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¡Parzival!

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Parsifal ocupa un lugar de excepción en la producción de Richard Wagner, y no sólo por ser su última creación, sino por el papel que él decidió reservarle, antes y después de su muerte. Cuidadoso con las denominaciones que elegía para sus obras, Wagner bautizó Parsifal como Bühnenweihfestspiel. Nada que ver, por tanto, con usos anteriores más convencionales: «Gran ópera romántica» (Große romantische Oper: Die Feen y Tannhäuser), «Gran ópera cómica» (Große komische Oper: Das Liebesverbot), «Gran ópera trágica» (Große tragische Oper: Rienzi), «Ópera romántica», a secas (Romantische Oper: Der fliegende Holländer y Lohengrin), o Handlung, entendida como «acción» dramática (Tristan und Isolde) o cómica (Die Meistersinger von Nürnberg). Sí que se halla muy cerca, sin embargo, y casi lo roza, del título final que dio a su tetralogía, Der Ring des Nibelungen, caracterizada como Bühnenfestspiel für drei Tage und einen Vorabend, esto es, «festival escénico en tres jornadas y una víspera». Pero Wagner insertó entre medias un elemento semántico crucial: weih, del verbo weihen (consagrar). A menudo se lee que Parsifal es un «festival escénico sacro», pero eso desvirtúa de manera sustancial la intención original de su autor. Se es mucho más fiel al sentido del término, y al propósito último de Wagner, si se traduce como «obra escénica para la consagración de un festival». El Festspielhaus de Bayreuth había quedado solemnemente inaugurado con Der Ring des Nibelungen en 1876. Seis años después, Parsifal iba un paso más allá y «consagraba», pues, el lugar como si se tratara de un templo –o, mejor, el templo– dedicado a la religión del arte wagneriano. Wagner, en suma, puso en vida el énfasis no tanto en la ontología de la obra (siempre fue poco amigo de dar pistas sobre la esencia, la simbología o el significado último de sus óperas) como en su teleología.

Pero, deseoso de perpetuarse tras su muerte como una figura de culto, el compositor dejó también estipulado que Parsifal podría representarse única y exclusivamente en Bayreuth. Con ello impedía que la obra fuera objeto de tergiversaciones o interpretaciones equivocadas, que se viera mancillada o profanada por manos impías, al tiempo que obligaba a sus adeptos a peregrinar hasta la Verde Colina si querían admirar su última creación y, de paso, garantizaba unos pingües ingresos a sus herederos. Pero la Convención de Berna firmada en 1887 limitó a treinta años contados a partir de la muerte de su creador la vigencia de los derechos de autor. La familia Wagner pudo disfrutar, por tanto, en solitario de la prerrogativa de representar Parsifal hasta el 31 de diciembre de 1913, cuando dio comienzo una carrera enloquecida en todos los teatros de ópera del mundo por llevarla a escena antes que el resto de competidores. La medalla de oro al frenesí wagneriano recayó en el Gran Teatre del Liceu de Barcelona, que inició su representación a las diez y media de la noche de aquella Nochevieja (amparándose en que entonces había una diferencia horaria de sesenta minutos entre España y Alemania) y la terminó avanzada la madrugada del primer día de 1914. La función, con el tenor Francisco Viñas como Parsifal, se cantó, como era habitual fuera de Alemania, en italiano, pero eso poco importaba en este contexto. Lejos de Europa, el primero en romper el privilegio de Bayreuth fue el Metropolitan de Nueva York. Allí no regía la Convención de Berna y pudieron representarla legalmente diez años antes, en 1903. La respuesta de Cosima Wagner no se hizo esperar y, como cabía prever, vetó para siempre jamás en Bayreuth a todos los cantantes que habían participado en las representaciones, algunos de ellos procedentes de su propio teatro.

A día de hoy, en Bayreuth sigue sin aplaudirse al final del primer acto de la obra, una muestra tradicional de sacrosanto respeto que se remonta a las primeras representaciones y que ni siquiera contó, al parecer, con el refrendo del propio Wagner, sino más bien con su desaprobación: el papa y fundador del wagnerismo probaba así, aún en vida, las hieles de los tan peligrosos papistas. Y cuando se produjo la reapertura del Festspielhaus en 1951, tras el cierre obligado durante la Segunda Guerra Mundial, la posterior reconstrucción del teatro y los primeros conatos de desnazificación (empezando por la de destacados miembros de la familia, con Winifred Wagner a la cabeza, que mantuvo sus convicciones nacionalsocialistas y su devoción por Hitler hasta el final de su vida), la primera obra en representarse fue, por supuesto, Parsifal, que volvía a consagrar y a incensar el teatro con una mítica producción de su hijo Wieland, despojada de todo aquello que no fuera esencial, convertida en un drama de pensamiento puro, con una acción meramente interna, y dirigida musicalmente de manera excelsa por Hans Knappertsbusch.

Lo que se ha escuchado en Madrid ha sido un Parsifal sin puesta en escena que buscaba acercarse todo lo posible a la plasmación sonora de su estreno en Bayreuth el 26 de julio de 1882. Se trataba, por supuesto, de un experimento imposible, porque ningún teatro posee la acústica que brinda el foso de Bayreuth y porque, aunque se haya hecho el esfuerzo loable de utilizar instrumentos lo más aproximados a los utilizados en el estreno (llegándose incluso a construir algunos de manera expresa), hay cuando menos dos cosas que son intrínsecamente irreproducibles: una, la sensibilidad de los músicos, que, aunque pertrechados de instrumentos muy similares o incluso idénticos a los empleados entonces, jamás pueden remedar al cien por cien la manera de tocarlos de sus antiguos colegas; y dos, aún más importante, nuestros propios oídos, curtidos en mil batallas modernas y posmodernas que aquel público del estreno no pudo ni siquiera soñar. ¿De qué sirve emular igual sonido si va a ser percibido de manera diferente? Por eso a muchos espectadores la propuesta del director alemán Thomas Hengelbrock, el padre de la criatura, les pareció casi un engendro sonoro que les hacía llegar timbres y dinámicas raros e infrecuentes. Pero, claro, el espectador tenía también que esforzarse y corresponder al denuedo con que acometieron su empresa el largo centenar de instrumentistas que había sobre el escenario del Teatro Real: si ellos estaban afanándose por tocar sistemáticamente sin vibrato y con cuerdas de tripa, por dominar instrumentos muy diferentes de los que tocan habitualmente (flautas con taladro cónico en vez de cilíndrico u oboe contralto en vez de corno inglés, por ejemplo), por apaciguar todo exceso dinámico, el oyente tenía a su vez que intentar hacer también tabla rasa de experiencias pasadas y escuchar de un modo diferente, virgen, con una suerte de oído arcaico por el que no hubieran pasado ni Knappertsbusch, ni Karajan, ni Barenboim ni, por supuesto, ninguna grabación discográfica, irremediablemente moderna y artificial.

Con todo, lo más interesante quizá de lo escuchado en Madrid –y lo menos comentado– no ha sido ese intento, más o menos logrado, de remedar la prístina sonoridad de Parsifal, sino la clara voluntad de limpiar la obra de toda esa aura de trascendencia místico-religiosa que suele empañarla. El primer boceto en prosa de lo que sería, un cuarto de siglo después, su Bühnenweihfestspiel está fechado en 1857 y Wagner mantendría durante años para su proyecto de ópera el título de Parzival, el nombre del extenso poema del siglo XIII de Wolfram von Eschenbach en que se inspiró para escribir su libreto. De alguna manera, por tanto, lo que hemos escuchado en Madrid ha sido también Parzival, no Parsifal, pues su condición de obra testamentaria y las circunstancias señaladas más arriba han hecho habitualmente de esta «obra escénica para la consagración de un festival» –su argumento pone las cosas fáciles, por supuesto– una suerte de grandioso auto sacramental que hay que escuchar con un respeto reverencial o, incluso, con una devoción cuasirreligiosa. En el Teatro Real, en cambio, sin una puesta en escena que visualizara toda su parafernalia mística, y con un concertador tan excepcional como Thomas Hengelbrock, lo que ha primado por encima de cualquier otra cosa ha sido la música. Y la música de Parsifal es un dechado de maravillas, una sucesión de prodigios, infinitamente más disfrutables cuando se escuchan en estado puro, sin interferencias de ningún tipo. Si hay una ópera en el repertorio que no sólo no pierda, sino que se beneficie de ofrecerse desgajada de su componente escénico, esa es Parsifal. Sin transformaciones (que deben producirse a la vista del público en cada uno de los actos), sin jardines mágicos, sin la destrucción de la torre de Klingsor, sin Grial, la música se arroga todo el protagonismo y se evitan distracciones indeseables.

Thomas Hengelbrock afrontó la obra con naturalidad, rehuyó todo misticismo y resultan reveladores a este respecto los tempi elegidos. Si tomamos como referencia la versión «canónica» de Hans Knappertsbusch de 1951, las diferencias son notorias (entre paréntesis las duraciones de la versión del Teatro Real el pasado 2 de febrero): Acto I – 1 h. 57’ 25” (1 h. 29’); Acto II – 1 h. 12’ 35” (1 h. 1’); Acto III – 1 h. 22’ 11” (1 h. 3’). No es de extrañar que muchos wagnerianos se sintieran doblemente desconcertados. Sin embargo, la lectura de Hengelbrock no fue nunca apresurada, ni dejó de estar atenta a cada uno de los matices del texto. Sí fue, sin embargo, infinitamente fluida, dejando en todo momento un amplio margen de libertad a sus cantantes, que por momentos parecían más liederistas que personajes operísticos. Su generosa orquesta, idéntica en número a la que estrenó la obra en Bayreuth (con dieciséis primeros violines) y llena de instrumentistas muy jóvenes, sonó siempre dúctil, empastada, cálida, serena, entusiasta, con una extraordinaria distribución de planos sonoros. Lo que no sonó en ningún momento es estentórea, ni avasalladora, y ello permitía que los cantantes se hicieran oír sin forzar lo más mínimo la emisión y concedieran una especial relevancia al texto.

Kwangchul Youn fue un Gurnemanz extremadamente sobrio, algo apurado vocalmente a partir del Do, pero mayestático en su papel de cuasinarrador de los hechos esenciales de la trama. Apenas recuperado de una intoxicación alimentaria, Matthias Goerne decidió cantar y ofreció, en cambio, un Amfortas especialmente torturado. Aunque es un papel idóneo para él, era la primera vez que el barítono cantaba la ópera completa, pero transmitió como si llevara haciéndolo desde hace años, y sin renunciar a sus habituales contorsiones corporales, el dolor que le provoca a Amfortas su lacerante herida en el costado. Bajó algunas notas a la octava inferior, pero, en sus circunstancias, es algo perfectamente comprensible. Victor von Halem fue un Titurel irreprochable: su voz ya no es lo que fue, pero da perfectamente para representar al padre de Amfortas, que debe imaginarse como un anciano. Johannes Martin Kränzle fue un Klingsor suficiente, si bien el papel admite llevar la caracterización psicológica del malvado mago mucho más allá. El Parsifal de Simon O’Neill se mostró solvente en lo vocal, pero también con ciertos déficits psicológicos en la encarnación de un personaje cuyos estados de ánimo cambiantes constituyen el principal hilo conductor de la trama. Sí fue convincente en el momento clave del segundo acto en que, seducido por Kundry, por fin comprende, sabe, al cobrar por fin conciencia de la herida de Amfortas y sentir compasión por él. Él es la persona aludida por todos al final del primer acto: «Durch Mitleid wissend, der reine Tor» («sabedor por compasión, el necio puro»; en los sobretítulos se leyó, incomprensiblemente, «casto»). Parsifal aprende a sufrir con (cum patere) Amfortas, a compadecerse de él y ello le conduce de vuelta a Monsalvat y a la custodia del Grial. Es uno de los grandes momentos de la ópera y, aparte de la entrega del tenor neozelandés, siempre un poco primario en la expresión, resultó inolvidable gracias, como siempre, a Hengelbrock y al mejor cantante de la noche, la soprano Angela Denoke, una Kundry sobresaliente. La alemana no estaba tampoco recuperada de una reciente afección vocal (tuvo que cancelar el primero de los tres conciertos de Madrid) y quizá no cantó a su máximo nivel, pero aun en su escalón inmediatamente inferior se sitúa por encima de casi cualquier otra soprano de la actualidad. Su Kundry supo expresar todo aquello que conforma este personaje lleno de ambigüedad y zonas de sombra: fiereza, erotismo, desprecio, misterio, hastío. Es una de esas creaciones wagnerianas que, como el Holandés, singularizan el arquetipo del judío errante y uno de los pocos motivos por los que cabe lamentar la ausencia de escena es por no haber podido verla constantemente arrastrándose por el suelo como un animal a lo largo de todo el tercer acto, en el que, aparte de emitir gruñidos, Wagner sólo le hace cantar cuatro notas: «Dienen! Dienen!» («¡Servir! ¡Servir!»). En el Teatro Real, los cantantes se ausentaban del escenario cuando no cantaban. Denoke pertenece a esos artistas de raza que transmite y emociona igualmente con su sola presencia, aunque no abra la boca. Por eso dolió su ausencia en el tercer acto, cuando retomó la blusa gris y el pantalón negro que había cambiado por un vestido rojo en el segundo acto. En plenas facultades vocales, su Kundry, hoy por hoy, no conoce rival.

No sería justo dejar de citar a los dos niños que, como era el deseo de Wagner, hicieron de primer y segundo escudero: estuvieron literalmente insuperables, especialmente el contralto. Las muchachas flor estuvieron también a un nivel excepcional, pero Katja Stuber brilló aún más que el resto en la escena de la seducción de Parsifal del segundo acto. Todas ellas proceden del Balthasar-Neumann-Chor, que hizo maravillas en todos los pasajes corales, a pesar de contar tan solo con cincuenta y seis cantantes. Pero los últimos elogios deben ir, de nuevo, al arquitecto y constructor de todo este edificio: Thomas Hengelbrock. De él fue la idea de recrear este Parsifal, o Parzival, historicista y gracias a él se vivió una experiencia musical inolvidable. Consiguió hacer de una partitura complejísima un tapiz transparente y lleno de colores. Tan solo un par de ejemplos: los trinos de la flauta, perfectamente audibles cuando Gurnemanz canta «Die Wüste schuf er sich zum Wonnegarten» y, poco después, memorable la brusca modulación en «Wortezeichen Male»; después de que Gurnemanz cante una de las grandes frases de la obra («zum Raum wird hier die Zeit»: «el tiempo deviene aquí en espacio»), el modélico planteamiento dinámico del largo pasaje orquestal de la transformación del bosque en la sala del Grial que culmina en un majestuoso fortissimo y da paso a un coro que sonó casi con la intimidad y la transparencia del coral de una cantata de Bach («Zum letzten Liebesmahle»); la intervención orquestal durante el beso de Kundry y Parsifal (después de «der Liebe ersten Kuss»), con el timbre milagroso que se produce al quitar a un tiempo el viento y la cuerda sus sordinas. Pero podrían ponerse decenas de ejemplos más de cómo Hengelbrock, evitando todo enfatismo, rehuyendo todo protagonismo, concertando con una inaudita flexibilidad, haciendo bueno el dictum de Pierre Boulez de que esta ópera supone «un rechazo de la inmutabilidad, una aversión de lo definitivo», nos ha redescubierto un nuevo Parsifal. No es extraño que su primer contacto con el mundo de Bayreuth (con Tannhäuser, en 2011) se saldara con un sonado desencuentro entre ambos. Él es un músico entusiasta, con una fe inquebrantable en lo que hace, y en la Verde Colina priman otros intereses, casi todos espurios y ajenos a la música. Quedémonos, pues, en el recuerdo con esta imagen sonora indeleble de su Parzival y soñemos con poder escuchar algún día algo parecido con el resto de la producción wagneriana, tan maltratada habitualmente y tan capaz, cuando las aguas vuelven a su cauce, de remover nuestros cuerpos y agitar nuestras conciencias.

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Pocos días antes del milagro de Parsifal, The Perfect American nos dejó instalados, una vez más, en la cruda realidad. Invirtiendo las tornas de la propuesta wagneriana, si se hubiera ofrecido la obra de Philip Glass en versión de concierto, las deserciones en el intermedio habrían sido sin duda masivas, porque, retomando las denominaciones, lo primero que cabe preguntarse es si The Perfect American es realmente una «ópera». Siendo generosos, lo cierto es que no da ni para «musical», un género menor de gran raigambre en Estados Unidos que ha dado, no obstante, un buen número de obras maestras. Ante un producto tan inane como el que ha conocido su estreno mundial en el Teatro Real, resulta difícil saber si es mejor reaccionar de manera activa o pasiva. Lo primero exige desilusión o rechazo, y a estas alturas ya no cabe desilusionarse con nada de lo que haga Philip Glass, que lleva repitiéndose tanto como la estética que alimenta sus composiciones desde hace décadas. Y The Perfect American tampoco puede generar grandes críticas, porque eso supone otorgarle una entidad de la que carece.

Parece ser que el propio Philip Glass ha perdido la cuenta del número de «óperas» que lleva escritas. No es de extrañar: sería tanto como preguntar al encargado de un puesto de palomitas cuántas han salido durante la última hora de su máquina. El símil de los churros también valdría, pero el del popcorn cuadra más con la nacionalidad de Glass, que estrena su próxima ópera, Spuren der Verirrten, a partir de un libreto de Peter Handke, y completada durante su estancia en Madrid, el próximo 12 de abril en Linz. Estrenar dos óperas en apenas cuatro meses es un prodigio al alcance de pocos compositores: Mozart llegó incluso al extremo de reducir el plazo a veintitrés días, cuando Praga y Viena fueron testigos de las primeras representaciones de La clemenza di Tito y Die Zauberflöte, respectivamente, en septiembre de 1791, menos de dos meses antes de su muerte. Pero Glass no es Mozart, claro, y el abismo que separa ya sólo el planteamiento musical y dramático de la opera seria y el Singspiel mozartianos es infinitamente superior al que se abre entre la primera (Einstein on the beach) y la penúltima óperas del compositor de Baltimore.

Nada se sabe aún del libreto de Peter Handke (extrañísimo compañero de viaje de Glass, por lo demás), pero sí puede afirmarse que el de Rudy Wurlitzer para The Perfect American es de una ínfima calidad literaria y dramatúrgica. Ramón del Castillo y Ramón González Férriz escriben aquí al lado sobre la novela de Peter Stephan Jungk en que se inspira, por lo que no procede abundar más en esta conexión. Sí debe señalarse que el libreto se reduce a una serie de estampitas –viñetas sería quizás el término más apropiado–, casi siempre inconexas, que rehúyen cualquier atisbo de profundizar en los numerosos temas apuntados por Jungk en su libro. Su narrador, Dantine, se convierte aquí en un fantoche desgarbado y, al final, en un clochard que no parece merecedor de ningún crédito. Cierto es que Disney tampoco aparece como un héroe, pero nadie se creería tampoco lo contrario a estas alturas. La segunda viñeta, la de Disney tonteando con su enfermera Hazel, produce rubor. Walt: «Ayúdame, por favor, Blancanieves. ¿Es que no puedes ver que estoy muriéndome de frío? Mi yugular parece un carámbano. Una sombra. Algo oscuro». Hazel: «No hay nada de lo que tener miedo, ángel mío. No está esperándote nadie». Walt: «Te equivocas. Es eso lo que hacen. Me esperan en mis sueños. Todos ellos. Todo el tiempo». Cierto es que los grandes compositores escribieron músicas memorables a partir de frases incluso peores o más banales, pero tampoco es el caso de Glass. La partitura en ese punto, como en el resto de la ópera, es, asimismo, de una pobreza lacerante: el característico ostinato de acordes partidos en tresillos de corcheas en el bajo, tresillos de negras en el resto de la orquesta y una línea vocal silábica simplicísima en negras y corcheas. Los ejercicios de primero de Armonía son mucho más sutiles y complejos.

¿Qué sostiene entonces todo el tinglado? Como casi siempre en las óperas de Glass, una puesta en escena profesional, vistosa, que mantiene más o menos entretenido al público en medio de la vacuidad más absoluta de la música. A Glass no parece interesarle Disney (y sus circunstancias) lo más mínimo, igual que declaró hace casi cuarenta años que no sabía nada sobre Einstein, ni tenía por qué saberlo, para poder dar forma a Einstein on the beach. Le gusta elegir iconos políticos o culturales (siempre masculinos) como temas de sus óperas, en la seguridad de que servirán para despertar el interés del gran público. Pero Phelim McDermott, su colaborador habitual de los últimos años, ha ideado una escenografía eficaz, con una constante proyección de imágenes rotatorias sobre largas telas blancas que caen de lo alto y en las que a veces se insinúan algunos de los muñecos de Disney, pero jamás se reproducen tal cual (Glass & Co. han tenido mucho cuidado de no herir susceptibilidades y han logrado evitar posibles demandas judiciales de la todopoderosa multinacional). Hay veces en que fracasa estrepitosamente, como en la mencionada escena con la enfermera, en la que, quizá para no levantar tampoco ampollas, se evita caer en un erotismo menos remilgado que habría dado un poco de picante a un planteamiento teatral sin un ápice de credibilidad.

Gerard Mortier encargó esta ópera a Philip Glass durante su efímera estancia en Estados Unidos al frente de la New York City Opera. Con la misma naturalidad con que trae a Madrid viejos montajes del fondo de armario de sus años en Salbzurgo, el Ruhr o París, creyó también extrapolable aquel encargo. Pero, claro, Nueva York no es Madrid, ni Abraham Lincoln (de quien se reproducen frases de algunos de sus discursos más famosos en la torpe escena que protagoniza como un muñeco autómata) tiene aquí la significación que tiene allí. Esas constantes referencias a «America» (por Estados Unidos) nos dejan, asimismo, perfectamente fríos. Pero no hay que engañarse: una música de enjundia (como acaba de verse en Parsifal) es capaz de hacer olvidar el libreto más insustancial o la trama más rocambolesca. Aquí no hay argumento alguno, salvo tres o cuatro pinceladas de la personalidad contradictoria del creador de Mickey Mouse. Y musicalmente todo es primario: orquestación, ritmo, armonía, escritura vocal, construcción de clímax. El manido minimalismo de Glass se ha vuelto, además, muy light y ya ni siquiera irrita. Las repeticiones de pequeñas células que antaño se prolongaban ad infinitum se han vuelto más efímeras, pero el tedio que producen sigue siendo el mismo.

Pocas cosas pueden brillar en medio del páramo y no es fácil destacar nada de esta ópera perfectamente olvidable. David Pittsinger resulta verosímil como Roy, el hermano de Walt, lo que no es poco en medio de tanto artificio huero. Christopher Purves ofrece un Disney unidimensional, sin recovecos, y Donald Kaasch resulta un Dantine patético, algo que parece más atribuible a las instrucciones recibidas que a su propia construcción del personaje. Irrelevantes todos los demás personajes (esposa, hijas, compañero de hospital, la niña-lechuza, un Andy Warhol deformado hasta tal punto que la caricatura apenas resulta risible) y planísima dirección musical de Dennis Russell Davies, otro fiel colaborador de Glass, si bien debe decirse en su descargo que en medio de un erial puede hacerse poco más que no sea remover la tierra. The Improbable Skills Ensemble tiene un bonito nombre, pero sus evoluciones en escena, manejando los resortes de la escenografía en muchos momentos (como en la citada escena de Lincoln), no fueron siempre especialmente habilidosas. Y el coro rindió muy por debajo de su nivel habitual. Gastar dinero de todos en encargos y montajes como este debería estar prohibido por ley.

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A Jorge Fernández Guerra le interesa sobremanera la ópera. En aquellos años míticos en que cada temporada se estrenaba en Madrid un nuevo título en la Sala Olimpia, él escribió en 1987 la mejor y más atractiva de todas. Sin demonio no hay fortuna, a partir de un libreto de Leopoldo Alas, proponía una moderna, atrevida y original reinterpretación del mito de Fausto. En 2009 escribió y publicó Metáforas de supervivencia. Cuestiones de ópera contemporánea, un estudio amplio y, sobre todo, personal en el que reflexionaba con conocimiento de causa sobre la posibilidad de seguir creando óperas cuatro siglos después del nacimiento del género. Fernández Guerra no sólo analiza títulos y maneras diversas de afrontar el reto, sino que se enfrenta al dilema del público al que van destinadas y a la casuística concreta de escribir óperas en nuestro país, y en nuestra lengua. También escribe regularmente sobre ópera en el blog siamo forti de la revista Doce notas.

Si siempre fue difícil estrenar óperas (sólo Philip Glass, incomprensiblemente, parece tenerlo fácil), hoy día lo es aún más. Es un espectáculo intrínsecamente caro, sólo los grandes títulos del repertorio arrastran multitudes y pocas instituciones arriesgan más de lo necesario. De modo que, ni corto ni perezoso, igual que él mismo se editó su libro, el compositor madrileño ha escrito el libreto y la música y ha producido él mismo con su recién creada Compañía laperaÓpera el montaje de sus Tres desechos en forma de ópera, un título que remite de forma inequívoca a Erik Satie y sus Trois morceaux en forme de poire, para piano a cuatro manos. La conexión se acentúa con las tres peras fotografiadas sobre una acera que sirven de ilustración de cubierta del programa de mano. En él nos da cuenta del origen del proyecto: «Cinco músicos, tres instrumentistas (clarinete, violín y contrabajo) y dos cantantes (una soprano y un barítono) salen a la calle a sacar unas monedas con su espectáculo o a ver qué pasa, y lo que pasa no es otra cosa que la vieja pero siempre renovada ópera».

Estamos, por tanto, ante una ópera callejera, casi improvisada, hecha con lo mínimo y con una plantilla instrumental que recuerda inevitablemente a la de la suite de L’histoire du soldat de Stravinsky (o los Contrastes de Bartók), pero sustituyendo el poco callejero piano por el algo más trasladable contrabajo, ideal para cumplir la función de sostén armónico. «Hay ópera en el aire», cantan los protagonistas, y Jorge Fernández Guerra parece haberla cogido al vuelo. Escuchada la música, aparte del homenaje explícito a Satie, su agudeza rítmica, su milimétrica escritura, nos trae aromas precisamente de Stravinsky, no tanto del de The Rake’s Progress como del de L’histoire du soldat, que cuenta otra historia de tintes callejeros y resonancias diabólicas.

La ópera (de calle, más que de cámara) comienza con los instrumentistas llegando al escenario con sus ropas de calle, charlando. Sacan los instrumentos de sus fundas a la vista del público y los ruidos de la calle y del tráfico que suenan por los altavoces –un remedo del exterior en el interior de la sala– nos transmiten la idea de que se trata, efectivamente, de músicos callejeros. La violinista deja incluso su estuche abierto a la espera de que acoja eventualmente algunas monedas. Tras el preludio instrumental (en el que el violín cita al pie de la letra el diseño en fusas del Prolongement du même [commencement] de la introducción a las tres piezas de Satie) llega el barítono, una de esas estatuas humanas que lucen su inmovilidad en calles y parques. Luego aparece la chica, maleta en mano y cantando una adivinanza: «Por un caminito estrecho va caminando un bicho, y el nombre del bicho ya te lo he dicho». La aliteración puede tener algo de wagneriano, pero la música sigue siendo ágil, vivaracha, llena de mordentes en el clarinete y con el contrabajo marcando el paso. El texto se entiende, uno de los retos de cualquier operista, y no suena a zarzuela, el principal desafío de todo operista español, aunque hay rimas y octosílabos, como en la sexta escena, en la que Fernández Guerra recurre a la metaópera y a los guiños autorreferenciales (frecuentes en todo el libreto) al titularla «La ópera contemporánea» (seguida, en la séptima, de «Glosa a la ópera contemporánea»). Y en la undécima escena, una máscara con labios pintados de rojo se pregunta: «¿Hay ópera en la calle?» Y responde el barítono: «Dicen que todo es ópera: cuántica, ecléctica, con música y sin ella, con canto, sin canto y sin encanto». Para concluir más tarde: «Busca una cosa que te guste y llámala ópera». Aquí se concentran quizá la mejor escritura instrumental de la obra, compleja y polirrítmica, y las líneas vocales más audaces. Aun así, no estamos ante música como la contenida, por ejemplo, en Bach is the name, el cuarteto de cuerda que le valió al compositor el Premio Nacional de Música en 2007. Esta es una partitura más asequible, más gamberra a ratos, e incluso cabaretera en ocasiones (Satie también incorporó a sus Trois morceaux en forme de poire materiales de sus anteriores canciones de cabaret), más preocupada por revivir la ópera y por reducir sus entresijos a un esqueleto. Lástima que el día del estreno, probablemente por las premuras de última hora, no pudiera interpretarse la última escena, unos cuplés a la manera de las moralejas finales de Falstaff o The Rake’s Progress: «Rara por dentro, verde por fuera, es la ópera en forma de pera. Con cuerpo de esfera y pies de madera y labios de cera. […] Hay ópera en el aire».

A pesar de la modestia del planteamiento escénico, de la duración (inferior a una hora) y de la escritura a tan solo cinco voces, montar de una manera tan profesional estos en absoluto inservibles Tres desechos en forma de ópera ha supuesto sin duda un esfuerzo ímprobo para compositor, instrumentistas, cantantes y responsables de la puesta en escena. Nos encontramos justo en las antípodas del dispendio de medios utilizados en el montaje de la vacua y olvidable The Perfect American, porque aquí sí había, en cambio, bien destilados, aromas de ópera de verdad, de la buena, de favola in musica, de dramma giocoso, por volver a las viejas y sabias denominaciones operísticas.

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