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Democracia y federalismo, o la búsqueda del equilibrio

Democracia federal. Apuntes sobre España

Francisco Caamaño

Madrid, Turpial, 2014

304 pp. 21,90 €

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En el panorama editorial español de los últimos años, la atención prestada a la cuestión territorial ha sido muy generosa. Sobre todo desde el Derecho público y la Ciencia Política, han sido varios los autores que se han animado a analizar, con carácter crítico, el momento actual del Estado autonómico, poniendo normalmente el acento en la necesidad (acuciante) de su reforma. El último libro de Francisco Caamaño ha de entenderse en ese contexto.

En medio de esta abundancia bibliográfica, lo que singulariza a este ensayo es su denodado esfuerzo por ofrecer una visión propia, alejada de la más común. Nos encontramos, en efecto, ante una propuesta que no oculta su pretensión: que hablemos de lo que nunca hablamos. Ese reto es también un desafío, al tiempo que una patente declaración de intenciones. Acaso el autor intuye que los lugares comunes sobre «nuestra cosa territorial» han conseguido ocultar, o acallar, verdades que deben de (volver a) ser debatidas o revisadas. Aunque también sería posible que, si de algo ya no se habla, es porque no interesa o se considera superado.

Nos encontramos, entonces, ante el ensayo de un autor que tiene una opinión propia bien fundamentada y que desea compartirla. Eso ya es, de por sí, un mérito. No es fácil encontrar opiniones propias y que, además, estén bien argumentadas. Aunque eso no quiere decir que haya que compartirlas todas, como es lógico.

¿De qué se ocupa Caamaño en este libro? ¿Cuál es su gran preocupación? Dicho de manera muy sintética: su pretensión no es otra que ofrecer una respuesta democrática y federal a las tensiones nacionalistas que nos acechan. Lo que pasa por entender que, en realidad, el federalismo es una forma de concebir la democracia capaz de asimilar los planteamientos nacionalistas de uno y otro signo. El objetivo, por consiguiente, es ambicioso. Y, además, se encuentra aderezado de una considerable dosis de optimismo (¿de la voluntad o de la razón?). Porque no está ni mucho menos claro que la respuesta federal sea satisfactoria para aquellos que aspiran a la construcción del Estado propio.

Sea como fuere, la democracia federal, por méritos propios, merece ser tenida en consideración, porque aunque no logre satisfacer a los «auténticos» nacionalistas, sí puede servir para dotar de mejores herramientas conceptuales, institucionales y competenciales a un Estado –el autonómico español– que sigue necesitado de ellas. Pero dialoguemos ya con algunas de las muchas ideas que habitan este libro. Vayan precavidos: es probable que algunas no les gusten. Es el precio que todo autor honesto tiene que pagar por sostener y mantener la singularidad de su parecer.

Aunque, a partir de la lectura de ciertos pasajes, a alguien pudiera darle la impresión contraria, lo cierto es que Francisco Caamaño no se oculta ni disimula cuando defiende, como señalábamos anteriormente, que el federalismo es la mejor solución ante la dualidad de sentimientos identitarios de carácter nacional. Es la mejor, porque es más razonable y probablemente más democrática que la secesión o la independencia, dado que no obliga a una elección única y monolítica de la identidad (nacional), al permitir a las minorías que también existen dentro de las minorías nacionales seguir conviviendo sin sentirse excluidas.

Como toda organización federal nace de un pacto que requiere actualización constante, la pretensión de petrificar ese acuerdo, al dejar en manos de una mayoría cualificada su evolución, no hace otra cosa que anquilosar su contenido, esclerotizarlo. Nada más lejos de la idea federal, que es evolución (legal y/o jurisprudencial), flexibilidad e, incluso, reforma constitucional como una posibilidad siempre presente. Por eso rechaza Caamaño la pretensión de utilizar la Constitución como parapeto o muro de contención frente a cualquier intento de evolución. Lo que no deja de sorprender, pues, aun sin negar la conveniencia de esa evolución constitucional, gracias, en buena medida, a la labor hermenéutica del legislador y del propio Tribunal Constitucional, ha de reconocerse también que la Constitución fija límites, establece mandatos, distribuye competencias, etc., y que esa función, típicamente normativa, por más que esté sujeta a evolución, ha de servir también como parámetro para medir la legalidad de otras actuaciones. A veces, por tanto, la Constitución ha de actuar como muro. El federalismo es una forma de entender la democracia, de acuerdo, pero eso no quiere decir que pueda también ser una excusa para ignorar el valor normativo de los preceptos constitucionales.

Sin demasiado orden ni concierto, vamos a desgranar ahora algunas de esas ideas-fuerza a las que antes nos referíamos para comprobar que el autor no rehúye el problema ni se sale por la tangente, refugiándose en lugares comunes que, en ocasiones, ocultan verdades a medias o simplemente falacias. El afán por acabar, por ejemplo, con la concepción clásica de la «soberanía» se deja ver a lo largo de la obra en diversos momentos. Muy en particular cuando se señala que el federalismo puede superar conceptualmente el monismo indivisible de la soberanía, al identificar distintos centros de poder y decisión. Ya no hay propiamente un único soberano. Es cierto que es esta una idea que cada vez se encuentra más extendida entre la iuspublicística, pero me parece que también es verdad que en el momento crítico, aquel en que se decide la propia vida del Estado, su pervivencia, despierta ese bello durmiente al que creíamos muerto –el soberano– para tomar la decisión que nadie más que él puede adoptar.

Como muy bien señala Caamaño, no es posible explicar la realidad de un Estado compuesto simplemente en términos de soberanía, dado que la repartición del poder público entre diversos centros exige explicaciones más complejas, pero tampoco parece –tengo la impresión– que haya llegado ya el momento en que, a todos los efectos, podamos prescindir de la idea de soberanía. Puede haber aún instantes en los que el soberano, por más debilitado o condicionado que esté, tiene que hablar. Negarle esa capacidad, en el fondo, no significa más que hurtarle el trono que ostenta para proclamar en su lugar a otro soberano. Y la cuestión no queda disuelta por el hecho de que el auténtico soberano en una democracia lo sea el pueblo, como acertadamente recuerda nuestro autor, ya que el problema seguiría siendo el mismo: un pueblo que deja de ser soberano porque se reconoce la existencia de otro que es considerado titular de la soberanía. La clave, claro, está en explicar por qué se produce ese traspaso de soberanía y, sobre todo, en identificar al responsable de esa trascendental decisión, que no puede ser otro que, naturalmente, el propio soberano (salvo que se produzca una ruptura inevitablemente violenta). Sin dramatismos, pero sin tapujos, es ahí –creo– donde se encuentra el nudo gordiano. Y me parece que en este libro lleno de excelentes argumentos, de verdades que no suelen decirse, sin embargo, no acaba de desenmarañarse el lío.

No hay Estado federal sin federalismo (es decir, sin cultura federal). Puede ser cierto si levantamos la mirada y nos fijamos en el horizonte lejano. A largo plazo, difícilmente un Estado federal se sostendrá si no hay en su seno una cultura federal predominante. Pero la cultura se enseña y se aprende. La responsabilidad de los poderes públicos y de las fuerzas políticas a este respecto es máxima. Pero también de la llamada, quizá sin demasiado acierto, sociedad civil organizada. Nuestro Estado autonómico, de mimbres federales, se resquebraja si no se alimenta la cultura federal. Es decir, si no se fomenta la unión de los diversos, lo que obliga a poner tanto el acento en los puntos que nos unen como en el respeto a aquello que nos diferencia, único modo de construir al unísono un proyecto común.

En esa búsqueda del acuerdo, lo más difícil será acordar, precisamente, qué tipo de federalismo se quiere: multinacional o no, cooperativo o competitivo. La apuesta de Caamaño es clara: federalismo plurinacional competitivo. Lo que, aparentemente, exige que la construcción federal se haga «de abajo arriba», y no como de hecho ha sucedido hasta el momento en todas nuestras experiencias federales, decididas unilateralmente desde arriba. Pero es que así es la historia: unos Estados federales se construyen desde la independencia de varios Estados que buscan la unidad, y otros desde la unidad de un Estado que busca el reconocimiento del pluralismo que forma parte de él. Lo primero podrá parecernos más natural, pero lo segundo tampoco tiene por qué sorprendernos en exceso. Al fin y al cabo, los Estados que albergan diversidad y pluralidad en su seno no son una excepción. El problema está en el choque entre los que Caamaño llama «nacionalismos de Estado» y «nacionalismos contra el Estado», cuya única solución se encuentra precisamente en el federalismo.

Sin negar que por ahí puede ir, efectivamente, la solución, quizá convenga reformular la cuestión en los términos siguientes, a fin de presentarla con alguna dosis mayor de realismo: asumiendo que, al menos a corto o medio plazo, los nacionalismos en conflicto no van a desaparecer, es más, no quieren desaparecer ni podemos forzar su desaparición, en el supuesto de que la misma fuese deseable, ¿cómo logramos que unos y otros convivan armónicamente? ¿Hay algo en la esencia de todo nacionalismo que impida su convivencia pacífica con otros nacionalismos? Profundizar mínimamente en esta cuestión nos llevaría demasiado lejos. Un viaje que quizá no merezca ni siquiera la pena emprender si, como sospecho, al final lo mejor es olvidar el lenguaje del nacionalismo para utilizar el de la democracia y los derechos, por definición mucho más inclusivo.

Pero hay problemas que, por más que se nieguen, siguen existiendo. Y alguna respuesta habrá que darles. Tenemos un mal y buscamos su origen. Francisco Caamaño lo identifica, en parte, con la lejanía que con el paso del tiempo fue produciéndose entre la primigenia voluntad constituyente y el paulatino desarrollo que fue dándosele, por obra del legislador y del juez constitucional, al Estado autonómico. Hablamos de la asimetría de inicio, esa que quedó un tanto subrepticiamente pergeñada en la diferenciación que el artículo 2 de la Constitución establece entre «nacionalidades» y «regiones», y que algunas consecuencias parece además tener a lo largo del articulado constitucional, pero que después –Caamaño dixit– fue mitigándose por obra del «nacionalismo de Estado», encontrando quizá su punto culminante en aquel coloquial, pero tan cargado de simbolismo, «café para todos».

Puede que sea cierto, y que si las cosas, desde un principio, se hubiesen hecho de manera diferente, articulando «en origen una estructura política claramente federal, con determinación de las Comunidades Autónomas y la delimitación de sus competencias», todo hubiese sido distinto. Es posible, pero nunca lo sabremos. Los argumentos contrafácticos suelen ser atractivos pero, por lo común, sirven para muy poco. Fue como fue, pasó lo que pasó y estamos donde estamos. Lo que hay que preguntarse es qué puede hacerse.

¿Que hubiera sido preferible reconocer la singularidad nacional de Cataluña, el País Vasco y Galicia? Tal vez. ¿Que la situación en que nos encontramos deriva únicamente de ese defecto? No. En el camino, las responsabilidades han ido distribuyéndose entre todas las partes. Y, en todo caso, después de todo el rodeo, ¿qué podemos hacer? Desde luego, lo primero que tenemos que hacer es no agotarnos en la búsqueda de responsables, entre otras cosas, porque nunca llegaremos a un acuerdo. No todo fue culpa del constituyente, ni de los posteriores estatuyentes, ni del legislador estatal o los legisladores autonómicos, ni del Tribunal Constitucional, ni de los partidos políticos de ámbito estatal o autonómico. No hay una respuesta fácil y unívoca en la determinación de los responsables. Por ahí no llegaremos a la solución.

Lo cierto es que España ha experimentado en los últimos treinta y cinco años un proceso extraordinario de descentralización política. Se ha hecho a partir del reconocimiento de una pluralidad territorial, pero desde el firme compromiso con el mantenimiento de la unidad. Ahí han surgido fuerzas tectónicas enfrentadas que han podido canalizarse, con relativo éxito, hasta el momento presente. Si ahora nos encontramos en un punto que nos parece crítico, seguramente sea así porque hay un empeño en romper el equilibrio que durante lustros ha venido manteniéndose. Dejando de lado ahora la cuestión de la responsabilidad, cualquier intento de acentuar uno de los polos en tensión (el unitario o el que cuestiona la unidad) provoca un choque. Y entonces hay que volver a buscar el equilibrio. Parece que en el federalismo puede encontrarse la clave, porque es la fórmula de organización que se ha inventado para mantener la unidad dentro del respeto a la diversidad. Así que habrá que insistir. No parece que haya alternativa viable.

Sin embargo, Caamaño nos advierte que no basta con arreglos federales, sino que hay que afrontar también la cuestión nacional. Es posible que tenga razón y que, al final, por mucho que nos empeñemos en no hablar el lenguaje de los nacionalismos, no quede más remedio que emplearlo. Es más, seguramente, sin ser conscientes de ello, todos utilizamos ese lenguaje, porque es el que nos han enseñado, el que hemos aprendido. Si eso es así, entonces me parece que hay que procurar desaprenderlo, visto que nos lleva a la incomunicación. Si tenemos un problema nacional, a lo mejor el mismo comienza a desenquistarse cuando hacemos el esfuerzo de hablar el lenguaje del federalismo.

¿Y si a las demandas nacionalistas, de uno u otro signo, respondemos con propuestas federales bien fundamentadas, que apuesten, por ejemplo, por llevar a cabo un nítido reparto de competencias entre el Estado central y las Comunidades Autónomas que clarifique responsabilidades, o un rediseño del sistema de financiación basado en criterios de corresponsabilidad fiscal, o una reforma del Senado que convierta a este en una cámara en la que cada Comunidad Autónoma, a través de su gobierno, principal responsable de la dirección política de aquella, pueda expresar y defender su opinión respecto de la aprobación de las leyes estatales que les afectan directamente? Puede parecer una ingenuidad, pero, ¿no lo es aún más creer que dos nacionalismos enfrentados hablando el lenguaje nacionalista van a entenderse? Cuando un nacionalista habla con otro nacionalista en lenguaje nacionalista, lo que se produce es un inevitable choque de sentimientos (o, al menos, eso se dice). El lenguaje nacionalista está contaminado. Hay que hacer el esfuerzo de desterrarlo para hablar otro que resulte cómodo e igual para todos: el lenguaje del federalismo.

Eso es lo que, en último término, persigue Francisco Caamaño en este libro cuando nos dice que hay que construir «una Democracia federal, desarmando el viejo discurso de los nacionalismos excluyentes para edificar, a través de un nuevo lenguaje constitucional, una sociedad que reconozca su pluralidad nacional al tiempo que establece los fundamentos para articular un razonable deslinde entre identidad y ciudadanía». Ahí está su gran contribución, el gran mérito de su esfuerzo: intentar desenmascarar las falacias de los nacionalismos y, sobre todo, procurar su integración por la vía de un nuevo pacto fundacional que reconozca a todos ellos en la construcción del Estado común.

Que en la consecución de ese loable objetivo ponga el acento sobre algunas cuestiones que resultan discutibles (superación del concepto de soberanía; atribución de la responsabilidad de la ruptura de un supuesto pacto constitucional implícito –la «Constitución ausente»– al Tribunal Constitucional en su sentencia sobre el Estatut y consecuente judicialización de la política; defensa de las competencias concurrentes; necesidad del referéndum; etcétera) u otras que tienen algo de arcanas («para ciertas comunidades políticas [el federalismo] es un factor determinante de su felicidad»; «la democracia es competencia y no consenso»; «en cierto sentido, el intérprete último de la constitución siempre es el pueblo»; etcétera), en absoluto desmerece el mérito del esfuerzo orientado a construir un concepto no étnico de nación, capaz de convivir con aquel que sí lo es, como presupuesto de una democracia federal.

Esta es sólo una pequeña muestra de todo lo que se encierra en las páginas de estos Apuntes sobre España. El lector desprejuiciado, si es que alguno lo somos, no se quedará únicamente con aquello que más le guste: que «la expresión “derecho a decidir” oculta que la secesión en un Estado democrático siempre es un fracaso colectivo y, con buenismo rousseauniano, nos presenta la ruptura como un ejercicio debido de libertad», o que es preciso realizar un «pacto fundacional sincero» (como si el de 1978 no lo hubiese sido) para incorporar, entre otras cosas, las asimetrías al texto constitucional, por ejemplo. Antes bien, ese buen lector hará su propio esfuerzo para tratar de comprender los argumentos de uno y otro signo, una vez que ha quedado convencido de que este no es un libro que quepa encuadrar en una u otra parte, porque tiene personalidad propia: la de su autor.

Antonio Arroyo Gil es profesor asociado de Derecho Constitucional en la Universidad Autónoma de Madrid.

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