de los elementos, pero que mantuvieron a los ingleses en vilo durante esos años., como la desastrosa expedición de John Hawkins y Francis Drake al Caribe de 1595 (veintiocho buques con unos cuatro mil quinientos hombres, la más grande expedición enviada hasta entonces contra las posesiones españolas), en la que, tras fracasar sus ataques a Las Palmas, Puerto Rico y el istmo de Panamá, perecieron ambos, y de la que apenas regresaron ocho buques con sus tripulaciones diezmadas. O como el combate de la isla de Flores en las Azores (1591), en el que una flota inglesa al mando de Thomas Howard fue derrotada por la de Alonso de BazánEsta batalla es especialmente conocida por la captura del famoso «Revenge» comandado por Richard Grenville, que murió en la lucha.. Sin olvidar la incursión de la flotilla de Carlos de Amézola sobre las costas inglesas de Cornualles, en las que saqueó y destruyó varios pueblos. No es que fuera una gran victoria, pero desmiente la leyenda de que las costas inglesas eran poco menos que inaccesibles y que los ingleses fueran los únicos capaces de hacer incursiones en tierra enemiga (y no fue este el único episodio de saqueo de las costas inglesas)Quizá interese aquí recordar el ataque de Londres con incendios y devastaciones de los pueblos y puertos colindantes por parte del almirante castellano Fernando Sánchez de Tovar en fecha tan temprana como 1380. A este episodio se refiere Cesáreo Fernández Duro en su obra La Marina de Castilla desde su origen y pugna con la de Inglaterra hasta la refundición en la Armada Española (Madrid, El Progreso, 1891)..

Derrota de la armada invencible, pintura de Philippe-Jacques de Loutherbourg (1796).

Sobre todos estos episodios poco conocidos, y otros más igualmente ignorados, empezamos a contar ya con algunos libros que, sin grandes pretensiones académicas, van sacándolos a la luz para deshacer el mito de la invencibilidad inglesa y mostrar la realidad. El más divertido y gratificante, sin duda, es el de Álvaro van den Brule, titulado, sin complejos, Inglaterra derrotada. No es que destaque especialmente por su erudición histórica –es una obra de pura divulgación– ni por su valor literario, pero sí por su pasión, casi diríamos su vehemencia, que se manifiesta en el mismo título y que se evidencia a lo largo del texto, por su encomiable propósito de cantar unas cuantas verdades, desnudar las vergüenzas de los ingleses, apuntalar nuestra autoestima y dar a conocer a sus lectores unos cuantos episodios hasta ahora ocultados, o casi, de las guerras hispanoinglesas. Álvaro van den Brule es un historiador vocacional que, desde un periódico digital, viene contando y divulgando momentos y personajes de la Historia de España con loable pasión y empeño. Su libro es un chute de patriotismo que, en estos tiempos que corren, se hace notar.

En esta misma línea de rescatar episodios incomprensiblemente olvidados se inscribe también la obra de Agustín Ramón Rodríguez González, también de título explícito, Victorias por mar de los españoles, a la que luego tendremos ocasión de referirnos. Y añadamos, siguiendo con la vena patriótico-reivindicativa, la de Jesús Rojo Pinilla, titulada nada menos que Cuando éramos invencibles. Hay otros libros a citar, como los de Mariano González-Arnao (Derrota y muerte de sir Francis Drake, Santiago de Compostela, Xunta de Galicia, 1995) y Agustín Ramón Rodríguez González (Mitos desvelados. Drake y la Invencible, Madrid, Sekotia, 2011), ambos de mayor enjundia histórica que los mencionados anteriormente, o el breve de Rubén Sáez Abad (La guerra anglo-española, 1585-1604, Madrid, Almena, 2016).

El largo duelo entre la Inglaterra isabelina y la España de Felipe II terminó con el tratado de paz de Londres de 1604, ya desaparecidos ambos monarcas, y concluyó más o menos en tablas, en contra de la pretensión de los textos patrióticos ingleses de que vino a marcar el comienzo del declive español y el despegue del poder naval británico. Así, el siglo XVII vio nuevos enfrentamientos entre ambos países, de nuevo con vaivenes de fortuna. Si bien los ingleses se apuntaron tantos no despreciables, también se llevaron lo suyo. Como ejemplo de esto último, recordemos que, en 1625, una poderosa flota anglo-holandesa de ciento doce buques con diecisiete mil hombres, al mando de sir Edward Cecil, atacó Cádiz con el evidente propósito de repetir el éxito de Essex en 1596. Pero, en este caso, el resultado fue un desastre sin paliativos: la flota atacante fue rechazada, perdiendo sesenta y dos buques y más de siete mil hombres, es decir, la mitad de sus efectivos.

No es mi intención hacer inventario de los numerosísimos enfrentamientos entre las marinas inglesa y española a lo largo de estos años. Se trata sólo de aclarar que hubo de todo: victorias y derrotas. Es cierto que el reinado del último Austria fue de gran debilidad militar por parte de España, tanto en la mar como en tierra (los años 1650 a 1700 fueron los del apogeo de la piratería en el Caribe), y que Inglaterra, luego de sus devastadoras guerras con Holanda, emergió en el siglo XVIII como la potencia naval dominante, pero ello no debe hacernos comulgar con la leyenda de una Gran Bretaña invicta. Y este último comentario es especialmente oportuno en lo que respecta a la historia del siglo XVIII. Quien se interese por la larga pugna entre España, Francia e Inglaterra por el dominio de los mares a lo largo de este siglo cuenta con abundante bibliografía. En lo que respecta a la marina española, hay unos cuantos libros sobre la política de rearme naval de los Borbones españoles y los planes de José Patiño, José Antonio de Gaztañeta y el marqués de la EnsenadaJosé Cervera Pery, La Marina de la Ilustración, Madrid, San Martín, 1986). Pero de nuevo nos encontramos con un hecho asombroso. Se expone en nuestros libros de texto el rumbo negativo de las guerras con Inglaterra (en buena parte resultantes de los compromisos debidos a los Pactos de Familia con Francia), y no faltan citas de, por ejemplo, los episodios desafortunados de la Guerra del Asiento, o «guerra de la oreja de Jenkins» (1739-1748), como los ataques a La Habana de 1739 y 1748 o la incursión del comodoro George Anson por el Pacífico (1740-1744). Pero nada se dice del episodio más importante de aquella guerra, que se saldó, precisamente, con una aplastante derrota británica. Me refiero al ataque a Cartagena de Indias de 1741.

Es este un episodio de importancia difícil de exagerar. Con el objetivo de tomar la plaza y partir en dos el imperio español en América, los ingleses movilizaron la mayor flota de guerra que jamás había cruzado el Atlántico hasta entonces: ciento ochenta y seis barcos con un total de once mil soldados y doce mil quinientos marineros. De haber conseguido su propósito, es muy posible que una buena parte del imperio español en América hubiera caído en manos inglesas. Frente a esta descomunal fuerza, el defensor de la plaza, Blas de Lezo, no contaba sino con una exigua fuerza de unos tres mil hombres y seis navíos. Aparte, claro está, de unas importantes defensas y una clara estrategia. Cartagena estaba defendida por una estupenda geografía: para acceder por el sur a la bahía de la ciudad, una flota atacante tenía que rebasar otras dos bahías, bien fortificadas en sus respectivas entradas, mientras que el acceso por el norte estaba impedido por un terreno cenagoso. La enconada resistencia española en cada paso de acceso consiguió entorpecer y retrasar el avance inglés, dando tiempo a que las enfermedades tropicales hicieran estragos en la fuerza atacanteLa historia de la defensa de Cartagena de Indias está tristemente empañada por el enfrentamiento entre Blas de Lezo y el virrey Sebastián de Eslava acerca de la estrategia de defensa, de resultas del cual Blas de Lezo recibió un trato injusto por parte del rey. El héroe de Cartagena murió cuatro meses después del asedio, como consecuencia de las heridas recibidas durante el mismo, y aún tardó años en ser rehabilitado y recibir el reconocimiento y los honores merecidos.. No es cuestión aquí de describir con detalle la apasionante gesta de la defensa de Cartagena de Indias: invito al lector a que disfrute de ella en alguno de los libros que más abajo cito.

En los numerosísimos enfrentamientos entre las marinas inglesa y española a lo largo de estos años hubo de todo: victorias y derrotas

El asalto a la plaza, que Edward Vernon suponía que sería cuestión de días, duró dos meses. En su transcurso, el vómito negro diezmó sus tropas. Y los ingleses, en su camino hacia la ciudad que pretendían tomar, se encontraron frente al fuerte de San Felipe de Barajas, en el que Blas de Lezo había concentrado sus fuerzas. El asalto al fuerte por parte de los británicos fue rechazado, y el contraataque español les puso en fuga, con unas pérdidas de mil quinientos hombres. Tan rotunda derrota, unida a las bajas anteriores, convencieron a Vernon de que el ataque había fracasado, y que no tenía ya ni las tropas ni el ánimo suficiente para seguir intentándolo. Los ingleses habían perdido varios buques y entre nueve mil y once mil hombres nada menos (las pérdidas españolas no pasaron de los seiscientos). El 8 de mayo, la flota inglesa abandonó la bahía de CartagenaEl último buque inglés salió de ella el 20 de mayo.. Fue una de las mayores derrotas británicas de su historia. Para más ridículo, ante las optimistas noticias del almirante Vernon sobre una inminente caída de la plaza, los británicos habían acuñado monedas en las que un Blass [sic] de Lezo, de rodillas, entregaba las llaves de la ciudad a un triunfante Vernon. Monedas que, obviamente, hubo que retirar a toda prisa. Parece ser –así se afirma en algunas fuentes– que el humillado monarca inglés ordenó que la catástrofe no se mencionase nunca más, ni se recogiese en libro alguno, cosa que, en cualquier caso, los historiadores británicos habrían de cumplir escrupulosamente.

Que los ingleses decidiesen echar tierra sobre aquella hiriente derrota puede entenderse, y a ciencia cierta que lo lograron. Es raro el libro de historia británico que, caso de citarla, le dedique más de unas pocas líneas o, a lo sumo, unos breves párrafos. Pero clama el cielo que lo mismo hayamos hecho nosotros. Incluso el propio Cesáreo Fernández Duro lo despacha en apenas cinco páginasVéase Armada española, vol. VI, pp. 247-251.. En mi citado libro de bachillerato, la defensa de Cartagena de Indias ni se menciona. Y sólo en fecha recientísima Blas de Lezo ha tenido en Madrid la estatua que se merecePor cierto, los independentistas catalanes, siempre tan ombliguistas como patéticos, titularon así la colocación de la estatua: «Madrid pone una estatua al marino que bombardeó Barcelona» (se refieren, por supuesto, a un episodio de la Guerra de Sucesión)..

Sobre este brillante hecho de armas el lector dispone hoy, por fin, de unos cuantos libros recientes, todos ellos de carácter marcadamente divulgativo (y buena falta que hace), como los de José Manuel Rodríguez (El almirante Blas de Lezo, el vasco que salvó al imperio español, Barcelona, Áltera, 2008), José Antonio Crespo-Francés (Blas de Lezo y la defensa heroica de Cartagena de Indias, San Sebastián de los Reyes, Actas, 2014), Gonzalo M. Quintero Saravia (Don Blas de Lezo, Madrid, Edaf, 2016), Pablo Victoria (El día que España derrotó a Inglaterra, Barcelona, Áltera, 2005) o Rubén Sáez Abad (La guerra del Asiento o de la oreja de Jenkins, 1739-1748, Madrid, Almena, 2010)Ninguno de los libros mencionados a lo largo de estas páginas ha sido traducido al inglés, y por qué será que no me sorprende..

A ese episodio siguieron otras dos guerras contra el inglés: la desastrosa de 1762-1764, en la que España sufrió dos catástrofes (la toma de La Habana en 1762 y la de Manila el mismo año), y la de 1779-1783, en la que se registraron triunfos y reveses para nuestra Armada, pero que se saldó en términos muy favorables a España. Y fue en el contexto de esta última guerra cuando se produjo otra victoria naval española de igual o mayor contundencia que la de Cartagena de Indias, y más inexplicablemente olvidada si cabe.

Corría el año 1780 y el telón de fondo era la guerra de independencia de las colonias americanas, en apoyo de las cuales España y Francia habían declarado la guerra a Gran Bretaña. En agosto de ese año zarpó de Inglaterra un convoy de cincuenta y cinco buques que transportaban un enorme cargamento de armas, pertrechos y caudales con destino a los ejércitos británicos que combatían en América y en la India. El propósito de este doble convoy era dividirse a la altura de las Azores para dirigirse cada uno a su destino. El convoy partió de Portsmouth a principios de agosto. Hasta la altura de Galicia fue escoltado por la escuadra del Canal, pero más allá, y siguiendo las órdenes del Almirantazgo, que no se atrevía a desguarnecer las costas británicas, la protección del convoy quedó encomendada a una flotilla compuesta por sólo un navío y dos fragatas. Navegando lejos de la costa y de las rutas comerciales tradicionales, el convoy esperaba eludir el peligro. Pero los eficientes servicios de espionaje españoles pudieron averiguar la salida y posible ruta del convoy. Y con esta información, el conde de Floridablanca dio orden al almirante Luis de Córdova de partir con su escuadra para interceptarlo y capturarloMerece mencionarse que el mayor de la escuadra era el gran marino José de Mazarredo..

Grabado de la época donde la Reina Isabel I nombra caballero al corsario Francis Drake

La escuadra española, reforzada por un escuadrón naval francésLa escuadra de Córdova estaba compuesta por veintisiete navíos de línea y cuatro fragatas, y el escuadrón francés constaba de otros nueve navíos de línea y una fragata al mando de Antoine de Beausset. El buque insignia de Córdova era el «Santísima Trinidad», que hallaría un final heroico en Trafalgar, veinticinco años después., logró avistar el convoy en la madrugada del 9 de agosto a sesenta millas del Cabo de San Vicente. Los navíos de escolta de la invencible Royal Navy se dieron heroicamente a la fuga, lo que permitió a la escuadra española organizar la cacería de los mercantes. Algunos de ellos estaban fuertemente artillados, pero tampoco ofrecieron resistencia. En el curso del día, Córdova capturó cincuenta y dos buques, es decir, la práctica totalidad del convoy.

El botín fue inmenso: aparte de los propios buques (bastantes de los cuales pasaron a integrarse en la Armada española) se capturaron ochenta mil mosquetes, doscientos noventa y cuatro cañones, tres mil barriles de pólvora, ropas y pertrechos para equipar doce regimientos, efectos navales y un millón de libras en oro, amén de casi tres mil prisioneros. En conjunto, el valor de lo capturado alcanzó los 1,6 millones de libras de la época, la mayor presa naval en toda la historia de cualquiera de los dos países, bastante mayor que las logradas por las tan jaleadas expediciones de Francis Drake al Caribe de 1585 y de George Anson al Pacífico de 1744. No creo ser mal pensado si supongo que, de haber sido las cosas al revés, convoy español y captor inglés, ahora tendríamos varias decenas de libros cantando el suceso.

Cabe suponer que esta captura tendría consecuencias en la evolución de la guerra de independencia americana, al privar a las fuerzas británicas de pagas, armas y pertrechos. Cayó, desde luego, como una bomba en Londres, donde provocó una grave crisis financieraDos años después, el mismo Córdova puso en fuga a la escuadra del almirante Richard Howe en el mayor choque naval, en cuanto a número de barcos, de los producidos en todo el siglo XVIII (treinta y cuatro buques británicos, catorce franceses y treinta y dos españoles).. Asombra que un hecho de tal importancia esté prácticamente ausente de nuestros libros de historia, con la consecuencia de que sea totalmente desconocido en nuestro país, incluso entre personas que son buenas conocedoras de nuestra historia. Le dedican sendos capítulos Álvaro van den Brule y Agustín Ramón Rodríguez González en sus libros citados más arriba, este último con el atinado título de «un día aciago para la marina británica», y también se ocupa algo de él David Casado en La marina ilustrada (Madrid, Antígona/Ministerio de Defensa, 2009). Por su parte, Cesáreo Fernández Duro lo despacha en apenas una páginaVéase Armada española, vol. VII, p. 275.. Y poco más. No es mucho para tan notable suceso.

Todos sabemos cómo terminó la pugna hispano-británica por el dominio oceánico: Trafalgar (1805) significó el final de la Armada española, que nunca más volvió a desempeñar un papel relevante en los mares. El imperio español desapareció (aunque no por la acción de nuestros enemigos) en los comienzos del siglo XIX, y España se adentró en un largo período de irrelevancia, aislamiento y guerras civiles. En cambio, Inglaterra, dueña ya absoluta de los mares, inició su escalada imperial («Rule Britannia, Britannia rule the waves»). Nuestro enfrentamiento secular con la pérfida Albión terminó, por tanto, en derrota, y ello puede explicar un sentimiento de frustración que nos lleve a orillar su estudio, sobre todo si tenemos una historia tan rica como la nuestra y podemos alardear de otros enemigos vencidos. Pero que ese largo duelo de más de dos siglos terminase mal no implica que debamos comulgar con ruedas de molino y abandonarnos a una historia mendaz construida por los británicos a mayor gloria suya en la que siempre, en todo tiempo y lugar, ganaban ellos.

Si es comprensible que a los niños británicos les llenen la cabeza con las glorias de la derrota de la Spanish Armada y de la batalla de Trafalgar, parecería razonable que los nuestros conocieran al menos los tres episodios antes mencionados, en los que España infligió a los ingleses tres sonoras derrotas: la Contra-Armada, la defensa de Cartagena de Indias y la captura del doble convoy. Fueron tres victorias memorables que tuvieron importantes consecuencias: la primera privó a los ingleses de la ventaja estratégica conseguida con el fracaso de la Felicísima Armada; la segunda alejó para siempre el peligro de que los ingleses pudieran hacerse con nuestro imperio americanoDos intentos británicos posteriores, más localizados, de conquistar Buenos Aires y hacerse con el Virreinato del Río de la Plata en 1806 y 1807 fracasaron igualmente.; y la tercera contribuyó sin duda a la victoria de los norteamericanos en su guerra de independencia. Cualquier país que hubiera logrado tan sonoras victorias las habría celebrado profusamente, sin duda, en sus libros de texto y habría procurado que fueran sobradamente conocidas por las nuevas generaciones.

Fernando Eguidazu es consejero ejecutivo del Banco de España y ha sido secretario de Estado para la Unión Europea (2015-2016).

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