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Off-Madrid 

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Los compositores proponen, y los directores de teatro y de escena –casi siempre en dolosa connivencia– disponen, o imponen. Las óperas de Giacomo Puccini podrán tenerse en mayor o menor estima (Gerard Mortier, el director artístico del Teatro Real, gusta de pregonar y tiene a honor desde hace años lo segundo), pero el italiano conocía como nadie las claves del secular melodramma italiano y sabía manejar con precisión de relojero todos los resortes para emocionar a su antojo a oyentes y espectadores, de cualquier pelaje, edad y condición. Fue, sí, quizás, un rezagado, un compositor que hizo veinte años después lo que ya había dejado de hacerse veinte años antes, pero eso no debería restar un ápice de mérito a sus logros, amén de que, bien y desprejuiciadamente analizada, su música exhibe gestos deslumbrantes de modernidad.

A poco más de un mes de la firma del Armisticio que ponía fin en Europa a la Gran Guerra, Puccini estrenaba en el Metropolitan de Nueva York, muy lejos de los campos devastados y el reguero infinito de cadáveres, Il trittico, una trilogía de óperas breves (en torno a una hora de duración cada una) concebidas como partes de un todo. No existe ningún tipo de relación entre ellas, ni musical ni argumental, pero sus fuerzas y sus debilidades quedan equilibradas cuando se complementan e interactúan mutuamente en una misma velada. Il tabarro, ambientada en el espacio sudoroso y opresivo de una gabarra fondeada en verano en el Sena, aborda, casi con escuadra y cartabón en mano, un tema operístico eterno: el engaño y los celos como antesala del homicidio. Gianni Schicchi es una comedia inspirada en un breve pasaje de la Commedia de Dante en la que, con un par de brochazos de genio y el espíritu del Falstaff de Verdi planeando cual ángel de la guarda, Puccini muestra cómo la astucia y el ingenio de un campesino dejan al descubierto la estulticia y la codicia de un grupo de familiares ávidos de heredar al difunto Buoso Donati, aún de cuerpo presente. Suor Angelica está concebida como puente entre una y otra. Su peripecia argumental es mínima: una familia aristocrática ha intentado tapar la infamia del nacimiento de un hijo ilegítimo encerrando en un convento a la jovencísima madre. Tras siete años sin noticia alguna de los suyos, la monja recibe la visita de su tía para que firme un documento renunciando a la parte que le corresponde de la herencia de sus padres, al tiempo que le comunica que su hijo ha muerto hace dos años. Desesperada, Suor Angelica, experta en preparar pócimas medicinales con plantas, se macera una y muere, no sin antes poder abrazar a su hijo, que llega de la mano de la Virgen mientras suena un coro de ángeles.

Con una larga y anodina escena introductoria que retrata la vida en el convento (nada que ver con las sutilezas de Dialogues des Carmélites, de Poulenc) y ese seráfico deus ex machina final a modo de postludio, Puccini lo fía todo, primero, al breve y terrible encuentro entre tía y sobrina y, después, al monólogo en que la monja decide poner fin a una vida que ya ha perdido su sentido. La potencia dramática de ambos momentos se refuerza también en buena medida por la intrascendencia de cuanto ha sucedido hasta entonces. El secreto que se presentía se desvela, el ambiente monjil da paso a la Vida con mayúsculas –sexo, infamia, crueldad, venganza– y Puccini sabe que el brutal impacto hará mella en el espectador y la herida empezará a supurar.

Volvamos al principio. En el mundo por regla general hiperconvencional de la ópera, las piezas que escapan a las normas, como lo son las de una hora de duración o menos, parecen condenadas bien a una vida de ostracismo, bien a compartir escenario con hermanas de sangre (como quiso Puccini) o putativas (como quieren los directores de teatro). Suor Angelica, desgajada de sus compañeras de trilogía, desguarnecida y con todas sus flaquezas al descubierto, queda como un muñón desmembrado. No cabía esperar de Mortier que presentara Il trittico completo –uno y trino–, no fuera a ser que se interpretara casi como rendir triple pleitesía al compositor de Lucca. Siempre dispuesto a recurrir a su fondo de armario (viejas producciones de sus años en Salzburgo, el Ruhr o París, o heredadas de su periplus interruptus neoyorquino, como el inminente The Perfect American, de Philip Glass), el belga ha tenido la ocurrencia de emparejar Suor Angelica con Il prigioniero, una ópera incluso más breve de Luigi Dallapiccola escrita en los estertores de otra Gran Guerra, la segunda, cuando el italiano estaba en pleno proceso de asimilación del lenguaje dodecafónico de Arnold Schönberg. Es como si el gestor belga hubiera pensado: «Aunque no me gusta Puccini, lo programo, pero, eso sí, lo emparejo con una ópera estéticamente mucho más avanzada y que, además, trata de un tema vagamente similar. Así modernizo a Puccini, que falta le hace, y me mantengo fiel a mi política de ofrecer únicamente óperas con mensaje, títulos que agiten las conciencias y no que jugueteen tramposa o ingenuamente con los sentimientos primarios de la gente».

Pero atengámonos a los hechos constatables: ¿tiene algún sentido una sesión doble con Il prigioniero representada antes, no después, de Suor Angelica? Los programadores musicales tienden a colocar las obras del siglo XX en la primera parte, temerosos de que, si las ubican en la segunda, el público escape de estampida en el intermedio. Da igual que sea un sinsentido escuchar la Tercera de Brahms después de las Variaciones op. 31 de Schönberg, o la Suite lírica de Alban Berg antes del Cuarteto op. 132 de Beethoven. Estas ordenaciones, o similares, son el pan nuestro de cada día. Algo parecido ha debido de pasar por la mente de los responsables del Teatro Real: dejando Suor Angelica para el final nos aseguramos un público cautivo –nunca mejor dicho– para Il prigioniero. El protagonista de ésta, un prisionero de Felipe II (encarnado, como su carcelero, por el tenor Donald Kaasch) que es, por elevación, un símbolo de todos los prisioneros que en el mundo han sido, está supuestamente emparentado con Suor Angelica porque también ésta ha sido recluida contra su voluntad en un convento por haber cometido un desliz inaceptable en una familia de tronío. Lo que podría funcionar como pura cábala mental se viene abajo justamente en el territorio en que Puccini era un maestro: el teatro. Aparte de otras consideraciones teóricas, Il prigionero es más bien una pseudoópera, mucho más cercana a los Canti di prigionia del propio Dallapiccola que a una auténtica ópera estrictamente coetánea con otro preso metafórico, Peter Grimes. Su libreto es paupérrimo, hay una nula caracterización o desarrollo psicológico de los personajes y una música dubitativa alberga contados oasis de verdadero dramatismo. Ese protoprisionero que nos presenta –un entregadísimo aunque monótono Vito Priante– no consigue generar el más mínimo desasosiego en el espectador, que lo contempla como una creación intelectualizada, a años luz del Fidelio beethoveniano postrado en su mazmorra sevillana, que logra enseguida hacernos partícipes de su suerte. Ni nos creemos sus cadenas, ni nos solidarizamos con su anhelo de libertad, ni se nos encoge el alma cuando aparece el lóbrego Felipe II (Verdi, que sabía de teatro tanto o más que Puccini, sí hace del rey una presencia acongojante en su Don Carlo), ni nos emocionamos cuando el solidario carcelero lo llama «hermano». Todo es bienintencionado, pero nada teatral. Y la ópera es, o tiene que ser, en un tanto por ciento muy elevado, teatro.

Ambas óperas, por supuesto, comparten escenografía: una alta estructura circular y giratoria de barrotes y escaleras de caracol abierta por uno de sus lados. Pero tampoco eso ayuda a emparentar, física ni espiritualmente, Il prigioniero y Suor Angelica, que siguen percibiéndose como compartimentos estanco. En esta última, barrotes y escaleras se sienten, de hecho, como un obstáculo incómodo y las monjas los ignoran en gran medida, dejando la escenografía casi siempre atrás, como un telón de fondo. También cuentan las dos con una iluminación muy similar, tenue y mortecina, en un intento de reforzar a un tiempo –cabe suponer– oscuridad y oscurantismo.

Falta referirse a la interpretación. Cuando todo encaja, o desencaja, sobre el papel, los intérpretes pueden obrar el milagro de invertir el orden, o el desorden, establecido. Desgraciadamente, ni la dirección de escena, ni la dirección musical, ni los cantantes lograron levantar un centímetro una velada que acabó pesando como una losa de aburrimiento sobre los espectadores de un Teatro Real más desangelado, y con más butacas vacías, que nunca (¿no son excesivas once representaciones de un programa doble con tan poquísimos alicientes para el gran público?). Deborah Polaski hizo doblete como la madre en Il prigioniero y como la tía en Suor Angelica. La estadounidense, como casi todos los cantantes que han vivido una parte sustancial de sus carreras anegados en Wagner, tiene la voz, si no destrozada, sí seriamente dañada. Ya en su intervención inicial en Dallapiccola se evidenció su tendencia a gritar cuando no llega con facilidad a las notas. Luego dio vida a una tía hierática y altiva casi en exceso, pero su primera frase («Il Principe Gualtiero vostro padre, la Principessa Clara vostra madre…»), que tiene que sonar imponente, cavernosa y amedrentadora, se quedó a años luz de hacerlo. Su voz ha perdido color, sus graves no resuenan y su sevicia facial no encontró nunca refuerzo en unas frases que constituyen el punto de inflexión decisivo de la ópera, que le hacen pasar en un abrir y cerrar de ojos del costumbrismo monacal al espanto familiar. El papel requiere una voz más grave, más rica y, puestos a ello, una pronunciación italiana mucho más certera.

La joven cantante rusa Veronika Dzhioeva no lo tiene más fácil, ya que ha de construir un personaje creíble y en permanente mutación con los trazos justos: la monja fuera de lugar que se entretiene preparando pócimas para sus compañeras, la aristócrata desdeñada por su familia, la madre a la que arrebataron a su hijo nada más nacer, la mujer decidida a poner fin a su vida, la moribunda que abraza a su hijo en medio de una visión celestial. Dotada de una excelente voz, pero con una dicción pobre, Dzhioeva no es una buena actriz, lo cual constituye un serio hándicap para hacer verosímil semejante sucesión de estados de ánimo. No supo imprimir veracidad («È morto? Ah!») al horror que le causa la brutal noticia de la muerte de su hijo y reservó fuerzas para su monólogo final, muy bien cantado técnicamente, pero falto también de tensión verista, cierto es que muy poco ayudada, como remate, por la batuta.

El resto del reparto se mostró muy irregular: flojísimas Itxaro Mentxaka y María Luisa Corbacho como la maestra de las novicias y la abadesa, mejor Auxiliadora Toledano como Suor Genoveffa. Pero lo peor llegó casi desde el foso, con un Ingo Metzmacher que no mostró la más mínima empatía con la estética del autor de Turandot (antes había traducido con precisión, sobriedad y una mayor afinidad estética la parte orquestal de Dallapiccola). En las óperas de Puccini la orquesta tiene que envolver a los cantantes, sentir a la par que ellos, dejarse arrastrar tras su estela y, sobre todo, trascender permanentemente las barras de compás en un constante ejercicio de flexibilidad. El alemán eligió tempi lentísimos y rígidos que, sin el apoyo de unos cantantes de fuste, hicieron avanzar la ópera penosa y tediosamente hasta su final. Con los clímax mal preparados, escasa sutileza tímbrica y nulo sentido poético y teatral, Metzmacher parecía casi empeñado en privar a Puccini de sus atributos más característicos: emoción, desafuero expresivo en el momento justo debidamente preparado, y más emoción. ¿O acaso era este un Puccini pasado por el tamiz de Dallapiccola?

Hablando de pasar, Lluís Pasqual había declarado antes de las representaciones que «Il prigioniero es Puccini pasado por Ferran Adrià». La frase, al margen de que alguien logre entenderla, vuelve a emparentar peras con manzanas, y no es el caso. Pasqual preparó originalmente su puesta en escena para Mortier en la Opéra national de Paris en 2008, pero allí la ópera de Dallapiccola compartió cartel con la Oda a Napoleón de Schönberg, un hermanamiento mucho más natural, defendible y pedagógico, si es que de adoctrinar se trata. Ahora se ha encajado con calzador Suor Angelica en la misma escenografía y lo cierto es que el trabajo del catalán pasa con más pena que gloria. Su deseo de mostrar los «mecanismos represivos perversos» presentes en ambas óperas se quedan en una mera declaración de intenciones, porque cuesta imaginar que un solo espectador saliera del teatro con materia de reflexión sobre la libertad y las innumerables maneras de privarnos de ella. El público –o eso denotaban sus caras y los comentarios entreoídos al vuelo en el intermedio y a la salida– se aburrió soberanamente y aplaudió con tan poco entusiasmo que Ingo Metzmacher fue reclamado para salir al escenario –otra de las innúmeras tradiciones operísticas seculares– por Deborah Polaski en medio de unos aplausos ya languidecientes y al borde de la extinción. Lo más paradójico de todo, quizás, es que Giacomo Puccini, a su manera, salió engrandecido de este experimento contra natura, y ese no era probablemente el objetivo perseguido cuando se unió en algún despacho a esta extraña pareja operística.

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Ian Bostridge es un personaje peculiar. Doctor en Historia por Oxford, su tesis, dirigida por el gran Keith Thomas y publicada en 1997 en forma de libro (Witchcraft and its Transformations, c.1650-c.1750) por Oxford University Press, es, al decir de los que saben del tema, un sesudo estudio de muy ardua lectura sobre la relevancia pública de la brujería en Inglaterra en una época en que ya había declinado su persecución pero seguía siendo objeto de debate público en los ámbitos teológico, legal y filosófico. Agudo reseñista en The Times Literary Supplement y fino articulista en The Guardian, su A Singer’s Notebook (Londres, Faber, 2011) nos descubre a un escritor de fuste y a una mente despierta, sensible y extremadamente cultivada. Su aspecto de eterno adolescente en nada parece presagiar que se acerca ya a la cincuentena y que es todo un veterano con una sólida carrera a sus espaldas en la que se dan cita por igual el Lied y la ópera, el Barroco y la música contemporánea, Mozart y Hans Werner Henze, uno de sus grandes amigos, que ha escrito obras para él y que acaba de dejarnos hace tres semanas (Bostridge estuvo entre el selectísimo grupo de invitados que celebraron su octogésimo cumpleaños en su villa de Marino).

Habría podido ser, sin duda, un académico brillante, pero le pudo la pasión por la música y sus dotes naturales como intérprete. Finalmente devino en un cantante también peculiar, que suscita filias y fobias a partes iguales. En sus maneras, con su porte espigado, es un producto típico de Oxbridge, maestro en el arte de guardar las distancias sin dejar de mostrarse nunca afable, de envolver la aparente naturalidad en un aura permanente de artificio, de adornar su andar erguido con un toque levemente desgarbado. Ha venido en varias ocasiones a cantar Lieder a Madrid y siempre despierta la misma división de opiniones, entusiasmando a los que cautiva con su canto fácil y su trajín constante de gestos y movimientos en el escenario, y contrariando a quienes lo consideran insoportablemente afectado, tanto con la boca abierta como cerrada. Aparte de su fiel pianista, su compatriota Julius Drake, en esta ocasión ha venido secundado por Angelika Kirchschlager, una cantante austríaca que –ella sí– irradia un desparpajo y una simpatía naturales. Aunque no era la primera vez que cantaban juntos, la suya no parece sobre el papel, sin embargo, una pareja demasiado homogénea.

En programa, una de las cimas del repertorio liederístico: el Spanisches Liederbuch de Hugo Wolf, una colección nacida en la madurez plena del austríaco (1889-1890) y en la que las joyas y los hallazgos van sucediéndose sin tregua. De España hay poco más que el hecho anecdótico de ser el país donde se escribieron casi todos los poemas utilizados, vertidos al alemán con generosas licencias de todo tipo por Emanuel Geibel y Paul Heyse. No intenta Wolf –es implanteable en un músico con su ideario estético– recurrir a españolismos para dar vida musical a los textos, que muchas veces no son más que una lejana excusa, o un mero punto de partida, para realizar sus fascinantes y sorprendentes ejercicios de prosodia musical.

Obsesivo, monotemático, enajenado en el tramo final de su vida, Wolf escribía sus canciones como quien cincela una escultura. Se sentía apresado por los poemas, los recitaba en voz alta mientras paseaba por la habitación, frenéticamente, y al final nacía una música que transita siempre unos caminos despojados de reglas o ataduras. El de Wolf era un espíritu libre que gozaba al dejarse aprehender por la sugestión poética pura. Casi todas sus canciones aparecen datadas con precisión en sus manuscritos, en un día concreto, casi a una hora determinada, como las sucesivas entradas de un diario íntimo, las piezas de un puzle informe y sin un plan previamente trazado. El cantante suele tener asignada una línea vocal declamatoria y por lo general no demasiado exigente, pero muy pocos han logrado hacer plena justicia a esa simbiosis de música y texto que impregna todos y cada uno de sus Lieder. La dificultad de la parte pianística corre pareja a las peripecias de la mente de Wolf: el teclado se convierte en un caleidoscopio constante de ritmos, armonías e invenciones diferentes. Su querencia por los registros extremos –especialmente la zona aguda– lo hacen parecer en ocasiones descoyuntado, divorciado de la voz, poco amiga, por el contrario, de encarar grandes saltos interválicos o giros sinuosos. Es como si Wolf se escindiera en dos mitades y una de ellas –la voz– leyera el poema con una atención minuciosa hacia la métrica y la semántica del texto (sus partituras son pródigas en indicaciones de tempo y de carácter), mientras que la otra –el piano– se lanza con la libertad y el arrojo propios del subconsciente a expresar las sugerencias que provoca dicha lectura. Este desdoblamiento, por supuesto, sólo puede producirse cuando, como le sucedía a Wolf, la composición se entiende como el fruto de un impulso creativo irresistible.

Quizás es también así como deben interpretarse sus canciones o, al menos, intentando transmitir esa sensación, por falsa que sea. Bostridge es, en cambio, un intérprete sumamente reflexivo, intelectual: todo cuanto hace parece haber sido cocinado a fuego lento por una mente poderosa y precavida. De ahí que lo primero que se echara en falta en el recital fuera descontrol, fantasía, comunicación directa con un público al que Bostridge, doblando bruscamente el torso hacia delante, o girándolo ciento ochenta grados, dividiendo su cuerpo en dos como si fuera una marioneta articulada, o agitando sus larguísimas piernas como si fuera a echarse a andar en cualquier momento, y clavando a menudo su mirada en un punto del suelo, raras veces mira de frente. Su frecuente ensimismamiento, su tendencia a actuar en cada canción, contrastan abruptamente con la sobriedad, la contención y la desenvoltura de Kirchschlager, que sí mira de frente y entiende el Lied como un género donde no caben histrionismos. De hecho, se mostró mucho más convincente en las canciones serias que en las tiznadas con una brizna de humor.

Los intérpretes tomaron, de entrada, dos decisiones sumamente discutibles: una, alterar el orden fijado por el compositor en el bloque de canciones profanas; dos, mucho más grave, suprimir diez de estas últimas, algunas muy sustanciosas, dejando la colección seriamente mutilada (en octubre de 2003, Juliane Banse, Matthias Goerne y Eric Schneider ofrecieron, en cambio, en Madrid el ciclo íntegro, como demanda a gritos). Wolf asigna las cuarenta y cuatro canciones a una única e indiferenciada Singstimme, sin más, pero el Spanisches Liederbuch, al igual que el Italienisches Liederbuch, lo cantan tradicionalmente, en función del contenido textual, un hombre y una mujer (aquí, uno aguardaba sentado en un lateral del escenario mientras cantaba el otro). No hay en toda la colección un solo dúo, género siempre rehuido por el austríaco, pero Bostridge y Kirchschlager plantearon a veces el bloque de canciones profanas como una escenificación de un cierto duelo de sexos (llegaron a estar incluso los dos de pie, como dos actores, mientras el tenor cantó Und schläfst du, mein Mädchen), algo que no son en absoluto. Con esa constante alternancia, los cantantes a veces pierden la concentración y la memoria puede jugarles –como así sucedió–malas pasadas. Bostridge imita con frecuencia a su ídolo, Dietrich Fischer-Dieskau, otra pérdida irreparable de este annus horribilis, al que puede emular quizás en su enfoque intelectualizado, pero al que no alcanza ni en belleza vocal ni en comunicatividad. Apianó hasta el límite audible frases como «Schon krähen die Hähne und nah ist die Ort» o «Dornen, liebes Herz, für mich» y tuvo algunos grandes momentos, como Nun wandre, Maria (sacra) y Komm, o Tod, von Nacht umgeben (profana). La voz de Kirchschlager suena con frecuencia ajada para su juventud y sólo conserva su frescura intacta en la zona central, también la más hermosa. En ninguna de sus versiones se produjo el prodigio de la versión perfecta, llena de sentido y sensibilidad. A ratos pareció desconcentrada (incluido un lapsus notable en el arranque de la segunda parte) y fue casi siempre a remolque de su compañero.

Julius Drake es un pianista formidable, demandado por los mejores cantantes actuales, pero tampoco tuvo su mejor tarde. Incapaz de encontrar la partitura entre su manojo de fotocopias, el programa se quedó huérfano de la anunciada Ach, wie lang die Seele schlummert y su piano sonó mucho menos dominador y más cauteloso que otras veces. Plasmó bien la dinámica creciente de Müh’voll komm ich und beladen, pero le faltó claridad, por ejemplo, en Bitt’ ihn, o Mutter, bitte den Knaben, mayores dosis de agilidad en Klinge, klinge mein Pandero, o de contundencia en Sagt, seid Ihr es, feiner Herr. Se le recuerdan actuaciones mucho más inspiradas en este mismo teatro, de igual modo que Bostridge y Kirchschlager también dejaron mejor sabor de boca en anteriores visitas. Ambos se repartieron las dos últimas canciones sacras, dos de las cimas de la colección, Herr, was trägt der Boden hier y Wunden trägst du, mein Geliebter, pero ninguno de los dos logró sacar toda su savia a una música moribunda y visionaria que, décadas después, serviría de verdadero canto del cisne a Igor Stravinsky, un compositor situado en las antípodas estéticas de Hugo Wolf. Un arreglo camerístico de estos dos Lieder fue la última obra publicada por el ruso en 1968, porque, al decir de su biógrafo Robert Craft, «quería decir algo sobre la muerte y sentía que no podía componer ya nada propio».

Con la habitual relajación que se apodera de los intérpretes al final del concierto, Bostridge, Kirchschlager y Drake ofrecieron fuera de programa, y partitura en mano los cantantes, un dúo de Robert Schumann, el gran ídolo de Wolf: Liebhabers Ständchen, su op. 34 núm. 2. Fue quizás, y no suele ser un buen síntoma, lo mejor del concierto, si bien merecen mención aparte las excepcionales notas al programa de la traductora Isabel García Adánez, un modelo de claridad, conocimientos y exposición, y de una calidad muy infrecuente por estos pagos.

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Fuera del circuito de conciertos tradicional madrileño (Auditorio Nacional, Teatro Real, Teatro de la Zarzuela) también hay vida, y muchas de las sorpresas más agradables acaban surgiendo justamente ahí, lejos de nuestro Broadway clásico, en el off-Madrid, donde confluye la programación de fundaciones, museos o pequeñas salas alternativas. Ajena al rigor temático de los ciclos de, por ejemplo, la Fundación Juan March, la programación del CaixaForum se caracteriza por su aire imprevisible. Hay que estar atentos a lo que allí se cuece porque, cuando menos se espera, salta la liebre.

Siempre suelen interpretarse las mismas sinfonías de Joseph Haydn (las de última época o, en el colmo del absurdo, las que llevan un sobrenombre llamativo) y casi siempre una sola como aperitivo o antesala de obras de otros compositores. Encontrarse en un mismo programa tres sinfonías de las décadas de 1760, y tan poco habituales como las núms. 26, 30 y 49, roza casi el ámbito de lo milagroso. Tal cual sonaron en el búnker subterráneo ideado por Herzog y De Meuron en la antigua central eléctrica del Paseo del Prado. Las interpretó un grupo, les vents atlantiques, en el que, a tenor de los apellidos y de su aspecto, se aunaban instrumentistas llegados de Australia, Estados Unidos, Japón y diversos países europeos, todos ellos formados en el venerable Conservatorio de La Haya, un centro de peregrinaje para todos aquellos estudiantes interesados en recrear músicas pretéritas con los criterios estilísticos y los instrumentos con que se interpretaron en el momento de su nacimiento.

Haydn compuso estas sinfonías en Eszterháza, donde vivió prácticamente recluido varias décadas al servicio de la familia Esterházy. Allí, apartado de todos, podía hacer cuanto quisiera, experimentar cuanto gustara y, en vez de volver a recurrir una y otra vez a fórmulas que habían demostrado ser satisfactorias, se autoimpuso –bendita imposición– la obligación de no repetirse: «Estaba aislado del mundo, nadie cerca de mí podía confundirme e importunarme en mi camino, de ahí que no me quedara más remedio que ser original», como le hace afirmar su biógrafo Georg August Griesinger. Las Sinfonías núms. 26 y 49 (en Re menor y Fa menor) encajan como anillo al dedo en el movimiento conocido como Sturm und Drang (Tempestad e ímpetu), que buscaba sorprender, o asustar, al lector o espectador con fuertes emociones, poniendo el énfasis en los fuertes contrastes, en los elementos irracionales y en la subjetividad. Ambas, con su lacerante modo menor, constituyen ejemplos señeros del empleo de ritmos sincopados, acentos abruptos, cambios repentinos de dinámica, audaces modulaciones y silencios retóricos, nada que ver con el clasicismo puro y acendrado de la coetánea Sinfonía núm. 30, en la muy neutra tonalidad de Do mayor.

Y allí teníamos a trece jóvenes instrumentistas, con clara mayoría femenina, nacidos en cuatro continentes diferentes, remedando en Madrid al puñado de músicos que acompañaban a Haydn en Eszterháza en la aventura cotidiana de tocar y estrenar sus nuevas composiciones. Nada que ver con las orquestas sinfónicas que suelen ofrecernos estas obras, ni siquiera con las orquestas de cámara. Pero quizá sólo así, con unos medios parejos a los que la vieron nacer, cobra esta música todo su sentido. Vírgenes aún de las rutinas y los sinsabores de la vida orquestal, y con el entusiasmo de quien se embarca en un ligero velero al albur del viento, los integrantes de les vents atlantiques tocaron como si les fuera la vida en cada nota. El Adagio de la Sinfonía núm. 26, el Allegro y el Andante de la Sinfonía núm. 30 (con un solo de flauta tocado primorosamente por Joanna Marsden), el Adagio y el Allegro di molto de la Sinfonía núm. 49, una partitura portentosa desde el primer hasta el último compás: aquí se concentraron los mejores momentos de un concierto cuya ejecución no fue perfecta (el grupo necesita claramente rodaje), pero sí veraz, un calificativo muchísimo más enriquecedor y satisfactorio a la larga para el oyente. Al cerrar los ojos, uno creía estar viendo al alquimista Haydn haciendo pruebas en su laboratorio: «Podía como director de una orquesta hacer experimentos, observar qué resaltaba un efecto y qué lo debilitaba; podía, por tanto, mejorar, añadir, eliminar y arriesgar». Rebecca Huber, la directora nominal del grupo, no ejerció siquiera de primus inter pares desde su puesto de concertino. Colocados en semicírculo, con los violines primeros y segundos dispuestos antifonalmente, todos estaban atentos a las entradas iniciales de Huber y, a partir de ahí, cada uno de ellos tocaba con una extraña mezcla de disciplina y libertad. Sus caras de satisfacción al hacer música con lo más básico, sin un solo instrumento de más, encontraron su reflejo en las del público, que abandonó la sala encantado, leve, quizá sin saber que habían asistido a un concierto único, despojado por fin de toda la pertinaz e incómoda hojarasca de la modernidad.

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Dos semanas después, de vuelta en el búnker, volvió a repetirse el milagro. Una clavecinista coreana, formada también en La Haya, tocaba en Madrid una obra compuesta en Leipzig y publicada en Núremberg en 1741. «Ejercicio[s] para teclado, consistente[s] en un Aria con diversas variaciones, para el clave con dos manuales. Compuesto[s] para amantes [de la música], para solaz de sus espíritus, por Johann Sebastian Bach», reza la portada de la primera edición de las Variaciones Goldberg. La leyenda, forjada inicialmente por Johann NIkolaus Forkel, el primer biógrafo de Bach, quiere que éste la compusiera para el conde Keyserlingk, antiguo embajador ruso en la corte de Dresde, a fin de que su clavecinista, Johann Gottlieb Goldberg, aliviara sus noches de insomnio. Resulta impensable, si se hubiese tratado realmente de un encargo, que el nombre del conde no aparezca en la dedicatoria de la versión impresa, tan imposible como que Bach concibiera una pieza de semejante envergadura y complejidad pensando realmente en su otrora discípulo Goldberg, que tenía por entonces sólo trece años.

El 20 de noviembre de 2009 había ofrecido en esta misma sala catalano-madrileña un concierto memorable el más grande clavecinista del siglo XX, Gustav Leonhardt, fallecido el 16 de enero de este año cruel. Ahora, una discípula de un discípulo suyo, Jacques Ogg, resucitaba el espíritu del maestro, que en el último concierto de su vida, a poco más de un mes de su muerte, tocó en París, ya fuera de programa, la vigesimoquinta de las Variaciones Goldberg, el epicentro emocional de la pieza. Cho es muy joven, posee un talento a raudales, y se enfrentó a un reto inasequible para muchos sin red de seguridad: tocó de memoria y respetando todas y cada una de las dobles barras de repetición escritas por Bach. Ello supone un esfuerzo físico y mental descomunal, por más que decidiera hacer una muy discutible pausa entre las dos mitades de la colección, que forma un todo indivisible: tras una fase inicial de calentamiento y algo dubitativa, las variaciones 11 a 15 fueron modélicas y, tras el descanso, tanto ella como el público tardaron en recuperar la concentración. Sorprendentemente, Cho prefirió no introducir ornamentación alguna en las repeticiones, como era práctica habitual en la época, y hay que recordar que el clave (la coreana utilizó una copia de un instrumento de dos manuales según un modelo parisiense Blanchet/Taskin del último tercio del siglo XVIII) no puede cambiar de dinámica sobre la marcha, como sí está al alcance casi cualquier otro instrumento, y las únicas modificaciones posibles proceden del empleo de los diferentes registros o del acoplamiento o no de los dos teclados. Casi dos horas de clave con toda la música repetida de forma sistemática (y sin el atractivo de los adornos improvisados) es mucho tiempo, más aún para un público poco ducho en este repertorio.

El virtuosismo de las Goldberg es creciente, con cruces de manos endiablados, mayor densidad del contrapunto imitativo y pasajes que requieren una agilidad felina. Nada parecía arredrar a Cho, con tendencia a valerse de tempi rápidos (a veces demasiado rápidos) y a forzar los puntillos hasta el límite (en exceso también en la Variación 16, con aristas casi puntiagudas). Pero, aparte de las ya citadas 11 a 15, las trece últimas variaciones fueron una sucesión de maravillas, con muy ocasionales notas marradas, pero que en nada entorpecieron el disfrute de la obra, seguida con extrema concentración por un público que nada tenía que ver con el que recorre –siempre son los mismos– el circuito musical clásico madrileño: caras nuevas, padres con hijos pequeños, gente descolgada de los museos cercanos, algún despistado. Y tal fue el entusiasmo de muchos de ellos que, cuando Cho ofreció fuera de programa una melancólica Sonata en Sol menor del padre Soler (un guiño de complicidad con la ciudad que la acogía esa tarde), mientras se disponía a acoplar rápidamente los teclados para completar el díptico con otra sonata en modo mayor, los inopinados aplausos le obligaron a dejarlo para mejor ocasión y levantarse para recibir las últimas muestras de agradecimiento de unos oyentes quizá poco avezados, pero quién sabe si no ya definitivamente ganados para la causa.

El final que Bach quiso para las Variaciones Godberg es la repetición inalterada del aria que le sirve de arranque, un gesto que admite numerosas interpretaciones, como muchas han sido también las teorías que ha suscitado la elección de las dos canciones populares incluidas en la Variación 30: quizá no sea casual, por ejemplo, que en el texto de ambas esté presente la idea del retorno y la permanencia. Los catorce cánones que Bach escribiría luego sobre las ocho primeras notas del bajo del aria apelan también a la condición de circularidad: podrían repetirse hasta el infinito, volviendo incansablemente sobre sí mismos. Estamos, por tanto, ante una manifestación del principio básico de la filosofía hindú –«todo vuelve»–, el mismo que asoma en la técnica utilizada por Guillaume de Machaut en su rondeau Ma fin est mon commencement, cuyas tres voces están construidas en forma de canon en espejo (la segunda mitad es el reflejo perfecto de la primera). María Estuardo mandó bordar este lema en su trono; T. S. Eliot hizo suyos estos versos al final y al comienzo de East Coker, el segundo de sus trascendentes Four Quartets («In my beginning is my end. […] In my end is my beginning»); y James Joyce, tan influido por las teorías cíclicas y el concepto de ricorso (regreso) de Giambattista Vico, construyó también su Finnegans Wake como un inmenso círculo que se cierra retomando exactamente la misma frase con que comenzó. Una hermosa rueda que avanza sin cesar y a la que sorprendemos en uno de sus giros: ésta es probablemente la mejor imagen para acompañar cualquier escucha de las Variaciones Goldberg. Y Sungyun Cho nos reservó también lo mejor para el final. Sin más variaciones a la vista, con el horizonte despejado, con la certeza de haber arribado a puerto tras la exigentísima travesía, la joven coreana volvió a tocar el aria, el alfa, con una fluidez y una expresividad aún mayores que al comienzo, animándose, ¡por fin!, a ornamentar –admirablemente– la repetición de las dos secciones y generando el deseo de que, efectivamente, la rueda iniciara de inmediato un nuevo giro que volviera a acogernos a todos para trasladarnos, a buen seguro, a un puerto diferente.

Así, esa emoción que había estado tan ausente en medio de la parafernalia operística de Il prigioniero o Suor Angelica, y que apenas había hecho acto de presencia en el Teatro de la Zarzuela, llenó cada rincón del recóndito auditorio de CaixaForum mientras esta exótica coreana iba devanando al clave, variación tras variación, la madeja infinita de las Goldberg. Y, al igual que hizo Ingmar Bergman con la cámara al comienzo de su versión filmada de La flauta mágica, era imposible resistirse a contemplar de qué maneras tan diferentes prendía la emoción en los que allí estábamos y con cuántas metamorfosis transformaba sus rostros. La crisis está devastando quizá sin remedio la cultura, pero aquella tarde de octubre, por sólo seis euros (la mitad los clientes de la Caixa), muchos asistieron durante dos horas a una experiencia iniciática, porque no son las Variaciones Goldberg una obra que pueda oírse todos los días, y menos en esta ciudad. La primera vez que se escuchan, como la primera vez que se admira boquiabierto sobre un escenario Rey Lear, o se ve El séptimo sello en una gran pantalla, o se disfruta acongojado una representación de Tristán e Isolda en un teatro de ópera, es algo que no se olvida –o no debería olvidarse– jamás.

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