El pasado 27 de enero de 2015, en CaixaForum Madrid, se celebró una Jornada de debate, organizada por la REVISTA DE LIBROS, en la que destacados intelectuales españoles, bajo la dirección y moderación de Manuel Aragón, trataron de responder a una serie de cuestiones relacionadas con la situación actual del Estado español (crisis de la democracia representativa, desafección ciudadana hacia la política, deterioro institucional, etc.), así como con la eventual futura reforma de la organización territorial del mismo (el Estado autonómico en su vertiente competencial, financiera e institucional). En esta compleja "hora de España", en la que predomina el ruido, a veces ensordecedor, de "los opinadores de todo", se echa, en ocasiones, en falta, el parecer bien fundado y la argumentación sosegada. Es en este contexto en el que se ha de entender esta jornada de debate, cuyo resumen se expone a continuación.
La jornada comienza con las siguientes palabras de bienvenida del director de REVISTA DE LIBROS, Álvaro Delgado-Gal, leídas en su ausencia por Raimundo Ortega Fernández, Presidente de la Fundación Amigos de la Revista de Libros:
Queridos amigos: Pocos negarán en este momento que nuestro país atraviesa una crisis considerable, la más aguda quizá desde que se inició la democracia. La larga recesión ha mermado la renta de los españoles, la unidad nacional parece estar en precario, y resulta difícil oír las admoniciones y reproches que recíprocamente se dirigen los partidos sin experimentar una mezcla de irritación y cansancio.
La experiencia ha confirmado, sin excepción, que los comportamientos dentro de una democracia tienden a adoptar las formas elaboradas por grupos directa o indirectamente implicados en la política activa. En las épocas de estabilidad, estas formas son fijas, o, al menos, reflejan desviaciones menores respecto de un canon central, cristalizado en una Constitución, unos usos políticos predecibles y medianamente funcionales, y unas expectativas no del todo incongruentes con lo que la Administración y el juego partidario son capaces de ofrecer a los ciudadanos. De pronto, las formas pierden su eficacia antigua. O mejor, la pierden de modo progresivo, hasta que advertimos, de súbito, que se ha vuelto inestable lo que parecía estable. Entonces nos confesamos, o nos declaramos, en crisis. Las crisis se expresan como una obsolescencia de los automatismos morales en que estábamos instalados en la época de bonanza, por llamarla de alguna manera.
Es esa la coyuntura en que toca averiguar formas de convivencia nuevas. La palabra “averiguar” es equívoca, desde luego, y por eso la empleo aquí. La alternativa “inventar” se me antoja absurda, y “diseñar” es pretenciosa, ya que postula una clarividencia (y una autoridad por parte del presunto clarividente) que nadie debería arrogarse en una democracia. “Averiguar” vale, más bien, por “ponerse a pensar”. Sí, creo que todos debemos ponernos a pensar, y que sobre todo deben ponerse a pensar, o mejor, deben dar un impulso inicial al pensamiento, quienes más experiencia acumulan sobre la cosa pública. Con una cautela evidente: que se encuentren fuera de la política en su acepción cortoplacista. Esto es, que no se sientan en la obligación de obedecer a nadie, ni experimenten el temor de perder algo si dan voz a lo que estiman que es mejor para todo el mundo.
Revista de Libros, convocante de la plática o intercambio de impresiones que hoy se celebra aquí, en un local que la Obra Social de la Caixa ha tenido la cortesía de ofrecernos, ha conseguido reunir a juristas, economistas y teóricos de la política de prestigio indudable. Manuel Aragón, Magistrado Emérito del Tribunal Constitucional y Catedrático Emérito de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Madrid, dirigirá el debate. Los debatientes son todos de primera línea. Se los nombro dando sobre ellos noticias muy escuetas, ya que, si hiciera relación de todos sus méritos, les tendría aquí hasta las tantas de la noche. Bien, ahí van los nombres, que desgranaré por orden alfabético: Roberto Blanco Valdés, Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Santiago de Compostela; Francesc de Carreras Serra, Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Barcelona; Ángel de la Fuente Moreno, Director de la Fundación de Estudios de Economía Aplicada – FEDEA; Juan José López Burniol, Notario y ensayista; Santiago Muñoz Machado, Catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad Complutense de Madrid; Félix Ovejero Lucas, Profesor de Filosofía Política de la Universidad de Barcelona; Álvaro Rodríguez Bereijo, Presidente Emérito del Tribunal Constitucional y Catedrático de Derecho Financiero y Tributario de la Universidad Autónoma de Madrid, y Francisco Rubio Llorente, Vicepresidente Emérito del Tribunal Constitucional, Catedrático Emérito de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense de Madrid y Ex Presidente del Consejo de Estado.
El procedimiento del debate será simple, aunque es seguro que no lo serán las conclusiones. Manuel Aragón levantará una serie de cuestiones, que se discutirán una por una, y cerrará el encuentro haciendo una suerte de balance y agregando a éste su opinión personal. Obviamente, cada cuestión se referirá a un contencioso político, al que podría seguir, o no, una posible providencia constitucional. No les voy a enumerar ahora todos los puntos, por razones obvias. Solo recordaré que las inquietudes actuales giran alrededor de tres problemas principales: desgaste de los partidos, los cuales acusan innegable fatiga de materiales, el correlativo y creciente desvío de los ciudadanos hacia las instituciones políticas, y el problema territorial, que se ha exacerbado por causa de la disidencia nacionalista catalana y al que consagraremos lo más abultado de la tarde.
Sería ingenuo suponer que los problemas se resuelven, sin más, reformando tal o cual artículo de la Constitución. Una Constitución no es un conjunto de instrucciones, o un manual de uso como esos que sirven para ver cómo funciona un electrodoméstico, sino un marco consensuado, en cuyo interior los agentes políticos evolucionan en el día a día de la vida nacional. La acción de los partidos, y en ocasiones el azar, modifican el marco. Con el correr del tiempo, no es infrecuente que éste se desdibuje, y resulte crecientemente difícil acogerse a él para seguir abordando los asuntos colectivos. Se plantea a partir de ese instante la posibilidad de una reforma constitucional, la cual, a la vez que constitucional, será política, o si quieren, será primero política y a continuación constitucional. Pondré un ejemplo, al objeto de que se entienda lo que quiero decir. Se hablará aquí, como no podía ser menos, de una revitalización de los partidos, que el ciudadano percibe más como agencias de colocación, que como representantes del pluralismo político. Una manera posible de abordar la cuestión, pasa por reformar la ley electoral con el fin de que los diputados adquieran autoridad en su circunscripción y se conviertan en algo más de lo que son ahora, a saber, meros engranajes dentro de la maquinaria burocrática de la formación que los ha incluido en sus listas. La reforma de la ley electoral se puede escribir con mayúsculas, o con minúsculas. Tendrá que escribirse con mayúsculas, si se considera preciso suprimir las actuales circunscripciones provinciales y substituirlas por otras de distinta naturaleza. No se puede hacer eso sin reformar la Constitución. Alternativamente, es posible cambiar la ley sin plantear una reforma constitucional. Es probable que oigamos hoy argumentos a favor de lo primero, y también argumentos en apoyo de lo segundo. Ahora bien, lo mismo si se lanza un envite a la grande, que un envite a la chica, no se atarán cabos si los partidos no empiezan por cambiarse a sí mismos. Solo unos partidos dispuestos a cambiarse a sí mismos, quiero decir, solo unos partidos que, tras haber hecho examen de conciencia, consientan en concebir de otra manera su régimen interno y sus estrategias para obtener una mayoría en el parlamento, serán capaces de cambiar la Constitución. La reforma de la ley o de la Constitución aparece por lo tanto como reflejo de un hecho político, o, si se quiere, de un hecho moral. Es más, una reforma emprendida con el único propósito de maquillarse frente a una opinión hostil, servirá de muy poco. Las patologías que en este momento afligen al sistema asumirán formas nuevas, pero no desaparecerán. Vuelvo a lo de hace un rato: la letra de la ley no es lo mismo que la ley. La ley es la letra de la ley animada por el espíritu de la ley. En consecuencia, reformar la ley es más que reformar los códigos. El que cambia los códigos sin cambiarse a sí mismo, se ha puesto ya a buscar coartadas para que no cambie nada.
Resumiendo: abordar el cambio político bajo el lema de “Reforma de la Constitución” debe ir acompañado, como mínimo, de un ejercicio de modestia. Se trataría menos de proponer fórmulas salvíficas, que de precisar nuestros problemas sugiriendo posibles simetrías constitucionales, las cuales, si hay suerte, podrían incluso convertirse en el germen de iniciativas constitucionales verídicas y no virtuales, iniciativas que solo serán fructíferas, y tendrán cara y ojos, cuando la crisis haya madurado más y sea forzoso moverse por la propia presión de las cosas. Las soluciones inmediatas e integrales nos remiten a una esfera de ideas que no es la nuestra. Nos forzarían a ser como el barón de Münchausen, el que consiguió salir de la ciénaga agarrándose a su propia coleta y tirando hacia arriba.
Como he dicho, toca ponerse a pensar, que es más pesado pero más útil. Doy la palabra a Manuel Aragón, director del debate. Muchas gracias.
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El Director del Debate comenzó advirtiendo que iba a intentar enmarcar el propósito de este encuentro a partir de unas constataciones que, no por evidentes, resulta superfluo recordar: atravesamos una aguda crisis económica, pero también política, que se manifiesta de múltiples formas, aunque de manera principal gire alrededor de una serie de problemas relacionados con el desgaste de los partidos políticos, la consiguiente desafección ciudadana hacia las instituciones democráticas, y la fatiga del modelo territorial, exacerbada en los últimos años por la disidencia nacionalista catalana. La solución de todos estos problemas, como es evidente, no puede reducirse a la reforma de algún artículo de la Constitución, sobre todo, porque tal reforma constitucional, para ser efectiva, ha de venir acompañada de una reforma política, o, más precisamente, de una reforma de los partidos políticos. Asumida esta premisa, no carece de sentido, sino todo lo contrario, tratar de identificar con precisión esos problemas y apuntar, con modestia y realismo, alguna posible solución.
Un primer bloque de cuestiones tiene que ver con los problemas actuales de nuestro Estado democrático, esto es, la crisis de la democracia representativa en España, que ha traído consigo una amplia desafección ciudadana hacia las instituciones democráticas, y su posible relación con la debilidad de nuestra cultura política, con la falta de ejemplaridad pública y de educación cívica, y con el desprestigio de instituciones como los partidos políticos, los sindicatos, etc.
A este respecto, Juan José López Burniol sostiene que así como la crisis económica ha sido superada con notable éxito por el país, pese a los notables costes que ha provocado, pagados en su mayoría por las clases medias y populares, lo que ha motivado una desigualdad creciente, la crisis política, por el contrario, resulta mucho más grave. No se trata tan solo de una crisis de la democracia representativa, que también, sino, sobre todo, de una erosión del Estado como sistema jurídico, en la medida en que hay numerosas leyes y sentencias que no se cumplen. En España, como reflejo de uno de los peores legados de la larga dictadura franquista, no existe una cultura ciudadana de cumplimiento de la ley; incluso, son los poderes públicos, muchas veces, los que incurren en tal incumplimiento.
Por su parte, Francisco Rubio Llorente entiende que lo que en realidad hay es una crisis profunda de la política y, más en concreto, del Estado como principal actor de la política en el mundo. El Estado sufre un gran desprestigio porque el ciudadano percibe que aquel ya no es el agente necesario para resolver sus problemas, a causa de su debilidad y limitaciones. Junto al poder del Estado se encuentra ahora el enorme poder de los mercados. Los Estados actuales están sometidos al poder de un doble soberano: el pueblo del Estado, que manifiesta su voluntad a través del voto, y el pueblo del mercado, que manifiesta la suya propia por medio de los tipos de interés. Por tanto, la crisis de la democracia representativa es, en cierto sentido, una crisis del Estado como forma de organización política en un mundo globalizado. Esta pérdida de importancia del Estado como marco de la convivencia en nuestras sociedades arrastra también un cambio en la idea de Constitución. Las Constituciones de los Estados democráticos resultan ya insuficientes para regular la vida jurídica de los mismos, al verse sustituidas, en parte, por las llamadas "constituciones internacionales o supranacionales". En cierto sentido, lo que un Estado tiene que hacer ahora viene determinado por el juicio que desde fuera de él se hace sobre el grado de realización de los derechos fundamentales y el grado de eficiencia de su sistema económico interno. Lo que en el caso español se ve aún más agudizado, a causa de nuestra pertenencia a la Unión Europea, y, aún más, por nuestra adscripción informal a las especificidades propias de la Europa meridional, que encuentra su proyección en una determinada actitud de los ciudadanos respecto del Estado. En definitiva, a causa de todos estos condicionantes externos, nuestro margen de maniobra es muy limitado. Dicho de otro modo, lo que podemos hacer aquí, en España, es microconstitucionalismo, no macroconstitucionalismo.
Álvaro Rodríguez Bereijo se muestra también más preocupado por la crisis política que por la crisis económica. Destaca cómo el agotamiento del marco político constitucional que nos habíamos dado en 1978 no es un fenómeno directamente asociado a la crisis económica, sino que viene de largo. Y la responsabilidad de tal agotamiento es más de carácter personal que material. No es fatiga de los materiales lo que se ha producido, sino errores cometidos por determinadas personas, en particular, muchos responsables públicos. Una segunda idea que pone de relieve es la de la debilidad del Estado. España no ha tenido nunca un Estado sólido, fuertemente asentado en una burocracia formada a lo largo del tiempo, de modo que las instituciones permanezcan por encima o al margen de los cambios políticos y electorales. A esto hay que añadir la debilidad de la sociedad civil organizada. Los partidos políticos han visto con sospecha y recelo cualquier movimiento ciudadano organizado como foro de opinión alternativo al debate político partidario, lo que ha traído consigo que estos, los partidos políticos, prácticamente hayan monopolizado la totalidad de la vida civil. La conclusión no podía ser otra que la asfixia de nuestra democracia por los partidos políticos. Ante este panorama, la reforma de la Constitución parece necesaria. No obstante, hay que decidir una cuestión previa: ¿se quiere reformar la Constitución o cambiar de Constitución? La diferencia no es baladí. Reformar la Constitución implica necesariamente la idea de su defensa. Pero muchas de las voces que se escuchan hoy en día en el debate público parecen apuntar más bien hacia un cambio de Constitución, sin que, por otra parte, se explique claramente qué Constitución distinta y qué sistema democrático diferente se pretenden instaurar.
En la idea de la débil soberanía de los Estados actuales incide también Santiago Muñoz Machado, para quien ya no disponemos de la Constitución en su totalidad, dados los condicionantes propios del mundo globalizado en que vivimos, en el que existen otras constituciones que se imponen al poder constituyente del Estado. Vivimos en un mundo de soberanías compartidas o fragmentadas. Esa globalización del soberano incide claramente en los mercados o en las regulaciones económicas, pero también en los derechos individuales. Respecto al muy generalizado incumplimiento de las leyes y de las sentencias, antes apuntado, el profesor Muñoz Machado entiende, más bien, que lo que existe es una sobreabundancia de normas que hace que estas sean casi irreconocibles. Situación que se ha complicado en nuestro caso como consecuencia del complejo reparto de competencias entre el Estado y las Comunidades autónomas, que dificulta hasta el extremo saber cuándo una ley es estatal o autonómica. Además, conviene, en su opinión, no exagerar el poder taumatúrgico de las leyes. La solución de los problemas que tenemos como sociedad no siempre, o no solo, se consigue aprobando una norma. Acerca de si existe alguna oportunidad en el momento actual de reformar la Constitución, no se muestra muy optimista, pese a reconocer que la Constitución precisa, en efecto, de modificaciones (en el plano competencial, institucional, etc.). Pero el hecho de que el partido actual de gobierno no quiera acometer esa reforma, unido al hecho de la previsible atomización partidista que se producirá tras las próximas elecciones, no permiten albergar muchas esperanzas a este respecto. Esa no reforma, no obstante, tendrá consecuencias, ya que provocará un decaimiento de las instituciones actualmente existentes y su sustitución, de facto, por un sistema institucional nuevo, diferente al diseñado por la Constitución (una especie de mutación constitucional).
Félix Ovejero Lucas pone el acento, por su lado, en la seria dificultad que existe, no solo en nuestro país, en la selección de elites políticas, cuestión esta a la que no parece que se pueda responder satisfactoriamente con una mera reforma constitucional. En su opinión, el problema es, más bien, de diseño institucional. Además, no se puede desconocer que la aparente urgencia de la reforma constitucional ha venido de la mano del agudizado problema nacionalista de Cataluña, constituyendo una paradoja que a quienes menos interesa la reforma de la Constitución es, precisamente, a los que desean “irse”. En otro orden de cosas, considera también que la constante crítica al populismo de ciertos partidos políticos de reciente aparición es poco útil, en la medida en que todos los partidos políticos son populistas. Señala, entonces, que lo que de verdad se está produciendo, y generando inquietud, es el fin del modelo aparentemente fijo de bipartidismo, en la medida en que ello puede complicar en el futuro tanto la gestión política como la búsqueda del consenso.
Francesc de Carreras Serra considera necesario, antes de hablar de la reforma de la Constitución, plantearse cuándo conviene acometer esta, ya que toda Constitución, por su propia naturaleza, es, o debería ser, un conjunto de normas y principios básicos con vocación de estabilidad. El problema, entonces, no es tanto de rigidez de nuestra Constitución, como de determinación del momento oportuno para llevar a cabo esa reforma, desde la inteligencia jurídico-técnica y la prudencia política. Y ahí habrá que tener muy en cuenta que la Constitución vigente, como patrimonio común a todos los ciudadanos, representa un acuerdo político trascendental, que solo debería modificarse si fuera posible reunir una mayoría parlamentaria equivalente a la de 1978, y sin perder de vista, en todo caso, que el consenso no es una base de partida sino un punto de llegada. A partir de estas premisas, la respuesta a la anterior pregunta -¿cuándo es conveniente reforma la Constitución?- debería centrarse en estas dos vertientes: en primer lugar, cuando sea jurídicamente necesario, esto es, cuando el texto constitucional sea un obstáculo insalvable para llevar a efecto cambios (sociales, políticos, económicos, etc.) que se consideran imprescindibles porque no se pueden acometer debidamente por ley; y, en segundo término, cuando sea políticamente oportuno, porque exista una mayoría favorable al cambio equivalente a la de 1978. Aparte, existe también, en opinión del profesor de Carreras, un grave problema de educación política de la sociedad española, entre otras cosas porque se ha renunciado a ella en las escuelas, y porque la que existe, en buena medida, se transmite a través de unos medios de comunicación que, por lo general, dejan mucho que desear.
Concluye esta primera ronda de intervenciones Roberto Blanco Valdés llamando la atención, en primer término, sobre la falta de tradición de reforma constitucional en España, porque cuando se producía una alternancia en el color del gobierno lo que se solía llevar a cabo era un cambio de Constitución. Con estas premisas, no se puede minusvalorar el hecho de que la Constitución vigente sea la primera que ha reunido un amplísimo consenso. Para su mantenimiento, toda reforma que se quiera acometer debería partir de una renuncia de los partidos políticos a obtener beneficios políticos (electorales) de la misma. Por otra parte, el objetivo de la reforma no puede ser la actualización del texto constitucional, ya que ni una sola Constitución en el mundo está completamente al día, siendo a este respecto muy valioso el ejemplo de Estados Unidos, cuya Constitución data del siglo XVIII, y su última reforma de los años setenta del pasado siglo. Por el contrario, el objetivo de la reforma debe ser la solución de los problemas que no se puedan resolver sin reforma, lo que exige, lógicamente, como paso previo, identificar concretamente cuáles son esos problemas. Actualmente, uno de los principales es el relacionado con la desafección ciudadana hacia los partidos políticos y, por ende, hacia la política y los políticos. Se ha extendido la idea, por muy falsa que sea, de que los partidos vienen a corromper o pervertir un consenso naturalmente existente en la sociedad. Este no es un problema típicamente español, aunque es cierto que se ha visto muy agravado en nuestro país como consecuencia de la crisis económica y de algunos errores graves que han cometido los propios partidos. Con todo, el principal problema que tienen los partidos es, como se ha apuntado ya, el de la selección de elites, hasta el punto de que, en muchos casos, lo que se produce es una selección de los "peores", pues los que ostentan el mando no quieren que los nuevos que lleguen les hagan sombra. El otro gran problema que tenemos en España, según Roberto Blanco, es el territorial, que se ha visto muy exacerbado como consecuencia de las incesantes demandas de los nacionalismos, lo que ha motivado una gran descentralización no acompañada de instrumentos de cohesión, cuya conclusión no es otra que la existencia de un Estado altamente ineficiente. Resulta por eso imprescindible acometer reformas constitucionales del Estado autonómico con el fin de hacerlo más eficiente. Reformas que exigen consenso y que solo podrán salir adelante si los partidos políticos renuncian a convertirlas en el campo de batalla electoral. En definitiva, hay que hacer política de Estado.
Realizada esta primera aproximación general a los problemas de nuestra democracia constitucional, que se manifiestan, entre otras muchas cosas, en la creciente desafección ciudadana hacia la política, los políticos y los partidos políticos, de lo que se trataría ahora es de valorar si para hacer frente a esta situación, al menos, con cierto éxito, es preciso realizar cambios en la Constitución. A este respecto, Manuel Aragón manifiesta su escepticismo, al entender que no es posible detectar insuficiencias o defectos sustanciales de la Constitución en los preceptos relativos a la regulación del sistema democrático, el Estado de Derecho, la organización de la representación política, la organización y finalidades de los partidos políticos, etc. Antes bien, el problema se encontraría, en su opinión, en el desarrollo legal y en el funcionamiento de la práctica y de las actitudes políticas, que han motivado, por ejemplo, una selección inversa de liderazgos, la mencionada desafección ciudadana, una ocupación por los partidos de diferentes áreas de la actividad social, y no solo de su ámbito natural, el Gobierno y el Parlamento, etc.
Las cuestiones, por consiguiente, se multiplican: Para hacer frente a estos problemas, ¿es preciso cambiar la Constitución o tan solo acometer reformas legales? ¿Se ha de modificar el sistema electoral? ¿Hay que reformar la regulación legal de los partidos, piezas indispensables en una democracia representativa, la única posible, según el moderador, para someter a mayor control su financiación, para obligarles a tener una organización y funcionamiento más democráticos? ¿Se ha de evitar la llamada profesionalización de la política?
Toma en primer lugar la palabra el profesor Rubio Llorente para incidir en una cuestión crucial: ¿Qué son los partidos políticos? ¿Qué hay en su naturaleza para que se muestren tan ajenos al interés de la mayor parte de la ciudadanía, y, muy en particular, de la más ilustrada? Quizás la crítica, legítima, a los partidos, deba venir acompañada, o precedida, por una reflexión sobre las propias culpas de nuestra sociedad, tan desinteresada por la vida pública y, por ende, por los partidos políticos. En buena medida seguimos teniendo una cultura de súbditos y no de ciudadanos: Esperamos que otros nos gobiernen porque no estamos dispuestos a dedicar tiempo a eso.
Francesc de Carreras, al tiempo que asume que la democracia hoy en día es una democracia de partidos, sin que pueda ser seguramente otra cosa, niega, en cambio, que deba ser una partitocracia, que es en lo que, en buena medida, se ha convertido, en la medida en que los partidos deciden allí donde deberían decidir las instituciones con criterios no partidistas, aplicando un perverso sistema de cuotas: elecciones de magistrados al Tribunal Constitucional, al Consejo General del Poder Judicial, etc. No obstante, a su parecer, el problema no está tanto en el diseño constitucional de los partidos políticos, que es correcto, pese a que necesite un mejor desarrollo legislativo, como en la modificación del sistema electoral, que precisa cambios para hacerlo más representativo, lo que a su vez provocaría un cambio en el interior de los partidos. Una reforma para acercarlo al sistema mixto alemán, que al tiempo que mantiene, en gran medida, la fuerza de la dirección del partido (cada elector vota a una lista confeccionada por este) otorga también mayor relevancia al elector y favorece una conexión más directa de este con el electo (pues también se vota a un candidato en distritos uninominales).
Félix Ovejero, por su parte, entiende que el problema con los partidos políticos es que se ha producido un cambio muy importante en su forma de ser y de actuar que no acabamos de reconocer. Seguimos pensando en términos antiguos, en un eje izquierda-derecha fuertemente ideologizado, cuando, en realidad, los partidos hoy en día son simples máquinas de ganar elecciones, en las que cuenta muy poco la militancia, dado que la fuente de sus ingresos no deriva mayoritariamente de ella. El problema de los partidos es inseparable de su financiación, y la solución no es sencilla, ya que la financiación privada, como es obvio, otorga a algunos segmentos sociales más poder de influencia que a otros, y la financiación pública se convierte en una barrera de entrada, de modo que los que ya están impiden el acceso de nuevos partidos con nuevas ideas al "mercado político". Para hacer frente a este problema se han buscado instituciones independientes, más técnicas, del estilo de las contramayoritarias clásicas, como los organismos reguladores, pero no se ha conseguido avanzar mucho, porque estas instituciones, en gran medida, siguen dependiendo del poder o influencia de los partidos políticos, incurriendo en los mismos vicios, incluso, de modo menos controlable. A tal efecto, hay diversas propuestas de diseño institucional relativamente originales, como la de elegir por sorteo a quienes previamente hayan sido seleccionados por competencia, mérito y capacidad. Esa elección por sorteo desvincularía en alguna medida a los elegidos de quienes los preseleccionaron, lo que además se podría reforzar desvinculando la duración de su cargo del ciclo electoral. El problema, que tampoco se puede ignorar, es que mecanismos como este parten de una premisa cuestionable: la desconfianza hacia la política. Otro gran problema, que podríamos denominar la "paradoja española", radica en que, por un lado, somos circunstancialmente muy activistas (las movilizaciones, manifestaciones o concentraciones de protesta, a veces por motivos ciertamente peregrinos, son continuas), pero, por el otro, carecemos de una trama civil organizada, con objetivos claros, independiente de la política partidista. Esto provoca que, en ocasiones, algunas de esas manifestaciones o movilizaciones circunstanciales acaben siendo apropiadas, controladas, o desvirtuadas, por ciertas minorías con más capacidad de influencia.
Juan José López Burniol considera, sin embargo, que el problema no es tanto si a los ciudadanos les gustan o no los partidos políticos, como si estos son o no capaces de gobernar, en el sentido de si son capaces de anteponer los intereses generales sobre el interés particular. Y es aquí donde aparece esa partitocracia a la que antes se hacía referencia, integrada por unos núcleos dirigentes, políticos de hoja perenne, que solo se renuevan por cooptación, inmunes a la democracia interna y proclives al pacto en beneficio propio que, en muchas ocasiones, se mueven, incluso, por pulsiones cainitas, desincentivando así la participación de muchos ciudadanos muy capaces en la vida política a través de los partidos. La reforma constitucional no puede solucionar estos problemas, pero sí cabría llevar a cabo algunas reformas legales, por muy complejas que fuesen, en materia de financiación, de democracia interna, quizás también de limitación de mandatos, y, por supuesto, en materia electoral, que sí podrían tener algunos efectos beneficiosos.
Sobre esta clara diferenciación entre reforma constitucional y reforma legal, Santiago Muñoz Machado, no obstante, muestra su temor, ya que, en su opinión, muchas veces trata de encubrirse una modificación de la Constitución por la vía de la simple aprobación o reforma de alguna ley. Acerca de la situación de los partidos políticos, y del desinterés que despiertan entre las personas con alta cualificación profesional o técnica, considera que tratar de atajar esos problemas con una reforma de la ley electoral va a resultar tan complicado como llevar a efecto una reforma de la Constitución. Además, se muestra muy escéptico acerca de la posibilidad de reformar los partidos por medio de una simple modificación legal, pese a que con ello se pueda producir algún avance en materia de democratización interna. Lo principal es que exista voluntad dentro del propio partido de cambiar las cosas; de no darse esta difícilmente se conseguirán esos cambios a través de una norma. En lo que sí podrían producirse ciertos progresos es en la participación de los partidos en la designación de los miembros de instituciones básicas del Estado (organismos reguladores, Tribunal Constitucional, CGPJ, etc.), al margen de las propiamente políticas (Parlamento y Gobierno). Es esta una exigencia que se deriva del principio de separación de poderes.
A vueltas con el sistema electoral, el profesor Rubio Llorente se muestra muy crítico con él, apuntando también al sistema alemán, con distritos uninominales, como una referencia a tener en cuenta. Aunque los problemas de nuestro sistema electoral son muchos, si lo que deseamos es aumentar su proporcionalidad, difícilmente se va a conseguir si no se cambia la circunscripción electoral, la provincia, lo que, como sabemos, supone un cambio constitucional. Más escéptico se muestra respecto a las virtualidades derivadas de abrir y/o desbloquear las listas, pues la práctica de las elecciones al Senado ha puesto de relieve el escaso éxito de medidas como esa. En definitiva, una reforma seria del sistema electoral exigiría, al menos, eliminar los condicionantes constitucionales actualmente existentes, que tanto benefician a los partidos mayoritarios, para permitir después que el legislador electoral, si se logra ese acuerdo, pueda introducir las reformas oportunas. Reformas del sistema electoral que, de llevarse a cabo, serían mucho más efectivas que aquellas propuestas que apuestan por acometer mediante ley una democratización interna de los partidos políticos. Estos, en tanto que empresas, no se democratizan por ley. En relación con el tema de su financiación, Francisco Rubio considera que si la financiación pública es mala, la privada es aún peor, tal y como ha puesto de manifiesto la experiencia de los Estados Unidos, que al abrir absolutamente a las empresas la posibilidad de financiar los partidos políticos ha puesto a estos en manos de los grandes emporios. La reforma del sistema de financiación de los partidos sería más eficaz si se centrase en la limitación de gastos, en lugar de operar sobre el límite de los ingresos. Por último, en relación con el peso de los partidos en la determinación de ciertos órganos del Estado, Rubio Llorente considera que hay que diferenciar entre los órganos de control y los órganos que ejercen un poder específicamente político, de derechos, como el Tribunal Constitucional, y no un simple poder de mercado, como ciertos órganos reguladores. Respecto de los segundos, el problema no está tanto en quiénes designan a sus miembros, los magistrados, como en la práctica que los partidos han hecho en esa elección, mediante un burdo reparto de cuotas. Quizás, a este respecto, lo más que se pueda hacer es arbitrar alguna práctica parlamentaria, como sucede en Alemania, en donde al comienzo de cada legislatura los partidos tiene que presentar la lista de eventuales candidatos a cubrir las vacantes que se produzcan en el Tribunal Constitucional, de manera que el Parlamento pueda hacer un examen detenido de las condiciones que reúne cada candidato en cuanto a suficiencia profesional, prestigio, etc.
En el debate subsiguiente con los asistentes al encuentro fueron abundantes las opiniones manifestadas acerca de la cuestión electoral, apostándose, entre otras cosas, por la apertura de listas, cosa que aunque no tenga efectos inmediatos, sin embargo, a medio plazo, sí podría acarrear consecuencias beneficiosas (Gabriel Tortella). Opinión esta que fue apoyada por Rubio Llorente, quien precisó que no solo hay que abrir listas, sino que además hay que introducir un sistema de sufragio uninominal, dado que el mismo incrementa la proporcionalidad del sistema y refuerza la relación directa entre representados y representantes. De igual modo, se puso el acento en la acusada desproporcionalidad de nuestro sistema electoral, cuyo remedio solo será efectivo si la provincia deja de ser la circunscripción, lo que exigirá previamente la modificación de la Constitución (Alfonso Ruiz Miguel). Opinión esta no del todo compartida por Roberto Blanco, quien considera que, en términos generales, y hasta el momento, la legislación electoral española, por lo que se refiere al Congreso de los Diputados, ha garantizado razonablemente bien lo que una legislación electoral tiene que garantizar siempre, esto es, un equilibrio sensato entre representatividad y gobernabilidad. Opinión que es compartida por Rodríguez Bereijo, si bien este añade una tercera función que debería cumplir una buena ley electoral: garantizar un cierto equilibrio y equidad en las posibilidades de elección de las distintas fuerzas participantes en el proceso electoral al margen de la circunscripción en donde son más fuertes, lo que no sucede en nuestro caso dados los perversos efectos de la sobreprima de representatividad que el sistema electoral vigente ofrece a unas fuerzas políticas con respecto a otras.
A este respecto, Manuel Aragón, aunque considera necesarias también ciertas modificaciones legales, se muestra, sin embargo, partidario de que, en todo caso, en la Constitución estén presentes los principios generales del sistema electoral: sufragio universal, igual, libre, directo, secreto, etc., así como el número de diputados, fijo o aproximado, de la entidad representativa, el Congreso, en este caso.
En relación con la cuestión planteada por Raimundo Ortega acerca de la posibilidad de celebrar un referéndum autonómico sin necesidad de reformar la Constitución, el profesor Rubio Llorente recordó su conocida postura favorable a tal posibilidad, en la medida en que el art. 92 CE se remite a la ley para regular las diversas modalidades de referéndum, y, sobre todo, porque la relación que existe entre Constitución y ley es bien distinta de la que se da entre ley y reglamento. Así, mientras que el poder reglamentario está vinculado positivamente por la ley, de forma que solo puede hacer aquello para lo que la ley efectivamente le faculta, el legislador, en cambio, está vinculado por la Constitución solo negativamente, de modo que puede hacer todo aquello que la Constitución no le prohíbe. En consecuencia, la Ley Orgánica reguladora de las diversas modalidades de referéndum podría arbitrar un procedimiento adecuado para que las Comunidades autónomas pudieran regular o convocar referenda.
Sobre la referida cultura cívica, Francisco Rubio comparte que tenemos una cultura cívica deficiente, si bien hay que distinguir dos planos: uno, difícilmente mejorable, que es el de la cultura profunda de la sociedad española, que, como ocurre con casi todas las sociedades mediterráneas, implica desconfianza hacia el Estado, al preferir los círculos próximos, como el familiar, en primer lugar; y otro, relativamente más superficial, que es el de la cultura cívica en sentido estricto, que implica la necesidad de que para convivir tengamos que respetar una serie de derechos y renunciar a la imposición de nuestra propia idea sobre lo bueno y lo malo, etc. En este último plano sí es posible avanzar, pero no solo por obra del Estado, sino también gracias a la labor de ONG y otras instituciones de distinto género.
Otra de las cuestiones que surgieron en el debate con los asistentes es la que tiene que ver con el creciente desprestigio de la función pública. A este respecto, Rubio Llorente recuerda que tradicionalmente esto no ha sido así, sino todo lo contrario, pues los grandes cuerpos funcionariales (abogados del Estado, inspectores de Hacienda, etc.) han tenido un altísimo prestigio en España. Otra cosa es que por razones estructurales, debidas al menor peso del sector privado, la función pública haya sido una vía casi natural de acceso a la función política, y que a partir de ahí se hayan generado confusiones.
De nuevo en relación con la posición de los partidos políticos en el Estado democrático, Roberto Blanco sostiene que estos, por un lado, son muy débiles, en la medida que tienen muy pocos militantes, pero, por el otro, son muy fuertes, en tanto que están encastrados en las instituciones del Estados, controlándolas, por lo general, lo que es especialmente claro en el caso del partido que sostiene al Gobierno, ya que es el Presidente de este, que al mismo tiempo suele controlar al propio partido, el que decide quién va a ser miembro del Tribunal Constitucional o del CGPJ, etc. Su criticada falta de democracia interna es casi consustancial a los partidos mismos, que en tanto que empresas que compiten por ganar elecciones para colocar a sus candidatos en cargos públicos apenas admiten discrepancias o divergencias. Esto es evidente en el caso de los partidos de gobierno. Solo cuando les va mal empiezan los partidos a plantearse la necesidad de ser más democráticos. Con todo, el problema auténtico se encuentra en la selección de elites, lo que tiene muy difícil arreglo, y en la llamada profesionalización de la política, que es algo generalizado en Europa. Para aliviar esa profesionalización de la política hay que tomar, al menos, dos medidas: limitar los mandatos de todos los cargos públicos y establecer un régimen de incompatibilidades muy severo entre cargos institucionales, con vistas a hacer más porosa la estructura del partido, de forma que se puedan producir renovaciones periódicas.
Sin embargo, Rodríguez Bereijo no se muestra muy partidario de que los requisitos de incompatibilidad que se establezcan sean muy exigentes, pues eso podría expulsar del ejercicio de la participación política y de la función representativa a personas que estarían dispuestas a dedicar parte de su tiempo a las tareas del bien común. Tampoco se muestra partidario de restringir la duración de los mandatos de los cargos institucionales en los órganos de control político y los organismos reguladores, ya que las funciones que los mismos desempeñan, normalmente, exigen mucho tiempo y dedicación, por lo que mandatos muy cortos no favorecerían ni el buen ejercicio de esa función ni la independencia frente al entorno político en que se desenvuelven.
Pero por retornar, para concluir esta primera parte de la jornada, a una de las preguntas originarias que dio lugar al debate acerca de si estas necesarias mejoras en la organización y funcionamiento de los partidos pueden acometerse por la vía de la reforma constitucional, Rodríguez Bereijo se muestra claramente contrario a tal posibilidad. Es más, en su opinión, la Constitución dice sobre los partidos, al igual que sobre otras instituciones representativas, como los sindicatos, lo que es razonable que una Constitución diga. Y, por último, por lo que se refiere a la intervención de los partidos en la elección de los miembros de las instituciones de control y de los organismos reguladores, el problema no estaría tanto en quién nombra o quién controla, sino en qué personas son las que se eligen para tal fin. Hubo un tiempo en que ser miembro del Tribunal Constitucional o del Tribunal Cuentas, por ejemplo, y tener una determinada afiliación política no estaba mal visto. Si eso ha cambiado radicalmente en los últimos tiempos debemos preguntarnos por qué. Y la respuesta no puede ser otra que el perfil de las personas que han sido elegidas para ocupar esos cargos.
Con todo, existe amplia coincidencia en que estas severas críticas realizadas a los partidos políticos, y a quienes los integran, no pueden generalizarse ni exacerbarse, dado que, pese a las dificultades denunciadas, la labor desempeñada por los mismos en los últimos treinta y cinco años de democracia constitucional ha sido, en términos generales, muy positiva, contribuyendo decisivamente a la transformación del país.
II
La segunda parte de la jornada se centró monográficamente en los problemas estructurales y/o funcionales del Estado autonómico, y sus posibles soluciones.
En una primera intervención, Juan José López Burniol dejó desde un principio claro que, en su opinión, el Estado autonómico, embrión de Estado federal, fue un acierto del constituyente de 1978, no solo como respuesta a determinadas reivindicaciones provenientes, fundamentalmente, del País Vasco y, sobre todo, Cataluña, sino, en general, como solución para el viejo problema de la estructura territorial del Estado español. La enorme preocupación despertada por este tema está plenamente justificada, pues, al fin y a la postre, lo que está en juego es, nada más y nada menos, que la distribución o reparto del poder público entre distintas instancias territoriales. En aquel momento, el constituyente distinguió correctamente entre las futuras Comunidades autónomas dotadas de una mayor autonomía política, y aquellas otras, que sin ser de segundo nivel, sí que dispondrían de una autonomía distinta. Lo que se puede entender mejor, desde la perspectiva catalana, por el interés claramente diferenciador tan presente en este territorio.
Ángel de la Fuente Moreno directamente entiende que el Estado autonómico español, en la práctica, es un Estado federal, porque tiene el ingrediente básico de todo sistema federal: la existencia de dos niveles de gobierno, uno regional y otro central, dotados de poder político independiente, lo que se traduce en una división de competencias que permite que cada parte pueda actuar con amplia libertad. Y esta experiencia federal, en términos generales, ha sido muy positiva, pues España ha pasado en poco más de treinta años de ser un país absolutamente centralizado a ser uno de los más descentralizados del mundo. Evidentemente, también existen problemas. Tal vez el principal sea que aún, por falta de tiempo, no ha sido posible crear una cultura federal bien arraigada, que es un ingrediente básico para el correcto funcionamiento del sistema. De manera más concreta, es posible detectar problemas graves de ordenación competencial y de diseño del sistema de financiación, aspectos estos de gran relevancia. Por lo que se refiere al tema de la diferenciación, De la Fuente Moreno considera que, en ocasiones, se produce una confusión entre federalismo y confederalismo, cuando son fenómenos que nada tienen que ver. Los Estados federales, por naturaleza, no son asimétricos. Un Estado federal moderno implica la existencia necesaria de ciudadanos libres e iguales.
Álvaro Rodríguez Bereijo comparte la opinión de que el Estado autonómico fue una “invención” para solucionar un problema histórico: la vertebración territorial de España como nación. La solución a la que se pudo llegar en 1978 fue, por necesidad, vaga e indefinida. Pero eso no desmerece, en absoluto, el resultado. Se hizo lo que se pudo hacer. El pacto constitucional de 1978 parte de una dicotomía evidente: la distinción entre nacionalidades y regiones. No se pudo ir más allá. Como “compromiso apócrifo” que fue, se dejó para el futuro la definición o concreción de ciertos términos y medidas. En todo caso, esa diferenciación entre nacionalidades y regiones a que se refiere el art. 2 CE, puesta en conexión con la Disposición transitoria segunda, que permite a los territorios que en el pasado hubiesen plebiscitado afirmativamente proyectos de Estatuto de autonomía acceder más rápidamente a cuotas competenciales mayores, representa tan solo una foto fija de lo que en la Segunda República era un proceso en desarrollo, que se vio interrumpido a causa del levantamiento militar. Diferenciación que, con el correr de los tiempos, se vio superada, pues a partir de comienzos de los años noventa del siglo pasado, con las primeras reformas estatutarias, la tendencia hacia la igualación competencial fue irresistible. Esto fue, en opinión de Rodríguez Bereijo, un error político que después tuvo consecuencias trascendentales, al diluir el significado de esa dicotomía que tan conveniente resultaba mantener de cara a la resolución del problema histórico de la vertebración territorial de España. Pese a todo, el Estado de las autonomías ha sido un éxito, no solo porque haya contribuido decisivamente, por utilizar la terminología orteguiana, a la “redención de las provincias”, sino también porque ha coadyuvado a la renovación de la clase política, a la extensión de la participación ciudadana en las tareas públicas, etc. Lo que no quiere decir que no haya habido problemas, de centralismos de nuevo cuño (nuevos “caciquismos”), de despilfarro o corrupción, etc. Pero lo peor es que quedaron cuestiones indefinidamente abiertas como consecuencia del juego del principio dispositivo, que permite a las Comunidades autónomas ir asumiendo, casi de manera ilimitada, mayores cotas de autogobierno, y del art. 150.2 CE, en virtud del cual el Estado puede transferir o delegar competencias exclusivas suyas a favor de las Comunidades autónomas que por su propia naturaleza sean susceptibles de transferencia o delegación. De hecho, en términos generales, el reparto de competencias no se resolvió bien, pues predomina la confusión, sin que el Tribunal Constitucional, pese a su gran labor a este respecto, pueda solucionarlo por sí solo. Asimismo, no se resolvió adecuadamente el trascendental tema de la financiación autonómica, ya que, de hecho, la Constitución apenas nada dice al respecto.
La valoración que hace Santiago Muñoz Machado de estos 35 años de vida del Estado autonómico es igualmente muy positiva, tanto desde el punto de vista democrático como económico, lo que no quiere decir que no adolezca de graves problemas. Al tiempo, reconoce que en 1978 las autonomías eran una solución inesquivable. Autonomía y Democracia venían de la mano. Otra cosa es que el modelo elegido por el Constituyente de 1978, sustancialmente el mismo que se aplicó en 1931, fuera también inevitable, dado que las cosas no eran ni mucho menos iguales en ambos períodos. En 1931 estaba muy presente la idea de que había que generalizar la autonomía en todo el país como contrapeso a la tendencia secesionista, o más nacionalista, de Cataluña. Pero en 1978 las cosas no eran exactamente así, porque en ese año se sabía casi con exactitud qué Comunidades autónomas se iban a constituir, pues el diseño ya estaba hecho en sede política con las preautonomías. Por eso, hubiera sido preferible, en su opinión, hacer un mapa regional más ajustado y utilizar un sistema de reparto competencial no dispositivo, similar al de los Estados federales. No se optó por esta solución, sino por incluir en el Título VIII CE una amalgama de reglas de muy difícil administración, sobre todo en lo relativo al reparto competencial, cuya confusión y complejidad no tiene parangón. En parte como consecuencia de esto, la situación actual es muy complicada. Y el Tribunal Constitucional, pese a su esfuerzo, no ha podido, o sabido, resolver el embrollo; incluso, en ocasiones, lo ha complicado aún más, al declarar, por ejemplo, que competencias que la Constitución dice exclusivas del Estado, pero que los Estatutos también reconocen como exclusivas de las Comunidades autónomas, son, en realidad, competencias concurrentes. Según Muñoz Machado, el Tribunal lo que debería haber hecho es declarar nulas de pleno derecho esas disposiciones estatutarias contradictorias con la constitucional. El balance, por tanto, que arroja el Estado autonómico tiene sus luces y sus sombras. Entre estas últimas se encuentra también el exceso de burocratización, la limitación del Estado, la proliferación de instituciones autonómicas hueras, que se solapan con las estatales, etc. De ahí que sea urgente acometer una reforma de la Constitución para despojarla de aquello que le sobra (disposiciones transitorias sobre el acceso a la autonomía), para aclarar lo que está confuso (ordenación competencial, siguiendo el modelo federal, y, más en concreto, el alemán) o para añadir lo que falta (unas reglas fijas y claras sobre el sistema de financiación autonómica). Además, convendría también cambiar el modelo de control de constitucionalidad, que se encuentra excesivamente centralizado en el Tribunal Constitucional, siguiendo un modelo diseñado hace un siglo en Austria. En otro orden de cosas, Muñoz Machado descarta la idea de que un Estado federal se tenga que componer por ciudadanos iguales. Esto es una falsedad porque un Estado federal, por esencia, permite a las unidades descentralizadas el ejercicio de poderes que sirven precisamente para diferenciar a unos ciudadanos de otros, en función del territorio en el que residan. La igualdad de las Comunidades autónomas debe predicarse, en todo caso, en cuanto a los poderes disponibles, pero no en cuanto al resultado del ejercicio del poder. En este sentido, que Cataluña sea diferente es una obviedad. Es diferente porque tiene una cultura propia, una lengua propia, tradiciones singulares propias, instituciones propias (veguerías y Generalitat), un derecho civil propio, etc. Tiene además una policía y una administración penitenciaria propias, de la que apenas otras Comunidades disponen. Es claro, por tanto, que Cataluña es diferente. Pero que eso sea así no quiere decir que aún se le puedan otorgar más competencias o autogobierno para evitar su independencia. Ya no se le puede dar más porque la Constitución ya no da más de sí. Si lo que busca es diferenciación, con lo que ya tiene Cataluña puede diferenciarse por el ejercicio que haga de sus competencias.
Félix Ovejero, por su parte, sostiene que el mayor problema de Cataluña es que, en realidad, no hay un problema catalán. Lo que hay es un problema con el relato catalán que los demás, fundamentalmente “la izquierda”, hemos dado por bueno. Ese relato, en lo esencial, parte de que existe una realidad ignorada y una injusticia económica. Esto último, empíricamente, es fácil de desmentir, pues si Cataluña realmente estuviese mal desde el punto de vista económico muchos ciudadanos se hubiesen ido a otra parte del territorio nacional, y lo cierto es que eso no ha ocurrido. De hecho, Cataluña (y el País Vasco) dispone de una riqueza notable, comparativamente superior a la de la mayor parte del resto de España. Y por lo que se refiere a la realidad diferenciada pero ignorada, ¿en qué consiste esta? Para Ovejero lo cierto es que esa singularidad de Cataluña, o esa supuesta pluralidad cultural de España, no lo es tanto como se dice. En Cataluña más de la mitad de los catalanes tiene como lengua materna el castellano, y poco más del treinta por ciento, el catalán, y, sin embargo, existen serias dificultades para aprender castellano en los colegios. Además, la política lingüística aplicada en Cataluña acarrea consecuencias contrarias a la igualdad para el conjunto de los ciudadanos españoles, desde el punto de vista de acceso al mercado de trabajo, por ejemplo. Pero el relato catalán no se ocupa de esto, sino que se centra en lo anterior, poniendo el acento en el agravio que supuestamente padecen. No hay una identidad ignorada (la catalana), pero sí hay derechos que se conculcan o se ven debilitados (los de los ciudadanos españoles que desconocen el catalán en el acceso al mercado laboral en Cataluña, por ejemplo). Así las cosas, y ante este momento crítico del Estado autonómico, habría que preguntarse cómo hemos llegado a esto. Aunque las razones son múltiples, desde el punto de vista político-partidista es fundamental recordar el papel clave que, en diversas legislaturas, han jugado determinados partidos políticos nacionalistas catalanes para favorecer la gobernabilidad del Estado. Partidos que no estaban comprometidos con el interés general, sino que tenían un interés estrictamente local. La solución a estos problemas no puede provenir únicamente del empleo de determinadas palabras como si de conjuros se tratase. Dicho claramente, el federalismo no tiene nada que ver con el proyecto de los nacionalistas. Ante lo que nos encontramos, según Ovejero, es ante posiciones políticas e ideológicas antagónicas, fundamentadas muchas veces en falacias, y que desde el punto de vista de los principios no se pueden compartir. Lo único que se puede hacer es combatirlas políticamente.
Francesc de Carreras comparte también la opinión de que el Estado autonómico ha sido y sigue siendo un éxito (desde el punto de vista político, económico, social, cultural, etc.), pese a las dificultades que hoy atraviesa. El Estado autonómico tiene repercusiones en todo el sistema político, no solo a nivel institucional, sino también a nivel de partidos. Los partidos estatales se han territorializado considerablemente. Han surgido líderes regionales (“barones”) con gran poder. Y los partidos no estatales han jugado un papel muchas veces decisivo en el nivel estatal de gobierno. Los problemas actuales del Estado autonómico son básicamente funcionales, no estructurales. A partir de las escuetas disposiciones del Título VIII CE, de los Estatutos de Autonomía, de las leyes estatales y autonómicas sobre la materia y, sobre todo, de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional de los años ochenta y primeros de los noventa del siglo pasado, el Estado autonómico ha adquirido una considerable firmeza estructural, equiparable a la de cualquier Estado federal. De hecho, el Estado autonómico es estructuralmente federal. Es, por tanto, en el nivel del funcionamiento en donde se encuentran los principales problemas del Estado autonómico. Y, muy en particular, existen serias deficiencias en lo relativo a la integración de las partes (las Comunidades autónomas) en el todo (el Estado): instrumentos de colaboración entre el Estado y las Comunidades autónomas, participación de estas en Europa, conversión del Senado en una auténtica cámara de representación territorial, Conferencia de Presidentes, etc. Ese paso debió de darse a comienzos del siglo actual, pero en lugar de eso se cometieron dos graves errores: el primero, el frustrado Plan Ibarretxe; y, el segundo, y de más transcendentales consecuencias, el Estatuto de autonomía de Cataluña, que no fue parado en donde debía, el Parlamento de Cataluña, y que concluyó con una sentencia del Tribunal Constitucional que ha dado alas al proceso independentista actual.
Roberto Blanco comparte la idea de que en 1978 no hubiera sido posible avanzar en el proceso de democratización de España sin llevar a cabo paralelamente una descentralización del país. No solo la presión de las fuerzas políticas nacionalistas (CIU y PNV, fundamentalmente), sino también la posición a favor de ese proceso del PSOE, prácticamente “obligaron” a iniciar una descentralización del poder para poder alcanzar el consenso constitucional necesario. Y la forma de conseguirlo fue a través de aquello que Carl Schmitt denominó “acuerdo apócrifo”, como recordó anteriormente Rodríguez Bereijo. Acuerdo que se fue concretando con el paso del tiempo, de forma que tras los pactos autonómicos de 1992 podemos decir ya que España es un Estado de naturaleza federal, en la medida en que el gobierno se encuentra compartido y dividido, como es lo propio de todo federalismo. España como Estado federal, similar y diferente a todos los demás, porque, en realidad, todos los Estados federales son distintos entre sí, aunque presenten semejanzas. Es, o era, además un Estado federal básicamente simétrico. Simétrico en la medida en que la posición constitucional de las Comunidades autónomas es exactamente la misma, con independencia de que, en parte, dispongan de competencias diversas, muchas veces derivadas de su propias características geográficas, lingüísticas, históricas, etc. La única asimetría fundamental es, era, la que se da en el País Vasco y Navarra, en relación con su régimen de financiación, que constituye, en realidad, un privilegio indefendible, concedido, aunque no se reconozca públicamente, con el fin de acabar con el terrorismo de ETA. Esa simetría se rompió con la aprobación del Estatuto de Autonomía de Cataluña, que establece una asimetría fundamental en el ámbito de la distribución de competencias mediante la fórmula del llamado “blindaje”, algo que, en opinión de Blanco, es radicalmente inconstitucional, y que se explica únicamente por la que es la verdadera singularidad española (junto a Bélgica y Canadá), en comparación con otros Estados federales: la existencia de nacionalismos. Lo que, a su vez, explica que tengamos no solo un problema territorial, sino dos: el propio problema de los nacionalismos y el de la configuración del Estado autonómico. El primero no tiene solución si los nacionalismos no renuncian a la alternativa secesionista, pues, salvo contadas excepciones, no hay un solo Estado en el mundo que negocie la secesión; es un problema que, como decía Ortega, hay que conllevar, con inteligencia, habilidad y firmeza, no tolerando que un territorio, su gobierno, organice un referéndum ilegal o hable de una declaración unilateral de independencia. El segundo problema, el del funcionamiento del Estado autonómico, sí tiene solución, aunque no sea fácil. Así, por un lado, existen demasiadas Comunidades autónomas, pero no parece posible reducir su número; lo único que se puede, y debe, hacer es favorecer los instrumentos de colaboración; no tanto el Senado, pues, en realidad, senados territoriales no existen, con la excepción del Bundesrat alemán, que no es un auténtico senado, una cámara representativa, sino una cámara de los gobiernos de los Länder, pero sí en otras cuestiones aparentemente menores pero de gran importancia, como la compatibilización de los sistemas informáticos de los juzgados, el trasvase de información con las policías autonómicas, etc. También es imprescindible mejorar en cohesión, de manera clara en el sistema educativo, que actualmente favorece todo lo contrario, la secesión, al primarse en los currículos escolares las enseñanzas centradas en lo local o autonómico, descuidando o desconociendo lo estatal o nacional; así como en el ámbito lingüístico, en donde se hace un mal uso de las mal llamadas “lenguas propias”. Resulta además esencial establecer garantías de solidaridad a través de la constitucionalización de los principios básicos que rigen la financiación autonómica. Y en el terreno competencial urge clarificar la distribución de facultades, apostando por un sistema netamente federal, derogando el art. 150.2 CE, y rechazando el blindaje puesto en práctica por el Estatuto de Cataluña. En definitiva, hay que recuperar el sentido del gran pacto político de 1978, siendo conscientes de que la pretensión de introducir ahora un principio asimétrico entre las Comunidades autónomas no es viable, como tampoco lo fue al comienzo de la andadura autonómica.
Identificados los problemas, estructurales o funcionales, del Estado autonómico, la cuestión ahora, tal y como la formula el moderador del debate, Manuel Aragón, es qué se puede hacer para mejorar esa situación. Caben tres alternativas, en su opinión: a) Dar la batalla de las ideas y mejorar el desarrollo del Estado autonómico, acometiendo las reformas legales necesarias; b) En caso de que esto no fuera suficiente, reformar la Constitución con el fin de lograr una mejor integración territorial, si es que es posible dar satisfacción a los nacionalismos, y también con el objetivo de racionalizar o mejorar el funcionamiento del Estado autonómico en el plano competencial, financiero, etc.; y c) identificar cuál es el problema más urgente, trayendo aquí a colación la cuestión central del debate, que no es exactamente Cataluña, sino los partidos nacionalistas de Cataluña, y dilucidar si esto tiene arreglo constitucional o si, por el contrario, nos tenemos que conformar con conllevarlo. En definitiva, la gran cuestión a resolver es: ¿Puede diluirse el problema de la integración territorial mejorando el funcionamiento general del Estado, aceptando determinadas singularidades, institucionales, históricas, etc., que no supongan una desigualdad sustancial de derechos entre los ciudadanos de toda España ni traigan consigo privilegios intolerables entre Comunidades autónomas?
Juan José López Burniol muestra su seguro convencimiento de que Cataluña y el resto de España podrán seguir unidos, aunque para ello habrá que acometer una reforma constitucional. Además, también va a ser preciso, en su opinión, un esfuerzo de comprensión y reconocimiento mutuo a llevar a cabo por ambas partes. Se trataría de aceptar en el resto de España que Cataluña es una comunidad humana, con conciencia de poseer una personalidad diferenciada y deseo de proyectarla hacia el futuro en forma de autogobierno, es decir, autogestión de los propios intereses y autocontrol de los propios recursos. Y de rechazar la idea de que el problema no tiene solución, que solo se puede conllevar. Asimismo, considera importante asumir que el Estado español no ha sido nunca un Estado fuerte, como lo pone de relieve el hecho de que el mismo no tenga unidad de caja y unidad de derecho civil. Una prueba más de esa debilidad es que durante casi la mitad del siglo XX hubo gobiernos dictatoriales. De ahí que, como ya advirtiera en la sesión de la mañana, cada vez que España recupera la libertad, el problema primero que surge es el de la estructura territorial, es decir, el del reparto del poder. En definitiva, la salida para la difícil situación actual pasa, en primer lugar, por el reconocimiento de los hechos. Y a partir de ahí habrá que ir dando pasos, porque aunque el proceso independentista no acabe triunfando, en lo que él confía, eso no va a significar el fin del problema; por el contrario, este se habrá agravado, ya que una parte muy importante de la sociedad catalana habrá quedado profundamente afectada por ello. Así pues, será preciso estudiar cuál puede ser el acuerdo concreto a que se llegue entre todas las partes, pero lo que parece claro es que el mismo no va a poder esquivar una consulta al pueblo catalán, aunque para poder hacerlo sea preciso reformar previamente la Constitución. Practicar la transacción, con generosidad y “afecto” entre todas las partes, va a ser ineludible.
En respuesta a estas apreciaciones, Félix Ovejero muestra su sorpresa, pues entiende que frente a la interpretación de la historia que se trata de ofrecer, pueden enfrentarse otras interpretaciones igualmente válidas para defender un planteamiento de distinto signo. En su opinión, no hay esencias, sino que la realidad española de los últimos decenios es la de unos movimientos demográficos sin parangón en Europa tras la II Guerra Mundial, que explican, por ejemplo, y a título de mera anécdota, pero muy significativa de la realidad cultural en que nos movemos, que los apellidos más comunes en Madrid y en Barcelona sean los mismos. No hay esencias que valgan, pues. Y definir qué es una nación no se puede dejar en manos de una opinión ciudadana que hoy puede ser mayoritaria pero que hace no mucho era minoritaria, y que dentro de poco podría volver a serlo. No hay esencias. Lo que hay es un relato que está escribiendo una determinada clase política (nacionalista), que no se sostiene ni empírica ni normativamente. Y la apelación a la negociación es válida cuando todas las partes están dispuestas a contentarse con el resultado de la misma. Si hay una parte que no está dispuesta a contentarse porque su proyecto político consiste en romper la unidad del Estado no hay mucho que negociar, más bien lo que hay que hacer es luchar políticamente contra ese proyecto, por ser contrario a los principios de justicia, libertad e igualdad entre todos los ciudadanos.
Santiago Muñoz Machado comparte la necesidad de acometer determinadas reformas constitucionales y legales pendientes, que pueden mejorar el funcionamiento de las instituciones. Lo que no se puede hacer, a su juicio, es discutir sobre la independencia de una parte del territorio del Estado. En Europa ningún fragmento de Estado se ha separado de este si no es acudiendo a la violencia. Las fronteras en Europa solo han cambiado mediante el uso de la fuerza. No hay posibilidad de secesión pacífica, como se pretende desde determinadas posiciones en Cataluña, apelando a un principio de nuevo cuño, el del independentismo democrático, inventado por el Tribunal Supremo de Canadá. Pero sobre este “invento” prima claramente el principio de integridad territorial del Estado. El primer deber que tiene cualquier Estado constitucional es defender su integridad poblacional y territorial. No hay, pues, posibilidad de poner sobre la mesa un debate acerca de si Cataluña, o cualquier otro territorio, se pueden separar de España. Sea como fuere, el problema existe y hay que darle una solución, pues no se puede compartir la idea orteguiana de la conllevancia eterna, por ser contraria al espíritu de la Constitución y, en general, al Derecho, cuya razón de ser precisamente radica en resolver problemas de convivencia. No nos podemos conformar con que algo no tiene arreglo. En este asunto, lo único que no tiene arreglo es la solución que se propugna desde determinados sectores en Cataluña. Hay que buscar una solución factible y admisible para todos sin que el modelo salte por los aires, sin renunciar al constitucionalismo, lo que, en primer lugar, obliga a poner fin a esta situación que se está dando de desconocimiento o, sencillamente, desbordamiento de la norma constitucional. Cataluña se está dotando de instituciones de Estado (agencia tributaria, relaciones internacionales, etc.), al tiempo que vive en una especie de anomia, pues no hay normas que la rijan, al menos, normas estatales. Esta situación es grave, pues puede acabar generando la sensación a nivel internacional de que, en efecto, Cataluña es un Estado con derecho a la independencia. Mejor dicho, podría suceder que un día, por la vía de los hechos, pues no hay derecho que admita algo así, Cataluña se declare Estado independiente y sea reconocida como tal por la comunidad internacional. Hoy en día eso no sucedería, pero más adelante, si se sigue por esta senda, no es descartable. De ahí que no se pueda comprender esta pasividad del Estado ante la situación de hecho que se está dando en Cataluña. Hay que buscar un lugar de encuentro para poner fin a esta situación. El constitucionalismo contemporáneo dispone de resortes suficientes para facilitar ese encuentro, aunque para ello sí van a ser necesarias ciertas dosis de generosidad por parte de todas las Comunidades autónomas, para aceptar que no todas las diferencias que se puedan establecer entre los distintos territorios son inadmisibles. Se pueden establecer diferencias justificadas, aceptables para unos y otros.
Ángel de la Fuente, entroncando con esta última idea, centra ahora su intervención en el concepto de igualdad, para sostener que en un Estado descentralizado, como lo es el español, la igualdad no puede ser confundida con la uniformidad. Carece de sentido obligar a todas las Comunidades autónomas a hacer exactamente lo mismo en todos los ámbitos. Eso sería la negación del Estado autonómico. Ahora bien, lo que sí hay que defender, como exigencia de ese principio de igualdad, es que todos los gobiernos autonómicos dispongan de recursos suficientes para poder prestar servicios similares sin necesidad de tener escalas tributarias distintas, es decir, que todos puedan tener, ex ante, los mismos servicios con la misma fiscalidad. Después viene ya el ejercicio de la política y, lógicamente, aquí sí hay que admitir diferencias, de modo que una Comunidad autónoma pueda, si lo prefiere, tener policía propia y otra no, por ejemplo. Así pues, una cosa es la diferencia, para poder acomodar ciertas peculiaridades, y otra distinta negar a los demás derechos que se reclaman para sí. El problema, ciertamente, no tiene otra solución que no pase por ganar en las urnas, de forma democrática, la partida. Hay que dar, como se decía antes, la batalla por la opinión pública catalana. Y eso es algo que incumbe no solo al Gobierno español, sino también a la sociedad civil, a los intelectuales, a los medios de comunicación, etc. Hay que convencer. Y para ello resulta también esencial ofrecer un proyecto político atractivo para todos, para Cataluña y para los demás. Parte de ese proyecto es la mejora del funcionamiento del Estado, por medio de una reforma de la Constitución. Hay que reformar la Constitución, no para satisfacer a los que nunca se van a sentir satisfechos, sino para que el país funcione mejor y se encuentre mejor organizado. A tal efecto, hay dos cosas evidentes que se deben hacer sin demora: aclarar el reparto competencial y constitucionalizar las bases del sistema de financiación autonómica. Luego está el tema del Senado, que se podría reformar para asemejarlo al Bundesrat alemán, con una diferencia importante: de él también debería formar parte el Gobierno central, no solo los Gobiernos autonómicos. Lógicamente, eso obligaría a diseñar, con suma sensatez y prudencia, cuáles deberían ser las competencias de este Senado reformado: solo aquellas que sean realmente de interés autonómico. Es por ahí por donde hay que ir, y olvidarse de tratar de contentar a los nacionalistas, pues esto nos abocaría a la construcción de un Estado que la mayor parte de los ciudadanos no quieren, por generar desigualdades insoportables.
Álvaro Rodríguez Bereijo comparte también la necesidad de afrontar con celeridad una reforma del Título VIII CE, de la organización territorial del Estado, para que este esté presente de manera eficaz en el mundo del siglo XXI, que tan poco se parece al de hace casi cuarenta años. Hay que reformar la Constitución para superar las ineficiencias y duplicidades existentes, para mejorar la eficacia de la acción del Estado en distintas políticas sectoriales, para ordenar el caos competencial. Con la crisis económica que comenzó en 2007 se ha puesto de manifiesto que el Estado se encontraba muchas veces impotente para instrumentar medidas de política económica nacional necesarias para afrontar esa crisis sin el acuerdo o aquiescencia de las Comunidades autónomas. Incluso, a la hora de garantizar por ley la unidad de mercado, competencia que el Estado tiene reconocida en la Constitución, las soluciones a las que se ha podido llegar son muy modestas, sobre todo de alcance cooperativo. Conviene, por tanto, reformar también la Constitución en este punto, para garantizar con mayor firmeza esa competencia estatal para garantizar la unidad de mercado. Por otra parte, Rodríguez Bereijo, en línea con lo apuntado por De la Fuente, considera un grave error estratégico modificar el texto constitucional con el único fin de resolver el problema de Cataluña o el País Vasco. Eso es contrario a la lógica del consenso que llevó a la construcción y desarrollo del Estado autonómico. El problema, en todo caso, tiene solución. Y la misma pasa por la búsqueda de puntos de acuerdo para llevar a cabo una reforma de la Constitución satisfactoria para todos, lo que obligará a unos a dar pasos hacia delante, y a otros a retroceder en parte de lo ya recorrido. Además, hay que partir de bases ciertas, utilizando el lenguaje con propiedad. Así, no vale apelar a la necesidad de comprender que Cataluña necesita o demanda autogobierno de sus propios asuntos y autogestión de sus recursos propios, sencillamente porque esto es algo que Cataluña, como el resto de Comunidades autónomas, ya tiene garantizado por la Constitución, y por la jurisprudencia del Tribunal Constitucional. Tampoco es cierto que España no tenga unidad de caja, como se dijo anteriormente. La unidad de caja está bien asentada desde comienzos del siglo XX, y los intentos de romperla por la vía del concierto económico o de la territorialización del sistema de Seguridad Social han sido siempre cerrados. Contra lo que algunos creen, el sistema de concierto y convenio económicos del País Vasco y Navarra no rompen la unidad de caja, ni el principio de igualdad y de pertenencia a una Hacienda común; el problema de estos peculiares sistemas no radica tanto en su diseño, por más que se pueda cuestionar, como en el cálculo que se hace del cupo, que determina un resultado ciertamente ventajoso, en términos de financiación per cápita, para estas comunidades forales. En definitiva, la pretensión de ciertos territorios de tener más competencias que los demás es incompatible con el principio de igualdad; la cuestión, por tanto, no es tener más o menos competencias, sino descubrir cuál es la razón, si es que la hay, que justificaría esa diferenciación competencial.
Roberto Blanco insiste en la idea de que, pese a lo que se pretende por los nacionalismos, en sociedades complejas como la nuestra, que no viven aisladas, sino en constante relación e intercambio con otras, la identidad no viene determinada por el lugar de nacimiento, sino por múltiples influencias culturales. Hay que dar la batalla por esta idea, y defender sin complejos que no ser nacionalista es tan legítimo como serlo. También hay que combatir el uso interesado de determinados conceptos o ideas: ¿Por qué razón ser catalanista, vasquista o galleguista es algo positivo y ser españolista es un insulto? En relación con la defensa de la conllevancia que antes hacía, Blanco aclara ahora que a lo que realmente se refiere con esa idea es a que en los Estados descentralizados hay una tensión permanente entre descentralización y centralización, entre tendencias a la colaboración y a la no colaboración, entre cohesión y descohesión, y que la conllevancia es la aceptación de que hay problemas que, como este, no tienen solución, porque están constantemente presentes, de igual forma que en las sociedades democráticas existe una tensión constante entre izquierda y derecha, entre orden y libertad, entre propiedad pública y propiedad privada, etc. Esa tensión forma parte consustancial de las sociedades en que vivimos, por eso hay que aprender a conllevarla.
Francesc de Carreras, por su parte, considera fundamental abordar con más concreción el tema competencial, para que su confusión actual no siga sirviendo de excusa al victimismo nacionalista. La Constitución carece de una definición de competencias exclusivas, concurrentes, ejecutivas, etc., habiéndose dejado en manos de los Estatutos tal labor, lo que ha provocado cierto caos, pues estos han dado sentidos distintos a esos conceptos. De ahí la necesidad de que la definición de los tipos competenciales se encuentre en la Constitución. Además, sería también conveniente que, como sucede en otros Estados federales, las competencias autonómicas viniesen determinadas con precisión en la Constitución, lo que se podría conseguir mediante la sencilla fórmula de modificar el primer inciso del art. 149.3 CE en el sentido siguiente: “Las materias no atribuidas expresamente al Estado por esta Constitución corresponderán a las Comunidades autónomas”. De ese modo se lograría un primer efecto muy importante, a saber, la igualdad competencial entre todas las partes integrantes del Estado, propia de un Estado federal, dejando siempre a salvo, lógicamente, aquellos hechos diferenciales que la propia Constitución identifique. Y un segundo efecto no menos relevante: evitar que cuando un caso sea difícil, o porque interese políticamente, se acuda al Tribunal Constitucional en busca de respuesta, con los efectos perniciosos que ello tiene para el correcto funcionamiento del mismo. Además, también habría que buscar algún sentido a la cláusula de prevalencia del derecho estatal, reconocida en el art. 149.3 CE, pero en completo desuso. En opinión del profesor De Carreras, la misma se podría aplicar sin problemas en los casos en que existe contradicción entre una ley estatal básica y una ley autonómica de desarrollo. Por último, habría que suprimir, a su juicio, todas las leyes previstas en los tres apartados del art. 150 CE (leyes marco, de transferencia o delegación y de armonización). Con todas estas concretas medidas se conseguiría una gran clarificación de las competencias. Y por lo que se refiere a la reclamada diferenciación competencial de Cataluña, De Carreras no encuentra posible ir más allá de lo relativo al tema de la lengua, el derecho civil propio, etc., al tiempo que considera ilusoria la pretensión de blindar competencias.
Manuel Aragón insiste en una idea que le llama poderosa y negativamente la atención: utilizar términos tales como “Cataluña quiere”, “Cataluña desea”, “dignidad de Cataluña” o “aspiración de Cataluña”, para referirse a una realidad diferente que se esconde tras ellos, la propia de determinadas fuerzas políticas, grupos sociales o ciudadanos que se pretenden arrogar la representación de toda una Comunidad autónoma. La sinécdoque de tomar la parte por el todo es algo poco correcto en Derecho. Es cierto que existe un problema en Cataluña, que merece atención y respuesta, pero que debe, antes de nada, ser bien identificado. Es muy grave que el Estado de Derecho no funcione, no se aplique, en una determinada Comunidad autónoma. Resulta, por ejemplo, incomprensible que el Estado haya reconocido su incapacidad competencial en materia de dirección de la economía y de las finanzas, cuando lo cierto es que la tiene atribuida de acuerdo con la Constitución (art. 149.1.13ª y 14ª) y la doctrina del Tribunal Constitucional. El problema, en realidad, radica en que el Estado muchas veces ha renunciado a ejercer sus propias competencias. Asimismo, no se debe confundir el problema real que tenemos “en” Cataluña con el inexistente problema “de” Cataluña. Hay que tomar medidas desde el Derecho para intentar aliviar ese problema. No se puede aspirar a resolver el problema nacionalista, porque no tiene solución jurídica, en la medida en que no se puede convertir a los nacionalistas en no nacionalistas, pero tampoco se puede renunciar a ganar para la causa común a un segmento de la población muy importante que no se considera nacionalista, pero sí catalanista. Evidentemente, habrá un límite claro, la igualdad sustancial de derechos de todos los españoles, si bien esa igualdad, como ya dijo el Tribunal Constitucional, no significa uniformidad absoluta. Tampoco se podrán crear privilegios económicos o sociales entre Comunidades autónomas. Pero más allá de estos límites, hay posibilidades constitucionales de mejorar el sistema. Como se ha apuntado ya, la distribución competencial es un desastre sin paliativos que se ha de corregir a través de la reforma constitucional, pues aunque el Tribunal Constitucional ha hecho lo que ha podido por dotar de sentido y coherencia a lo que no lo tiene, su capacidad tiene límites. Así, entre otras cosas, habría que suprimir el art. 150.2 CE (leyes de transferencia y delegación), todas las normas sobre acceso a la autonomía, dado su carácter transitorio ya extinto, y procurar una diversificación simbólica e institucional, sin provocar desigualdades sustanciales entre ciudadanos, y evitando, en todo caso, los privilegios. Por ejemplo, no hay razón para no recuperar el término “nacionalidades” para distinguir con carácter simbólico e institucional a cuatro Comunidades autónomas (Cataluña, País Vasco, Galicia y Andalucía), o establecer una diferenciación competencial mediante la cual, garantizadas unas competencias más o menos homogéneas, se permita una mayor capacidad de ejercicio de determinadas competencias por cooperación entre Comunidades autónomas, con cierto reconocimiento de algunos derechos de veto de mayorías, etc. Y, en todo caso, lo que también hay que hacer es dar la batalla de las ideas, como ya se ha dicho, para defender la vigencia y necesidad del Estado constitucional, democrático y de derecho, solidario, de ciudadanos iguales, etc.
Ya en el debate subsiguiente se formula la pregunta: ¿Qué cosas mínimamente importantes estaría dispuesto a compartir el nacionalismo catalán hoy en día con el resto de los españoles? A lo que López Burniol responde manifestando su escepticismo acerca de la posibilidad de llegar a algún acuerdo con los nacionalistas catalanes independentistas, pues no cree que estén dispuestos a ceder nada. Considera, sin embargo, que los mismos, al menos todavía hoy, son una minoría. Lo que habría que preguntarse, por tanto, es qué se puede hacer para que no vaya en aumento el número de catalanistas que se suman al independentismo. A tal efecto, una de las cosas que se podrían hacer es garantizar jurídicamente que las competencias atribuidas a la Generalitat no se van a ver perturbadas por un ejercicio exorbitante por parte del Estado de sus competencias propias. Si eso no se puede realizar por la vía del llamado “blindaje” competencial, habrá que buscar otra, para evitar lo que hasta el momento se ha producido: una pulsión del Estado que, con el afán de preservar sus competencias, acaba erosionando o cercenando las atribuidas o transferidas a las Comunidades autónomas, en este caso, a Cataluña, lo que resulta especialmente delicado en relación con aquellos ámbitos más sensibles, como la enseñanza, la lengua, la cultura, etc. En el terreno de la financiación habría que establecer un tope a la aportación al fondo de solidaridad a través de la determinación de un determinado porcentaje o mediante el establecimiento del principio de ordinalidad. En tercer lugar, convendría reformar el Senado para convertirlo en una auténtica cámara de representación territorial, con dos tipos de competencias básicas: la primera, la ratificación de las leyes que inciden directamente en las Comunidades autónomas; y la segunda, y más importante, la ratificación de todos los nombramientos de los altos cargos institucionales (magistrados del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo, vocales del CGPJ y de los organismos reguladores, etc.). Y, si fuera posible, también sería muy positivo incluir algún precepto específico en la Constitución que hiciera singularmente referencia a Cataluña. Por lo que se refiere al discutido referéndum catalán, considera muy valiosa la fórmula aportada por Muñoz Machado: coincidencia temporal de una reforma de la Constitución, sometida a referéndum de todos los españoles, y de una reforma del Estatuto de Cataluña, sometida a referéndum de todos los catalanes. Presume que una mayoría muy considerable de estos acogerían con enorme satisfacción esta fórmula. Y para finalizar, pone de manifiesto la diferencia en el cariz del mensaje que se está lanzando por los independentistas catalanes (tres veces positivo: reivindicación nacional, reivindicación social y económica y lucha contra la corrupción), y por el Gobierno de España (dos veces negativo: la Constitución no lo permite y, además, “os quedaréis fuera de la Unión Europa”). Lógicamente, desde el punto de vista estratégico, los primeros tienen todas las de ganar.
Surgen asimismo otras muchas cuestiones durante el coloquio con los asistentes a la jornada. Así, a título de mero ejemplo, se insiste en la irreversibilidad del Estado autonómico y en los vicios estructurales del sistema, que demandan una reforma constitucional; en la asimetría tradicional de España, que ya se puede encontrar, incluso, en el primer momento constituyente (Cádiz, 1812); en la necesidad de desmitificar el concepto de igualdad, que, por definición, en un Estado descentralizado no puede significar más que igualdad básica en la posición constitucional de cada parte frente al todo, pero no identidad competencial, institucional, etc.; en la necesidad de librar esa batalla de las ideas a que tanto se ha apelado, y que no solo debe ser librada desde la política, sino también, y fundamentalmente, desde la sociedad civil; en la necesidad de dar salida a la cuestionada consulta, como único medio de solucionar el problema de Cataluña, si bien ha de tratarse de una consulta previamente muy bien preparada, aportando análisis históricos, económicos, sociológicos, etc.; en la conveniencia de convertir al Senado en un órgano de integración y participación de las Comunidades autónomas en los procesos de decisión del Estado (Gaspar Ariño).
Por su parte, Santiago Muñoz Machado realiza un rápido recorrido de las posiciones reivindicativas de Cataluña a lo largo de la historia para acabar concluyendo que en cada momento histórico (Decreto de Nueva Planta de 1716, convocatoria de primeras Cortes Generales por Carlos III en 1760, primer momento constituyente en Cádiz en 1812, surgimiento del nacionalismo en pleno s. XIX, motivado, en parte, por la supresión del arancel a las importaciones, Mancomunidad de los municipios catalanes de 1914, Estatuto de autonomía de 1932, Estatuto de autonomía de 1979) ha sido posible encontrar siempre una solución, lo que permite aventurar que también ahora seremos capaces de encontrarla.
Y Roberto Blanco centra su última intervención en el tema de las lenguas, para diferenciar entre la buena salud del castellano en los territorios con fuerte presencia nacionalista, al tratarse de una lengua muy potente a nivel mundial, y los preteridos derechos de los castellanohablantes en esos mismos territorios, como consecuencia de la incorrecta aplicación que en ellos se practica del sistema bilingüe de cooficialidad que diseña la Constitución.
Concluye la jornada el director y moderador de la misma, Manuel Aragón, poniendo de manifiesto que así como en la sesión de la mañana, en la que se abordaron los problemas de nuestro Estado democrático, mayoritariamente se sostuvo la opinión de que su resolución no demandaba una reforma de la Constitución, por el contrario, en la sesión de tarde quedó patente un parecer común entre todos los intervinientes acerca de que para hacer frente con algún éxito al problema de funcionamiento del Estado autonómico y de integración territorial es imprescindible abordar esa reforma constitucional. No obstante, esta, al tiempo que exige una serie de condiciones para poderse llevar a cabo con garantías (consenso político, no utilización de la misma como arma electoral, etc.), resulta, por otro lado, insuficiente para resolver todos los problemas. Y en ambas sesiones, aunque analíticamente separables, se ha manifestado un punto de conexión inescindible, ya que tanto en relación con la democracia representativa como con la organización territorial del poder se manifiestan problemas del sistema de partidos, de la falta de ejemplaridad pública, de la utilización de la mentira como arma política habitual, en fin, del declive, decadencia, o como lo queramos llamar, del parlamentarismo.
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Juan Carlos Benito de Valle
Por supuesto que necesita una reforma urgente para que sea mucho más breve y mucho más clara. Bastante tenemos con crear problemas como para encima encontrar variantes de esos problemas que nos enriquezcan con más problemas. ¿Qué sentido tiene que la constitución garantice el derecho a una vivienda digna y adecuada, si lo que necesitan los rehenes de la Constitución es vivienda y no derecho a tenerla?. Con esta Constitución se garantizan discusiones eternas que solo garantizan las caída de Constantinopla.
Pep Gomis Gomis
Resulta deprimente constatar que solo se ha mencionado a una determinadas autonomías. Siempre de manera negativa. Resumiendo, que los catalanes ya tienen bastante y que los conciertos de vascos y navarros tiewnen relación con la ETA (sic). Quien ha escrito eso, se ha quedado tan freco. Demuestra muchas cosas. La primera es que esos territorios históricos han gozado de unos fueros que incluyen una hacienda propia que ni Franco anuló más que en los casos de Vizcaya y Guipúzcoa por "traidoras" mientras los mantuvo en Álava y Navarra. Me parece una salida de tono relacionar la multisecular legislación vasca y navarra con la ETA.
Por otra parte, son los millones de catalanes quienes deben determinar si tienen o no "bastante". Eso es lo democrático. En política no hay "biblias" a cumplir ciegamente y el concepto de democracia está por encima de componendas legislativas. El Estado español no quizo acptar este principio democràtico con la "provincia española" de Cuba y las cosas fueron por dónde no deberían haber ido. Un proceso condenable debido a la intransigencia de Madrid a "conceder" autonomía a la isla. Sean ustedes democráticos de una vez y no decidan por los demás, que todos somos mayores de edad y además, no sirve para nada ya que los procesos sociales e históricos son imparables, como dijo Salvadir Allende. Es un hecho que millones no se sienten a gusto con esta constitución ya sea porque prefieren la república o la independencia. En Quebec y Escocia se negoció. Aquí se quiere imponer. No es ese el camino. Portugal "se fue". Si las condiciones hubieran sido diferentes no se hubieran "ido".
Pep Gomis.
Laura FREIXAS-REVUELTA - moc.liamg@dirdamsaxierfarual
Me deja estupefacta que una vez más, Revista de Libros hable de algo que interesa y afecta a toda la población, recurriendo exclusivamente a la mitad de ella. Participan en el debate once personas de distintas procedencias geográficas, edades, ideologías... pero de un solo sexo. ¿Cuántas décadas hace ya que la mitad o más de licenciadxs en Derecho y juristas son mujeres? Pero nada, los caballeros (no todos, por suerte) ahí siguen impertérritos, en su club exclusivo. Lo malo es que que es ese club el que fija la agenda, en la que por lo tanto, y a modo de ejemplo, el desequilibrio en las balanzas fiscales es un tema importantísimo, vital, crucial... pero que asesinen a una mujer cada semana debe ser una minucia, que no merece que ellos se dignen opinar sobre qué se podría hacer al respecto.
Pep Gomis Gomis
La Constutución debe ser modificada, mejor aún, sustituida por otra que responda a la voluntad popular de los ciudadanos del siglo XXI. Se trata de un texto que surgió en una época de dudosa calidad democrática. Al no surgir de ninguna ruptura democrática, como sucedió en buene parte de Europa, fue una componenda entre los franquistas y los no franquistas. Los poderes fácticos tuvieron mucho peso. De ahí que se mencione expresamente a la Iglesia Católica y a las Fuerzas Armadas concediéndoles unas prerrogativas incompatibles con el concepto de Democracia, de acuerdo con el contenido de la coantituciones de otros países.
Para empezar se impuso la Monarquía que estableció Franco, el himno y la bandera. Hasta pasados unos años no se eliminó del escudo el águila. El himno es el mismo pero sin letra. Al castellano se le dio unas prerrógativas hegemónicas que lo situaban por encima de las "demás lenguas españolas". Obligatorio solo el primero para todos los españoles y co-oficial, en su caso, y sin esa obligatoriedad el resto de las lenguas. Esto no sucede en países de más tradición democrática que el nuestro donde se habla más de una lengua. Por ejemplo, el sueco - lengua matyerna de un 4 ó 6 % de los finlandeses, es tan oficial como el finlñandés - lengua materna de más del 90%, y ambas son oficiales en todo el estado en todos los campos, incluyendo la enseñanza donde se estudian en ambos idiomas. Hay más casos pero valga este como botón de muestra. El catalán no es que esté prohibido en el Congreso de los Diputados es que hablar catalán fuera de Catalunya es peligroso porque puedes ser agredido por ello. Esto se debe a que tras casi 40 años de Constitución no se ha sabido o querido inculcar el respeto que merecen las "otras lenguas españolas".
Debió haber un referéndum sobre la forma de Estado y no acatar la que Franco nos dejó. En España había una República democràtica que el dictador derribó. La Monarquía fue su deseo. Que sea o no parlamentaria no quita que no haya sido votada. Los escándalos de corrupción que le afectan directamente serían causa de caída en caso de República. Aquí ya vemos que no es así.
Por otra parte, se niega el derecho no ya a la autodeterminación, sino a la libre federación entre las comunidades que lo deseen, excepto en el caso de Euskadi y Navarraa nivel teórico. En el País Vasco, la Constitución no fue aceptada sin que ello se haya tenido en cuenta .
Además, la Constitución nació con ruido de sables que se materializaron pocos años después con Tejero-Milans-Armada (muy próximo al Rey, como es sabido). Ya nació viciada.
Tampoco protege la Constitución los derechos de los trabajadores, al contrario, favorece los intereses de la casta dominante, el poder económico, que sería el poder fáctico que se tuvo en cuenta a la hora de redactar la Constitución. En muchos terrenos, la clase obrera ha salido mal parada con la Constitució perdiendo derechos que ante tenía, lo que es muy triste. Si el Capital apoyó la Constitución es porque le iba a ser rentable. Tenemos ejemplo bien evidentes de grandes banqueros y políticos relacionados con ello.
Por todo ello, yo no creo que se deba "reformar" la Constitución en el sentido de realizar una operación cosmética para que todo quede igual, sino que hay que sustituirla por otra que establezcla una república federal con reconocimiento expreso al derecho a la autodeterminación y al servicio de los trabajadores.
Saludos.
Pep.
Arturo Parada
Interesante e ilustrativo, el debate; se hace permanentemente referencia a Alemania (y se podría poner también, con los matices necesarios, Inglaterra o ciertos países escandinavos), pero no se ahonda en dos cuestiones esenciales: ya en la Prusia del siglo XVIII se lleva a cabo una reforma sustancial de la Administración del Estado, ¡y desde arriba!, implantándose un Beamtentum profesional y, en gran medida, no politizado, en el sentido Weberiano; con ello se sientan las bases de una Administración sólida, independiente y garantista; en segundo lugar, se aleja a la religión de las estructuras del Estado, relegándola a la vida privada, al cuidado de las almas; esto tiene una trascendencia fundamental en cuanto, por ejemplo, a la educación, siempre pública; el conato de rebelión por parte de la Iglesia católica en el siglo XIX lo resuelve Bismarck en el denominado Kulturkampf a favor del Estado. Estas bases han permitido - República de Weimar y época del Nazismo de por medio - que en Alemania no se discuta el Estado, garante de principios y consensos esenciales.
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